—¿Y sabes qué dijo Julio César a su protegido Bruto antes de que éste lo matara?
Laura negó con la cabeza, cada vez más entusiasmada con el invitado de la abuela Ignacia. No sólo le recordaba a Agustín y sabía latinismos sino que parecía dispuesto a enseñárselos. Quizás hasta la llevara a pasear los domingos después de misa.
—Julio César le dijo a Bruto —continuó Julián—:
Tu quoque, fili mi!,
que quiere decir: «¡Tú también, hijo mío!»
—
Tu quoque, fili mi!
—imitó Laura, como recitando—.
Tu quoque, fili mi!
Apareció María Pancha y se llevó a Laura, que continuó repitiendo la exclamación del César moribundo hasta que su vocecita se perdió en el primer patio. La desilusión de Julián y la incomodidad de las señoras pusieron punto final a la visita.
El siguiente domingo, Julián fue a misa de diez en San Francisco, a pesar de que su familia era asidua concurrente de la de San Ignacio, la iglesia más refinada. A la salida, en el atrio, se presentó ante la niña y su inseparable
chaperon,
la negra María Pancha. La encontró adorable con su mantilla de encaje y el vestido en tonalidad malva. Llevaba un breviario primoroso con tapas de nácar y un rosario de perlas enredado entre los dedos. Se mostró tan efusiva y abierta como la tarde del miércoles en el salón de su abuela y le agradeció que le hubiese enseñado esa frase tan interesante de Julio César. Ya le había escrito a Agustín contándole acerca de él, de cuánto se le parecía y de que también le enseñaba latín. Laura aceptó encantada ir de paseo a la Alameda por la tarde. Le habían hablado maravillas de ese lugar a orillas del río de la Plata, con sus arboledas y colchón de gramilla, donde las señoritas, protegidas por parasoles y pamelas, extendían grandes sábanas y se sentaban a disfrutar de las delicias que les habían preparado sus cocineras, tentando a los galantes caballeros que se arrimaban a saludarlas. En la imaginación de Laura, el paseo de la Alameda era un sitio de fábula, más allá de las opiniones de tía Soledad y tía Dolores que insistían en que ya no era lo que antes, con “intrusos” de la peor ralea atestándolo a cualquier hora.
María Pancha, que mantenía unos pasos de distancia, no perdía el hilo de la conversación. Ella no era vieja, pero había vivido suficiente para saber que ese tal Riglos tenía pocas intenciones de parecerse al hermano de Laura. Se preguntó cuántos años tendría. Ciertamente, ya había pasado los treinta. Eso hacía una diferencia de alrededor de veinte años con su niña Laura. «¡Sobre mi cadáver Laurita se casará con un viejo verde!», se juró.
Todas las tardes de domingo, Julián pasaba a buscar en su birlocho nuevo a Laura y a María Pancha. Luego, recogían a Catalina del Solar y se dirigían a la Alameda. Julián refrenaba los caballos, elegía el camino más trafagoso y así dilataba los minutos previos antes de llegar a lo de su prometida. Amaba conversar con Laura, que se sentaba junto a él en el pescante y lo tomaba del brazo. La negra María Pancha se acomodaba en los asientos del carruaje y, a causa del ruido de los cascos y de la gente, poco escuchaba lo que ellos platicaban.
Catalina no sospechaba que Julián estaba perdidamente enamorado de Laura. Para ella, Laurita Escalante era una especie de hermanita menor a la que adoraban y sacaban a pasear para alejarla de las prédicas de la señora Ignacia. Laura, por su parte, admiraba a Catalina y le repetía que de grande quería ser como ella. Esa devoción de la niña hacia su prometida molestaba sobremanera a Julián, que hubiera preferido escenas de celos y riñas.
Estaba volviéndose loco a causa de lo que sentía por esa niña veintidós años menor que él, que quizá ni siquiera era púber. Los pechos apenas le despuntaban bajo el justillo, como pequeñas protuberancias poco estéticas. Su cara no era la de una mujer. Si bien de una belleza exquisita, las facciones conservaban la candidez de los años de la infancia. Pensaba como una niña, hablaba como una niña, se comportaba como una niña, saltaba y jugaba como una niña. Tenía sólo trece años y él era un hombre ya, agobiado de responsabilidades y presiones familiares.
Como último recurso, dejó de verla. No volvió a encontrar excusas para visitar lo de Montes y suspendió los paseos a la Alameda los domingos. Regresó a las misas de San Ignacio y, cuando desde la ventana del café de Marcos la veía pasar hacia la Recova de la mano de María Pancha, daba vuelta la cara y pedía un trago fuerte al camarero. Se atormentaba de noche pensando en ella y, una vez conciliado el sueño a duras penas, dormía mal, con pesadillas inexplicables y espantosas. Se levantaba sudado y con taquicardia.
Una mañana, apenas pasadas las doce y media, luego de atildarse especialmente, partió rumbo a lo de Montes. Sabía que doña Ignacia y sus hijas asistían a la misa de una en San Ignacio, de acuerdo a las costumbres más arraigadas en las familias decentes. De seguro, la encontraría sola. Le abrió la puerta María Pancha, que al mirarlo le dijo con los ojos lo que no hizo falta expresar con palabras. Julián se dio cuenta de que le tenía miedo. Se quitó el sombrero y bajó el rostro, sin atreverse a cruzar el portal. La criada se hizo a un lado y, con una ademán de mano, le indicó que pasara.
—Voy a buscarla —anunció—. Está jugando a las muñecas en su dormitorio.
Laura apareció en la sala con dos muñecas, que soltó sin mayor cuidado sobre la
bergére
para arrojarse a los brazos de Julián. Él la recibió y la apretujó fuertemente, apoyando la mejilla en la cabeza de la niña. Lucía contenta y no parecía haberlo echado de menos, lo que lo mortificó. Sin embargo, Laura le recriminó esas semanas de lejanía y le preguntó por qué había vuelto a las misas de San Ignacio. Sin prestar demasiada atención a los pretextos de Julián, se sumergió de lleno en el tema que la apasionaba por esos días sus dos muñecas nuevas, una regalo de su tía abuela Carolita y la otra de su padre. Le pidió que la ayudara con los nombres. Se mostraba especialmente encariñada con la de su padre, pese a que la de tía Carolita era mucho más linda, comprada en París. Le mostró los trajecitos que llevaban, la ropita interior con encaje y los zapatitos de raso, y lo comprometió a que le comprara unos vestiditos en la mercería de Fito Gonzalves, donde María Pancha ya había comenzado a vender las labores.
Entró la criada en la sala con una bandeja que presentó ante Laura y Julián. Había una copa con licor y otra con leche. Antes de tomar la copa, Julián levantó la vista para encontrar nuevamente los ojos oscuros de María Pancha, que parecían horadarlo. Laura bebió de un trago la mitad de la leche y le quedaron bigotes blancos que limpió con el dorso de la mano
—Está al llegar tu profesor de piano, Laura —recordó la criada—, y aún no te has preparado.
Julián apenas si dio dos sorbos al licor y se puso de pie. Laura se desilusionó por la corta visita y le suplicó que se quedara a escucharla tocar el piano. Nada deseaba más que quedarse, pero interpuso una excusa de trabajo y salió de la casa de los Montes como despavorido. Al llegar a la esquina, se aflojó el plastrón, se quitó el sombrero y se enjugó el sudor de la frente. Más compuesto, tomó por la calle de la Piedad rumbo a lo de Catalina del Solar.
Se casaron tres meses más tarde en la iglesia de San Francisco a pedido expreso de Laura, aunque las reglas del buen tono dictaban que las bodas se celebraran en la intimidad de los hogares. Pero la niña se encontraba más excitada que la novia, y su entusiasmo y afabilidad contagiaban al resto, que terminaba por concederle cualquier deseo. La mañana de la boda se levantó muy temprano a cortar los azahares del jardín de la abuela Ignacia que Catalina llevaría al entrar en la iglesia. María Pancha la ayudó a preparar el ramo, que, luego de atar con cintas de raso blanco, acomodaron en una caja entre algodones y enviaron a lo de Catalina con Eusebio, el cochero de don Francisco.
Julián vio a Laura tan radiante y hermosa aquella mañana que un arrebato casi lo lleva a abrazarla y besarla frente a su parentela y a la de la novia. Conversaba resueltamente y gesticulaba más de lo apropiado. Muchos la escuchaban, y doña Luisa, para esponjarla, aseguraba que Laurita había colaborado en los preparativos de la boda. La mujer le había tomado cariño a la hija de Magdalena, más por compasión que por simpatía, pues, según afirmaba, la situación de la niña Escalante era de lo más inconveniente y comprometida.
Esa alegría de Laura le dolía a Julián profundamente. Se reprochó no haberla esperado, cinco o seis años habrían bastado. Para esa época él ya sería un cuarentón, ella una joven preciosa de casi veinte. El apremio de su familia y la de su novia después de tanto tiempo de compromiso habían ayudado a declinar la idea de la espera. De todos modos, trató de convencerse, Laura jamás encarnaría el tipo de esposa que él necesitaba: demasiado atrevida, orgullosa, caprichosa y rebelde. Catalina, en cambio, hablaba o callaba en el momento oportuno, era mesurada y condescendiente, y no mostraba esa afición demencial por los libros ni esas ansias incontrolables de aprenderlo todo que hacían de Laura un ser completamente distinto. Sin embargo, Julián terminó por aceptar que aquellos rasgos tan inadecuados de Laura eran los que lo fascinaban. Pero más allá de las presiones familiares, de lo conveniente del matrimonio con Catalina o de lo inconveniente de la personalidad y situación de Laura, lo desasosegaba día y noche el presentimiento casi certero de que, aunque esperase a Laura una eternidad, ella jamás lo amaría ni lo desearía con la intensidad que él la amaba y deseaba. Lo vería siempre como a un hermano mayor, el que había suplido magistralmente la falta del mentado Agustín Escalante.
Catalina resultó la esposa complaciente, abnegada y dulce que él había imaginado, mientras Laura, con los años, se abrió en la flor que él también había imaginado. Las protuberancias poco estéticas se convirtieron en dos senos prominentes y llenos, que los escotes de los vestidos parecían incapaces de contener. La cintura se le afinó notablemente y se le redondearon las caderas. María Pancha ya no le rizaba el cabello sino que se lo trenzaba y recogía a la altura de la nuca. Los contornos del rostro habían perdido los últimos vestigios de puerilidad, y ahora los pómulos y los labios eran los de una mujer.
Julián debía soportar en silencio estoico los comentarios de sus amigos y de los hijos de sus amigos respecto de la hija del general Escalante. Su belleza exótica centraba las conversaciones en el café algunas tardes, y Julián se volvía taciturno y callado en esas ocasiones. Los hombres coincidían en que la Escalante, aunque hermosa y divertida, resultaba demasiado impetuosa, inteligente y pobre. Era famosa la batahola que había tenido lugar en lo de Montes cuando Soledad y Dolores encontraron en un arcón debajo de la cama de Laura un ejemplar de
Lélia
y otro de
Indiana,
dos de las novelas más escandalosas de George Sand, que la Iglesia había condenado públicamente y sumado al Index. La insatisfacción sexual de las protagonistas, casadas con esposos seniles y repulsivos, y las ansias por escapar de un mundo mediocre y poco estimulante, empantanado en prejuicios y preconceptos, formaban parte del tenor de los argumentos de
Lélia
e
Indiana,
que terminaron ardiendo en el fuego de la cocina, mientras Laura lloraba y maldecía en su dormitorio, de donde tenía prohibido salir hasta nueva orden de la abuela Ignacia. Nadie lo mencionaba en presencia de Julián, pues conocían el amor fraternal que lo unía a la joven, pero los hombres creían que Laura Escalante habría sido la
cocotte
perfecta de un caballero de sociedad.
Julián nunca llegó a amar a Catalina, pero sí a tomarle sincero cariño, por eso se desoló la noche que su mujer murió de fiebre amarilla, una víctima más de la epidemia que devastó a Buenos Aires y al litoral del país durante 1871. Meses atrás Catalina había sufrido un aborto espontáneo, y la pérdida de sangre la había dejado débil y vulnerable. Cuando comenzaron los síntomas de la fiebre, el doctor Olivera previno a Riglos de que no existían mayores esperanzas. Eduardo Wilde, médico y amigo de Julián, ratificó el diagnóstico de su colega.
Laura fue de las que ayudó a preparar el cuerpo de Catalina del Solar. La desnudaron y limpiaron con agua de lavanda, le colorearon delicadamente las mejillas con carmín y le adornaron la frente con una tiara de rosas rococó. La vistieron con su traje de novia, y Laura volvió a cortar azahares del jardín de la abuela Ignacia para confeccionar el ramo que Catalina llevaría sobre el pecho. La velaron en casa de sus padres y la enterraron en el cementerio de los Recoletos Descalzos. Los del Solar no hallaban consuelo, siendo como era la única hija mujer. Doña Luisa se negaba a aceptar que Catalina ya no existía, y Laura no se apartó de ella en lo que duraron las ceremonias y ritos. Aunque se acercó a Julián para consolarlo y darle el pésame, lo notó extrañamente esquivo y ensimismado.
Julián albergaba una gran culpa. Muchas veces, arrepentido de su boda con Catalina y muriendo de amor por Laura, había deseado recuperar la libertad. Ahora, sin embargo, un vacío inexplicable le ocupaba el alma. La echaba de menos. Quería regresar del bufete y hallarla en la sala sentada en su confidente leyendo la vida de algún santo o bordando manteles. Quería escuchar su voz suave y dulce que tantas veces lo había serenado. O sentir el calor de su mano cuando le acariciaba la mejilla. Durante esos años había tenido un tesoro bajo las narices y no lo había apreciado, en cambio había deseado enfermizamente a una niña que sólo buscaba en él la figura paterna que le faltaba. La culpa y el arrepentimiento lo tornaron hosco y meditabundo, y sólo conseguía tranquilidad cuando se sumergía en la investigación para su libro sobre historia argentina que lo mantenía despierto gran parte de la noche.
En los días que siguieron a la muerte de Catalina, Laura trató en vano de hablar con Julián. Lo visitó en su casa, pero el ama de llaves le informó que el señor se encontraba indispuesto y que no la recibiría. Cambió la misa de San Francisco por la de San Ignacio, pero tampoco lo vio allí. Marchó una mañana al bufete y el asistente de Julián le mintió que el doctor Riglos estaba de viaje. Laura terminó por aceptar que, a causa de una inexplicable razón, Julián Riglos no quería verla, y decidió apartarse por un tiempo.
Julián supo que Laura Escalante se había comprometido con Alfredo Lahitte un mediodía que almorzaba en casa de su suegra. Nadie lo advirtió, pero la noticia le hizo perder los colores y, aunque sus parientes políticos continuaron comentando, Julián no escuchaba. Un repelús le puso la piel de gallina y una pesadez en la boca del estómago le impidió seguir comiendo. Lo crispaba el sonido de los cubiertos que golpeaban la vajilla o el de la gente que masticaba, y la voz chillona de doña Luisa le llegaba a los oídos como un zumbido molesto. A punto de levantarse de la mesa y abandonar lo de del Solar, la llegada inopinada de Laura lo devolvió a su silla.