Esto, que a primera vista parece de una tremenda inhumanidad, es, según se ha demostrado en la guerra de Francia, la resolución más humanitaria y la única no perjudicial para los intereses generales de la nación atacada.
Cuando se declaró la guerra hacía ya cuarenta y ocho horas que París se vaciaba por las grandes arterias de sus carreteras del sur y el oeste. Cerca de un millón de personas salieron de la capital temiendo un ataque fulminante y en masa de la aviación alemana. Entonces se creía que Hitler disponía de un fabuloso poder de destrucción y la iniciación de la guerra había sido imaginada generalmente como un verdadero apocalipsis. Se creía posible que de París no quedase piedra sobre piedra y este temor hizo que todo el que pudo abandonase la capital. Todo el que pudo. Éste fue precisamente el gran daño.
Al dejar, y aun al estimular, que todo el que tenía medios para hacerlo se marchase, se creaba una desigualdad irritante entre los ciudadanos, se les dividía en dos categorías, la de los que podían librarse de los horrores de la guerra porque tenían medios de fortuna y la de los que tenían que soportarlos heroicamente porque eran pobres. La primera reacción experimentada por el pueblo de París que no había podido abandonar la capital fue de rencor contra quienes habían podido hacerlo. Fue una reacción de insolidaridad, de ruptura del vínculo nacional que debía unirles a todos en el momento del peligro común. Las evacuaciones de niños de las escuelas públicas, de mujeres de movilizados y de menesterosos organizadas por las municipalidades, el Estado o la beneficencia particular fueron un tardío remedio, peor aún que el mal mismo.
Durante varios días el hombre de París, que estaba condenado a aguantar
lo que viniese
porque era pobre, vio desfilar por las puertas de la ciudad cientos de miles de automóviles cargados hasta los topes en que huían quienes tenían medios económicos para desertar del sufrimiento. Vana ilusión porque la realidad fue que quienes huyeron de París en los primeros momentos tuvieron que ir volviendo poco a poco despues de unas semanas o unos meses de incomodidad en el campo o en las ciudades de provincias donde eran recibidos con poco agrado porque venían a perturbar la vida local y a encarecer los víveres y las habitaciones. Las penalidades de los alsacianos refugiados en Périgueux han sido una verdadera vergüenza para Francia.
Los fugitivos se gastaron sus ahorros, perdieron sus negocios e industrias, abandonaron sus labores y al final volvieron a sus casas precisamente en el momento en que llegaba el verdadero peligro, cuando el gobierno les pedía a gritos que de ninguna manera volviesen. Los otros, los evacuados por cuenta de los organismos oficiales, fueron aún más desdichados. La pobreza exige, naturalmente, una economía y un orden siempre onerosos. Convertir en turistas, aunque hubiese sido por causa de seguridad, a las masas necesitadas de un país, habrá de ser, siempre, una empresa superior a los recursos económicos de la nación más rica y mejor organizada. Los evacuados y refugiados como medida de precaución pasaron tantas penalidades como si no se tratase de una mera precaución y efectivamente hubiesen abandonado sus hogares en manos del invasor. Se ha dado el caso triste de que aunque durante nueve meses el ejército alemán no haya ocupado ni una sola población francesa ha habido millones de franceses para quienes esos nueve meses han sido tan duros como si media Francia hubiese estado invadida desde el primer momento.
Es absurdo e insensato querer huir de la guerra cuando ésta puede ser llevada por la aviación a miles de kilómetros del frente y cuando el
camouflage
de las industrias de armamento convierte en objetivos militares los lugares más apartados y recónditos, cuando los bosques disimulan las fábricas de explosivos, los prados son campos de aterrizaje y las aldeas ocultan divisiones motorizadas. La guerra total no es una frase vana y pretender escapar a sus efectos con desplazamientos costosos que perturban nuestra economía y la del país es un movimiento irreflexivo que tiene que ser reprimido y no estimulado como hizo, para su daño, el gobierno de París.
Ni siquiera los niños deben ser alejados. Esto ya hubiéramos debido aprenderlo después de las tristes experiencias de Rusia y España, donde la mayor tragedia ha sido la de los miles y miles de criaturas arrancadas de los brazos de sus familiares para lanzarlas al azar del mundo en el que fatalmente se pierden, a lo menos para sus padres y, lo que tiene aún mayor trascendencia social e histórica, para su patria.
Por muchas facilidades que el progreso mecánico nos haya dado para trasladarnos de un lugar a otro no debemos olvidarnos de que el hombre, a lo menos el hombre civilizado y útil a la sociedad, es sedentario y que toda su fuerza la saca del esfuerzo que consagra a cultivar el pedazo de tierra en que se fija. El nómada es siempre un parásito. Consume y no produce. Tanto los nómadas del desierto como los modernos turistas son meros parásitos y convertir en parasitaria una inmensa masa de población por librarla de los riesgos de la guerra es arruinar al país entero y ocasionarle un estrago mayor aún del que podrían infligirle los ejércitos invasores. El complicado mecanismo de la producción moderna exige que cada cual se quede en su puesto sea cual fuere el riesgo que corra. En la guerra actual los países sucumben no por los ciudadanos que matan las bombas de los aviones enemigos en las fábricas, los sembrados o las oficinas, sino por los ciudadanos que se salvan a costa de abandonar la función que les estaba encomendada por humilde y pacífica que fuese. Así ha sucumbido Francia, cuyos muertos por bombardeos aéreos han sido muchos menos de los que en el mismo período han ocasionado los accidentes de la circulación.
En la guerra hay algo peor todavía que el egoísmo y la falta de cooperación de los ciudadanos: la falsa solicitud, la simulación del entusiasmo, el convencionalismo que permite mantener una actitud casi heroica a gentes que en el fondo de su alma no están dispuestas a sacrificarse ni a sufrir la menor incomodidad. Antes era más difícil esta simulación. En la guerra actual, en cambio, no hay manera de discernir exactamente con qué gentes se puede contar y cuáles han de ser un peso muerto en la meta. Por lo mismo que en la guerra total todo el mundo puede servir para algo, el Estado corre el peligro de encontrarse con que no hay nadie que le sirva verdaderamente.
Durante la Gran Guerra había en Francia el tipo ya clásico del
emboscado
al que se podía perseguir eficazmente. En esta guerra el
emboscado
podía estar en todas partes, incluso en la misma línea de fuego, y no había manera de descubrirlo y perseguirlo.
El primero de septiembre aparecieron vistiendo el uniforme de oficial del ejército cientos de miles de ciudadanos. Todo el mundo, mientras no se demostrase lo contrario, era oficial. París estaba lleno de uniformes de buen corte. Los sastres militares debieron de hacer negocios fabulosos. Ahora bien; de entre todos aquellos bizarros militares, ¿cuántos estaban dispuestos a hacer la guerra de verdad?
Se aceptaba el convencionalismo de que todos aquellos médicos, abogados, funcionarios, periodistas, ingenieros, etcétera, que por haber cursado las disciplinas reglamentarias y haber cumplido los plazos reglamentarios de estancia en filas tenían derecho a vestir el uniforme y a lucir los galones, se harían matar heroicamente cuando llegase el momento. Pero la verdad es que no había ningún indicio que permitiese creer en la capacidad bélica de aquellas masas uniformadas. La actitud heroica era demasiado general para ser verdadera. Los héroes en potencia eran demasiados.
Esta simulación del
servicio
, que es de origen típicamente totalitario y que será andando el tiempo la que hará que se derrumben estrepitosamente esos regímenes creados y sostenidos por la ficción de la actitud heroica universal, había progresado en Francia por puro mimetismo de una manera peligrosísima. El francés había adivinado que sus enemigos escondían sus debilidades debajo de ese convencionalismo que, a lo menos teóricamente, convierte a todo nazi y a todo fascista en un héroe, y como esta mentira fundamental del totalitarismo es fácilmente imitable, todo francés para defenderse se había creído en el caso de adoptar la misma máscara de heroicidad. En esta guerra totalitaria no se juega con las cartas que se tienen en la mano, sino con el bluf que las grandes masas de población y la condensación industrial permiten. «¡Tengo cinco millones de soldados! ¡Puedo destruir París o Londres en veinticuatro horas!», gritan enfáticamente los dictadores. No es verdad. Ni tienen cinco millones de hombres capaces de hacer la guerra ni la potencia de destrucción que han podido acumular a fuerza de privaciones es suficiente para aniquilar al adversario.
El francés, que es siempre más inteligente que el alemán y menos impresionable que el italiano, había comprendido perfectamente el juego y se había resignado a jugarlo. Pero le ha faltado convicción para poder ganar. Era demasiado honrado o demasiado inteligente para llevar el bluf hasta el final, para hacer creer en él al adversario y para creérselo él mismo. Para este juego al que convidan los dictadores totalitarios hace falta un cierto grado de estupidez y maldad que Francia positivamente no había alcanzado a pesar de su decadencia.
En esto, como en muchas otras cosas, Francia había renegado de su verdad profunda para dejarse sugestionar por los procedimientos del adversario. La doctrina democrática de la nación en armas, con todos sus defectos, con todas las corruptelas del reclutamiento, hasta con sus emboscados y sus objetores de conciencia, pero con su humana e inteligente comprensión de las posibilidades auténticas de heroísmo que existen en un pueblo de cuarenta millones de habitantes, era mucho más eficaz que esa grotesca simulación del heroísmo universal en que se basan las doctrinas totalitarias que Francia nos ha enseñado es, cómo se derrumba, no un régimen verdaderamente democrático, sino un totalitarismo incipiente. Si Francia hubiese seguido siendo fiel a sí misma, si no hubiese adoptado frívolamente las ficciones que tarde o temprano han de ser fatales a Hitler y Mussolini, si no hubiese caído en un régimen híbrido y, como tal, infecundo, si hubiese seguido siendo una democracia con todas sus consecuencias, no habría sido vencida.
Bajo esta máscara del servicio y del heroísmo presunto, que había copiado de nazis y fascistas, Francia conservaba todos los vicios de un individualismo exaltado. Cada ciudadano ponía todo su talento y su diligencia en filtrarse por entre los engranajes del Estado, que amenazaban con triturar su bienestar, para colocarse egoístamente en la posición más cómoda que le permitiese
presenciar
la guerra sin sufrir directamente sus efectos. Desde el soldado que estaba en la trinchera hasta el ministro y el general y el banquero y el gran industrial, todos se esforzaban por instalarse lo más cómodamente posible en la guerra como si no se tratase de ganarla afrontando valientemente los sufrimientos que impusiera, sino de hacerla soportable, de aguantarla indefinidamente con la menor molestia personal posible. Todo el mundo quería hacer la guerra sentado en una cómoda butaca.
El fenómeno curioso era que todas las gentes que hurtaban el bulto y que ni siquiera prestaban la mínima asistencia de su confianza al gobierno, tuvieran, al menos aparentemente, cierta fe en el Estado, estuvieran convencidas de que la guerra se podía ganar automáticamente. Para ellas no había duda. Ese Estado, al que ellas no ayudaban y al que incluso combatían individualmente, ganaría la guerra al final. En Francia existía el fetichismo de la Administración. Todo el mundo, aunque la criticase, tenía una fe ciega en ella. Era curioso ver cómo el francés, que despreciaba a sus estadistas, se burlaba de sus generales, trataba de ladrones a sus financieros y de vendidos a sus publicistas, tenía en cambio una fe inalterable en ese oscuro burócrata, en el hombre malhumorado y grosero de la ventanilla que personificaba el mito de
la Administración
. Se creía a pie juntillas que la guerra la ganaría la Administración, que para el ciudadano francés era una especie de ogro inteligente y voraz al que había que alimentar copiosamente a cambio de lo cual se estaba relevado de todo esfuerzo personal, de toda colaboración y de toda solidaridad con el Estado.
El problema individual de cada ciudadano no era otro que el de esquivar en lo posible con declaraciones fraudulentas los zarpazos del ogro de la Administración que, cuando no se le burlaba, se quedaba entre las uñas con la parte del león en los beneficios de cada cual. Cuando estalló la guerra el ogro tuvo que enfrascarse en ella y los ciudadanos se dedicaron alegremente a escamotearle las contribuciones que le debían. Desde el primero de septiembre el ciudadano francés procuró ante todo eludir el pago de sus impuestos. La guerra, que podía exigir nada menos que la vida, debía servir siquiera para eludir o aplazar el pago de otras deudas menores. En París, como primera medida, las gentes se pusieron tácitamente de acuerdo para no pagar la renta de las casas y, como es natural, los propietarios dejaron automáticamente de pagar sus contribuciones. Cuando llegó el 15 de septiembre, fecha en que tradicionalmente se paga el trimestre de los alquileres, los propietarios de casas de París no vieron un solo céntimo. No era cosa de pagar la renta de una casa que no se sabía si los aviones alemanes destruirían al día siguiente. Así empezó a forjarse aquella mentalidad catastrófica que, efectivamente, ha llevado a Francia a la catástrofe. El gobierno no acertó a cortar con eficacia esta grave perturbación económica que se iniciaba. Tímidamente intentó una reglamentación comprensiva a base de una casuística complicadísima. El resultado fue que el que no cobró sus rentas fue el Estado mismo y que la economía general se encontró hondamente resentida. Por ejemplo, los propietarios que no cobraban la renta, no suministraban, naturalmente, la calefacción central estipulada en los contratos. Cada inquilino tuvo que montar y alimentar un sistema de calefacción individual en su cuarto, cosa que indudablemente resultaba más económica para él que pagar la renta, pero en cambio cuando llegó el mes de enero los parisienses empezaron a quedarse sin carbón porque con el régimen anárquico que se había instaurado, en cada edificio de París se consumía el doble o el triple del carbón que antes se necesitaba con la calefacción central.