—Mientras preparamos el resto de la comida, señor —dijo.
—¿Viniste aquí directamente después de Renditai? —preguntó Teg.
—Sí, señor. Pero serví también con vos en Acline.
—El sesenta–setenta de Gammu —dijo Teg.
—¡Sí, señor!
—Salvamos un montón de vidas aquella vez —dijo Teg—. De las de ellos, y de las nuestras también.
Al observar que Teg no empezaba a comer, el camarero habló con una voz más bien fría:
—¿Deseáis un rastreador, señor?
—No mientras me sirvas tú —dijo Teg. Sus palabras eran sinceras, pero tuvo la sensación de que engañaba un poco a aquel hombre, ya que su doble visión le había dicho que la comida era segura.
El camarero empezó a volverse para irse, complacido.
—Un momento —dijo Teg.
—¿Señor?
—El hombre de la mesa del centro. ¿Es uno de los habituales?
—¿El profesor Delnay? Oh, sí, señor.
—Delnay. Sí, eso pensé.
—Profesor de artes marciales. Y también de historia.
—Lo sé. Cuando llegue el momento de servirme el postre, por favor pídele al profesor Delnay si no le importaría acudir a mi mesa.
—¿Debo decirle quién sois, señor?
—¿No crees que ya debe saberlo?
—Es muy probable, señor, pero de todos modos…
—Las precauciones cuando correspondan —dijo Teg—. Tráeme la comida.
El interés de Delnay se había despertado mucho antes de que el camarero le transmitiera la invitación de Teg. Las primeras palabras del profesor cuando se sentó frente a Teg fueron:
—Es la más notable hazaña gastronómica que haya visto nunca. ¿Estáis seguro de que podéis con el postre?
—Con dos o tres de ellos como mínimo —dijo Teg.
—¡Sorprendente!
Teg hundió su cuchara en una preparación endulzada con miel. Tragó, luego dijo:
—Este lugar es una joya.
—Lo he mantenido en un cuidadoso secreto —dijo Delnay—. Excepto algunos amigos íntimos, por supuesto. ¿A qué debo el honor de vuestra invitación?
—¿Habéis sido… esto,
marcado
por una Honorada Matre?
—¡Señores de perdición, no! No soy lo bastante importante como para ello.
—Esperaba pediros que arriesgarais vuestra vida, Delnay.
—¿De qué manera? —Ninguna vacilación. Aquello era tranquilizador.
—Hay un lugar en Ysai donde se reúnen mis viejos soldados. Deseo ir allí y ver a tantos de ellos como sea posible.
—¿A través de calles y vestido de gala como vais ahora?
—En cualquier forma que podáis arreglar.
Delnay colocó un dedo en su labio inferior y se reclinó en su asiento para contemplar a Teg.
—No sois una figura fácil de disimular, ya lo sabéis. De todos modos, puede que haya una forma. —Asintió pensativamente—. Sí. —Sonrió—. No os va a gustar, me temo.
—¿Qué es lo que tenéis en mente?
—Un poco de relleno y otras alteraciones. Os pasaremos como un capataz Bordano. Oleréis a cloaca, por supuesto. Y tendréis que aparentar que no os dais cuenta de ello.
—¿Por qué creéis que eso funcionará? —preguntó Teg.
—Oh, esta noche va a haber tormenta. Algo muy común en esta época del año. Depositando la humedad necesaria para las cosechas del año próximo. Y llenado las reservas para los sobrecalentados campos, ya sabéis.
—No comprendo vuestro razonamiento, pero cuando haya terminado con otro de estos platos, nos iremos —dijo Teg.
—Os gustará el lugar donde nos refugiamos de la tormenta —dijo Delnay—. Estoy loco, ya sabéis, haciendo esto. Pero el propietario de este lugar dice que debo ayudaros o nunca más me volverá a dejar entrar aquí.
Hacía una hora que había oscurecido cuando Delnay lo condujo al punto de cita. Teg, vestido con pieles y fingiendo una cojera, se vio obligado a utilizar mucho de su poder mental para ignorar sus propios olores. Los amigos de Delnay habían embadurnado a Teg con aguas fecales y luego lo habían lavado con una manguera. El secado con aire caliente había devuelto la mayor parte de los aromas.
Una estación lectora del control del tiempo en la puerta del lugar de reunión le dijo a Teg que la temperatura había descendido quince grados en el exterior durante la última hora. Delnay le precedió y penetraron en una atestada sala donde había mucho ruido y el sonido de entrechocar de vasos. Teg hizo una pausa para estudiar la estación junto a la puerta. El viento estaba soplando a treinta kilómetros, comprobó. La presión barométrica estaba bajando. Miró el cartel que había encima de la estación: «Un servicio a nuestros clientes.»
Presumiblemente un servicio al bar también. Los clientes que se marchaban podía echar una mirada a aquella lecturas y regresar al calor y a la camaradería que dejaban atrás.
En una amplia chimenea en un rincón del fondo del bar ardía un auténtico fuego. Madera aromática.
Delnay regresó, frunció la nariz ante el olor de Teg, y lo condujo rodeando la multitud hacia una habitación de atrás, luego a través de ella a un baño privado. El uniforme de Teg —limpio y planchado— estaba colocado sobre una silla.
—Estaré junto a la chimenea cuando salgáis —dijo Delnay.
—Con el traje de gala, ¿eh? —preguntó Teg.
—Solamente es peligroso fuera en las calles —dijo Delnay. Se marchó por donde había venido.
Teg salió finalmente, y se abrió camino hacia la chimenea a través de grupos que se callaron de pronto a medida que la gente le iba reconociendo. Comentarios murmurados recorrieron la sala. «El viejo Bashar en persona.» «Oh, sí, es Teg. Serví con él, lo hice. Conocería ese rostro y esa figura en cualquier parte.»
Los clientes se habían agrupado al atávico calor del fuego. Había un intenso olor a ropas húmedas y respiraciones alcohólicas allí.
¿Así que la tormenta había conducido a aquella gente al bar? Teg miró a los militares rostros endurecidos por la batalla a su alrededor, pensando que aquella no era una reunión normal, no importaba lo que Delnay dijera. La gente allí se conocía entre sí, sin embargo, y había esperado encontrarse allí en aquel momento.
Delnay estaba sentado en uno de los bancos al lado de la chimenea, con un vaso conteniendo un líquido ambarino en una mano.
—Vos corristeis la voz de que nos encontráramos todos aquí —dijo Teg.
—¿No era eso lo que queríais, Bashar?
—¿Quién sois vos, Delnay?
—Tengo una granja de invierno a unos cuantos kilómetros al sur de aquí, y tengo también unos cuantos amigos banqueros que ocasionalmente me prestan un vehículo de superficie. Si deseáis que sea más explícito, soy como el resto de la gente en esta sala… alguien que desea sacarse a las Honoradas Matres de nuestros cuellos.
Un hombre detrás de Teg preguntó:
—¿Es cierto que matasteis a un centenar de ellas hoy, Bashar?
Teg habló secamente, sin girarse.
—El número ha sido muy exagerado. ¿Podría beber algo, por favor?
Gracias a su mayor altura, Teg pudo escrutar la sala mientras alguien le traía un vaso. Cuando fue colocado en su mano, observó que contenía, como esperaba, el azul oscuro del Marinete Daniano. Aquellos viejos soldados conocían sus preferencias.
La actividad con las bebidas prosiguió en la sala, pero a un ritmo más tranquilo. Estaban aguardando a que él enumerara sus propósitos.
La gregaria naturaleza humana alcanzaba una cúspide natural en una noche tormentosa como aquella, pensó Teg. ¡Reuníos al lado del fuego en la boca de la caverna, compañeros de tribu! Nada peligroso nos ocurrirá, especialmente cuando las bestias vean nuestro fuego. ¿Cuántas otras reuniones similares se producían en todo Gammu en una noche como aquella?, se preguntó, dando un sorbo a su bebida. El mal tiempo podía enmascarar los movimientos que los compañeros reunidos deseaban que no fueran observados. El tiempo podía mantener también a una cierta gente dentro cuando se suponía que no debían permanecer dentro.
Reconoció unos cuantos rostros de su pasado… oficiales y soldados rasos, una buena mezcla. Tenía buenos recuerdos de algunos de ellos: gente en la que se podía confiar. Algunos iban a morir aquella noche.
El nivel de ruido empezó a alzarse cuando la gente se relajó en su presencia. Nadie le urgió una explicación. También conocían eso de él. Teg establecía sus propios esquemas de tiempo.
Los sonidos de conversaciones y risas eran de un tipo que sabía debía haber acompañado a tales reuniones desde los tiempos de los albores de la humanidad, cuando los hombres se agrupaban para protección mutua. Entrechocar de vasos, repentinos estallidos de carcajadas, unas cuantas risas tranquilas. Aquellos últimos serían los más conscientes de su poder personal. Las risas tranquilas afirmaban que podías estar alegre, pero no te convertían en un estúpido carcajeante. Delnay tenía una risa tranquila.
Teg alzó la vista y vio que el techo sostenido por vigas había sido construido convencionalmente bajo. Hacía que el espacio que enmarcaba pareciera a la vez más amplio y más íntimo. Había allí una cuidadosa atención a la psicología humana. Era algo que había observado en muchos lugares de aquel planeta. Era un cuidado por mantener un freno a la consciencia indeseada. Les hacía sentirse confortables y seguros. No lo estaban, por supuesto, pero no dejaba que esto llegara hasta ellos.
Durante un largo momento, Teg observó cómo eran distribuidas las bebidas por el rápido servicio de camareros: oscura cerveza local y algunos caros artículos de importación. Repartidos por la barra y en las suavemente iluminadas mesas había bols conteniendo vegetales del lugar, crujientemente fritos y muy salados. Un movimiento tan obvio por fomentar la sed no ofendía al parecer a nadie. Era algo simplemente esperado en aquel comercio. Las cervezas debían ser muy saladas también, por supuesto. Siempre lo eran. Los cerveceros sabían cómo desencadenar la respuesta de la sed.
Algunos de los grupos iban haciéndose más ruidosos. Las bebidas habían empezado a trabajar su antigua magia. ¡Baco estaba allí! Teg sabía que si se permitía que aquella reunión prosiguiera su curso natural, la sala alcanzaría un crescendo más tarde y luego, gradualmente, muy gradualmente, el nivel de ruido descendería de nuevo. Alguien miraría a la estación meteorológica junto a la puerta. Dependiendo de lo que éste viera, el lugar se vaciaría inmediatamente, o proseguiría a un ritmo más tranquilo durante algún tiempo más. Se dio cuenta entonces de que alguien detrás de la barra podía disponer de una forma de alterar las lecturas de la estación meteorológica. El establecimiento no dejaría pasar una forma así de controlar su negocio.
Hagamos que entren y mantengámoslos ahí por todos los medios que ellos no consideren objetables.
La gente detrás de aquel negocio caería en manos de las Honoradas Matres sin siquiera parpadear.
Teg depositó su vaso a un lado y llamó:
—¿Puedo recabar vuestra atención, por favor?
Silencio.
Incluso los camareros dejaron de hacer lo que estaban haciendo.
—Algunos de vosotros vigilad las puertas —dijo Teg—. Nadie debe entrar ni salir hasta que yo dé la orden. Las puertas de atrás también, por favor.
Cuando hubieron cumplido aquello, paseó cuidadosamente la mirada por toda la sala, captando quienes eran aquellos que su doble visión y su vieja experiencia militar le decían que eran más de confianza. Lo que tenía que hacer a continuación había quedado muy claro para él. Burzmali, Lucilla y Duncan estaban allá afuera en el borde de su nueva visión, y era fácil ver cuáles eran sus necesidades.
—Supongo que podéis poner rápidamente vuestras manos sobre vuestras armas —dijo.
—¡Hemos venido preparados, Bashar! —gritó alguien en la sala. Teg oyó la presencia del alcohol en aquella voz, pero también la de la vieja adrenalina bombeando, algo que debía ser muy querido para aquella gente.
—Vamos a capturar una no–nave —dijo Teg.
Aquellos los atrajo. Ningún otro artefacto de la civilización estaba más celosamente guardado. Aquellas naves llegaban a los campos de aterrizaje y a otros lugares y se marchaban. Sus superficies blindadas estaban erizadas de armas. Sus tripulaciones estaban en alerta constante en los lugares vulnerables. Una traición podía tener éxito; un asalto abierto tenía pocas posibilidades. Pero allí en aquella sala Teg había alcanzado un nuevo nivel de consciencia, conducido por la necesidad y los genes salvajes de sus antepasados Atreides. Las posiciones de las no–naves en y alrededor de Gammu eran visibles para él. Brillantes puntos ocupaban su visión interior y, como hilos conduciendo de un juguete a otro, su doble visión veía la forma de ir a través de aquel laberinto.
Oh, pero no deseo ir,
pensó.
Aquello que lo impulsaba no podía ser negado.
—Específicamente, vamos a capturar una no–nave de la Dispersión —dijo—. Poseen algunas de las mejores. Tú, tú y tú y tú —señaló, individualizando a unos cuantos—, os quedaréis aquí y veréis que nadie abandone el lugar o se comunique con alguien de fuera de este establecimiento. Creo que seréis atacados. Resistid durante tanto tiempo como podáis. El resto de vosotros, tomad vuestras armas y salgamos.
¿Justicia? ¿Quién pide justicia? Nosotros hacemos nuestra propia justicia. La hacemos aquí en Arrakis… vencer o morir. No nos cerquemos con la justicia mientras tengamos armas y la libertad de utilizarlas.
Leto I: Archivos Bene Gesserit
La no–nave descendió lentamente sobre la arena rakiana. Su presencia agitó remolinos de polvo que derivaron como una tormenta de viento entre las nubes. El plateado sol amarillento estaba avanzando hacia un horizonte agitado por los ardientes demonios de un largo y caluroso día. La no–nave se posó allí crujiendo, una resplandeciente esfera acerada cuya presencia podía ser detectada por los ojos y los oídos pero no por ningún instrumento presciente o de largo alcance. La doble visión de Teg hacía que estuviera seguro de que ningunos ojos no deseados habían captado su llegada.
—Deseo que los tópteros blindados y los vehículos de superficie estén fuera en no más de diez minutos —dijo.
La gente se agitó detrás de él.
—¿Estáis seguro de que están aquí, Bashar? —La voz era la de un compañero de bebidas del bar de Gammu, un oficial de confianza desde Renditai cuya actitud ya no era la de alguien recuperando las emociones de su juventud. Había visto a viejos amigos morir en la batalla allí en Gammu. Como la mayor parte de los demás que habían sobrevivido para llegar allí, había dejado una familia cuyo destino no conocía. Había un toque de amargura en su voz, como si estuviera intentando convencerse a sí mismo de que había sido arrastrado con engaños a aquella aventura.