Todos ellos, aun los que en su obra personal mantienen una posición puramente democrática —que no eran muchos —, habían renunciado a la acción colectiva de la inteligencia francesa contra la nueva barbarie. Conservando su lucidez mental y la fuerza creadora de su intelecto, habían perdido el valor moral, la fe en sí mismos y en sus convicciones, necesaria para que no se hubiesen decidido a rehuir la batalla. Temiendo siempre perder el contacto con la sensibilidad de su tiempo se dejaban arrastrar por la barbarie comunista o fascista, haciendo, con franciscana humildad, renuncia de sus convicciones y salvando, a lo sumo, con tímidas objeciones de conciencia, el fondo insobornable de su intelecto. Cuando pase el tiempo se verá que a pesar de sus infidelidades y sus excursiones al campo bipartito de la barbarie, salvo aquellos que carecían de un verdadero valor intelectual y quienes teniéndolo lo vendieron miserablemente, casi todos han seguido siendo en el fondo fieles a las verdades que no se habían atrevido a proclamar abiertamente o que contribuyeron a ocultar por pura cobardía, por vil sometimiento a la tiranía de las masas sublevadas, a esa rebelión de los imbéciles de que habla Bernanos. No han tenido más que el cuidado egoísta de salvar la posteridad de su obra personal. Todo lo demás han dejado que se perdiese y hasta han contribuido a su perdición con una especie de masoquismo verdaderamente repugnante. A la pregunta formulada por el ensayista Charles Péguy: «¿Qué es lo que tenemos que salvar?», había respondido Jean-Pierre Maxence en la siguiente generación diciendo: «No tenemos más que salvarnos a nosotros mismos». Y añadía: «Nadie más que los mediocres están satisfechos del mundo presente. Entre ese mundo y nosotros, uno de los dos tenía que perecer».
Yo no sé si esa intelectualidad francesa que reaccionaba violenta y desesperadamente contra la decadencia del país y del régimen se consideraba ahora salvada bajo la protección de la Gestapo, pero lo indudable es que la Francia que estúpidamente condenaron a perecer ha perecido real y verdaderamente. Es posible que la posteridad les absuelva y que su obra personal se salve. El Comité de Salud Pública que Francia necesitaba para salvarse hubiera tenido que mandarles a la guillotina a carretadas.
La otra aristocracia francesa, el gran mundo parisiense, con sus marquesas intelectuales y entrometidas, con sus salones que no eran ya sino rincones capitosos de bares americanos, sus clientelas de políticos mediocres, sus banqueros cobardes y mal informados y sus grandes industriales somnolientos, había degenerado más ciertamente que ningún otro sector de la vida francesa y casi no existía en la realidad. La vida social de las famosas
doscientas familias
en los
halls
de los grandes hoteles y los clubs de golf tenía menos relieve y trascendencia europea que la vida de la buena sociedad de Buenos Aires o Río de Janeiro. Lo más decente y con cierto sentido que quedaba de la actuación política de la aristocracia en Francia era la burguesa Madame León Daudet con su delantal blanco recibiendo los
pâté de lapin
de las damas
royalistes
para aplacar la gran hambre de los
camelots du roi
en los banquetes de L'Action Franfaise.
Los salones de la marquesa de Crussol y de la condesa Hélène de Portes donde se reunían el clan radical y el clan conservador sólo convencionalmente podían considerarse como tales salones. En el último acto de la tragedia de Francia la condesa Hélène de Portes ha desempeñado un papel dramático que tentará seguramente a los cultivadores de la
petite histoire
a hacer de esta dama y de sus relaciones íntimas con Paul Reynaud un capítulo sugestivo y folletinesco de la caída de Francia. Andando el tiempo y con un poco de imaginación no será difícil convertir a esta Madame de Portes en la mujer fatal de Francia en la hora crítica de su derrumbamiento. Su influencia personal sobre Paul Reynaud era incuestionable y por otra parte eran evidentes sus contactos estrechos con los núcleos que estaban resueltos a librar a Francia sin lucha al adversario. La condesa Hélène de Portes ha podido influir en las decisiones finales del hombre que regía los destinos de Francia en la hora culminante y esta influencia ha podido ser nefasta. Pero de ella no podrá deducirse nunca la presencia de una personalidad imperiosa a cuya intervención siniestra pueda imputarse la claudicación del gobierno de Francia. La condesa Hélène de Portes, pequeña y discreta, vulgar, insignificante, aunque con cierto atractivo sexual de creóle, no ha sido, en definitiva, más que el reflejo cerca del jefe del gobierno de un ambiente. Puede imaginarse que en la intimidad Hélène de Portes decía a Paul Reynaud: «Hay que capitular» como lo decían treinta millones de mujeres francesas ganadas por la propaganda derrotista del enemigo, por la falta de fe en Francia y en la guerra. No he conocido una sola mujer francesa partidaria de esta guerra. La pobre Madame Tabouis era incuestionablemente la mujer más odiada por sus compatriotas.
La condesa de Portes ha podido ayudar con su influencia personal al cerco puesto por los partidarios decididos de la capitulación a la voluntad de lucha que positivamente animaba al presidente Reynaud; ella ha facilitado seguramente el golpe de Estado que dio el poder al mariscal Pétain colocando para ello al lado de Reynaud, como colaboradores suyos, a los agentes de la traición; pero su intervención ha sido puramente mecánica, no ha obedecido a ningún designio personal, ni a una voluntad imperiosa, sino a un reflejo del ambiente cerca del hombre a quien íntimamente se hallaba ligada. Yo la he visto en los momentos de la evacuación de Tours ordenando la caravana de automóviles oficiales en que la Presidencia del Consejo se trasladaba a Burdeos y me será difícil aceptar que aquella figura vulgar de
refugiada de primera clase,
de mujer sin importancia cortada por el mismo patrón que en aquella misma hora se afanaba por poner a salvo su vajilla de plata y sus tapices persas haya podido desempeñar un papel de primer plano en la tragedia de Francia.
Toda esta aristocracia francesa a la que los prejuicios demagógicos atribuyen una intervención maléfica, un terrible maquiavelismo y un poder casi sobrenatural, no ha tenido en la tragedia de Francia más que un papel pasivo y sin ningún relieve. Se han dejado llevar por el miedo de cada hora, por la sugestión de cada día, guiados únicamente por un ciego egoísmo, por un instinto torpe y primario de conservación que ha sido incapaz de salvarles.
En ninguna otra época las fuerzas conservadoras del país se han dejado llevar de un lado para otro con tan lamentable inconsciencia, nunca han opuesto menos resistencia, nunca han sido menos conservadoras. En los últimos meses se habían dejado ganar por los agentes del hitlerismo como en 1936 coqueteaban con el estalinismo y en 1934 se entregaban a los jefes de las ligas patrióticas. Las mismas marquesas que se convertían en agentes de Abetz y von Ribbentrop proclamando en sus salones que las democracias estaban llamadas a desaparecer y que sólo un poder fuerte e indiscutible como el totalitarismo podría imponer el nuevo orden de Europa, eran las que diez años antes hacían coro a Briand, llevaban a las sesiones de la Sociedad de Naciones y a los conciliábulos del Hotel des Berges en Ginebra su perfume mundano y ponían los ojos en blanco para hablar de los Estados Unidos de Europa y del pacifismo. La inconsciencia y la frivolidad de la aristocracia, mejor dicho, de la flor y nata del capitalismo francés, se ha prestado dócilmente a todas las aventuras y a todos los saltos en el vacío. ¿No llegó incluso a dar calor y a prestar asistencia económica a aquel disparate de la
Cagoule,
grotesco ensayo de terrorismo hecho por unos insensatos aterrorizados ellos mismos por la sombra de un fantasma?
Hubo un momento en el que con plena consciencia de su propia incapacidad y escarmentada por sus fracasos, la clase conservadora francesa abdicó fácilmente en el conservatismo británico y depositó en manos del señor Chamberlain y su política internacional todas sus responsabilidades. En realidad, lo que esperaban de Chamberlain y del capitalismo británico los conservadores franceses no era la resistencia, sino la claudicación; no que luchase contra la barbarie hitleriana, sino que pactase con ella; no que defendiese los principios de la civilización, sino que los negociase a buen precio.
El capitalismo francés, penetrado hasta la médula por la propaganda totalitaria, está dispuesto desde luego a rendirse, creía sinceramente que el enemigo tenía razón, reconocía en lo íntimo de su ser que todos los ataques totalitarios contra las plutocracias estaban archijustificados y al ligar su suerte a la del capitalismo británico lo que buscaba era que las condiciones de su entrega fueran lo más ventajosas posibles. Esperaba sencillamente que el buen negociante de Birmingham que era Mr. Chamberlain liquidase en las mejores condiciones posibles el mal negocio que la democracia capitalista había venido a ser, pactando para ello con la temible competencia totalitaria. Cuando a pesar de todas las concesiones y a pesar de Munich, hubo que ir a la guerra y las clases conservadoras francesas fueron descubriendo con espanto que su resignación a ser eliminadas y su voluntad de suicidio no eran compartidas, ni mucho menos, por las clases conservadoras británicas y que detrás del capitalismo inglés que no era tal como la propaganda totalitaria lo presentaba había un pueblo y un imperio dispuestos a la lucha a vida o muerte hasta la victoria definitiva, los mismos franceses que se habían echado en brazos de Inglaterra retrocedieron horrorizados. Desde que se vio con claridad que los ingleses aceptaban honestamente la dura realidad de la lucha, desde que se comprobó en Francia que la Gran Bretaña no consideraba la declaración de la guerra como un bluf ni se prestaba al juego de las
ofensivas de paz
para buscar el momento propicio a la capitulación, los ingleses empezaron a hacerse odiosos. Hacer frente al hitlerismo parecía a los conservadores franceses una locura y un suicidio. Tal era la fascinación ejercida sobre Francia por el poder hitleriano que aceptaba resignadamente el tremendo eslogan de: «Antes mil veces la esclavitud que la guerra». La dominación hitleriana no asustaba tanto a las gentes como la perspectiva de tener que luchar contra ella. Recordaré siempre la frase espantosa de uno de los directores de
Le Temps
que, al informarle uno de sus reporteros de que los soldados que salían para el frente por la Estación del Este iban con un excelente espíritu, exclamó irritado:
—¡Idiotas! ¡Cómo se conoce que no tienen nada que perder!
No olvidaré nunca tampoco la indiferencia y la serenidad desdeñosa de una dama propietaria de uno de los castillos del Loira, que mientras los alemanes entraban en París se lamentaba amargamente de tener que albergar a las oleadas de parisienses refugiados que huían del hitlerismo, cosa que se le antojaba perfectamente disparatada y sin ninguna justificación. Desde el fondo de su alma hitleriana anhelaba que los destacamentos nazis llegasen cuanto antes a su dominio y lo limpiasen de aquel tropel de la canalla democrática de París que lo había invadido. Seguramente alojaría con mucho más agrado a los soldados alemanes que a sus propios compatriotas partidarios de aquel infame
Frente Crapular.
Ante la prueba de la guerra, la burguesía francesa media y la pequeña burguesía no han valido más que la alta burguesía capitalista y los intelectuales. La guerra no ha sido en realidad para ellas más que incomodidad. No se les pedía ni heroísmo ni espíritu de sacrificio. Se les pedía sólo que soportaran con resignación y buen agrado unas incomodidades secundarias. Pero ni siquiera esta mínima contribución han estado dispuestas a satisfacer. En Francia las gentes burguesas clamaban por la paz a cualquier precio sencillamente porque les molestaba andar a oscuras por las calles, porque se había reducido el servicio de autobuses, porque se les habían suprimido los aperitivos tres días a la semana, porque estaban prohibidos los chocolates de lujo, porque no se podían jugar el dinero en las carreras de galgos, porque no se podía bailar en los
cabarets
y porque en el cine tenían que aguantar los noticiarios de guerra y en la radio los discursos patrióticos y las marchas militares. Uno se pregunta con desaliento de qué serían capaces, en fin de cuentas, unas gentes como aquellas que no creían que la guerra valiese la pena de soportar la más mínima incomodidad. El estado de irritación en que el
black-out,
o el día sin carne o la supresión de una estación del metro ponían a la generalidad de los franceses, hacía nacer en la masa el deseo imperioso de que aquello terminase cuanto antes, de que se acabase la guerra como fuera, de que los alemanes ganasen de una vez. Que se hunda el mundo, si es preciso, pero que no se me moleste.
Este egoísmo feroz, desesperado, egoísmo rayano en el heroísmo, ha sido acaso la razón fundamental de la catástrofe de Francia y merecería que los sociólogos lo estudiasen a fondo y extrajesen todas sus consecuencias. La masa popular francesa de los últimos tiempos estaba formada únicamente por la suma de todos estos egoísmos individuales llevados al paroxismo, al absurdo de que fuese más fácil y menos peligroso suprimirle al pueblo sus libertades seculares o su dignidad ciudadana que suprimirle una línea de autobús. En la ciudad moderna, en la complejidad de sus servicios se produce este fenómeno terrible que ya hemos señalado al principio. Un Estado puede derrumbarse, un país puede ser invadido sin que se produzca en las masas una reacción profunda, pero en cambio no es posible que el servicio municipal de limpieza deje de recoger las basuras durante cuarenta y ocho horas. Las masas modernas lo soportan todo menos la incomodidad material, física. La independencia de la patria, los derechos del hombre, los destinos de la civilización, son hoy para la gran masa ciudadana puras abstracciones que no tienen ningún sentido frente al hecho cierto, tangible, irritante, de que al salir del trabajo no se pueda tomar el aperitivo o de que haya que perder una hora haciendo cola ante la puerta de una panadería o de que el tráfico rodado no esté cuidadosamente regulado en las encrucijadas por los agentes de la autoridad. El automovilista que se ve obligado a permanecer quince minutos inmovilizado entre cuatro filas de autos por un embotellamiento adquiere inmediatamente la convicción de que el Estado que le gobierna ha fracasado en su función esencial, y en ese momento no le importa lo más mínimo su significación ideológica ni su destino histórico; lo que quiere, nerviosamente, angustiosamente, es que las ruedas de su auto puedan seguir rodando, recorrer el número de kilómetros que se había propuesto salvar en el tiempo a que le da derecho la potencia de la máquina que maneja. Todo lo demás le trae completamente sin cuidado. Este fenómeno de falta de imaginación colectiva es esencialísimo si se quiere comprender la catástrofe de Francia. Cito este ejemplo del
chauffeur
—personaje representativo de nuestro tiempo según el conde Keyserling— porque en las últimas horas de Francia ésta fue la imagen más fuerte e impresionante que me quedó de la catástrofe. Mientras en el camino de París a Tours cien mil autos apelotonados marchaban lentamente, tropezándose, empujándose, y quedándose atascados en las cunetas con esa morosidad y esa confusión terrible de los grandes éxodos, los primeros destacamentos alemanes que entraban en París estaban formados por agentes de la circulación que se pusieron tranquilamente a regular el tránsito. París fue conquistado por los agentes de la porra. El último automóvil fugitivo que salía de París tuvo que desviar su ruta en la Puerta de Saint Cloud porque un agente de circulación hitleriano maniobrando las señales luminosas del tráfico había puesto el disco rojo en el cruce para dar paso a los carros de asalto de la primera división motorizada alemana que entraba al asalto de París.