—Deben disculparme, señores míos, ¡pero el tráfico en la M-2 es de locos hoy!
—Eso quiere decir que viene del este —comentó el hombre mayor con una sonrisa—. ¿Entonces sigue viviendo en Canterbury?
Scott miró detenidamente a la visita y entrecerró los ojos ligeramente. Volvió a echar un vistazo a su agenda y repasó los nombres. Director Clarence W. Lester y socio júnior W. W. Lester, Wyscombe & Lester & Sons, Coventry.
—Sí, así es. Nunca he vivido en otro sitio. —La sonrisa le cerró los ojos aún más. Muchos eran los que pensaban que aquellas arrugas profundas alrededor de los ojos resultaban entrañables—. ¿Quiere decir que ya nos hemos visto antes, señor Lester?
—¡Oh, sí, desde luego! Aunque de eso hace ya algunos años, y fue bajo unas circunstancias bien distintas.
Scott levantó el índice.
—Pero usted no es de Canterbury, por lo que oigo. ¿Me permite una conjetura? ¿Wolverhampton?
—Muy cerca, sí, señor. Nací en Shrewbury. Llevo en Sheffield desde la adolescencia.
—Y ahora vive en Coventry, por lo que tengo entendido. —Volvió a consultar su agenda—. ¿Hemos hecho negocios antes, señor Lester?
—Pues no. Es decir, todas las empresas del sector medicinal de Inglaterra se dan de morros, antes o después, con una de sus licencias. Sin embargo, hasta ahora, no habíamos tenido ocasión de tratar aspectos comerciales.
—¿Rotary? ¿El club deportivo? ¿Eton? ¿Cambridge?
El más joven de los tres se acomodó la cartera y sonrió. Lester sacudió la cabeza.
—Al fin y al cabo, no estamos aquí para rememorar viejos tiempos, señor Scott, por lo que creo que tendré que descorrer el velo. Sé que es un hombre muy ocupado, ¿entiende? Hace mucho tiempo que coincidimos, usted y yo. Bien es verdad que entonces usábamos otros nombres. Lo que lleva a confundir los conceptos, claro.
—¡Vaya! Sí, es cierto que he cambiado de nombre. Mi madre y mi padrastro se divorciaron. Ya no pienso en ello. Entonces me llamaba Young. Bryan Underwood Scott Young, y ahora, Scott a secas. ¿Y usted?
—Lester es el apellido de mi esposa. A ella mi apellido le resultaba demasiado provinciano. Sin embargo, me vengué manteniendo el nombre de mi familia como segundo apellido. ¡Wilkens, señor!
Bryan se quedó un rato mirando fijamente el rostro del hombre mayor. Aunque el paso del tiempo intentaba modelar intensamente los rasgos de Bryan, él se imaginaba que, en líneas generales, era imperecedero. En cambio, resultaba difícil encontrar los rasgos afilados del capitán Wilkens en aquella simpática cabeza, casi calva.
—Soy mayor que usted, señor Scott. —Se llevó el pelo ralo y cano hacia atrás y bajó la cabeza—. En cambio usted se mantiene excepcionalmente bien. ¡Superó aquella terrible caída, por lo que veo!
—Sí, así es.
Con el paso del tiempo, a Bryan Underwood Scott se lo había empezado a comparar con un bloque de hielo que jamás dejaba entrever ni el más mínimo rastro de inseguridad, que jamás apartaba la mirada de su oponente y que siempre ajustaba las cuentas mediante objeciones motivadas. Para él, las consideraciones de carácter histórico y los llamamientos a la camaradería eran conceptos desconocidos.
Tras haberse licenciado en medicina, se había establecido como especialista en enfermedades del estómago y, en los últimos años, como parte de una reducción gradual y constante de sus actividades, se había dedicado a la medicina deportiva, a la investigación y, cada vez más, a los negocios. Había tenido que pagar un precio por aquella determinación exasperada y firme y por su falta de sentimentalismo. Pero jamás un precio de carácter financiero. Cuando murió su madre, de eso tan sólo hacía cuatro años, ya había acumulado tal fortuna que los seis millones de libras en herencia que debían repartirse entre él y sus hermanos apenas se dejaron notar.
La palabra clave era licencias: derechos para fabricar productos farmacéuticos, instrumental quirúrgico, componentes para tomógrafos y recambios para monitores japoneses y norteamericanos. Todo ello, al servicio de la medicina. Un sector de profundidades oceánicas en el que, aparentemente, los recursos jamás estaban sometidos a la sobriedad y la continencia habituales de los británicos.
A lo largo de ese tiempo, Bryan Underwood Scott se había enfrentado a muchas conmociones, pero ninguna como la que sufrió ante la situación inesperada de verse cara a cara con el capitán Wilkens; un hombre por el que no tenía por qué albergar sentimientos afectuosos.
—Me acuerdo perfectamente de usted, capitán Wilkens.
—¡Otras circunstancias, otros tiempos! —Clarence W. Lester cruzó los brazos y se reclinó en la silla—. Fueron tiempos difíciles para todos nosotros. —Frunció el entrecejo—. ¿Supo alguna vez lo que fue de su compañero, señor Scott?
—No.
—Supongo que habrá agotado todas las posibilidades...
Bryan asintió con la cabeza y dirigió la mirada hacia la puerta. Se le había dado carpetazo al caso Teasdale antes incluso de que los alemanes hubieran capitulado. Tuvieron que pasar más de ocho meses hasta que el servicio de inteligencia, a regañadientes, informara de que los archivos de la Gestapo estaban en manos de los rusos y que, por tanto, el destino del oficial de las SS Gerhart Peuckert seguiría desconociéndose. Bryan no pudo hacer nada. El caso de James Teasdale tan sólo era uno entre tantos otros. Ni siquiera la influencia política y los numerosos contactos de su padre habían sacado a la luz más noticias acerca del asunto. Desde entonces, Bryan había intentado comprar información, pero todas sus iniciativas resultaron un fracaso. A medida que fue pasando el tiempo, su negra conciencia se fue tornando gris. Y ya habían pasado veintiocho años.
Wilkens intentó parecer preocupado y lleno de compasión.
Apenas unos pocos pasos los separaban de la puerta. Por un instante, Bryan consideró la posibilidad de echarlos y cerrar la puerta de un golpe. Las náuseas que lo inundaron lo cogieron desprevenido. Las pesadillas de la noche habían vuelto.
—Precisamente esta mañana le contaba a mi hijo los esfuerzos que hizo por conseguir información acerca de su amigo. ¿Alguna vez ha vuelto a Alemania?
—No, no he vuelto.
—Resulta increíble, considerando su profesión, señor Scott.
Bryan no reaccionó.
—Espero que no se haya tomado a mal que haya sacado a relucir el pasado, señor Scott.
Wilkens parecía conocer la respuesta, pero se equivocaba. La reunión llegó a su fin antes de que acabara de sonar el segundo cuarto en el reloj de pie del antedespacho. La pareja pretendía obtener permiso para producir copias bajo la licencia de Bryan. No lo consiguieron. Tan sólo se hicieron unas pocas promesas insignificantes. Se tramitó un pedido para que el ayudante de Scott, Ken Fowles, lo evaluara. El padre y el hijo parecían abatidos.
Esperaban algo más de aquella reunión.
Con el tiempo, un Pall Mall sin filtro se había convertido en un acontecimiento poco frecuente para Bryan.
A pesar del calor, se subió el cuello de la gabardina. Desde el muro contra el que se había apoyado controlaba la fachada del quiosco. El flujo de viajeros de la estación de Elephant & Castle iba en aumento.
—Hoy ya no volveré más, señora Shuster —le había comunicado a la secretaria.
No era normal en él. Llegados a este punto. Laureen ya habría desconfiado. A pesar de que su esposa nunca había mostrado demasiado interés por sus altibajos y motivaciones emocionales, poseía una cualidad inexplicable que siempre le permitía adivinar el momento en que los problemas irrumpirían en su esfera íntima. Y cuando entonces se dejaba llevar por la intuición y llamaba a la oficina, la señora Shuster no era una persona que ocultara su asombro. Laureen era capaz de un poco de todo. En esa misma cualidad residía gran parte del mérito de los éxitos de Bryan. Sin ella, Bryan se habría ahogado en la autocompasión y los remordimientos.
Era una muchacha modesta y sencilla de Gales que le había sonreído y que había seguido haciéndolo, a pesar de que él no le había correspondido.
Después de la caída en el lazareto británico, la muchacha se había mostrado especialmente solícita. Se llamaba Laureen Moore. Su cabellera era gruesa y la llevaba recogida con un postizo en la nuca. Bryan había dedicado mucho tiempo a reflexionar acerca de lo que podía haber escondido en aquel tocado. A veces estaba convencido de que se trataba de una pequeña almohadilla de borra; otras, que se trataba de un simple pedazo de cable eléctrico.
La guerra se había llevado a ocho hombres de su círculo familiar más estrecho. Un hermano murió entre sus brazos en el lazareto, y Bryan fue testigo; primos, dos hermanos, un tío y, finalmente, el padre, del que todavía hablaba con un brillo de tristeza en los ojos. Conocía el dolor y dejaba que Bryan conviviera en paz con el suyo. La capacidad para comprender que había que vivir la vida y venerar el pasado constituía una parte importante de su ser.
Por eso, y por muchas otras cosas más, Bryan la amaba.
Sin embargo, el precio que había tenido que pagar había sido encontrarse solo con su pasado, sus pesadillas, sus impresiones y su dolor. Ni siquiera visitaban a la familia Teasdale, A pesar de que las dos familias vivían a escasas calles la una de la otra, Bryan jamás mencionaba ni a la familia Teasdale ni su destino.
De esa forma, el corazón de Laureen podía seguir siendo sólo suyo, y el de Bryan sólo de Bryan.
En cambio. Laureen sabía manejar de sobra el mundo exterior por los dos.
«¿Por qué te preocupas por las diarreas y los íleos de los ricos si no te apetece hacerlo, Bryan? Al fin y al cabo, siempre acaban enfadándose contigo cuando les quitas el chocolate caro, los puros y las copas.» Con estas sencillas palabras había dado paso a una nueva etapa de su vida en común, aceptando alegremente que, a partir de entonces, podrían verse en una situación menos holgada que la vivida hasta el momento. Apenas una semana después, Bryan puso en venta su consulta.
Al principio, la investigación no había arrojado beneficios, pero Laureen jamás se quejó. Tal vez fuera consciente de que si las cosas iban mal dadas, la madre de Bryan siempre podría apoyarlos. Pero sin Laureen, el futuro habría sido otro.
Y cuando llegó el éxito, los alcanzó de pleno.
«¡Oh, papá! —había gimoteado su hija cuando finalmente se establecieron en Londres—. ¿Un despacho en Lambeth? Pero si ése no es precisamente un barrio que visitas así como así, sin tener una razón apremiante. ¿Por qué no Tudor Street o Chancery Lañe?» Ann era una chica simpática y desenvuelta cuyo gran interés por el atletismo y, sobre todo, por sus practicantes del sexo opuesto, había significado, por razones inescrutables, que Bryan, al margen de la investigación y el negocio, siguiera practicando la medicina y que, durante algunos años, hubiera puesto sus conocimientos al servicio de la medicina deportiva.
Dietas y tratamiento de enfermedades gastrointestinales agudas. Cuando los problemas derivaban de la zona abdominal, los deportistas solían dirigirse a él y no a las federaciones o a los especialistas de Harley Street.
En resumen, una buena vida.
Bryan encendió otro Pall Mall y recordó los dedos amarillos de Wilkens durante los interrogatorios. Entonces él no turnaba. Inhaló con avidez. La aparición de Wilkens precisamente aquel día había resultado ser una coincidencia de carácter absolutamente sobrenatural.
Bryan sólo se permitía enfrentarse con el pasado en contadas ocasiones a lo largo del año. La pesadilla de la víspera todavía lo tenía agarrotado. Aunque el sueño siempre era distinto de los anteriores, la esencia era la misma. ¡Había traicionado a James! La vergüenza lo perseguiría durante el resto de sus días. Si se encontraba en la oficina, solía recorrer los escasos cien metros que lo separaban del Imperial War Museum para sumergirse en las impresiones. Una acumulación colosal de miseria y de desdicha que hacía que las penas personales parecieran imperdonablemente nimias. Los errores de siglos pasados, la sangre derramada de cientos de miles de seres humanos, simbolizados por la fanfarronería monumental de aquellos edificios.
Sin embargo, aquel día no se vio con fuerzas para visitarlos.
La noche anterior había recibido la llamada de un grupo de delegados del Comité Olímpico Internacional que le habían insistido en que aceptara el puesto de asesor del equipo médico de los Juegos de Munich.
La llamada había provocado la pesadilla. Llevaba años rechazando invitaciones que significaran tener que desplazarse a Alemania. Bryan rechazaba todo aquello que pudiera hacerle recordar los sucesos trágicos de entonces. Todas sus pesquisas habían fracasado. Era inútil; James había muerto.
Entonces, ¿por qué martirizarse una vez más?
Y luego había llegado la invitación, la pesadilla y la visita de Wilkens, una coincidencia detrás de la otra y en pocas horas. Esta vez, el comité sólo le había concedido una semana para contestar. Apenas faltaba un mes para la inauguración de los Juegos Olímpicos. Cuando, cuatro años atrás, se había integrado en el equipo como asesor con motivo de los Juegos de México, había dispuesto de más tiempo para pensarlo.
Harper Road, Great Suffort Street, The Cut... Toda la ciudad rebosaba vida por todos los costados, como si un torbellino devastador la hubiera atravesado.
Bryan ni siquiera se percató de ello.
—¿Realmente quieres hacerme creer que has estado deambulando por las calles vestido así y con el tiempo que hace, y además por Southwark, porque necesitabas reflexionar antes de tomar la decisión de ir o no a Munich, Bryan? ¿Qué tiene de especial esa invitación? Podías haberlo hecho en casa.
Una gota más, y la taza de té de Laureen se desbordaría.
—[Claro que iba a intentar convencerte para que no vayas! Pero tampoco te vas a librar de ello ahora, lo sabes, ¿no?
—¡Vaya!
—¡No estoy dispuesta a soportar una discusión más después de lo de México!
—¿Discusión?
Bryan la miró. Había ido a la peluquería.
—Demasiado calor, demasiada gente. ¡Esos malditos horarios!
Laureen se dio cuenta de su mirada. Bryan la apartó.
—¡No hace calor en Alemania!
—No, Bryan, pero en cambio hay tantas otras cosas. ¡Todo es tan... alemán!
La gota y algo más acabó derramándose por el borde de la taza.
Siempre habían compartido la aversión a los viajes. Laureen, porque temía lo desconocido; Bryan, porque temía el recuerdo de lo conocido. Por tanto, si alguna vez se iban de viaje, por regla general lo hacían arropados por un grupo de gente de habla inglesa con el que compartían intereses comerciales.