¡Murbella había vuelto, y lo estaba haciendo de nuevo!
Sobre su hombro derecho divisó una ancha ventana de plaz, y Lucilla y Burzmali detrás de aquella barrera. ¿Un sueño? Burzmali apretó sus palmas contra el plaz. Lucilla estaba de pie con los brazos cruzados, una expresión de entremezclada rabia y curiosidad en su rostro.
Murbella murmuró en su oído derecho:
—Mis manos son fuego.
Su cuerpo ocultaba los rostros detrás del plaz. Sintió el fuego allá donde ella lo tocaba.
Bruscamente, la llama envolvió su mente. Lugares ocultos dentro de él cobraron vida. Vio cápsulas rojas, como una hilera de resplandecientes salchichas, pasar por delante de sus ojos. Se sintió febril. Él era una cápsula engullida, la excitación fulgurando a través de su consciencia. ¡Esas cápsulas! ¡Las conocía! Eran él mismo… eran…
Todos los Duncan Idaho, el original y la serie de gholas, fluyeron en su mente. Eran como vainas estallando, negando cualquier otra existencia excepto ellas mismas. Se vio a sí mismo aplastado bajo un enorme gusano con rostro humano.
—
¡Maldito seas, Leto!
Aplastado y aplastado y aplastado… una y otra vez.
—¡Maldito seas! ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!…
Murió bajo una espada Sardaukar. El dolor estalló en un brillante resplandor tragado por la oscuridad.
Murió en un accidente de tóptero. Murió bajo el cuchillo de una Habladora Pez asesina. Murió y murió y murió.
Y vivía.
Las memorias fluían en él, hasta que se preguntó cómo podía albergarlas a todas. La dulzura de una hija recién nacida sostenida entre sus brazos. Los almizcleños olores de una compañera apasionada. La cascada de aromas del exquisito vino daniano. El jadeante agotamiento de la sala de prácticas.
¡Los tanques axlotl!
Recordó emerger una y otra vez: brillantes luces y blandas manos mecánicas. Las manos le daban la vuelta y, con los desenfocados ojos de un recién nacido, vio un gran montón de carne femenina… monstruosa en su casi inmóvil gordura… un laberinto de oscuros tubos uniendo su cuerpo a unos gigantescos contenedores metálicos.
¿Un tanque axlotl?
Jadeó ante la sucesión de todas aquellas memorias seriadas que penetraban en cascada en él.
¡Todas aquellas vidas! ¡Todas aquellas vidas!
Ahora recordó lo que los tleilaxu habían plantado en él, la sumergida consciencia que aguardaba tan sólo el momento de seducción a manos de una Imprimadora Bene Gesserit.
Estaba allí, sin embargo, preparada y a mano, y el esquema tleilaxu se hacía cargo de sus reacciones.
Duncan canturreó suavemente y la tocó, moviéndose con una agilidad que impresionó a Murbella.
¡No debería ser tan responsivo! ¡No de esta forma!
La mano derecha de Duncan aleteó hacia los labios de su vagina mientras su mano izquierda acariciaba la base de su espina dorsal. Al mismo tiempo, su boca se movió suavemente sobre su nariz, descendió a sus labios, siguió bajando hacia el hueco de su axila izquierda.
Y durante todo el tiempo canturreó suavemente, con un ritmo que pulsaba a través del cuerpo de ella, arrullándola… debilitándola…
Murbella intentó apartarse cuando él incrementó el ritmo de las respuestas de ella.
¿Cómo supo que debía tocarme precisamente en este instante? ¡Y aquí! ¡Y aquí! Oh, Sagrada Roca de Dur, ¿cómo lo supo?
Duncan marcó la turgencia de sus pechos y captó la congestión en su nariz. Vio la forma en que sus pezones se ponían rígidos, su aureola oscureciéndose a su alrededor. Ella gimió y abrió mucho las piernas.
¡La Gran Matre me ayude!
Pero la única Gran Matre en la que podía pensar estaba segura más allá de aquella habitación, retenida por una puerta cerrada y una barrera de plaz.
Una energía desesperada fluyó en Murbella. Respondió de la única forma que conocía: tocando, acariciando… utilizando todas las técnicas que tan cuidadosamente había aprendido en los largos años de su aprendizaje.
A cada cosa que hacía, Duncan respondía con un contramovimiento locamente estimulante.
Murbella se dio cuenta de que ya no podía seguir controlando sus propias respuestas. Estaba reaccionado automáticamente desde algún pozo de conocimiento más profundo que su adiestramiento. Sentía sus músculos vaginales tensarse. Sentía el rápido fluir del líquido lubrificante. Cuando Duncan la penetró, se oyó a sí misma gemir. Sus brazos, sus manos, sus piernas, todo su cuerpo se movía con ambos sistemas de respuesta… los bien adiestrados automatismos y la profunda, muy profunda consciencia de otras demandas.
¿Cómo ha conseguido hacerme esto?
Olas de extáticas contracciones se iniciaron en los suaves músculos de su pelvis. Sintió la automática respuesta del hombre, y notó el seco golpe de su eyaculación. Aquello aumentó aún más su respuesta. Extáticas pulsaciones brotando hacia afuera a partir de las contracciones de su vagina… hacia afuera… hacia afuera. El éxtasis sumergió todos sus sentidos. Cada uno de sus músculos se estremeció con un éxtasis que no había imaginado pudiera existir.
De nuevo, las olas brotaron hacia afuera.
Una y otra vez…
Perdió la cuenta de las repeticiones.
Cuando Duncan gimió, ella gimió también, y las olas brotaron de nuevo hacia afuera.
Y otra vez…
No había sensación de tiempo ni de entorno, solamente aquella inmersión en un constante éxtasis.
Deseaba que continuara siempre, y deseaba que se detuviera. ¡Aquello no podía estarle ocurriendo a una mujer! Una Honorada Matre no podía experimentarlo.
Aquellas eran las sensaciones por las cuales eran gobernados los hombres.
Duncan emergió del esquema de respuestas que había sido implantado en él. Había algo más que se suponía que debía hacer. No podía recordar lo que era.
¿Lucilla?
La imaginó muerta frente a él. Pero aquella mujer no era Lucilla; era… era Murbella.
Había muy poca fuerza en él. Se alzó, apartándose de Murbella, y consiguió ponerse de rodillas sobre el camastro. Sus manos temblaban con una agitación que no podía comprender.
Murbella intentó apartar a Duncan lejos de ella, pero ya no estaba allí. Abrió bruscamente los ojos.
Duncan estaba arrodillado sobre ella. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había transcurrido. Intentó hallar la energía necesaria para sentarse, y fracasó. Lentamente, la razón fue regresando a su mente.
Miró a los ojos de Duncan, sabiendo ahora quién debía ser aquel hombre. ¿Hombre? Era solamente un muchacho. Pero había hecho cosas… cosas… Todas las Honoradas Matres habían sido advertidas. Había un ghola armado por los tleilaxu con conocimientos prohibidos. ¡Ese ghola debía ser muerto!
Un pequeño estallido de energía brotó en sus músculos. Se alzó sobre sus codos. Jadeando en busca de aire, intentó rodar apartándose de él, y cayó de espaldas sobre la blanda superficie.
¡Por la Roca Sagrada de Dur! ¡No podía permitirse que aquel macho viviera! Era un ghola, y podía hacer cosas únicamente permitidas a las Honoradas Matres. Deseaba golpearle y, al mismo tiempo, deseaba volver a atraerlo contra su cuerpo.
¡El éxtasis!
Sabía que en aquel momento haría cualquier cosa que él le pidiera. Lo haría por él.
¡No! ¡Debo matarlo!
Una vez más, se alzó sobre sus codos y, partiendo de aquella posición, consiguió sentarse. Su débil mirada cruzó la ventana tras la que había confinado a la Gran Honorada Matre y su guía. Seguían allí de pie, mirándola. El rostro del hombre estaba enrojecido. El rostro de la Gran Honorada Matre era tan inamovible como la propia Roca de Dur.
¿Cómo puede quedarse simplemente ahí después de lo que ha visto? ¡La Gran Honorada Matre debe matar a este ghola!
Murbella hizo señas a la mujer detrás del plaz, y se giró hacia la cerrada puerta junto al camastro. A duras penas, consiguió correr el cierre y abrir la puerta antes de derrumbarse de nuevo de espaldas. Sus ojos se alzaron hacia el arrodillado muchacho. El sudor empapaba aquel joven cuerpo. Aquel atractivo cuerpo…
¡No!
La desesperación la impulsó a intentar ponerse en pie. Consiguió bajar del camastro y quedar de rodillas en el suelo, luego, en un desesperado impulso de su voluntad, se alzó. Las energías estaban volviendo a ella, pero sus piernas temblaban cuando rodeó los pies del camastro.
Debo hacerlo por mí misma, sin pensar. Debo hacerlo.
Su cuerpo se tambaleaba de uno a otro lado. Intentó afirmarse sobre sus pies, y lanzó un golpe contra el cuello del muchacho. Conocía aquel golpe gracias a las largas horas de práctica. Destrozaría su laringe. La víctima moriría asfixiada.
Duncan bloqueó fácilmente el golpe, pero era lento… lento. Murbella casi cayó a su lado, pero las manos de la Gran Honorada Matre la sostuvieron.
—Matadlo —jadeó Murbella—. Es aquél contra quien nos advirtieron. ¡Es él!
Murbella sintió las manos sobre su cuello, los dedos apretando salvajemente en los nervios debajo de sus oídos.
Lo último que oyó Murbella antes de que la inconsciencia se apoderara de su mente y cuerpo fue a la Gran Honorada Matre diciendo:
—No vamos a matar a nadie. Este ghola va a ir a Rakis.
La peor competición potencial para cualquier organismo procede de los de su propia clase. La especie consume necesidades. El crecimiento queda limitado por esa necesidad, que se halla presente en su más mínima cantidad. La condición menos favorable controla el índice de crecimiento. (Ley del Mínimo).
De «Lecciones de Arrakis»
El edificio estaba en la parte de atrás de una gran avenida, bajo una pantalla de árboles y unos floridos setos cuidadosamente recortados. Los setos habían sido dispuestos sinuosamente formando un laberinto, con postes blancos de la altura de un hombre para definir las áreas que ocupaban. Ningún vehículo que entrara o saliera de allí podía hacerlo a una velocidad más rápida que un lento arrastrarse. La consciencia militar de Teg captó todo aquello mientras el vehículo blindado de superficie lo llevaba hasta la puerta. El Mariscal de Campo Muzzafar, el otro único ocupante en la parte de atrás del vehículo, reconoció la evaluación de Teg y dijo:
—Estamos protegidos desde arriba por un sistema de entramado de rayos.
Un soldado con uniforme de camuflaje y un largo fusil láser colgado del hombro abrió la portezuela y se puso firme cuando Muzzafar emergió.
Teg le siguió. Reconoció aquel lugar. Era una de las direcciones «seguras» que la Seguridad de la Bene Gesserit le había proporcionado. Obviamente, la información de la Hermandad era caduca. Muy recientemente caduca, sin embargo, puesto que Muzzafar no había dado ninguna indicación por la que Teg pudiera reconocer aquel lugar.
Mientras cruzaban el terreno hacia la puerta, Teg observó que otro sistema protector que había visto en su primera gira por Ysai permanecía intacto. Era una apenas perceptible diferencia en los postes entre las barreras de árboles y setos. Estos postes eran sondanalizadores operados desde una habitación en algún lugar del edificio. Sus conectores en forma de diamante «leían» la zona entre ellos y el edificio. Con un suave pulsar de un botón en la sala de observación, los sondanalizadores podían convertir en un pequeño montón de carne rebanada cualquier cuerpo vivo que cruzara su campo de acción.
En la puerta, Muzzafar hizo una pausa y miró a Teg.
—La Honorada Matre que estáis a punto de conocer es la más poderosa de todas las que han venido aquí. No tolera nada excepto una completa obediencia.
—Tendré en cuenta lo que me advertís.
—Supuse que comprenderíais. Llamadla Honorada Matre. Nada más. Entremos. Me he tomado la libertad de prepararos un nuevo uniforme.
La habitación donde lo llevó Muzzafar era una que Teg no había visto en su anterior visita. Pequeña y atestada con abigarradas cajas paneladas en negro, dejaba muy poco espacio para ellos dos. Un sólo globo amarillo en el techo iluminaba el lugar. Muzzafar se apretujó en un rincón mientras Teg se sacaba el sucio y arrugado traje de una sola pieza que había llevado desde el no–globo.
—Lamento no poder ofreceros también un baño —dijo Muzzafar—. Pero no debemos entretenernos. Ella se impacienta.
Una diferente personalidad se apoderó de Teg con el uniforme. Era un atuendo familiar, negro, incluso con las estrellas destellantes en el cuello. Así que iba a aparecer ante aquella Honorada Matre como el Bashar de la Hermandad. Interesante. Era una vez más completamente el Bashar, aunque aquella poderosa sensación de identidad no le había abandonado nunca. El uniforme la completaba y la anunciaba, sin embargo. Con aquel uniforme no había necesidad de enfatizar de ninguna otra manera lo que era.
—Eso está mejor —dijo Muzzafar, mientras conducía a Teg de vuelta al vestíbulo de entrada y a través de una puerta que Teg recordaba. Si, allí era donde se había reunido con los contactos «seguros». Entonces había reconocido la función de aquella estancia, y nada parecía haberla cambiado. Hileras de microscópicos com–ojos se alineaban en la intersección de techo y paredes, camuflados como plateadas guías para los flotantes globos.
Quien es observado no ve,
pensó Teg.
Y los Observadores tienen un millón de ojos.
Su doble visión le dijo que había peligro allí, pero nada inmediatamente violento.
Aquella habitación, de unos cinco metros de largo por cuatro de ancho, era un lugar donde realizar negocios de alto nivel. La mercancía nunca sería una cantidad real de dinero. La gente de allí vería únicamente equivalentes portátiles de lo que podía ser considerado como artículos de trueque… melange quizá, o lechosas piedrasuaves de aproximadamente el tamaño de un ojo, perfectamente redondas, lustrosas y blandas en apariencia al primer momento, pero irradiando todos los cambiantes colores del arcoíris si se las dirigía hacia cualquier luz o las tocaba cualquier carne. Aquel era un lugar donde un dahikin de melange o una bolsita pequeña de piedrasuaves sería aceptado como moneda de cambio. El precio de un planeta podía pasar allí de manos con sólo una inclinación de cabeza, un parpadeo o un murmullo en voz baja. Ninguna cartera con dinero sería extraída nunca allí. Lo más parecido a ello sería una delgada caja de translux en cuyo interior, protegidas con veneno, habría delgadas láminas de cristal riduliano con números de muchas cifras inscritos con imborrable dataprint.