La casa del alfabeto (29 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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Al final eran capaces de contentarse dejando pasar las horas con la mirada fija en el otro. Sólo en contadas ocasiones sus cuerpos se rindieron al deseo. La voz de Gisela emanaba amor. Todas las demás mujeres dejaron de existir para Bryan, se tornaron borrosas.

Uno de aquellos días, su gorjeo se especió con un nuevo matiz; un matiz concreto y directo.

La alarma se disparó en el interior de Bryan. En un primer momento, había entendido que el Gruppenführer Devers pronto recibiría nuevas visitas.

Más tarde se dio cuenta de que Gisela le estaba hablando de él, de Amo von der Leyen; que lo admiraba y que estaba segura de que volvería a casa antes de Navidad; que pronto recibiría una visita importante de Berlín. Que lo echaría en falta.

Miró hacia su marido con desprecio.

Eran noticias aterradoras, si es que lo había comprendido todo correctamente.

Después del traslado, a Bryan empezó a costarle mantenerse al corriente de los días que iban transcurriendo y llegó a odiarse a sí mismo por aquella negligencia. Al oír el retumbo de la última gran ofensiva contra Karlsruhe, Bryan había calculado que era el 5 de noviembre, dos días antes de su cumpleaños. Desde entonces debían de haber pasado unos quince días, más o menos.

Ya no pasaban desapercibidas las batallas al otro lado del Rin, aunque no podía saber de qué lado estaba la fortuna. Lo que, en cambio, había quedado bien a las claras era que los pacientes del lazareto podían ser trasladados en cualquier momento, si el avance de los aliados llegaba a suponer una amenaza para la región.

Esta vez lo conseguiría.

Todas las noches, mientras hacía su guardia, que debía resguardarlo de los ataques de los simuladores, le daba vueltas a los planes de fuga y pensaba en James.

Había que meditar sobre varios inconvenientes: la ropa y el calzado; la manera de superar todas aquellas miradas despiertas y de escapar de aquel edificio; las patrullas de perros y la nueva alambrada eléctrica; la pared rocosa en medio de la oscuridad; el tránsito de los caminos del valle, ahora que habían extremado la vigilancia al máximo; el frío de la tierra mojada, y los arroyos y riachuelos; la amplia y llana región que se extendía hacia el Rin de, por lo menos, seis millas; la duda de si todavía estaban en época de vendimia, a pesar de lo avanzado del año.

Y luego estaban las aldeas y los pueblos allá abajo, y todas las sorprendentes coincidencias y extraños quehaceres de las pequeñas sociedades del valle. Había que superar todo aquello.

Bryan sabía que ya no podría dirigirse hacia el sur. La concentración de tropas cerca de la frontera suiza probablemente fuera la más densa del mundo. Tendría que optar por escapar en dirección oeste, tomando el camino más corto, en un intento de cruzar las vías del tren que atravesaban el valle del Rin, a lo largo del margen montañoso. Luego intentaría llegar hasta el río.

Teniendo en cuenta la escalada bélica que se había vivido durante las últimas semanas, las tropas aliadas debían de encontrarse justo al otro lado del Rin. Pero ¿cómo conseguiría llegar tan lejos?

Aquel grandioso río, que Bryan había utilizado tantas veces como referencia en los vuelos de reconocimiento, probablemente era el río más vigilado del mundo. El pobre desgraciado que fuera atrapado allí no tendría que devanarse los sesos pensando en el destino que le aguardaba. Cualquier civil sospechoso que pillaran tan cerca de la línea del frente sería tomado por un desertor y ajusticiado en el acto.

Y cuando finalmente tuviera el Rin a sus pies, ¿cómo se suponía que lo cruzaría? ¿Qué anchura tenía realmente? ¿Y qué profundidad? ¿Y la corriente, cómo sería?

La última pregunta que se hizo tampoco lo volvió loco de alegría. ¿Y si lograba llegar al otro lado del río? ¿Acaso no abrirían fuego contra él sus propios compañeros? ¿Acaso no dispararían contra cualquier cosa que se moviera?

A fin de cuentas, no las tenía todas consigo. De niño, Bryan había aprendido de su padrastro que la gente tonta no era capaz de apreciar la importancia de calcular las probabilidades de éxito de sus vidas. Por esa razón, esa gente siempre acababa optando, una y otra vez, por los sueños, las fantasías y las ilusiones, que, a fin de cuentas, nunca llegaban a hacerse realidad, en vez de conducir sus vidas hacia unos marcos más seguros aunque, tal vez, también más banales. Así, muchas veces se quedaban paralizados, incapaces de tomar una determinación. Las probabilidades que tendían a obviar a menudo los conducían a un callejón sin salida, ofreciéndoles unas posibilidades miserables y convirtiéndolos en perdedores.

Y aun así, Bryan optó, esta vez y a pesar de la educación que había recibido, por dejar a un lado las probabilidades desfavorables de salir airoso de aquella situación y aplicar otro aspecto importante de su aprendizaje que, en cierto modo, contrarrestaba las expectativas sombrías.

Ese aspecto era, ni más ni menos, el axioma según el cual los problemas están para ser solucionados.

Naturalmente, Bryan no conocía el terreno, de la misma manera en que era innegable su desconocimiento de la lengua. Sin embargo, ésta era, por así decirlo, la terminología misma de la fuga. Y puesto que ya no podía quedarse allí por más tiempo, tendría que hacerlo lo mejor que pudiera y hacerlo pronto.

Si finalmente se daba el caso, sería determinante alcanzar el Rin antes del amanecer.

La cuestión que quedaba por determinar era si James lo seguiría.

Bryan habría dado su brazo derecho por poder dar un paseo alrededor de los edificios o por tener una mejor vista desde su ventana.

La alambrada eléctrica constituía el primer obstáculo que debería salvar. Incluso si se decidía por dirigirse hacia la pared rocosa, se encontraría con aquella alambrada. Y si finalmente conseguía superar las rocas por otra vía, se vería obligado a bordear el complejo hospitalario para alcanzar el camino en dirección oeste.

La manera más sencilla de salir sería atravesando el portal. Bryan la desechó; también sería la manera más fácil de conseguir que lo mataran.

La siguiente posibilidad de escapar era cavando un túnel. Sin embargo, todas las alas que daban a campo abierto eran barracones. Allí no conseguiría cavar sin que lo descubrieran. Y según los cálculos de Bryan, el resto de la alambrada estaba fijada en suelo rocoso.

Por tanto, debería superar la alambrada sin tocarla.

El recuerdo del frío paseo desde la plaza de actos el día del cumpleaños de Hitler y los grandes abetos que se inclinaban sobre la alambrada por el costado oriental seguía estando presente en su mente. Un solo paseo, y sabría con toda seguridad si el salto desde allí era posible.

Y luego, a fin de cuentas, también había otra manera de enterarse. Si lograba introducirse en la habitación de James, en tan sólo unos segundos podría calibrar la distancia que lo separaba de los abetos desde la ventana.

Bryan hizo un gesto resoluto con la cabeza. Tendría que hacerlo así. Al fin y al cabo, tendría que hacer partícipe a James de sus planes lo antes posible.

La sorpresa había llevado a Gisela a agarrar su bolso y salir corriendo al pasillo. En el segundo previo al beso que le había dado a Bryan, había oído el chirrido de la puerta. Kröner había aparecido sonriente en la puerta cuando ella se había escurrido indignada por su lado. Había estado al acecho, escondido para poder contemplar sus caricias. Los ojos de Bryan y Kröner se encontraron. El brusco despertar del tacto de la seda y las suaves formas del cuerpo de Gisela y el desafío de la sonrisa de aquel rostro picado de viruela hicieron que el odio y el acaloramiento se fundieran, desbocándose en su interior.

Kröner todavía se reía cuando Bryan se incorporó en la cama. El hombre del rostro picado reculó y se deslizó pasillo abajo tapándose los ojos con la mano. Los guardias se sorprendieron al ver que Bryan lo seguía. En el momento en que Kröner logró escapar de su terco perseguidor encerrándose en el retrete, perdieron el interés por ambos. Bryan no sabía realmente lo que quería hacer. Kröner seguía riéndose detrás de la puerta del váter. Porque,
¿qué
podía hacer? Esperar una eternidad y luego largarle un golpe en cuanto saliera por aquella puerta.

A pesar de que las ganas de hacerlo fueron aumentando por segundos, un acto así carecería totalmente de sentido.

Los guardias empezaron a murmurar. Como de costumbre, toda la sección estaba en alerta permanente. Al lado de la puerta tras la cual Kröner parecía haberse calmado, habla otra puerta que daba golpes; era la de la sala de ducha, que estaba entreabierta, al igual que la puerta que había un par de metros más allá. Hasta entonces, Bryan no había advertido que aquella superficie de color verde claro era una puerta, sino que había creído que era la continuación de la pared que iba a dar a la puerta de cristal de la escalera de servicio.

Los guardias ni siquiera se molestaron en reaccionar cuando se acercó a ella y la abrió. Bryan comprendió instantáneamente por qué.

Era otro retrete.

Cuando llegó la hora de la ronda de la tarde con los enfermeros y el carrito de la comida, Kröner todavía seguía riéndose. Levantó las cejas jovialmente hacia Bryan y se le acercó susurrándole aquellas palabras con una gravedad satánica:
«Bald, Herr Leyen! Sehrbald... sehrsehr bald!»

Bryan ya había resuelto uno de los problemas de la fuga. En el retrete recién descubierto había una ventana. Si bien el débil marco de hierro estaba atornillado a la pared de manera que no se pudiera abrir la ventana, las vistas eran prometedoras.

El retrete en sí estaba integrado en la caja de la escalera de servicio. Desde ahí, las vistas a la fachada, pasando por el baño, el retrete, el consultorio, la habitación doble, la misteriosa habitación sencilla, hasta la esquina del edificio, eran muy amplias. Una magnífica visión con canalones por cada tres o cuatro metros de fachada. Y sobre todo, el canalón delante de la habitación en la que nadie entraba, aparte del médico, resultaba interesante por sus grandes anclajes. No porque el canalón bajara hasta un pequeño cercado que albergaba unos cubos de basura y material de construcción sobrante en el basamento del edificio, sino porque hacia arriba estaba anclado en la planta superior, delante de un salidizo del tejado inclinado.

La ventana de la buhardilla estaba abierta y la luz del sol iluminaba los estantes de la estancia y la ropa blanca que allí se guardaba.

Bryan tendría que subir y no bajar.

Gisela Devers no lo visitó durante los días que siguieron.

Bryan echaba en falta su presencia, con un dolor a la vez punzante y dulce.

De pronto, después de dos noches de pesadillas y dos días de profunda soledad, volvió a aparecer y la tercera mañana tomó asiento al lado de la cama de su marido y se puso a leer, como si no hubiera pasado nada. Durante las pocas horas que transcurrieron, no abrió la boca ni se le insinuó a Bryan.

Justo antes de abandonar la habitación se sentó un rato al lado de la cama de Bryan. Le dio una palmada desapasionada en la mano y lo saludó con un gesto orgulloso de la cabeza. Con unas pocas frases le dejó claro que había oído decir que el Führer se encontraba en la zona. Acabó embriagándose con sus propias palabras y le habló de una ofensiva en las Ardenas. Parecía muy optimista y sonrió al mencionar su nombre.

Entonces le guiñó el ojo. El héroe Amo von der Leyen pronto recibiría una visita; si no del Führer en persona, al menos de alguien muy cercano a él.

La mirada reverencial que Gisela Devers le dispensó al abandonar la habitación sería el recuerdo que Bryan guardaría de ella.

CAPÍTULO 26

«Ahora duerme, angelito mío», pensó Bryan. Herr Devers era un hombre pesado y le costó sacarlo de la cama. Había retirado la manta de la cama que estaba lista para acoger a su compañero de habitación. Luego había colocado el albornoz de Devers en la cama vacía, había acomodado el bulto cuidadosamente, para que tomara el contorno de un cuerpo tendido, lo había cubierto con la manta, se había puesto su propio albornoz y había abandonado la habitación, no sin antes asegurarse de que ningún extraño transitaba por el pasillo.

Eran casi las siete de la tarde. La cena había estado pasada y asquerosa y se la había tragado en un abrir y cerrar de ojos. Unos ejercicios de evacuación habían descolocado a todo el personal durante la mayor parte del día. En un primer momento, Bryan había creído que se trataba de una evacuación real y que iban a ser trasladados del lugar inmediatamente. Los reproches que se hizo a sí mismo habían abocado en insultos por haber dejado escapar el momento.

Sin embargo, los enfermeros le habían sonreído e incluso Vonnegut había asomado la cabeza por la puerta y se había reído. Los medicamentos de la noche habían sido distribuidos varias horas antes de lo habitual.

Había llegado la hora.

A punto estuvieron los guardias de esbozar una sonrisa al verlo detenerse en el pasillo y rascarse la nuca en un gesto abatido. De pronto, la expresión de su cara se había esclarecido y Bryan se había encogido de hombros con una mueca de indiferencia y había seguido su camino hacia la habitación de siete camas.

No lo detuvieron, sino que más bien parecieron sentirse tan aliviados como lo estaba él.

Los simuladores ya se habían acostado, a excepción de Rroner, que miró a Bryan con una expresión sarcástica en el mismo instante en que éste asomó la cabeza por la puerta.

Kröner se incorporó sobre los codos inmediatamente. James ocupaba la antigua cama de Bryan, la que estaba entre la de Kröner y la del hombre de los ojos inyectados en sangre.

De la cama del fondo asomó un rostro desconocido de entre las mantas que siguió pasivamente los movimientos de Kröner con la mirada, cuando éste atravesó la estancia. El hombre de la cara ancha gruñó cuando Kröner lo sacudió insistentemente, despertándose a la vez que James.

En la mirada que James le envió había más bien una especie de apatía que de cansancio. Era todo cuanto Bryan necesitaba saber: James no podría acompañarlo.

Entonces Bryan se escabulló entre las camas de James y de Kröner y echó un vistazo por la ventana. Los abetos de la parte sur de la pared rocosa estaban a unos seis metros del muro del edificio, pero justo delante de la ventana y, un poco más allá, la distancia era aún menor.

Las ramas eran de un color verde intenso y estaban llenas de savia, flexibles y densas. Había más que suficiente a lo que agarrarse, siempre y cuando el ángulo de caída fuera el correcto.

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