La joven se disculpó por la demora y tomó asiento frente a Julián, a quien apenas saludó con una inclinación de cabeza. Enseguida, y mientras la servidumbre llenaba el plato de Laura, doña Luisa retomó los detalles del noviazgo más popular de la temporada y, sin mayores comedimientos ni modestia, se achacó la conveniente unión, pues, según afirmaba, ella había jugado el papel de celestina. Laura sonreía y afirmaba con la cabeza. Sólo Julián, que la conocía tanto, leyó en su expresión que no era feliz.
Luego del café, y cuando la reunión declinaba, Laura anunció que se marchaba, y Julián ofreció acompañarla. Caminaron en silencio. Habían pasado casi dos años de la muerte de Catalina y aun más desde la última vez que habían conversado y reído juntos. Con todo, durante el trayecto en el que no dijeron palabra, ninguno se sintió incómodo o intimidado, por el contrario, los envolvía un halo de serenidad.
Al llegar a lo de Montes, Laura fue la primera en hablar para invitar a Julián a beber limonada. En el patio, se sentaron en el poyo junto al aljibe, y Laura recordó que muchas veces lo había hecho sobre las rodillas de Julián. Ahora ella era una mujer y Julián Riglos, un hombre. Sola había vislumbrado los motivos del alejamiento después de la muerte de Catalina, y María Pancha había terminado por echar la luz que faltaba sobre ellos. Por eso, cuando Julián le tomó las manos esa tarde y le dijo que la amaba, que la había amado siempre, Laura no se sorprendió. Julián le pidió que dejara a Lahitte y que se casaran de inmediato, no tenían por qué esperar, nada les impedía ser felices, él cuidaría de ella y la convertiría en una reina, le daría lo que se le antojase y más, nada le faltaría. Pero Laura se negó repetidas veces. Y cuando Julián, casi perdiendo los papeles, la increpó al preguntarle qué tenía Lahitte que a él le faltaba, ella le contestó sin mirarlo:
—A ti te quiero como a un hermano, mientras que a Lahitte no lo quiero de ninguna manera.
—¿Por qué te comprometiste con él entonces? —se desesperó Julián.
—Tú sabes por qué, no me hagas decirlo.
Julián la abrazo y le besó la mejilla con la única intención de ahuyentar de ella la sensación de tristeza, de desamparo y soledad. Se reprochó esos años de inútil alejamiento y el esfuerzo por no amarla. Sólo había conseguido lastimarla y lastimarse. Se había comportado como un resentido y un patán al dejarla sola en medio de tanta adversidad. La había castigado cuando ella no era culpable, ¿o acaso podía achacarle a Laura su propia estupidez? Se retractaría, le pediría perdón, Laura debía saber que ahí estaba él para ayudarla, que siempre estaría, pero no pudo hablar, y Laura entendió el ímpetu de su abrazo.
La noche del telegrama del padre Donatti, Laura no dudó en escribir una esquela a Julián pidiéndole ayuda. María Pancha se escurrió de la casa sin levantar sospechas y caminó a paso rápido hacia el café de Marcos, donde sabía que hallaría a Riglos. Tomó unos alfeñiques del bolsillo del mandil, se los dio al niño que cuidaba los caballos y le pidió que entrara en el café y buscara al doctor Riglos. A poco, Julián estuvo en la calle, con el gesto desencajado.
—¿Le pasó algo a Laura?
—Nada a ella, pero sí a su hermano Agustín. Aquí se lo explica —y le entregó el sobre.
Julián leyó la nota y se quedó pensando. Acordó con María Pancha encontrarse a medianoche en el portón de la casa de Montes, por donde antiguamente entraban los coches. Regresó al café, pero como no pudo concentrarse en las anécdotas de sus compañeros, pagó la cuenta y se marchó. Anduvo sin rumbo sobre el lomo de su zaino por las calles del barrio de la Merced a la espera de que trascurrieran las dos horas que faltaban para la cita. A metros de la ochava donde se hallaba la parte trasera de lo de Montes, vislumbró las figuras de dos mujeres envueltas en sus rebozos.
Al ver a Riglos, Laura avanzó unos pasos, se quitó la capucha y le sonrió.
—Gracias por venir —dijo a modo de saludo, y le tomó las manos—. Sabía que podía contar contigo.
—Creo que lo que estás por hacer es una locura y no voy a ayudarte esta vez.
Laura lo soltó. ¿Es que no se daba cuenta de la urgencia del problema? ¿Tan difícil resultaba entender que su hermano estaba gravemente enfermo y que ella quería cuidarlo y acompañarlo? ¿Por qué, siendo una mujer sana y fuerte, no disponía de su vida y de su destino? Otros cuestionamientos se le atragantaron, pero no perdería tiempo en discusiones. Ella y María Pancha dejarían Buenos Aires muy temprano a la mañana siguiente y, aunque no tenía la menor idea de cómo lo haría sin la ayuda de Riglos, expresó con aire de ofendida:
—Está bien, no te preocupes, si tú no me ayudas ya encontraré el modo de llegar a Río Cuarto por mi cuenta.
Dio media vuelta, dispuesta a regresar a su casa. Julián la sujetó por el brazo y, cuando Laura volteó a verlo, supo que la batalla estaba ganada.
—Te voy a ayudar —claudicó el hombre—. Pero, ¿eres consciente de la catástrofe que se te vendrá encima? ¿Qué dirá Lahitte? Se pondrá como una fiera, y con razón.
—No lo defiendas, tú no eres amigo de Lahitte, ni siquiera te cae bien. Lahitte está en Carmen de Areco, en el campo, con su padre, y yo no puedo esperar a que regrese. En el ínterin mi hermano Agustín... En fin, no puedo esperar —resolvió, y bajó el rostro para ocultar que le brillaban los ojos—. Lo único que te pido es que me prestes un poco de dinero, lo suficiente para pagar el pasaje en la diligencia y para mantenerme en Río Cuarto. Si tuviera tiempo, vendería mis arracadas de esmeraldas a Florencia Thompson; siempre le han gustado, pero no cuento con tiempo y por eso debo recurrir a ti.
—Laura, Laura —murmuró Julián, y le apretó los hombros—, no te justifiques. Hiciste muy bien en recurrir a mí, ya te dije que te voy a ayudar. Lo único que quiero es que sopeses las consecuencias de lo que vas a hacer, no quiero que luego te arrepientas y sea imposible volver atrás. ¿Te imaginas lo que dirá Lahitte? —insistió, al entrever con mayor claridad la baladronada de Laura—. Quizá hasta quiera romper el compromiso. ¿Y tu madre? No quiero ni pensarlo.
—Escúchame bien, Julián: iré a Río Cuarto a como dé lugar, y nada ni nadie me impedirá estar con mi hermano en este momento.
No quedó resquicio para una nueva queja o intento de disuasión. Como siempre, Laura zanjó la cuestión yendo al grano y hablando sin rodeos. Ahora debían programar en pocas horas un viaje de varios días. Julián se llevó la mano a la frente y meditó las mejores alternativas.
—Aunque el Ferrocarril Andino llega hasta Río Cuarto, me parece conveniente que vayamos en mi coche —manifestó finalmente.
—¿Vendrás con nosotras? —se alegró Laura.
—Por supuesto —respondió Julián—. Jamás te dejaría sola en semejante aventura. Mañana a las seis estaré esperándolas en la esquina de Cangallo y Reconquista.
—¡Ah, no! —soltó María Pancha—. No iré a ninguna parte sin oír la misa del buen viaje. Ya lo hice una vez hace muchos años y me fue muy mal. No cometeré dos veces el mismo error —se empacó, y por más que intentaron persuadirla de la conveniencia de salir apenas hubiese amanecido, se mantuvo firme en esa tesitura.
Decidieron partir a las siete, luego de la misa del buen viaje, la cual, según órdenes de María Pancha, debían oír los tres. Nadie durmió esa noche. Laura metió su ropa, libros y demás bártulos dentro de un baúl pequeño, mientras María Pancha hizo otro tanto en una sábana que ató con dos nudos; también preparó una espuerta repleta de mejunjes, brebajes y tónicos que, pensó, serían los apropiados para sanar a su niño Agustín.
Julián Riglos llegó a su casa alrededor de las dos de la madrugada y de inmediato despertó a su sirviente, que le preparó la maleta mientras él escribía las directivas para su asistente, a cargo del bufete y otros negocios. Por fortuna, durante los meses estivales todo se mantenía tranquilo. Lacró el sobre y lo entregó a su criado, con la orden de llevarlo personalmente al día siguiente. Más tarde, decidió tomar un baño, quizá el último decente en mucho tiempo. En la tina, con el agua hasta el cuello, Julián distendió los músculos, cerró los ojos y vio a Laura. Compartirían varios días. Ella dependería de él, como una esposa del marido. Él la protegería, pagaría sus gastos y los de su hermano, la acompañaría en los duros momentos que se avecinaban, se haría cargo de cada detalle, nada le faltaría. Después de todo, se dijo, ésa era la oportunidad que el destino le ofrecía para conquistarla y hacerle entender que nadie la amaba más en este mundo.
Resultaba claro que Laura, en medio de su arrebato, no avizoraba la tormenta que afrontaría de regreso en Buenos Aires. Su familia jamás le perdonaría la afrenta, menos aún el petulante y orgulloso Alfredo Lahitte. Los Montes, aferrados como estaban a los preceptos religiosos y tradiciones sociales, llegarían hasta el extremo de echarla del hogar. En medio de ese terremoto, en el cual los pedazos de la vida de Laura caerían con estrépito, él, Julián Riglos, volvería a aparecer como el ángel guardián y el salvador.
Los esposos Javier
Si bien el viaje no presentó contratiempos ni sobresaltos, resultó lento y pesado. El calor del verano convirtió las horas del día en interminables. De nada valía descorrer los visillos, el aire de la pampa parecía el bostezo de un horno. El sol fustigaba el camino y la galera sin misericordia, y debían parar muy seguido para que los caballos descansaran y abrevaran de lagunas o charcos barrosos. En las postas no hallaban las comodidades para restablecerse de las penosas jornadas. El traqueteo del coche los sacudía como maraca, y les dolían los riñones y los huesos del trasero.
Para matar el tiempo y en un intento por levantar los ánimos, Julián leía en voz alta
El Quijote
o alternaba con anécdotas de sus años en Europa. En pocas ocasiones logró que Laura riera o se interesara, la mayor parte se la pasaba en silencio. María Pancha, en cambio, se inquietaba ante el menor sonido extraño y cada tanto apartaba los visillos y sacaba medio cuerpo por la ventanilla.
—¿Y si nos atacan los indios? —preguntó al doctor Riglos.
—¿Los indios? —se sorprendió Laura, a quien la idea no se le había cruzado por la cabeza.
—Tranquila, María Pancha —animó Julián—. Mi cochero y el postillón van bien armados. Yo mismo traigo un revólver en este maletín. Además, estamos en tiempos de paz. Se firmó un acuerdo no hace tanto con esos salvajes. Los tenemos bien a raya.
—A esos hijos del demonio nunca se los tiene a raya —declaró sobriamente la criada
—A. pesar del acuerdo de paz, ¿crees que serían capaces de atacarnos? —se inquietó Laura—. No quisiera una demora en este momento.
—La demora sería lo menos importante en caso de que nos atacasen —señaló María Pancha.— Tendríamos suerte si saliésemos con vida.
—Si viajásemos hacia el sur de Buenos Aires yo mismo me sentiría intranquilo —aceptó Julián—. Los indios al mando de Calfucurá son traicioneros y no respetan acuerdo alguno. Pero atravesamos la zona de los ranqueles del cacique Mariano Rosas...
—¡Ese salvaje es el peor de todos! —prorrumpió María Pancha, con musitada vehemencia.
—¿Qué sabe usted del cacique Mariano Rosas? —se extrañó Riglos.
—Demasiado para mi gusto —respondió la mujer, y no volvió a hablar.
—Si nos atacan —retomó Laura—, les diré que soy la hermana del padre Agustín Escalante. Mi hermano y el padre Donatti acompañaron al coronel Mansilla al país de los ranqueles en el 70 e hicieron muchos amigos entre esas gentes. Agustín me escribe en sus cartas que son buenas personas, que sólo necesitan evangelización y educación. Incluso ha logrado que muchos de ellos vivan en la civilización, como cristianos normales. Algunos trabajan en el Fuerte Sarmiento.
Julián no quiso contradecir a Laura, pues conocía la devoción ciega que le profesaba al hermano mayor, pero él no creía en la redención de esas bestias. Acordaba plenamente con un tal coronel Julio Roca, comandante en jefe de las fronteras sur, a quien sólo conocía por los artículos que escribía para algunos periódicos de la capital. Roca sostenía que la única manera de finiquitar el problema del malón era arrojar a los indios de los campos que ocupaban y no dejar uno a la espalda. Un alumno de la Facultad de Derecho y amigo de Julián, el rosarino Estanislao Zeballos, de los pocos que dominaban a profundidad el tema de los aborígenes del sur, le había dicho semanas atrás que se debía quitar a los pampas el caballo y la lanza, y obligarlos a cultivar la tierra con el remington al pecho «He ahí el único medio de resolver con éxito el problema social que entraña la sumisión de estos bandidos», había concluido Zeballos. «Por suerte, —caviló Julián—, comienza a avizorarse cierto consenso en la clase dirigente en torno al tema del indio. Es cuestión de tiempo», concluyó, y volvió a mirar a Laura, que se había ovillado sobre el regazo de María Pancha y dormía.
Se arrobó frente al semblante diáfano y sereno de la muchacha, que después de tantos días de mal dormir, había caído en un profundo sueño. Se dio cuenta de que era la primera vez que la veía dormir. La intimidad del momento lo colmó de dicha, y habría estirado el brazo y rozado el carrillo tibio de Laura si no se hubiera topado con los ojos penetrantes de María Pancha, que velaba el sueño de la joven como un cancerbero. Sufrió nuevamente la incomodidad y el absurdo miedo que le inspiraba la criada. Lo ponía de malas que María Pancha le leyera la mente como un libro y que descubriera los secretos que a nadie le habría permitido conocer. Frente a ella, se sentía desnudo. Era una mujer extraña. Sabía leer y escribir y no hablaba con los modismos típicos de los de su raza. Se decía que era una excelente curandera y otros le adjudicaban los talentos de una bruja muy eficaz. Resultaba antipática, y en ella no existía un ápice de la típica sumisión de los negros; lanzaba vistazos que destilaban resentimiento sin hacer caso de la condición social de la persona a quien iban dirigidos. Era arrogante y parecía despreciar a casi todo él mundo, excepto a Laura, por quien, Julián estaba seguro, habría dado la vida.
—Nunca le caí bien, ¿verdad? —se escuchó decir, sorprendido de que los labios le traicionaran los pensamientos.
—Nunca.
—Usted es una impertinente —reprochó Julián, aunque, inexplicablemente, no se había enojado.
—Si llama impertinencia a la verdad, allá usted, doctor Riglos.
—¿Y qué he hecho para que me aborrezca? —se interesó Julián, a sabiendas de que no debía rebajarse con una criada.