Alguien tocó la campana y Donatti, sin aguardar a fray Humberto, se apresuró a abrir el portón, en cierto modo para rehuir a los ojos exigentes de Laura. Se trataba del doctor Alonso Javier, que hacía su última visita del día a Agustín. Medio sorprendido al toparse con dos mujeres, el médico se quitó el sombrero e inclinó la cabeza. Donatti las presentó, y el doctor Javier se mostró encantado de conocer a la hermana del padre Agustín, a quien, aseguró, tenía en la más alta estima y consideración
En realidad, el doctor Alonso Javier le debía a Agustín Escalante la vida de su único hijo, Mario Javier, la de su mujer, Generosa, y la propia. Su agradecimiento lo llevaba a profesarle una devoción ciega, al igual que su esposa, que se refería al padre Escalante como al “santo del poncho”, en alusión a la típica vestimenta del joven franciscano.
Un año atrás, retornando de un viaje a San Luis, la familia Javier había sufrido la embestida de un malón que terminaba sus correrías por el sur de la provincia. Un desmayo salvó a doña Generosa de las aciagas circunstancias del ataque. Al despertar, sin embargo, coligió la magnitud y ferocidad de lo ocurrido: el cochero y los dos postillones se hallaban muertos, con varios lanzazos en el pecho; los caballos y el equipaje habían desaparecido, junto con su esposo e hijo. En medio de aquel desierto, supo que pronto hallaría la muerte, y la recibió como un consuelo frente al dolor por la pérdida de los dos seres que más amaba. Con una laya que los indios no habían robado, cavó tres fosas donde acomodó los cuerpos sin vida del cochero y los postillones, y las cubrió de piedras para impedir que perros salvajes y otras alimañas los desenterraran. Exhausta luego de semejante faena, se echó al lado de las tumbas a morir.
La despertó un sacudón y una voz que la llamaba. Ella deseaba seguir durmiendo y, farfullando palabras incomprensibles, se negaba a reaccionar. La voz se tornó imperiosa y un chorro de agua sobre la cara terminó por despabilarla. Alguien la acomodó sobre su regazo y le dio de beber lentamente hasta que el ardor en la garganta remitió.
—Doña Generosa —habló la voz, con dulzura esta vez—. Soy yo, el padre Agustín Escalante.
—Déjeme morir, padre —suplicó la mujer—. Los indios me lo han quitado todo. Ya no tengo nada por qué vivir.
—El doctor Javier aún vive —anunció Agustín—. Los indios lo abandonaron al costado de la rastrillada. Seguramente lo creyeron muerto. Lo hallé a poco de aquí. Tiene una herida no muy profunda en la cabeza, no es de cuidado. Está conmigo, recostado sobre el lomo de mi caballo.
—¿Y mi hijo? —se desesperó la mujer, y lo asió por el poncho—. ¿Qué hicieron con mi hijo esos salvajes?
El gesto de Agustín expresó más que las palabras, y doña Generosa supo que no existían esperanzas de volver a ver a Mario, su único hijo. Una vez en Río Cuarto, el padre Escalante los entregó al cuidado de sus familiares, y no volvieron a saber de él en semanas. Los esposos Javier se repusieron de las heridas y malestares, aunque sus ánimos se quebraron irremediablemente. Doña Generosa se dejó vencer por el desconsuelo, que la obligaba a permanecer en cama gran parte del día, sin apetito, abúlica, desanimada. El doctor Javier, por su parte, se encerraba en la biblioteca y pasaba allí las horas, aferrado a una botella de licor; no visitaba a sus pacientes y ya nadie llamaba a su puerta para consultarlo.
Una tarde, casi dos meses después del ataque de los indios, Blasco, un muchacho que trabajaba en el establo del pueblo y que solía ayudar a doña Generosa en el huerto, irrumpió en casa de los Javier como tromba. El doctor Javier se puso de pie con dificultad y abandonó la biblioteca. Doña Generosa se echó encima el salto de cama y acudió al comedor.
—¡El padrecito Agustín rescató a Mario! —anunció el muchacho—. ¡Ya lo trae, yo lo he visto!
Esa tarde, cuando Generosa y el doctor Javier apretaron contra sus pechos el cuerpo de su hijo adolescente, volvieron a vivir. Los Javier no supieron qué decir al padre Agustín, no hallaron las palabras ni los gestos para expresar el sentimiento inefable que los embargaba, y se arrojaron a sus pies para besárselos.
—No es a mí a quien deben este reencuentro —aseveró el padre Escalante—, sino al cacique Nahueltruz Guor, que intercedió ante su padre, el gran cacique Mariano Rosas, para que liberara a Mario y le permitiera regresar conmigo a Río Cuarto.
Ante la mención del nombre Nahueltruz Guor, Mario ratificó que había sido como un padre para él durante los días de cautiverio. Lo había tratado con respeto y cariño, y le había enseñado cosas tan valiosas que él jamás olvidaría. Cualquier circunstancia hacía al muchacho recordar a su protector ranquel; hablaba con tanta devoción del tal Nahueltruz Guor, que su madre terminó por preparar una canasta repleta de frascos con mermelada de duraznos y damascos, tortas de grasa y algunas prendas de vestir, y se las envió al cacique como muestra de agradecimiento. Carmen, una ranquel que vivía entre el Fuerte Sarmiento y Tierra Adentro, se encargó del envío.
De todos modos, y más allá de la intermediación del hijo del cacique Mariano Rosas, los Javier sabían que, a quien verdaderamente le debían la vida, era al padre Escalante. Por eso, la noche que el doctor Javier regresó a su casa y comunicó a Generosa y a Mario que el padre Agustín había contraído carbunco, una sombra se cernió sobre ellos. La impotencia embargaba a los Javier, en especial a doña Generosa, que terminó por ordenarle a su esposo que solicitara autorización para traer al padre Escalante a su casa, donde ella lo cuidaría. Según doña Generosa, ni el más fuerte de los hombres se repondría en una celda estrecha y mal ventilada como la del padrecito Agustín, echado sobre una yacija incómoda, comiendo cuando a fray Humberto se le antojaba.
Esa noche, el doctor Javier llamó a la puerta del convento franciscano resuelto a llevarse a Agustín. Bien conocía él las condiciones en las que se hallaba el sacerdote: la celda, más bien larga que ancha y tan pequeña como la despensa de su casa, olía mal, al aroma penetrante del vinagre y del fenol con el que se bañaban paredes y pisos para evitar el contagio, que escocía en la nariz y en la garganta, y que la escasa brisa que ingresaba por el ventanuco no lograba disipar.
Marcos Donatti no era de naturaleza arrebatada y, mientras el doctor Javier le solicitaba autorización para tomar a su cargo el cuidado de Agustín, se mantuvo reflexivo. Laura se aunó al pedido del médico y, aunque María Pancha no abrió la boca, le clavó los ojos y le hizo recordar muchas cosas. No se vería bien que un sacerdote dejara el monasterio, nadie lo aprobaría, se trataba de una irregularidad a las normas conventuales. Cierto que ellos eran pocos y que no atendían apropiadamente al padre Agustín. Fray Humberto, que por ser fraile de misa y olla contaba con más tiempo, hacía las veces de enfermero, sin voluntad y a regañadientes.
Donatti terminó por aceptar que la propuesta del doctor Javier no resultaba descabellada en absoluto y concedió el permiso.
—Mire, doctor —dijo Laura, y le extendió el pañuelo con la mancha de sangre—. Es de mi hermano —aclaró, y el médico notó que le temblaba la mano y que la voz le vacilaba. Al enfocar su atención en las facciones de la muchacha, Javier se percató de que estaba muy pálida. Le aconsejó de inmediato que fuera a descansar.
Una princesa de ciudad
Según averiguaciones de Prudencio, el cochero de Julián, el Hotel de France era el mejor de Río Cuarto, a pesar de su aspecto de casa vieja convertida en pensión de baja estofa. Blas Forton, su propietario, se disculpó reiteradas veces pero aseguró que todas las habitaciones se hallaban ocupadas. Julián no daba crédito y, de mal modo, atizado por el cansancio y el hambre, lo inquirió por otro hotel.
—El hotel de doña Sabrina —se apresuró a ofrecer don Forton—, allí conseguirá una habitación. Es un sitio humilde, pero limpio y regenteado por una mujer decente.
El hotel de doña Sabrina más tenía de pulpería y negocio de abarrotes que de hospedaje. Pero Julián no se hallaba en posición de exigir absurdos y tomó las dos habitaciones que la pulpera le ofrecía. También negoció el alquiler de un cuarto en la parte trasera para Prudencio, que se encargó, a su vez, de ubicar la galera y los caballos en un establo contiguo al hospedaje. Después de acomodar los baúles, Julián anheló un baño de tina, echarse dentro del agua limpia y dejar pasar las horas hasta que cada músculo, cada hueso y cada tendón hubiesen regresado a su estado original. Sin embargo, debía ir al convento a buscar a Laura.
Mientras se mudaba de ropa, pensó en el escándalo que ya se habría desatado en Buenos Aires con motivo de la huida de Laura y su criada. Magdalena habría iniciado una escena histérica de llanto; Soledad y Dolores habrían prorrumpido en contra de Laura y de su desfachatez, y la abuela Ignacia, en contra de la naturaleza malvada de los Escalante. Sólo el abuelo Francisco levantaría la voz para defender a su nieta dilecta, pero rápidamente sería acallado por una orden de su esposa.
Se preguntó qué opinarían de él los Montes, qué habría dicho Lahitte, qué se comentaría en el atrio a la salida de la misa de una. Aunque nadie desconocía la índole rebelde e impertinente de Laura, que había demostrado poco respeto por las convenciones sociales y menos aún temor al escarnio público, juzgarían que esta bravata había superado cualquier límite. Esta vez no sería como aquellas travesuras de la niñez en las que el tiempo había obrado en favor de Laura. Por ejemplo, ya nadie le reprochaba la ocasión en que ella y su primo Romualdo ayudaron a Eugenia Victoria a escapar del convento para huir con su enamorado, más allá de que doña Luisa del Solar lo traía cada tanto a la memoria.
Celina Páez Núñez, esposa de Lautaro Montes, hijo mayor de Francisco e Ignacia, le había prometido a Santa Catalina de Siena que si ella, poco atractiva e insulsa, lograba casarse con un hombre influyente y de fortuna, entregaría a dos de sus hijas, las más hermosas, a su congregación. Las mellizas, Aureliana y Eugenia Victoria, con sus largas cabelleras rubias, ojos color de miel y piel alabastrina, partieron rumbo al convento de Santa Catalina de Siena, a pocas cuadras de la casa de la abuela Ignacia en el barrio de la Merced y a miles de leguas de la vida que habrían deseado llevar. Y aunque Aureliana se acostumbró a la rutina del convento, a los horarios estrictos, a la carencia absoluta de comodidades, al Oficio Divino y a los ejercicios espirituales, Eugenia Victoria no lo consiguió jamás porque, mientras le machacaban que sería la esposa de Cristo, ella deseaba ser la de un simple mortal, José Camilo Lynch.
Romualdo, hijo menor de Lautaro Montes y Celina Páez Núñez, y su prima Laura sabían que la madre superiora había asignado a Eugenia Victoria el cuidado de la porqueriza, del gallinero y del huerto como castigo por su falta de disposición y buena voluntad, sin importarle que la jovencita hubiese profesado con velo negro, razón por la cual Lautaro Montes había pagado una dote tres veces superior a la de aquellas que lo hacían con velo blanco, las que, en realidad, se encargaban de las cuestiones domésticas. Una siesta, seguros de encontrarla en la parte posterior del convento, que daba a la calle del Parque, bastante tranquila y solitaria después del almuerzo, Laura y Romualdo partieron a escondidas de la casa de la abuela Ignacia con una larga cuerda de cañamazo y trapos de algodón. Por el lado de afuera y cerca de la tapia del convento de Santa Catalina había un albaricoquero, cuyas ramas invadían el huerto y plagaban de frutos maduros el suelo. Laura y Romualdo se treparon como gatos y chistaron a Eugenia Victoria, que no podía creerles a sus ojos.
—José Camilo te espera en una volanta frente a la Iglesia de la Merced para huir juntos —informó Laura, la voz refrenada para no delatarse.
Eugenia Victoria arrojó la cuchara con que removía la tierra de las achicorias y se quitó el velo y el delantal, que terminaron enredados en los tomateros. Corrió hasta la tapia y se aferró a la cuerda que su hermano y su prima habían pasado por la rama más gruesa del albaricoquero. Del otro lado y con las manos bien envueltas en los trapos de algodón, Laura y Romualdo jalaban como galeotes.
De ninguna manera la madre superiora admitiría nuevamente a Eugenia Victoria en el convento y le importaba un comino la promesa a Santa Catalina de Siena o a la mismísima Virgen María. Hizo picar vidrio y pegarlo sobre el muro que bordeaba el huerto Semanas más tarde, cuando Eugenia Victoria mostró los primeros síntomas de gravidez, a Celina Páez Núñez no le quedó alternativa y se resignó al matrimonio de su hija con José Camilo Lynch. Finalmente la promesa quedó a medio cumplir pues ya no le quedaban hijas; María del Pilar e Iluminada estaban casadas y con hijos, y Celina vivió temiendo la represalia de la santa italiana, a la que trataba de aplacar llevando el cilicio o usando la disciplina mientras rezaba el rosario.
Laura y Romualdo vivieron a pan y agua durante una semana, más allá de los pedazos de carne, la humita, el locro y los buñuelos que María Pancha les hacía llegar por la ventana. Romualdo debió soportar la fusta de Lautaro, y Laura el trompazo de la abuela Ignacia, que le dejó el ojo morado y le hizo sangrar la nariz, y habría recibido otro si el abuelo Francisco no hubiera intercedido. Con los dedos cruzados bajo el polisón, Laura juró no volver a comportarse de manera tan ignominiosa.
Julián también estaba seguro de que la fuga a Río Cuarto traería secuelas más graves que aquella oportunidad en que Laura se presentó en la librería de doña Pacha en la calle del Potosí y pidió, muy oronda,
Cartas filosóficas
de Voltaire y
Relaciones peligrosas
de Pierre Choderlos de Laclos Doña Pacha, que cada mes recibía del Obispado la lista actualizada de las obras anatematizadas, la contempló en silencio, incrédula, pues conociendo a doña Ignacia y a Magdalena Montes, no concebía tanto descaro
—¿Sabes que esas obras demoníacas forman parte del Index? —tentó doña Pacha, apelando a la posible ignorancia de Laura
—Sí —aseguró ella, tan suelta como si hubiese pedido una hogaza de pan—. Justamente, me gustaría saber por qué.
Doña Pacha cacareó como gallina clueca hasta que Laura dejó la tienda de libros trastabillando. Para el domingo, media ciudad conocía la osadía y desvergüenza de la hija de Magdalena y del general Escalante. El chisme había alcanzado lo de Montes, y la abuela Ignacia la había mandado encerrar en su dormitorio hasta que el padre Ifigenio la confesara. Con todo, al domingo siguiente el sacerdote la salteó en la comunión y las matronas se preguntaron si la habría absuelto.