Pétain, dueño ya del poder, no había constituido todavía su gobierno. Aún era inconcebible la capitulación. El almirante Darían seguía proclamando que la flota francesa no se entregaría nunca. Tocaba a su fin aquel domingo mansamente trágico en el transcurso del cual había sucumbido Francia.
En unas horas plácidas, banales, de un domingo radiante, Francia, la Francia que creíamos inmortal, se había hundido, quizás para siempre, entre la indiferencia absoluta de una gran ciudad alegre y confiada, el discurrir perezoso de una muchedumbre endomingada que llenaba los jardincillos del Hôtel de Ville presenciando con inconsciente curiosidad provinciana el ir y venir de los automóviles oficiales y el ajetreo miserable de cientos de miles de refugiados ajenos a todo lo que no fuese la satisfacción inmediata de sus necesidades físicas, que buscaban afanosamente dónde comer y dormir aquella noche.
Un mediano
restaurant,
una cama, una mesa libre en una terraza para tomar cómodamente el aperitivo, una localidad para el cine, un buen puesto en primera fila para verle la cara a Pétain o a Reynaud al entrar o salir del Consejo de Ministros, tenían más importancia para aquella masa abigarrada que todas las angustiosas preocupaciones nacionales del momento. ¿Cuántas personas de aquéllas tenían plena conciencia de la hora decisiva para ellas y para la historia que estaban viviendo? Nunca una catástrofe nacional se ha producido en medio de una mayor inconsciencia colectiva.
La revelación más sorprendente y espantable del derrumbamiento de Francia ha sido esta de la indiferencia inhumana de las masas. Las ciudades no han tenido en ninguna otra época de la historia una expresión tan ferozmente egoísta, tan limitada a la satisfacción inmediata y estricta de los apetitos y las necesidades de cada cual.
Seguíamos manteniendo la ilusión de que la gran ciudad engendra el mito de la ciudadanía. Hemos visto ahora que la gran ciudad moderna, con toda su vibración y su formidable progreso material, es un ser inanimado, una fuerza y una resistencia gigantesca si se quiere pero que sólo actúan en el dominio estricto de su propia función, que permanecen inoperantes cuando se quiere esgrimirlas con una finalidad espiritual superior. Se ha demostrado que es punto menos que imposible paralizar la vida de una gran ciudad, conseguir que dejen de circular sus tranvías, impedir que funcionen sus teatros y sus cines, hacer que se cierren sus mercados y sus bazares, que los guardias dejen de regular el tráfico y los carteros de repartir las cartas. Ni guerras ni revoluciones lo logran. Todo intento contra esta inercia formidable de la gran ciudad está condenado al fracaso. La misma aviación de guerra, empleada con la intensidad y el perfeccionamiento actuales, es impotente ante la solidez de la organización urbana. Madrid, Barcelona y Varsovia lo habían demostrado ya. París, en un momento dado ha visto caer sobre sus tejados un millar de bombas sin que su vida normal se alterase un minuto más de lo que duró la alerta. Las gentes, diez minutos después de haber salido de los refugios, volvían indiferentes a sus ocupaciones, seguían haciendo como sí tal cosa y aun sin enterarse siquiera, su vida normal. La hubiesen seguido haciendo aunque en lugar de mil víctimas como hubo hubiese habido diez mil, veinte mil, cincuenta mil, todas las víctimas que las masas de aviación hoy disponibles puedan ocasionar. Hasta ahora la perturbación mayor que la guerra aérea produce en las grandes ciudades es la perturbación que imponen no las bombas mismas con su estrago, que es mínimo, sino las precauciones inevitables de la defensa pasiva que paralizan peligrosamente y de manera costosísima la vida urbana.
Ahora bien, esta organización colosal de la vida moderna, este funcionamiento perfecto e indestructible de sus servicios, esta continuidad inalterable de su actividad que desafía todas las amenazas exteriores y da seguridad y confianza al ciudadano, es totalmente ajena e independiente de las funciones superiores del Estado y aun de la vida misma de éste. El Estado puede hundirse y desaparecer para siempre y el pueblo puede caer en la esclavitud sin que el autobús haya dejado de pasar por la esquina a la hora exacta, sin que se interrumpan los teléfonos, sin que los trenes se retrasen un minuto ni los periódicos dejen de publicar una sola edición. Habíamos creído ingenuamente que la complicada mecánica de todo ello estaba en conexión estrecha e indisoluble con los fines del Estado y esto es una vana ilusión.
Nos parecía que la fuerza enorme de la ciudad podía servir para algo más que para que la ciudad viviese y nos hacíamos la ilusión de que esa fuerza podía ser empleada cuando llegase el momento —vital para el país— de defenderse contra una invasión extranjera. El taxi del Marne, del que los franceses hicieron un engañoso símbolo, y las milicias de peluqueros y costureras reclutadas para la defensa de Madrid habían contribuido al error funesto de creer que en el momento de peligro se opera fatal y automáticamente la conversión de las fuerzas ciudadanas en fuerzas de lucha contra el enemigo del país. En la ciudad antigua, cuando la lucha era a la medida del ciudadano, éste abandonaba fácilmente sus quehaceres pacíficos en el momento de peligro y se convertía en el soldado de su independencia.
Esto fue posible en Numancia. No ha sido posible en París ni lo sería en Nueva York. Cuesta trabajo aceptarlo porque parece inconcebible que los complicados engranajes de la máquina urbana moderna, construida penosamente a lo largo de los siglos para trabajar en un sentido determinado, puedan seguir trabajando en otro sentido diametralmente opuesto sin que todos sus piñones salten hechos pedazos. Pero así es.
Esta dura realidad no la habíamos visto o nos la habíamos ocultado pudorosamente. Creíamos, o queríamos creer, que el progreso material, engendrado por el progreso del espíritu, seguiría siendo fiel a éste. No aceptábamos la posibilidad de que la máquina nos abandonase o nos hiciese traición.
Toda Francia era una creación espiritual conseguida en veinte siglos de civilización, de lucha constante contra la barbarie. Su fuerza material era única y exclusivamente una emanación de su espíritu. Todo en Francia estaba lleno de sentido, era tan humano, tenía tan exactamente la medida de lo humano, que parecía imposible que este equilibrio se rompiese y Francia cayese en la barbarie y la abyección. La fe en Francia era una fe ciega, universal. Creían en ella quienes la conocían a fondo y quienes la ignoraban; hasta sus enemigos; hasta los salvajes. No era una fe en una doctrina que en cualquier momento puede revelarse falsa. No era una fe de doctrinario, de partidario, de defensor de un dogma la que Francia engendraba. Era la fe natural del hombre en lo que es humano y en todo lo que está al alcance de su comprensión. La fe del labrador en las cosechas, del pastor en la reproducción de las especies, del marinero en la virtud de los vientos. Francia, heredera genuina de la civilización greco-latina, cuyo módulo era el hombre, había sido siempre fiel a sus humanidades clásicas, no se había apartado nunca del culto de lo humano y, así como en sus abadías se había salvado la cultura antigua a través de la barbarie de la Edad Media, se podía esperar ahora que ante esta barbarie nueva, ante esta nueva Edad Media, Francia cumpliese fácilmente la misión providencial que se había atribuido.
A Francia acudían ayer aún, llenos de esperanza, los hombres de toda Europa que seguían teniendo fe en el hombre y en sus valores morales, los que creían en la libertad porque la necesitan para vivir como el oxígeno para sus pulmones, los que no se resignan a abdicar su dignidad viril ante los monstruos primarios del totalitarismo. Desde que se derrumbó el mito de Moscú, que había atraído falazmente a quienes tenían hambre y sed de justicia, desde que se deshizo la ilusión de la revolución bolchevique, Francia había vuelto a ser la Meca de todos los hombres libres de Europa, acaso sólo por el prestigio insigne de su tradición.
Cuenta Máximo Gorki que hubo un periodo en el que el solo nombre de Lenin despertaba en los más remotos países de la tierra tan magníficas sugestiones de redención que, cruzando millares de kilómetros, llegaban constantemente en peregrinación a la Plaza Roja de Moscú, gentes sencillas y emocionadas que hablaban todas las lenguas y tenían del comunismo las ideas más arbitrarias pero que comulgaban unánimes en un ideal de liberación no por inefable menos fuerte. Ese ideal había cristalizado finalmente en el culto a aquella momia maquillada ante la cual, en señal de devoción, el que no sabía hacer otra cosa se santiguaba.
Con la misma fe ciega llegaban en los últimos tiempos a los arrabales de París los hombres que querían seguir siendo libres y que a su libertad lo habían sacrificado todo, sus hogares, sus familias, sus patrias.
Hoy, después del derrumbamiento de Francia, no puedo disociar la devoción de los pobres demócratas de Europa por Francia de la devoción ingenua de los proletarios de todo el mundo por aquella momia maquillada que monta la guardia a la entrada del Kremlin.
Francia —aunque fuese a pesar suyo— no era sólo Francia, es decir, lo que Charles Maurras llamaba «el país real». Era también un mito de la democracia, de la libertad, de los Derechos del Hombre. Pero este mito había llegado a ser carne de su propia carne, era tan francés, tan consustancial para la vida de la nación como era raíz enmarañada y perdida del indigenato en la que el nacionalismo integral francés se obstina en colocar la única razón de ser de Francia. Consagrándose furiosamente a la demolición del mito de la democracia, los nacionalistas franceses no han conseguido sino la demolición de Francia, su capitulación, su servidumbre total a la barbarie extranjera, su deshonor ante el mundo.
Esa Francia, ideal o idealista, que el
país real
ha procurado extirpar a toda costa era la mejor Francia, la que el mundo admiraba y respetaba reconociéndola y considerándola aún en la contrafigura de sus más sañudos detractores interiores. ¿En qué clima sino en el de Francia, en el de la Francia liberal y demócrata, se hubiesen producido y hubiesen alcanzado su máximo desarrollo hombres como León Daudet y el mismo Charles Maurras? ¿Qué será de ellos ahora, a las órdenes del doctor Goebbels? ¿Serán tan eficaces y activos contra los invasores triunfantes como lo fueron contra los demócratas, los judíos y los metecos que disimulábamos ante el mundo la triste realidad de una Francia claudicante?
A Francia habían acudido en los últimos tiempos grandes masas de hombres que buscaban en ella amparo frente a la nueva barbarie que se desencadenaba en Europa a cambio de ofrendarle sus vidas, su trabajo y sus hijos. Francia tenía a orgullo el ser tierra de asilo y se vanagloriaba de que todo hombre civilizado tuviese dos patrias, la suya y Francia. La vitalidad francesa, en decadencia, se mantenía gracias a estas inyecciones constantes de sangre nueva. Cerca de un millón de italianos, medio millón de españoles, cientos de miles de checos, austríacos, polacos, rumanos, rusos, alemanes y judíos de todas las nacionalidades servían sumisos y humildes a la grandeza de Francia, sólo por devoción al mito de la democracia. La monstruosa elaboración de los Estados totalitarios y su expansión triunfal llevaba a Francia a unas masas de humanidad que representaban una selección espiritual, una élite de todos los pueblos de Europa. A quienes los Estados totalitarios eliminaban eran los mejores, los más fuertes, los más dignos, los que habían sabido resistir, los que no se habían doblegado ante la barbarie triunfante. Francia, que hubiera podido edificar contando con ellos un Estado de una fortaleza indestructible, se dejó ganar poco a poco por las sugestiones del adversario, renegó de sí misma y de cuanto había representado en el mundo, se rindió a la coacción de la propaganda enemiga y trató como adversarios y delincuentes a quienes acudían a ella en calidad de servidores fieles del ideal que Francia había simbolizado siempre.
Yo he visto y he sentido hondamente la amarga decepción de esos cientos de miles de hombres que, perdida su patria por la expansión triunfante de la barbarie totalitaria, llegaban a Francia creyendo encontrar en ella el baluarte de la democracia y la civilización y se encontraban con un nazismo vergonzante, larvado, con el cadáver maquillado de una República Democrática en cuyas entrañas podridas germinaría la gusanera del totalitarismo.
Francia se ha suicidado, pero al suicidarse ha cometido además un crimen inexpiable con esas masas humanas que habían acudido a ella porque en ella habían depositado su fe y su esperanza. Entre las cláusulas del deshonroso armisticio aceptado por el mariscal Pétain hay una que basta y sobra para deshonrar a un Estado; la cláusula por la que el gobierno francés se compromete a entregar a Hitler, atados de pies y manos, a los refugiados alemanes antihitlerianos que habían buscado su salvación en Francia y a quienes el Estado francés había utilizado sin escrúpulo en el simulacro de lucha contra el hitlerismo. La entrega al verdugo alemán de esos hombres que habían tenido fe en Francia será una de las mayores vergüenzas de la historia.
Mi pequeña experiencia personal no deja de ser significativa. Refugiado español, me había puesto incondicionalmente al servicio de la República Francesa desde el comienzo de la guerra con la convicción de que mi patria no podría librarse de la hipoteca que sobre ella tienen las potencias totalitarias más que cuando éstas hubiesen sido derrotadas por las potencias democráticas. Ayudaba a la guerra con todo mi entusiasmo.
Cada día, un grupo numeroso de periódicos americanos de lengua española publicaba mis crónicas redactadas única y exclusivamente al servicio de la causa francesa; cada día la Radio Francesa para España y América del Sur divulgaba mis comentarios inspirados en las consignas directas del Quai d'Orsay. Cuando en Tours primero y en Burdeos después, sobrevino el derrumbamiento del Estado francés y cuando al constituirse el gobierno Pétain comprendí que iba a ser entregado a los alemanes, quise buscar refugio en el mismo pueblo de Francia al que había estado sirviendo y ayudando con mi modesta pluma pero con todo el entusiasmo de que era capaz. Se preveía en aquellos momentos la ocupación total del territorio francés por los alemanes y busqué un rincón rural apartado en un repliegue de los Pirineos donde ocultarme. Tenía buenos amigos franceses, gentes liberales, generosas, fieles a la buena tradición hospitalaria de Francia y recurrí a uno de ellos. Mi propósito era procurarme un falso pasaporte de una república hispanoamericana con un nombre cualquiera y contando con la ayuda de algún patriota francés meterme en una granja donde permanecería trabajando como jornalero durante la dominación alemana. Al amigo a quien recurrí, que conocía mis servicios a la causa de Francia, le dije: