Durante el resto del día, Bryan apenas osó moverse, a pesar de que tenía la sensación de que las pastillas habían caído hasta el fondo de la pata y de que ya no volverían a hacer ruido.
Aparentemente, el gigantón era el único que se había dado cuenta.
Alrededor de la medianoche, unas nubes taparon la luna y Bryan consideró que había llegado la hora de deshacerse de las pastillas. Aquella noche no había nadie moviéndose por la sala, ninguna sombra que se dibujara contra la puerta giratoria. Cuando se sintió seguro de que era el único que estaba despierto, salió de la cama y levantó la pata derecha de la cabecera. Nadie había sacado el tapón del extremo de la pata desde que, en su día, el fabricante lo había remachado. Bryan lo retorció con tanta fuerza que la carne de las puntas de las uñas se soltó. Se vio obligado a cambiar de mano incesantemente, a la vez que intentaba evitar jadear. Cuando finalmente saltó el tapón, Bryan estaba tan cansado que apenas le quedaban fuerzas para disfrutar de su victoria.
En cuestión de fracciones de segundo, Bryan se dio cuenta de la catástrofe que se avecinaba y puso la mano debajo de la boca del tubo antes de que las pastillas salieran a chorros, como salía el grano por la trampilla de un silo. Un par de ellas se desperdigaron por los lados y se perdieron por el suelo. Bryan abrió los ojos de par en par en la escasa luz de la sala.
Una de las pastillas había aterrizado en el pasillo central, otras dos acabaron debajo de las camas. Bryan sacó la mano cuidadosamente de debajo de la pata hasta que el resto de las pastillas formaron un bonito cono, listo para ser recogido. Bryan se puso de rodillas y tiró del camisón creando una pequeña bolsa donde fue depositando aquellas diabluras blancas que febrilmente fue recogiendo del suelo con movimientos inseguros y desesperados. Cuando se hubo convencido de que ya no quedaban más, se dio la vuelta y volvió a colocar el tapón de madera lo mejor que pudo. De pronto, una pesada nube se vació y dejó un agujero en el cielo nocturno por el que los rayos de la luna se filtraron iluminando la sala. Una figura se irguió lentamente por detrás de las cabeceras de las camas del lado opuesto del pasillo central y volvió la mirada hacia él. Bryan se apretó contra el suelo con todas sus fuerzas.
Era el hombretón de la cara picada de viruela, Bryan estaba seguro de ello.
La luz de la luna se posó suave y fresca entre el bosque de patas dibujando unas sombras alargadas y oblicuas en el suelo. Entre esas sombras se había colado una raya del grosor de una aguja de tejer y el botón de esa aguja era otra pastilla que se había deslizado traicioneramente por el pasillo central, hasta detenerse debajo de los pies de la cama del hombretón.
La cama del gigante crujió. No tenía ni la más mínima intención de volver a echarse.
En cuanto la nube volvió a cerrarse, Bryan aflojó la presión de la mano con la que tenía agarrado el camisón y se fue incorporando lentamente. En un único movimiento, arrojó la colcha al suelo y se sentó en la cama arropado por la oscuridad, de modo que el hombre de la cara picada no pudiera determinar con toda seguridad si Bryan había estado a punto de levantarse de la cama.
De camino al baño, el hombretón siguió sin disimulo y con mirada atenta sus movimientos. Bryan no desvió la mirada ni una sola vez, limitándose a concentrar toda su atención en la punta del camisón y en no tropezar con nada.
Hasta que Bryan no hubo tirado tres veces de la cadena, no desaparecieron las últimas pastillas entre los remolinos espumosos de la taza.
La luz de la luna había vuelto a la sala. Ahora el hombretón estaba sentado en la cama con las piernas colgando. Las anchas manos aferraban el borde con fuerza para permitirle tomar ímpetu y saltar rápidamente de la cama. Su torso estaba encorvado hacia adelante, sus ojos entrecerrados y alertas. Era evidente que el gigante no permitiría que Bryan pasara por su lado sin más. Por un instante le pareció que aquel hombre estaba cuerdo.
La sensación de haber sido descubierto hizo que Bryan se detuviera. Se quedó parado un rato en la cabecera de la cama con la mandíbula caída y la lengua gruesa y arqueada saliéndole de la boca. El hombretón parecía no cansarse de observarlo y apenas pestañeaba. Sin pensarlo dos veces, Bryan dio un paso adelante y se inclinó, dejando que su torso descansara sobre el tubo de acero curvado de color marrón que coronaba la cama. Sus rostros estaban tan cerca el uno del otro que sus débiles alientos se cruzaron. Bryan ladeó la cabeza como si estuviera a punto de quedarse dormido y avanzó el pie hacia el lugar debajo de la cama donde había visto que había ido a parar la pastilla traicionera. Cuando finalmente la notó y cerró los dedos de los pies a su alrededor con cuidado, el hombretón dio un salto hacia adelante y no se detuvo hasta que sus frentes entrechocaron en una descarga brutal. A Bryan lo cogió desprevenido y se fue hacia atrás hasta que la nuca golpeó contra el suelo del pasillo central. Cuando volvió a abrir los ojos, el dolor era insoportable.
En la caída se había mordido la lengua hasta casi partírsela por la mitad.
Bryan se deslizó marcha atrás sobre los fondillos del camisón, lenta y silenciosamente, alejándose de aquella mirada imperturbable que seguía todos sus movimientos. Cuando finalmente volvió a la cama, su corazón palpitaba desenfrenadamente mientras intentaba convencerse de que todo se arreglaría. Aparentemente, el hombretón de la cara picada de viruela había abandonado su propósito y se había acomodado en el lecho, ignorando la lesión que le había causado a su contrincante.
Durante la hora que siguió, la lengua se le hinchó violentamente y empezó a latir a un ritmo correoso. Los dolores eran concretos y se manifestaban a través de una serie de jadeos tan apagados que a nadie despertaron.
Cuando finalmente consiguió superar el mal trago y notó cómo el sueño reconfortante acudía en su ayuda, se acordó de pronto de la pastilla: seguía en el suelo.
Estuvo largo tiempo con la mirada pegada al techo, considerando la posibilidad de levantarse de la cama e ir a por ella.
Fue entonces cuando oyó los susurros por primera vez.
La pequeña hermana Petra se asustó cuando encontró a Bryan al día siguiente.
Tras una noche entera de dolores y terror, la cama estaba completamente empapada de sudor y Bryan tenía la frente hinchada tras el cabezazo del gigantón; los labios y la barbilla le latían. Había manchas de sangre en el cuello del camisón y en la almohada. No había dormido; incluso cuando las voces enmudecieron y sólo quedó el vacío aterrador, el cuerpo no había reclamado su derecho al descanso. Bryan había estado demasiado excitado, ahora que había comprendido la situación.
El descubrimiento resultaba estremecedor. Además de él y de James, había otros tres simuladores más en la sala. Eran listos, ingeniosos, hábiles, atentos, imprevisibles y, no cabía la menor duda, peligrosos. Aparte, había que contar con que desconocía varios factores que podían ser de suma importancia. El mayor temor de Bryan: los factores desconocidos.
Sin duda, a partir de aquel día, el hombretón de la cara picada de viruela no le quitaría el ojo de encima. Sin embargo, la pregunta que debía hacerse era qué había podido descubrir con anterioridad aquel hombre. Hacía tiempo que James había intentado prevenirle contra los simuladores. Ahora lo sabía. La idea de la impotencia que debió de sentir James se impuso con fuerza. ¿Qué no había tenido que soportar por su culpa durante las últimas semanas y meses? Bryan hubiera deseado ardientemente haberse percatado de las señales que James le había enviado con tanta persistencia. «¡No volveré a causarte problemas, James!», fue su promesa impronunciada. Rezó porque James lo comprendiera; era imposible que pudiera habérsele escapado el episodio de la noche.
Volvía a unirles el lazo invisible que siempre los había vinculado.
Varios de los pacientes se sobresaltaron cuando una de las enfermeras nuevas abrió la puerta giratoria de un golpe y empezó a chillar algo acerca de Hitler y a repetir la palabra
«Wolfsschanze».
Bryan la siguió con la mirada mientras pasaba por el lado de Petra, que se persignó, y de Vonnegut, que simplemente se quedó boquiabierto. Bryan deseó con todas sus fuerzas que aquello significara que Hitler había muerto. El doctor Holst la miró durante largo rato mientras escuchaba lo que tenía que decir. Su tartamudeo y su excitación no parecían impresionarlo demasiado, pero a sus espaldas, James, rompiendo con su habitual comportamiento, se había incorporado en la cama y seguía con una mirada demasiado despierta lo que se estaba diciendo. A su lado estaba el hombretón de la cara picada de viruela, que lo observaba detenidamente.
De pronto, el doctor Holst se volvió hacia las camas y se desentendió de la enfermera, de Hitler y del «Wolfsschanze». El trabajo diario y el funcionamiento del hospital eran más importantes que cualquier otra cosa. Bryan se dio cuenta de que la repentina conclusión de la noticia había estado a punto de sorprender a James, que a duras penas tuvo tiempo de echarse y adoptar su habitual apatía. En cambio, el hombretón de la cara picada de viruela se limitó a sonreír y a levantar la manta para facilitarle la tarea al médico cuando le tocara examinarlo a él.
Aunque el doctor Holst no había reaccionado a la noticia, sin duda había sucedido algo grave. El ambiente que se respiraba era tenso, la actividad del exterior era distinta de la que solía haber y, por primera vez durante semanas, apareció un oficial de seguridad en la sección.
Era la primera vez que lo veían. Era prácticamente un niño, ni siquiera tenía su edad, evaluó Bryan. Mientras el adolescente pasaba revista a las camas, saludaba secamente a todos y cada uno de los pacientes con el brazo derecho alzado y bajaba la cabeza cada vez que su saludo era correspondido. Miró a todos los pacientes directamente a los ojos. Inspeccionó el pasillo trasero de los baños y las duchas minuciosamente con pasos medidos y lentos e hizo que abrieran todas las puertas de un tirón. La presencia del chaval vestido de negro no parecía perturbar a nadie.
Incluso los simuladores lo miraron fijamente a los ojos cuando los saludó y el hombre de la cara ancha sonrió como nunca, alargó el brazo con un chasquido e irrumpió en un
«heil»
tan violento que todos los que se encontraban en la sala se sobresaltaron irremediablemente.
Su enjuto compinche que ocupaba la cama vecina no se mostró tan valiente. Es cierto que aquel rostro estrecho sonrió, pero su brazo no acabó de subir a la altura que cabía esperar. Al alzar el brazo, la manta cayó al suelo, de forma que la esquina quedó suspendida en el aire. Justo debajo de la cama estaba la pastilla que Bryan había perdido al chocar con el hombretón de la cara picada de viruela. Bryan la detectó inmediatamente e intentó reprimir las ganas de tragar saliva que suele provocar un susto repentino.
Si el oficial de seguridad la encontraba, no sabría de dónde había venido, pero ¿qué diría el simulador viéndose entre la espada y la pared? Y el de la cara picada de viruela, ¿qué no sería capaz de deducir de los sucesos de la noche anterior? Bryan tardó un segundo en comprender que aquella maldita pastilla insignificante podía acercarlo varios metros al abismo y a la perdición. Antes o después, alguien recogería aquella pastilla, y no sería él quien lo haría; ni diez caballos salvajes podrían obligarlo a intentarlo.
El hombre que ocupaba la cama vecina a la del simulador más delgado había sufrido unas terribles quemaduras en la cara. Era uno de los pacientes que ya estaban allí cuando llegaron. Ahora ya le habían retirado todas las vendas y, poco a poco, la piel estropeada fue adquiriendo un tono más normal y fresco. Era uno de los muchos soldados que se habían quedado atrapados en un vehículo blindado en llamas, la única diferencia era que él había sobrevivido; una supervivencia en el dolor que lo había vuelto taciturno y lo había dejado sumido en la confusión. El oficial de seguridad miró el brazo que intentaba alzarse en un saludo y se metió entre las camas para ayudarlo.
Al dar un paso adelante, dio con la punta de la bota en la pastilla, que salió disparada contra la pared rebotando con un chasquido prácticamente inaudible. Bryan soltó un bufido al ver que, de momento, el peligro había pasado. Dos minutos más tarde, el oficial pisó la pastilla que había aterrizado cerca de la entrada. El crujido lo hizo detenerse.
Una de las enfermeras se apresuró a entrar en la sala al oír la llamada del oficial de seguridad, al que encontró de rodillas en el suelo hurgando tranquilamente en el polvo blanco con el dedo. Entonces el oficial le acercó la punta del dedo con la sustancia que había recogido y se la dio a probar a la enfermera. La expresión de la cara y los gestos de la enfermera parecían querer quitarle hierro al asunto y, por lo demás, pretendían dejar bien a las claras su inocencia y su desconocimiento de las circunstancias que lo envolvían. El joven oficial de seguridad le hizo unas cuantas preguntas que la llevaron a sacudir la cabeza, mientras el color de su rostro iba modificándose imperceptiblemente. Tras unos minutos de interrogatorio, la enfermera empezó a mirar furtivamente a su alrededor y daba la impresión de que su mayor deseo en aquel momento era salir corriendo, despavorida.
De pronto, el oficial se agachó y desapareció de la vista de Bryan, que entonces sólo pudo percibir unos sonidos indefinidos que le llegaban de detrás de la cabecera de la cama. Un instante después, el oficial volvió a aparecer entre las camas, con la mejilla pegada al suelo, avanzando como un sabueso que seguía una pista. Después de una corta búsqueda, encontró otras dos pastillas. Bryan estaba aterrorizado.
Los reunieron a todos; a las enfermeras que estaban de servicio y a las que todavía estaban medio dormidas después de la guardia de la pasada noche; a los camilleros, cuya tarea se limitaba a llevar y a traer a los pacientes de los tratamientos de choque y que, de vez en cuando, echaban una mano .a los demás; a los enfermeros y, por tanto, a Vonnegut; a los auxiliares; al personal de limpieza; al doctor adjunto Holst; y, finalmente, al profesor Thieringer. Ninguno de ellos fue capaz de dar una explicación plausible de lo ocurrido. Era evidente que cuantas más declaraciones tuvo que escuchar el oficial de seguridad, más convencido estuvo de que algo andaba mal.
Llamaron al oficial en jefe que los había interrogado en la sala de gimnasia y lo pusieron al corriente de la situación. De entre las muchas palabras exaltadas que vomitó, Bryan entendió una sola: simulación.