Los hombres de verdadero valor espiritual y de más fuerte y acusada personalidad se envilecían en la promiscuidad de los acantonamientos. Se habían creado unos
Hogares del soldado
cuya finalidad parecía no ser otra que la de sumir en la memez y la insustancialidad a los hombres. Un joven pintor de gran talento que se hallaba movilizado me contaba que un día le había llamado su comandante para encargarle la decoración de una vasta sala en la que había de ser instalado el hogar del soldado.
—Pínteme usted en las paredes —le había dicho —
algo que sea divertido y patriótico, para que los muchachos estén alegres y tengan buena moral.
—Yo no sé pintar nada divertido y patriótico —replicó malhumorado el artista.
—¡Cómo! ¿Pues no es usted pintor? ¿Qué pinta usted
entonces?
—Yo hago pintura abstracta —repuso el artista con altivez.
El comandante frunció las cejas y luego, alzándose de hombros, añadió:
—Bueno; pinte usted lo que le dé la gana con tal de que no sea comunista. Como me pinte usted algo que huela a comunismo lo encierro en el calabozo durante dos meses. ¡Ah! ¡Y ponga usted banderitas, muchas banderitas tricolores!
Me contaba aquel pintor recluta que había puesto todo su entusiasmo y su fe de artista en resolver el difícil problema estético que aquel encargo planteaba a su conciencia. Podía haber salido del paso con unos brochazos que hubieran entusiasmado al comandante y a todo el regimiento, pero quiso honradamente acometer la dificultad como si estuviese resolviendo en aquellos paredones de un caserón aldeano el problema general del arte en su tiempo y en su país.
—Lo difícil —me decía el artista sonriendo— era hacer en aquellas paredes una obra de arte verdadero a base del tricolor nacional. Poner en las paredes todas las banderitas tricolores que quería el comandante con un sentido artístico universal y moderno. Hacer que el blanco, el rojo y el azul recobrasen como colores vivos todo el prestigio que como símbolos habían ido perdiendo. Aquello fue mi obsesión. Tuve la sensación de que resolver honradamente aquella dificultad en todos los órdenes de la vida era resolver el problema de Francia. — ¿Y lo resolvió usted?
—No lo sé. El comandante se limitó a comprobar que yo no había pintado nada que tuviese reminiscencias comunistas y los soldados ni siquiera alzaban los ojos de las cartas con que jugaban enconadamente a la
belote
para molestarse en mirar a las paredes. Sin el espectador desinteresado y sin el crítico, el arte no se realizaba nunca plenamente. Creo que en Francia nos faltan ambos, no sólo para la obra de arte, sino para toda obra del espíritu. Tanto da pintar bien o mal, como gobernar bien o mal, escribir, construir, hacer música, inventar o descubrir. Las masas nos han vuelto la espalda y no miran anhelantes más que hacia la nueva barbarie.
El ocio hacía irritables a los soldados. Constantemente estallaban entre ellos disputas y reyertas que tenían que ser reprimidas duramente. Los jefes pedían constantemente auxilio a la retaguardia. «¡Ayudadnos a distraer a nuestros hombres si queréis que mantengamos su moral!» Y la retaguardia creía cumplida su misión enviando al frente chocolate, juegos pueriles y libros sutiles que Monsieur Duhamel y sus secretarias seleccionaban con un selecto criterio. Los soldados tiraban los libros y se iban a la cantina a emborracharse concienzudamente y a golpearse unos a otros con una saña y un mal humor terribles.
El alejamiento de sus hogares y sus negocios se les hacía cada vez más insufrible. Únicamente la guerra verdadera, el trance heroico, el milagro inminente hubieran podido borrar el recuerdo de su vida anterior que los desasosegaba. Pero la realidad era que no había guerra, que no había peligro, que no se luchaba ni se hacía nada en aquel estancamiento siniestro en que habían caído. El enemigo sabía que aquellos nueve meses de maceración bastarían para corromper la moral del ejército francés y para diluir su voluntad de lucha.
En las primeras semanas el soldado se había visto absolutamente incomunicado con su vida anterior y se había aplicado con la mejor voluntad a la servidumbre militar. El correo había funcionado mal —como tantas otras cosas— y las cartas de la retaguardia no llegaban. Pero a medida que la comunicación fue regularizándose y el hombre condenado a la inacción volvía a interesarse por sus negocios y sus asuntos domésticos, la irritación y la impaciencia fueron creciendo, entre aquellos soldados aburridos había jefes de empresas industriales y comerciales que seguían rigiendo sus asuntos y despachando incluso su correspondencia sentados en un montón de paja y alumbrándose con una vela de sebo. Y, fatalmente, aquellos hombres se preguntaban si era realmente indispensable toda aquella incomodidad, si no haría mejor el gobierno en mandarlos a sus casas y si no convendría más terminar de una vez, como fuese, aunque no se ganase la guerra. De cualquier modo se perdería menos que si se seguía indefinidamente de aquella conformidad. Este fue uno de los gérmenes más activos del derrotismo.
Como no había guerra los hombres no se preocupaban del frente, sino que tenían puestos sus cinco sentidos en la retaguardia. Vivían en los acantonamientos pendientes del correo. No creo que se haya dado nunca el caso de un ejército en campaña cuyos hombres hayan estado consagrados tan intensamente a sus asuntos civiles, los abogados evacuando sus consultas, los comerciantes haciendo sus pedidos, los industriales dirigiendo sus instalaciones, los labradores cuidando su sementera, todo ello con incomodidad, mal hecho, con retrasos, con dificultades irritantes que no se podían salvar.
Este ejército vuelto de espaldas a la guerra exigía no sólo una comunicación rápida y constante con la retaguardia, sino un régimen especial de permisos periódicos que hacía necesaria una vasta y meticulosa organización de la burocracia militar. Poco a poco resultaba que aquel ejército estaba cada vez mejor organizado, pero no para la batalla, sino para todo lo contrario, para la evasión hacia la retaguardia.
Todos los idiotas del mundo —incluso los idiotas demócratas— se han puesto de acuerdo en proclamar que la democracia y el liberalismo, con su corrupción, su incapacidad, su falta de energía y resolución, han sido la causa fundamental de la decadencia de Francia y de su derrumbamiento final. Esta unanimidad en el juicio de los tontos es uno de los mayores prodigios realizados por los fabulosos medios de captación de que dispone en nuestro tiempo la propaganda manejada sin escrúpulo por los Estados. Porque, la verdad, la última verdad de Francia, la pura verdad, que hay que estar ciego para no ver, es precisamente la contraria.
Francia era un país que había entrado en un período de decadencia por muchas y muy diversas causas, una de ellas, por cierto, el abandono de su liberalismo y su democracia consustanciales y que sólo gracias a las virtudes de lo que aún quedaba de liberalismo y democracia se había mantenido en pie, seguía teniendo la apariencia de una gran nación, conservaba un imperio colonial y se hacía la ilusión de que podría afrontar a un formidable enemigo exterior. Lo que quedaba en Francia de espíritu liberal, de sentimiento democrático, era lo único que apuntaba y mantenía exteriormente la cohesión de un pueblo en franca descomposición que hubiese sido vencido y humillado mucho tiempo antes de no haber estado protegido por esa armadura de su régimen liberal y democrático. Esa armadura mantenía en su silla de batalla a un cadáver que se ha venido a tierra apenas fue tocado por la punta de la lanza enemiga.
Cuando los franceses, haciendo coro al doctor Goebbels, decían que era la democracia, el régimen parlamentario, el liberalismo, la República, lo que estaba podrido, se engañaban o pretendían engañarse ocultando pudorosamente que no era el país oficial, como decían, sino el país real, la Francia que se creía inmortal con sus veinte siglos de civilización, la que llevaban a la muerte las generaciones impotentes de la posguerra.
No creo que nadie se haya atrevido a proclamarlo antes de ahora, pero, para mí, la verdad evidente, inconclusa, es que la Francia real valía todavía menos que su representación política, el pueblo francés se había hecho indigno de su régimen democrático, el elector valía menos que el diputado, el administrado menos que el administrador, el lector menos que el escritor, el industrial, el comerciante, el financiero menos que el director general o el ministro del ramo y, en general, el gobernado menos que el gobernante. Aun en los casos flagrantes de incompetencia, debilidad o inmoralidad con que los enemigos de la democracia se gargarizan, el hombre, el político, ha estado siempre por encima de las circunstancias. Poincaré era muy superior a la burguesía francesa que representaba y cuya quiebra fraudulenta contuvo eficazmente.
Briand presentaba ante el mundo una Francia humana, universal, generosa y segura de sí misma que desgraciadamente había dejado de existir. Daladier encarnaba un tipo de hombre francés medio, honesto, inteligente, laborioso,
sage
y valiente que en la realidad había desaparecido. León Blum tenía mucho más sentido revolucionario que las masas del frente popular y, si se profundiza, se advierte que hasta Fierre Cot, «el hombre que había que ahorcar», según los enemigos de la democracia, había sido un ministro como la aviación militar francesa y el Estado Mayor francés no se lo merecían.
Cualquiera de estos hombres, si hubiese tenido entre las manos un pueblo, un pueblo de verdad, habría podido ser un gran estadista o por lo menos un excelente y benemérito gobernante. Con hombres por lo general no más inteligentes ni mejor preparados ni más honestos, había hecho Francia una gran parte de su grandeza. Los equipos gubernamentales que se han sucedido en Francia en los últimos diez años de fracaso en fracaso, son infinitamente superiores a las bandas de aventureros acaudillados por Goering o ítalo Balbo que aspiran a adueñarse del mundo.
De este hecho evidente, de la convicción de que en la democracia los mejor dotados fracasaban mientras en los regímenes totalitarios el material humano más innoble, los antiguos confidentes de la policía, los chulos, los estafadores, toda la escoria de una mesocracia ruin se convierte fácilmente en instrumento eficaz de gobierno, se ha deducido la superioridad fundamental de los regímenes autoritarios. Un régimen que convierte a los profesores de Universidad en viles servidores de los intereses particulares que se entrechocan en la democracia —piensan sus enemigos— es positivamente inferior a un régimen que sabe convertir en estadistas a los gánsters. Un régimen que hace de Charles Maurras un panfletista contumaz no tiene punto de comparación con un régimen que tiene la virtud milagrosa de hacer de Goering nada menos que un estadista.
Éste es el gran señuelo del totalitarismo. Mientras la democracia mantiene a los hombres en un estado permanente de impureza, el totalitarismo es un Jordán purificador maravilloso. Mientras el demócrata tiene que subir un calvario con la cruz a cuestas, cayendo y levantándose entre la befa y los salivazos de la canalla irritada, el totalitario aparece ante las masas humildemente postradas como un arcángel resplandeciente.
Basta imaginar las catástrofes fulminantes que se producirían en Alemania, Italia o la URSS si las masas, humildemente postradas ante sus arcángeles rutilantes que menean diestramente las espadas flamígeras del totalitarismo, adoptasen la actitud rebelde que habían adoptado en el seno de la democracia francesa.
Porque la única verdad de la decadencia de las democracias radica en el hecho innegable de la rebelión de las masas, el gran fenómeno de nuestro tiempo, provocado no por un afán de superación multitudinario, sino por un desencadenamiento diabólico de los más bajos instintos.
Las democracias, privadas de la asistencia de las masas, en cuyo nombre actúan y gobiernan, están perdidas. El totalitarismo, la nueva barbarie, lo único que ha conseguido ha sido sustraer a la democracia las masas populares que eran su razón de ser, pero no porque represente una superación filosófica, ni siquiera política, social o económica, sino por el desequilibrio tremendo que se ha producido entre el progreso material y el progreso espiritual, por el hecho puro y simple de que hoy día un adolescente semianalfabeto, pero que tenga buenos movimientos, reflejos y pulmones resistentes puede aterrorizar a una ciudad de millones de habitantes planeando sobre ella con una tonelada de mortíferos explosivos, gracias a un motor cuyo funcionamiento ni siquiera conoce y que conduce a ciegas con sólo mover unos resortes.
Se ha conseguido reducir al mínimum los valores humanos que entran en juego en la lucha y con ese mínimum de humanidad, mejor dicho, con esa animalidad amaestrada que basta para las grandes acciones gracias al progreso mecánico, los nuevos bárbaros pretenden dominar y esclavizar a una civilización que ni intelectual ni espiritualmente han podido superar.
En el fondo de esta espantosa lucha de nuestro tiempo y a pesar de las fuerzas demoníacas que se ponen en juego, no hay más que una verdad. Hasta ahora no se ha descubierto una fórmula de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una asamblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia. Es decir, el liberalismo, la democracia.
En el mundo no hay más. Al menos, por ahora.
Francia estaba condenada a perecer desde que, sugestionada por la fuerza terrible del adversario, comenzó a renegar de esta verdad que había sido la razón de su grandeza. Esto es lo categórico. Todo lo demás es anécdota.
A partir del momento mismo de la movilización, hubo en Francia un error funesto, imputable éste a las poblaciones civiles, que conviene destacar ante todo.
Ha sido desastroso, desde el primer día hasta el último, el trasiego de poblaciones civiles que los medios de comunicación modernos han permitido. Cientos de miles de seres han sido alejados en masa de sus hogares, sus tierras, sus fábricas, sus oficinas y sus mercados, con la obsesión absurda e imposible de librarles de los horrores de la guerra. Se han llevado a cabo migraciones fabulosas, como jamás habían sido posibles antes de ahora, y sus resultados no han podido ser más desastrosos.
Como ley general, después de la experiencia de Francia se podría establecer una norma fundamental. En la guerra moderna, ningún ciudadano, bajo ningún pretexto, ni los niños, ni las mujeres, ni los ancianos, deben ser trasladados del lugar de su residencia habitual, sean cuales fueren los peligros que les amenacen. Única y exclusivamente la zona de batalla, concretamente el lugar batido por la artillería enemiga, debe ser evacuado por la población civil.