Bryan se reclinó en la cama y contempló con desazón aquella pieza seca de repostería. Era el centro de atención en el cumpleaños de otro hombre; el primero que se celebraba en aquella sala.
Hacía poco que James había cumplido los veintidós, acontecimiento que por razones obvias había pasado sin pena ni gloria. Bryan había intentado enviarle un pequeño saludo, pero James se había limitado a fijar la vista en el techo.
Durante los últimos meses, James había permanecido en aquella postura casi ininterrumpidamente. Cada vez resultaba más difícil imaginar cómo iban a poder llevar a cabo los planes de evasión con su participación.
Era comprensible que James se hubiera dejado llevar por la nostalgia el día de su cumpleaños. Pero ¿qué podía decirse de los restantes? ¿Por qué se aislaba de aquella manera? ¿Cuánto tiempo tendría que esperar?
Bryan pellizcó el pastel y fe ofreció unas migas a su vecino que, como de costumbre, juntó los talones y se las comió como si se lo hubieran ordenado. Debía de ser sólo cuestión de días hasta que aquel hombre fuera devuelto al infierno. Aquel necio parecía alegrarse de ello y pasaba la mayor parte del día al lado de la ventana, de espaldas a la sala, contemplando el paisaje ondeante y verde que se extendía más allá de las torres de vigilancia.
Cuando el hombre de la cara picada de viruela y su compinche de la cara ancha trajeron la comida, el cielo empezó a retumbar desde el norte. Las descargas no se prolongaron durante mucho tiempo, pero sí el suficiente para que un oficial experimentado de las fuerzas aéreas inglesas se sorprendiera. Bryan dirigió la mirada hacia James, que estaba acostado en la cama con las manos debajo de la nuca.
Los ruidos secos provenían de un lugar lejano. Algunos murmuraron Baden-Baden; otros mencionaron Estrasburgo; finalmente, Vonnegut sacó el garfio por la ventana y le gritó los nombres de ambas ciudades a una mujer de la limpieza que limpiaba el suelo entre las sillas de rodillas, como sí nada ni nadie le importara lo más mínimo.
De pronto, el ruido se hizo ensordecedor y algunos de los pacientes se pusieron en pie para poder seguir el resplandor del fuego cruzado que se iba haciendo cada vez más visible en el cielo a medida que menguaba la luz del día. Estrasburgo ardió durante toda la noche, emitiendo un débil halo de luz anaranjada en aquella noche de verano.
«Se están acercando —pensó Bryan, y rezó por los amigos en el aire, por sí mismo y por James—. Tal vez la próxima vez le toque a Friburgo. ¡Entonces entraremos en acción. James!»
Uno de los pacientes que, hasta entonces, había estado sumido en la apatía, empezó de pronto a moverse de un lado a otro, siempre seguido por otro paciente delgado de cuello rígido que prefería girar todo el cuerpo a girar la cabeza. Los dos hermanos siameses llevaban toda la mañana plantados delante de la ventana del Hombre Calendario, escrutando paciente y silenciosamente el valle, como si se estuviera avecinando algo más. Cuando el fuego sobre Estrasburgo alcanzó su máximo y las explosiones retumbaron débilmente entre las montañas marginales, el hombre flaco tomó a su compañero del brazo y apoyó la cabeza contra su hombro.
En la otra punta de la sala, el Hombre Calendario volvía de una de sus escasísimas visitas al baño. Allí se encontró con los hermanos siameses, que sacaban las cabezas a través de los barrotes de la ventana. El Hombre Calendario gruñó y agarró en Afano la rodilla del flaco en un intento de alejarlo de su territorio.
Bryan los observaba, dispuesto a seguir su ejemplo. Realmente se avecinaba algo. Los hermanos siameses habían tenido razón. El suave zumbido era arrojado contra la montaña para luego ser absorbido por los árboles. «Se dirigen al sur. ¡Tal vez a Italia!», pensó Bryan dirigiendo la mirada hacia James.
Unos segundos después, los gemelos se estremecieron. Las explosiones sordas llegaron desde atrás, retumbaron sobre el hospital y siguieron su trayectoria hacia la pared de roca, a unos ochocientos o novecientos metros, para luego volver como ecos cavernosos que apenas se distinguían entre sí. Los aviones debieron de llegar desde el oeste siguiendo una línea que corría al sur del lazareto. Tal vez las formaciones se habían deslizado sobre Colmar, o quizá el viento había jugado a la pelota con el sonido, jugándole así una mala pasada a Bryan.
De todos modos, los bombardeos de Friburgo eran una realidad.
—
Schnell, schnell
—les apremiaron las enfermeras sin dar muestras de sorpresa, y mucho menos de terror o pánico. Abandonaron a su suerte a los pocos pacientes inconscientes que había. El resto descendieron la escalera en pocos minutos.
En el exterior sonaban las sirenas y se oía el crujido de pasos apresurados y puertas que se cerraban de golpe. Un guardia apostado en la puerta de salida al patio señalaba el camino que debían seguir con el rifle, para que nadie tuviera ni la más mínima duda de que tenían que seguir adelante, rodear la barandilla de acero y meterse por la entrada del sótano de la Casa del Alfabeto. Por detrás, los perturbados presionaban. Los sucesos que los habían hecho enloquecer emergían por culpa de los estampidos y la agitación.
El sótano estaba dividido en dos secciones. Una hilera de celdas estaba provista de puertas grises de acero desde donde les llegaban incesantes quejidos y gritos apagados. A la derecha, una puerta conducía al interior de una estancia cuyo tamaño correspondía a la mitad de la sala que normalmente ocupaban. Sin posibilidad de recular hacia James, Bryan fue empujado hacia adelante hasta que de pronto se vio encerrado en la esquina más alejada, viendo corno entraban pacientes a veintenas a través de la estrecha puerta.
James estaba de pie en medio de la sala, justo debajo de una de las débiles lámparas parpadeantes que pendían del techo, con la mirada perdida en la nada. El hombre de la cara picada de viruela lo sostenía por los hombros. Varios de los lisiados físicos del bloque vecino sufrían dolores debidos a sus heridas y a la postura erguida que se habían visto obligados a adoptar e intentaban hacerse sitio con el fin de que no los empujaran y de poder ponerse en cuclillas.
El personal estaba ocupado, intentando acallar a los elementos más descontentos e inquietos y procurando que nadie fuera aplastado. Un joven enfermero de mirada perdida se desesperaba y respiraba pesadamente sin hacer caso del sudor que se escurría por su rostro. Tal vez su familia se hallaba en el lugar más caliente.
Bryan se balanceaba hacia adelante y hacia atrás canturreando una melodía interminable, tal como había hecho James al principio. Por cada movimiento que hacía iba abriendo un hueco por el que colarse, sin riesgo de que protestaran los pacientes que lo rodeaban. «Sigue, alarma aérea, sigue, no te pares», pensaba Bryan mientras se iba acercando a balanceos lentos al lugar en el que se hallaba James. La luz del techo se había estabilizado. Los sonidos del exterior se confundían con los gemidos de los pacientes.
Uno de los compañeros de Bryan lo agarró del camisón y empezó a insultarlo atropelladamente en una suerte de disparate escupido. Sus ojos eran pesados, y la mano que lo agarraba, flácida. A Bryan le resultaba increíble que aquel hombre tuviera fuerzas para mostrarse tan agresivo. Entonces Bryan agarró el pulgar del hombre obligándolo a soltar el camisón. Miró hacia James.
La mirada con la que se encontraron sus ojos era nueva. No rezumaba odio, ni siquiera ira, pero lo rechazaba y era amenazante y mortífera.
Bryan se detuvo en medio de su canturreo y resopló pesadamente. James desvió la mirada. Luego volvió a dar unos pasos hacia adelante y volvió a aparecer aquella mirada. El hombre del rostro picado recorrió la nuca de James con la mirada y siguió la dirección que señalaba su nariz. Bryan no tenía forma de saber si había conseguido bajar la mirada a tiempo.
La sensación de que era observado no lo abandonó hasta que volvió a meterse en la cama.
La estancia en el sótano le había dado mucho en que pensar. Los gritos en las pequeñas celdas a lo largo del pasillo, que todos habían podido oír pero contra los que nadie había reaccionado, ni siquiera cuando volvieron a abandonar el refugio antiaéreo. ¿Quién podía haber acabado así? ¿Qué les había pasado? ¿Acaso los doctores Holst y Manfried Thieringer no conocían el número de electrochoques que, a la larga, era capaz de soportar el cerebro humano? ¿O tal vez se trataba del castigo que les esperaba a Bryan y a James si eran descubiertos? ¿Se convertirían en seres desdichados como los del sótano?
Y luego estaban las miradas de James y del hombre del rostro picado.
Por la noche, aquel hombre y su compañero inseparable de la cara ancha volvieron a comportarse de la manera habitual, siempre sonrientes y solícitos con los compañeros cuando repartían los platos y los cubiertos. A pesar de que el hombre de la cara ancha casi siempre se pasaba el día durmiendo, solía deambular por los pasillos cuando se acercaba la hora de la comida, trayendo los cubos de comida de la cocina que se hallaba a un par bloques del suyo. Todo el mundo sonreía alegremente a aquellos dos hombres cuando pasaban por su lado transportando su pesada carga.
Aquella noche, el gigante del rostro picado le guiñó el ojo a su compinche. El movimiento apenas fue perceptible, pero Bryan lo registró. En el mismo instante en que hubo guiñado el ojo, volvió la cabeza hacia Bryan, quien se vio sorprendido por aquella mirada, aunque también dispuso de la suficiente sangre fría para soltar por la boca la saliva que había acumulado delante de la lengua, dejando que se llenaran las comisuras de sus labios y el hoyuelo de la barbilla.
El gigante recolocó el plato que tenía delante y echó un cucharón más de pedazos de salchicha al lado de los mendrugos de pan. El paciente afortunado intentó evitar desagradecidamente tal muestra de generosidad. Sin embargo, el gigante del rostro picado de viruela no se dio ni cuenta; sólo tenía ojos para la barbilla de Bryan.
Desde el primer día en el hospital, Bryan había aprendido algunos vocablos alemanes, aunque su significado no siempre era totalmente unívoco. Sin embargo, las conjeturas y la acentuación de las frases y las expresiones de las caras de los que hablaban le habían permitido adivinar el estado en el que se encontraban sus compañeros en un momento dado y, hasta cierto punto, lo que los médicos esperaban de su evolución.
Aquel aprendizaje exigía una enorme concentración, y ése no era precisamente el punto fuerte de Bryan cuando se encontraba en medio de una tanda de electrochoques. Una vez había desaparecido la debilidad de los primeros días, el mundo que lo rodeaba se presentaba en imágenes distorsionadas que se movían con una lentitud exasperante.
Bryan sabía que debía mantener la mirada alejada del hombre del rostro picado. Si su sospecha era justificada, estaban sucediendo ciertas cosas en la sala que todavía no entendía y con las que debía tener un extremo cuidado. A menudo, el hombre del rostro picado se inclinaba sobre él cuando estaba adormilado. Aquel hombre gigantesco cambiaba constantemente el tono de su voz y asustaba a Bryan con su chapuceo amable y su simpática sonrisa. Bryan no entendía nada. «Cuídate mucho de descubrirte ante este hombre», se repetía una y otra vez cuando notaba el aliento de aquel hombretón sobre su rostro. «¡Concéntrate!», se reñía Bryan mientras luchaba por sacudirse la apatía de encima.
Desde el bombardeo de Friburgo, la atmósfera en el hospital había cambiado. Varios de los jóvenes enfermeros habían sido destinados a servicios en el frente o a la reconstrucción de los pueblos de los alrededores. El volumen de trabajo en las distintas secciones había aumentado y el número de heridos que entraban por las puertas de acceso ya había empezado a superar el número de los que la cruzaban en el sentido contrario. Se habían visto obligados a convertir la sala de gimnasia en lazareto de urgencia. Era una simple cuestión de tiempo hasta que le tocara el turno a la Casa del Alfabeto. Los heridos siempre vendrían en primer lugar.
La preocupación estaba dibujada en los rostros del personal; muchos habían perdido a familiares durante los bombardeos. La pequeña Petra se persignaba quince veces al día y apenas le dirigía la palabra a quien no fuera James. Las sonrisas y las pequeñas amabilidades se habían ido espaciando.
Todo el mundo se limitaba a cumplir con sus obligaciones.
La sexta vez que vio a Bryan pasearse arriba y abajo entre la cama y el baño, la enfermera a la que llamaban hermana Lili perdió la paciencia. Aunque todo el mundo sabía que en el segundo día después de un tratamiento de choque el paciente estaba increíblemente sediento y agitado, había otras cosas que hacer que dejar pasar constantemente a un paciente inquieto y sediento.
Antes de que el personal sanitario hubiera terminado de cambiar las sábanas, ya le había vuelto la molesta sequedad de boca. Bryan seguía los movimientos de aquellas manos expertas y rápidas que estrujaban sábanas y fundas de almohada. Recostó la cabeza pesadamente contra el lecho de olores clínicos. La cavidad bucal se cerró alrededor de la lengua y la inmovilizó, mientras el sabor dulzón se extendía por sus mejillas. Aunque Bryan se mordió la mejilla, no se produjo ni una sola gota de saliva.
Desde la cama del hermano siamés flaco llegaron unos alaridos irritados y Bryan alzó la cabeza. El hombretón del rostro picado de viruela había querido darle de beber, pero al flaco no le gustaba que tocaran su cama e intentó zafarse de aquel contacto. Tales acercamientos sólo le estaban permitidos a su hermano siamés. Bryan contempló flemático la escena y volvió a intentar tragar al ver el vaso de agua que el hombretón presionaba contra los labios apretados del flaco. El contenido cristalino del vaso chapoteaba tentadoramente cada vez que el flaco se defendía como si fuera un niño travieso. Bryan levantó la mano y la agitó hasta que el gigantón finalmente dio fin a su broma y se volvió hacia él. Una ancha sonrisa se extendió por sus labios mientras se acercaba a grandes trancos a Bryan, alargando la mano que sostenía el vaso. El agua era increíblemente refrescante. El gigantón vio cómo Bryan vaciaba el vaso con avidez y se disponía a volver a la mesa sobre ruedas para volver a llenarlo cuando, al girarse, tropezó con la cama. Las pastillas produjeron tal ruido al entrechocar dentro de la pata de la cama que Bryan creyó que todo el mundo se quedaría paralizado y lo mirarla acusadoramente. La sequedad bucal volvió súbitamente. El hombretón de la cara picada se dio la vuelta lentamente y fijó la mirada en la cama. La zarandeó ligeramente con un golpe de rodilla, pero esta vez las pastillas no tintinearon. Bryan empezó a toser y el enfermero que en aquel momento estaba atendiendo al Hombre Calendario se acercó corriendo y le golpeó la espalda. El hombretón se quedó observándolo durante un rato hasta que, por orden del pequeño enfermero, se acercó de mala gana al carrito a por otro vaso de agua.