En un abrir y cerrar de ojos pusieron en marcha una inspección a fondo. Varios soldados de las SS se habían despojado de sus chaquetas y pululaban por todos los rincones de la sala: de rodillas, en cuclillas, de puntillas. Examinaron cada centímetro de la sala; no omitieron ni un solo escondrijo, por imposible que fuera. Vaciaron los armarios de los baños, hojearon los diarios, repasaron la ropa, tanto la de vestir como la de cama, levantaron colchones, inspeccionaron ventanas y contraventanas. Sólo permitieron que aquellos pacientes que no podían ponerse en pie por sí mismos se quedaran en cama. Al resto los habían confinado en el fondo de la sala con las piernas desnudas. Desde allí miraban lo que estaba pasando a su alrededor con ojos incrédulos. En un momento de despiste. James sacó el pañuelo de Jill de debajo del colchón y se lo ató al cuello, a salvo de las miradas bajo el escote del camisón.
El médico mayor, el doctor Thieringer, intentó exhortar a la serenidad, arisco e infeliz por su incapacidad de controlar la situación. Sin embargo, no dijo nada cuando aflojaron los tapones de los tubos de una cama y salieron docenas de pastillas que se desparramaron por el suelo.
Todo movimiento en la sala se paralizó. El sargento de las SS que comandaba la sección dio la orden de que se sacaran todos los tapones de los pies de las camas inmediatamente. El oficial de seguridad le hizo una pregunta a Vonnegut. Como si lo hubieran obligado a delatar a uno de sus hijos, alzó el garfio de hierro lentamente y, a regañadientes, señaló a alguien que se encontraba en medio del grupo que se había formado al fondo de la sala. El flaco de los hermanos siameses soltó un grito en el acto y, temblando, cayó de rodillas ante el oficial de seguridad.
Mientras iban sacando los tapones del resto de la camas, Bryan rezó con el corazón encogido porque la noche anterior no se hubiera quedado ni una sola pastilla enganchada en el tubo. Más tarde, cuando volvió a reinar la calma en la sala y se hubieron llevado al flaco entre sollozos, Bryan se dio cuenta finalmente de que él había sido el culpable de su desgracia. A su vez supo con toda seguridad que, de los veintidós ocupantes originales de la sala, un mínimo de seis habían simulado su locura. Un número increíble que podía incluso ser mayor. El hermano siamés flaco jamás le había dado razones para sospechar de él. Al contrario, a lo largo de los meses que habían transcurrido siempre había ofrecido la imagen impoluta de un demente que, firme pero muy lentamente, iba recuperando la cordura. Desde el primer día en que Bryan lo había visto en el camión, había interpretado su papel a la perfección.
Cuatro lechos más allá, su otra mitad siamesa estaba sentado en el borde de la cama, tan contento, hurgándose la nariz como de costumbre. Resultaba increíble que él también pudiera ser un simulador. No mostraba ni la más mínima pena, ni el más mínimo dolor, por lo que acababa de suceder. Lo único que lo hacía reaccionar era que su dedo índice pescara algo en las profundidades de la fosa nasal.
Tampoco pareció inmutarse cuando, más tarde, devolvieron a su «gemelo» flaco a la sala, con el cuerpo magullado y pálido. Se limitó a sonreír y siguió hurgándose la nariz. En cambio, Bryan no podía creer lo que estaba viendo. Era incapaz de imaginarse cómo había conseguido salir del apuro y eso lo ponía nervioso.
Aparentemente, todos los demás parecían satisfechos con la conclusión del asunto. Los médicos sonreían, y las enfermeras de guardia se volvieron incluso amables. La tensión los había afectado a todos.
A la mañana siguiente volvieron a recoger al flaco. Había pasado toda la noche temblando como una hoja; debió de presentir que aquello podía ocurrir.
Alrededor de mediodía, el joven oficial de seguridad entró en la sala acompañado por un soldado raso de las SS. Tras recibir unas cuantas órdenes, los pacientes empezaron a moverse en dirección a las ventanas que había enfrente de la hilera de camas de Bryan. Nadie protestó. Bryan fue uno de los últimos en incorporarse al grupo, en la segunda fila, desde donde sólo podía entrever lo que pasaba si se ponía de puntillas. También desde esa postura era limitado lo que le permitían ver los travesaños y las rejas, y tuvo que sacar la cabeza y ladearla por encima del hombro del paciente que tenía delante.
A lo largo de la pared rocosa que corría a un par de metros del bloque del hospital y hasta la capilla, que se encontraba unos cien metros más allá, se disfrutaba de cierta visibilidad. Lo único que rompía la desnudez de aquella franja era un poste solitario que parecía marcar la situación de una antigua perforación indeterminada.
Ataron al flaco a aquel poste y así, atado, lo ejecutaron delante de los pacientes con los que había compartido sala, aire y vida durante más de medio año. En el momento en que sonó el disparo, Bryan volvió la cabeza y fijó la mirada en James, que se encontraba a cierta distancia de él, en la primera fila, con el hombre del rostro picado despuntando a su lado. El sobresalto que aquel disparo provocó en James no dio lugar a dudas acerca de su estado emocional y, además, su mirada estuvo demasiado presente durante algunos segundos, febrilmente clavada en el cuerpo que en aquel momento caía hacia adelante, convulsionado en unos últimos espasmos. No fue la ejecución ni tampoco la reacción de James lo que hizo brotar el sudor frío en la frente de Bryan, sino el gesto que el hombretón del rostro picado le hizo al de la cara ancha mientras miraba fijamente a James.
Pasó algún tiempo hasta que volvieron a atar a otro hombre al poste y lo ejecutaron. Bryan no supo nunca quién había sido el impenitente. No se trataba de un paciente de la Casa del Alfabeto. Sin embargo, de lo que no cabía duda era de que lo habían pescado intentando sustraerse al servicio militar. Tales contravenciones eran castigadas con dureza y sin piedad y eso es lo que se pretendía transmitir a los demás pacientes.
La visión de la cabeza del flaco cayendo hacia adelante no había impresionado a su gemelo que, evidentemente, no se había enterado de lo que había ocurrido. Nadie hizo ningún intento de consolarlo; nadie lo interrogó. Después de la ejecución, retiraron la cama del flaco, fregaron el suelo de la sala, los premiaron con sucedáneo de café y dejaron que Vonnegut enchufara el altavoz para que los violines y los timbales apaciguaran los corazones de los enfermos.
Al fin y al cabo, los hombres de la sección estaban en tratamiento.
Después del día en que tuvo lugar la ejecución, todas las semanas empezaron a oírse disparos procedentes de aquella misma zona. Aparte de los simuladores, que habían abandonado los cuchicheos nocturnos, y de James, que se pasaba el día echado en su rincón y que sólo reaccionaba cuando le llevaban la comida, la vida seguía su ritmo habitual.
Era evidente que los simuladores, sobre todo el hombre del rostro picado, seguían alertas. Sin embargo, mientras que antes se había pasado el día guiñándole el ojo a todo aquel que se le pusiera delante y siempre había tenido una palabra amable para con sus compañeros de sala, ahora su mirada era vigilante y se había vuelto parco en palabras. Bryan sabía lo que pensaba y que pensaba lo mismo que él. ¿Cuántos impostores quedaban todavía por descubrir?
El hombretón tenía el ojo puesto en James. Más de una noche, Bryan había sorprendido a los tres simuladores sentados el uno al lado del otro con la misma expresión de pocos amigos, mirando fijamente a James. Estaba claro que sospechaban de él. Sin embargo, dos de ellos no lograban mantenerse despiertos y, a los pocos minutos, se les cerraban los ojos. Dejaban que las pastillas surtieran efecto. En cambio, el simulador del rostro picado de viruela era capaz de mantenerse despierto durante horas.
Al principio, Bryan creyó que, antes o después, los simuladores dejarían en paz a James. ¿Qué podían temer de alguien que, poco a poco, se había ido sumiendo en un sueño que solía prolongarse durante todo el día? Hasta que un buen día, el Hombre Calendario se puso a gritar y a agitar los brazos mientras señalaba a James, y Bryan se percató de que las cosas no iban tan bien como él había imaginado. La hermana Lili había acudido a la sala en seguida y había golpeado la espalda de James, que estaba pálido y carraspeaba, ahogado.
Al día siguiente, a la hora de comer, se repitió la escena. Durante los días que siguieron, Bryan decidió sentarse encima de la cama en lugar de tomar asiento en el borde de ésta, delante de la mesa, como tenía por costumbre hacer a la hora de comer. Desde allí podría seguir tranquilamente los intentos que hacía James de tragarse la comida hecha puré. Mientras la sala se llenaba de los ruidos alegres de platos entrechocando, mandíbulas batientes y eructos placenteros, James solía quedarse traspuesto con la mirada fija en el plato, como si intentara reunir apetito para atacarlo. Finalmente, justo antes de que recogieran el servicio, James dejaba caer los hombros como en un suspiro y conseguía tragarse un par de cucharadas. Inmediatamente después empezaba a toser. Después de seis días, durante los cuales se había repetido el mismo incidente, Bryan se levantó de la cama y se dirigió canturreando y con el plato de comida alzado en el aire hacia la mesa de Vonnegut. De haber estado presentes Vonnegut o la hermana Lili, le habrían ordenado que volviera a la cama inmediatamente. Sin embargo, aquel día un paciente había sido sometido a un tratamiento de choque especialmente violento y tanto el enfermero como la enfermera estuvieron muy atareados antes de la visita médica. Primero, Bryan colocó el plato en el borde de la mesa de Vonnegut y empezó a engullir la comida. Su lengua seguía estando muy hinchada pero cicatrizaba satisfactoriamente. Los simuladores seguían su actividad deglutoria con gran interés y alternaban su atención entre él y el cuerpo petrificado del rincón. Aunque sin duda James intuía que Bryan lo observaba, no alzó la vista ni una sola vez.
Fue entonces cuando James se decidió a engullir una cucharada y luego otra. Tan sólo los separaban unos pocos metros. En ese momento, Bryan presionó el canto del plato hondo en un intento de evaluar su resistencia y su peso.
En el mismo instante en que arrancó el ataque de tos de James, Bryan golpeó el borde de su plato, que salió disparado por el aire y fue a dar directamente contra la pata de la cama, al lado del pie de James. El estrépito fue ensordecedor e hizo que todos levantaran la cabeza de sus platos. Con una mueca de disculpa, Bryan se precipitó detrás del plato, que aparentemente se le había escapado de las manos.
Cuando llegó al lado de James se detuvo en seco y le soltó una risa ahogada y tonta mientras señalaba con un dedo el suelo manchado y el plato voladizo. James no apartó los ojos de su propio plato. Entre los pedazos de codillo de cerdo y apio gris y pasado había algo indefinible, más parecido a excrementos humanos que a cualquier otra cosa.
Bryan se inclinó bromeando hacia adelante y hurgó en el plato con su cuchara mientras volvía a canturrear entre dientes. Resultaba difícil reprimir las náuseas que subían por su garganta. Efectivamente, la porción de James contenía excrementos humanos.
El hombretón de la cara picada no ocultó la risa, mientras el simulador de la cara ancha se precipitó hacia James y le arrancó el plato de las manos. Entonces recogió el engrudo del suelo, lo depositó en el plato y salió corriendo hacia los lavabos.
Bryan no tenía ni idea de cómo habían llegado aquellos excrementos al plato de James, pero no cabía duda de dos cosas: los simuladores eran los responsables y habían pretendido mantenerlo en secreto.
Llevaban varios días acosando a James de aquella manera. Era una guerra abierta, desigual y despiadada, cuyo único objetivo era conseguir que James se descubriera. Y tal vez lo habían conseguido. James había reaccionado; se negaba a comer.
James pasó toda aquella tarde sentado en el borde de la cama sin que nadie lo molestara.
No había nada que Bryan pudiera hacer por él.
Un par de contraventanas chocaron contra una ventana de forma tan repentina que el eco ni siquiera se había apagado cuando Bryan se despertó de un sobresalto. En la cama de al lado, el oficial de la división acorazada resoplaba pesadamente. Más allá, en la misma fila, el hombre que había mantenido el rostro alzado contra el chorro de la ducha se había incorporado y apoyaba la espalda contra la cabecera de su cama con la mirada perdida en la fila de delante.
La luz de la noche veraniega que se colaba por las ventanas era pálida. Las siluetas de los simuladores se erguían en medio de la oscuridad dejando helado a Bryan. Los tres habían rodeado la cama de James. Uno se había colocado en la cabecera, otro en medio y el último a los pies de la cama. De vez en cuando levantaban un brazo y le propinaban un golpe. Lo que aquellos golpes le hicieron a James ni siquiera se tradujo en gritos. Los jadeos solían llegar más tarde, cuando finalmente lo dejaban en paz.
«No volveréis a tocarlo nunca más», los amenazó Bryan entre dientes al ver cómo James se tambaleaba de camino a los baños con pasos titubeantes.
Sin embargo, volvieron a tocarlo como les vino en gana. Hasta entonces no le habían marcado la cara y, no obstante, todas las noches se oían unos golpes secos que provenían de la esquina más apartada de la sala.
Bryan temía por la vida de James. En más de una ocasión estuvo a punto de gritar, de agarrar la cuerda para avisar a la enfermera de guardia, de lanzarse entre los torturadores de James. Pero los años de guerra van creando unas reglas para la supervivencia que, en circunstancias normales, resultarían absurdas e irracionales. Y en medio de su desesperación, Bryan sabía que la impotencia era el único estado al que podía abandonarse.
La noche previa a la mañana en que la hermana Petra lo encontró inconsciente en medio de un charco de sangre, James pasó su última crujía. El embotamiento y el extravío dejaban bien a las claras la gravedad de la situación. Tanto Holst como un médico de las secciones somáticas acudieron a la sala. «Por el amor de Dios, si está clarísimo que ese agujero en la cabeza no ha aparecido por sí solo», masculló Bryan entre dientes cuando inspeccionaron el borde de la cama, los barrotes de la cabecera y el suelo, en busca de una posible explicación a las lesiones que había sufrido James. «Traidor», se dijo, a la vez que rezaba por que le salvaran la vida a James.
A pesar de las reticencias de los médicos, se puso en marcha una investigación. El joven oficial de seguridad examinó minuciosamente la herida profunda, palpó la frente de James como si él fuera el verdadero responsable médico e inspeccionó cada centímetro de la cama. Después pasó a examinar el suelo, las paredes, las patas de las camas. Y al no encontrar nada, repasó la sala cama por cama y tiró de cada una de las mantas para comprobar si algún paciente tenía algo que esconder. «Santo Dios, deja que haya marcas en sus manos o sangre en su camisones», suplicaba Bryan con fervor. Porque la sangre tuvo que manar del cuerpo de James, que estaba pálido como una sábana. Sin embargo, el oficial de seguridad no encontró nada. Entonces apremió a las enfermeras, que apenas eran capaces de discernir quién debía hacer qué, y empezó a correr arriba y abajo, hasta que la hermana Petra apareció con lo que necesitaban.