—Es malo cuando una Hermana se vuelve contra otra Hermana —dijo Odrade.
Teg hizo un signo con la mano a su capitana de la guardia, ordenándole que mantuviera la zona libre.
A solas
, había dicho Odrade.
A solas será
. Dirigiéndose a Odrade, dijo:
—Esta es una de mis zonas de seguridad. Ni espías ni otros medios de observación.
—Eso imaginé —dijo Odrade.
—Tenemos una salita aquí al lado —Teg señaló hacia su izquierda—. Muebles, incluso sillas–perro si queréis.
—Las odio cuando intentan hacer que me sienta cómoda por todos los medios —dijo ella—. ¿Podemos hablar aquí? —Apoyó una mano en el brazo de Teg—. Quizá podamos caminar un poco. Me siento tan envarada después de ese viaje en el transbordador.
—¿Qué es lo que se supone que debéis decirme? —pregunto él mientras echaban a andar.
—Mis memorias ya no son filtradas selectivamente —dijo ella—. Las poseo todas, las del lado femenino solamente, por supuesto.
—¿Sí? —Teg frunció los labios. Aquel no era el principio que había esperado. Odrade parecía pertenecer más bien a la clase de personas que efectúan siempre un enfoque directo de las cosas.
—Taraza dice que habéis leído el Manifiesto Atreides. Bien. Sabéis que va a causar trastornos en muchos sitios.
—Schwangyu lo ha convertido ya en tema de una diatriba contra «vosotros los Atreides».
Odrade lo miró solemnemente. Como decían todos los informes, Teg seguía siendo una imponente figura, pero ella había visto ya aquello sin necesidad de ningún informe.
—Los dos somos Atreides, vos y yo —dijo Odrade.
Teg se puso totalmente alerta.
—Vuestra madre os explicó eso con todo detalle —dijo Odrade— cuando marchasteis por primera vez a la escuela allá en Lernaeus.
Teg se detuvo y se la quedó mirando. ¿Cómo podía saber ella eso? Por todo lo que podía decir, nunca antes había conocido ni conversado con aquella remota Darwi Odrade. ¿Era él tema de discusiones especiales en la Casa Capitular? Mantuvo su silencio, forzándola a ella a seguir hablando.
—Volveré a narrar una conversación entre un hombre y mi verdadera madre —dijo Odrade—. Están en la cama, y el hombre dice: «Fui padre de unos cuantos chicos cuando escapé por primera vez de la esclavitud de la Bene Gesserit, cuando pensé que yo era un agente independiente, libre de alistarme y luchar allá donde yo eligiera.»
Teg no intentó ocultar su sorpresa. ¡Aquellas eran sus propias palabras! Su memoria Mentat le decía que Odrade las había reproducido tan fielmente como una grabadora mecánica. ¡Incluso el tono!
—¿Más? —preguntó ella mientras él seguía mirándola—. Muy bien. El hombre dice: «Eso fue antes de que me enviaran al adiestramiento Mentat, por supuesto. ¡Cómo me abrió eso los ojos! ¡Nunca estuve fuera de la atenta mirada de la Hermandad ni siquiera por un instante! Nunca fui agente libre.»
—Ni siquiera cuando yo dije
esas
palabras —dijo Teg.
—Cierto. —Apretó su brazo, y siguieron andando por la estancia—. Los niños de los cuales fuisteis padre pertenecieron todos a la Bene Gesserit. La Hermandad no corre riesgos de que nuestro genotipo sea enviado a una charca de genes salvajes.
—Aunque mi cuerpo vaya a Shaitan, su precioso genotipo seguirá al cuidado de la Hermandad —dijo él.
—A mi cuidado —dijo Odrade—. Yo soy una de vuestras hijas.
De nuevo, él la obligó a detenerse.
—Creo que sabéis quién era mi madre —dijo ella. Alzó una mano reclamando silencio cuando él empezó a responder—. Los nombres no son necesarios.
Teg estudió los rasgos de Odrade, viendo en él los signos reconocibles. Madre e hija eran idénticas. Pero, ¿y Lucilla?
Como si oyera esta pregunta, Odrade dijo:
—Lucilla pertenece a una rama paralela de procreación. Es notable, ¿verdad?, lo que puede conseguir un poco de cuidado.
Teg carraspeó. No sentía ningún apego emocional hacia aquella recién revelada hija. Sus palabras y otras señales importantes exigían su atención primaria.
—Esto no es una conversación casual. ¿Eso es todo lo que teníais que revelarme? Pensé que la Madre Superiora había dicho…
—Hay más —admitió Odrade—. El Manifiesto… yo soy su autora. Lo escribí bajo órdenes de Taraza y siguiendo sus detalladas instrucciones.
Teg miró a su alrededor en la gran sala, como para asegurarse de que no había nadie observando. Habló en voz muy baja:
—¡Los tleilaxu lo están difundiendo rápido y por todas partes!
—Exactamente como esperábamos.
—¿Por qué me estáis diciendo esto? Taraza dijo que debíais prepararme para…
—Ya llegará el momento en que debáis conocer vuestra finalidad. Es deseo de Taraza que toméis entonces vuestras propias decisiones, que os convirtáis realmente en un agente libre.
Mientras hablaba, Odrade vio el velo de Mentat en los ojos del hombre.
Teg inspiró profundamente.
¡Dependencias y troncos clave!
Captó la sensación Mentat de un enorme esquema justo más allá del alcance de sus datos acumulados. No consideró ni siquiera por un instante el que alguna forma de devoción filial hubiera promovido aquellas revelaciones. Había una clara esencia fundamental, dogmática y ritualista, en todo el adiestramiento Bene Gesserit, pese a todos los esfuerzos por impedirlo. Odrade, su hija surgida del pasado, era una Reverenda Madre completa con extraordinarios poderes de control muscular y nervioso… ¡todas las memorias en su vertiente femenina! ¡Era una de las especiales! Conocía trucos violentos que pocos seres humanos sospecharían siquiera. Sin embargo, esa similaridad, esa esencia, permanecía, y un Mentat la veía siempre.
¿Qué es lo que desea?
¿La afirmación de su paternidad?
Ya tenía toda la confirmación que podía necesitar.
Observándola ahora, viendo lo pacientemente que aguardaba el desarrollo de sus pensamientos, Teg reflexionó que a menudo se decía certeramente que las Reverendas Madres ya no eran completamente miembros de la raza humana. De algún modo se movían fuera del fluir general, quizá paralelamente a él, quizá sumergiéndose ocasionalmente en él para sus propias finalidades, pero siempre extirpadas de la humanidad. Ellas mismas se extirpaban. Era una marca identificadora de la Reverenda Madre, una sensación de identidad extra que las acercaba más al hacia largo tiempo muerto Tirano que el stock humano del cual brotaban.
Manipulación. Esa era su marca. Lo manipulaban todo y a todos.
—Tengo que ser los ojos de la Bene Gesserit —dijo Teg—. Taraza desea que yo tome una decisión
humana
por todas vosotras.
Obviamente complacida, Odrade apretó su brazo.
—¡Qué padre tengo!
—¿Tenéis realmente un padre? —preguntó él, y le contó lo que había estado pensando acerca de la Bene Gesserit extirpándose ella misma de la humanidad.
—Fuera de la humanidad —dijo ella—. Una idea curiosa. ¿Se hallan también los navegantes de la Cofradía fuera de su humanidad original?
El pensó en aquello. Los navegantes de la Cofradía divergían ampliamente de la forma más común de la humanidad. Nacidos en el espacio y viviendo sus vidas en tanques de gas de melange, distorsionaban su forma original, sus miembros y órganos se alargaban y ocupaban otros lugares. Pero un joven navegante en celo y antes de entrar en el tanque podía procrear con una normal. Había quedado demostrado. Se convertían en no–humanos, pero no a la manera Bene Gesserit.
—Los navegantes no pertenecen a vuestra familia mental. Piensan como humanos. Guiar una nave a través del espacio, incluso con presciencia para encontrar la vía segura, es algo que posee un esquema que un ser humano puede aceptar.
—¿Vos no aceptáis nuestro esquema?
—Tanto como puedo, pero en algún lugar en vuestro desarrollo os desviasteis fuera del esquema original. Creo que podéis representar un acto consciente para aparecer humanas. La forma en que sujetasteis mi brazo en este mismo momento, como si realmente fuerais mi hija.
—Soy vuestra hija, pero me siento sorprendida de que penséis tan bajo de nosotras.
—Completamente al contrario. Me siento maravillado de vosotras.
—¿De vuestra propia hija?
—De cualquier Reverenda Madre.
—¿Creéis que existo únicamente para manipular criaturas inferiores?
—Creo que realmente ya no os sentís humanas. Hay un abismo en vosotras, algo que falta, algo que habéis extirpado. Ya no sois una de nosotros.
—Gracias —dijo Odrade—. Taraza me dijo que no vacilarías en responder sinceramente, pero quería saberlo por mí misma.
—¿Para qué me habéis preparado?
—Lo sabréis cuando se produzca; eso es todo lo que puedo decir… todo lo que se me permite decir.
¡Manipulación de nuevo!
, pensó.
¡Malditas sean!
Odrade carraspeó. Pareció a punto de decir algo más, pero permaneció en silencio mientras guiaba a Teg de vuelta, cruzando la estancia.
Aunque sabía ya lo que Teg iba a decir, sus palabras la apenaron. Deseaba decirle que ella era una de las que aún seguía sintiéndose humana, pero su juicio sobre la Hermandad no podía ser negado.
Hemos sido engañadas para rechazar el amor. Podemos simular, pero cada una de nosotras es capaz de interrumpir la simulación en un instante.
Se produjeron sonidos tras ellos. Se detuvieron y se volvieron. Lucilla y Taraza emergieron de un tubo ascensor, hablando ociosamente de sus observaciones del ghola.
—Obráis absolutamente bien tratándolo como una de nosotras —dijo Taraza.
Teg lo oyó, pero no hizo ningún comentario mientras aguardaban a que las dos mujeres se aproximaran.
Lo sabe,
pensó Odrade.
No me preguntará acerca de mi nacimiento. No había lazo, ninguna imprimación real. Sí, lo sabe.
Odrade cerró los ojos, y la memoria la sobresaltó, produciendo por sí misma una imagen de una pintura. Ocupaba un espacio en la pared de la estancia matutina de Taraza. Un artificio ixiano había preservado la pintura en un exquisito marco herméticamente cerrado tras una cubierta de plaz invisible. A menudo Odrade se detenía frente a la pintura, sintiendo en cada ocasión que su mano podría adelantarse y tocar realmente la antigua tela tan hábilmente preservada por los ixianos.
Casitas de Cordeville.
El título que el artista había puesto al cuadro y su propio nombre habían sido conservados mediante una placa bruñida bajo la pintura:
Vincent Van Gogh.
El cuadro databa de una época tan antigua que solamente raros restos como aquella pintura habían podido ser conservados para ofrecer una impresión física a lo largo de las eras. Había intentado imaginar los viajes que había realizado aquella pintura, la serie de azares que la habían traído intacta hasta la habitación de Taraza.
Los ixianos eran maestros en la conservación y restauración. Un observador podía tocar un punto oscuro que había en el lado inferior izquierdo del marco. Inmediatamente, se sentía absorbido por el auténtico genio, no sólo del artista, sino del ixiano que había restaurado y conservado la obra. Su nombre estaba allí en el marco: Martin Buro. Cuando era tocado por un dedo humano, el punto se convertía en un proyector sensorial, un derivado doméstico de la tecnología que había producido la Sonda Ixiana. Buro había restaurado no sólo la pintura sino al pintor… las sensaciones que habían acompañado cada golpe de pincel de Van Gogh. Todo había sido capturado a partir de las propias pinceladas, y registrado allí para ser presentado al contacto humano.
Odrade había permanecido allí sumergida en las sensaciones de pintar un cuadro durante tantas veces, que tenía la impresión de ser capaz de recrear la pintura por sí misma.
Recordando esta experiencia tan cerca de la acusación de Teg, supo inmediatamente por qué su memoria había reproducido aquella imagen para ella, por qué aquella pintura seguía fascinándola. Durante el breve espacio de aquella rememorización siempre se había sentido totalmente humana, consciente de las casitas como lugares donde vivía auténtica gente, consciente en alguna forma completa de la cadena de vida que había quedado plasmada allí en la persona del loco Vincent Van Gogh, plasmada para irse repitiendo una y otra vez al contacto de un dedo.
Taraza y Lucilla se detuvieron a un par de pasos de Teg y Odrade. Había olor a ajo en el aliento de Taraza.
—Nos hemos parado a comer algo —dijo Taraza—. ¿Os apetece alguna cosa?
Era exactamente la pregunta más inoportuna. Odrade soltó su mano del brazo de Teg. Se volvió rápidamente y se secó los ojos con un manotazo. Mirando nuevamente a Teg, vio sorpresa en su rostro.
Sí
, pensó.
¡Esas eran auténticas lágrimas!
—Creo que ya hemos hecho aquí todo lo que podíamos —dijo Taraza—. Ya es hora de que emprendas tu camino a Rakis, Dar.
—Si —dijo Odrade—. Ya es hora.
La vida no puede hallar razones para sustentarlo, no puede ser una fuente de decente contemplación mutua, a menos que cada uno de nosotros decida respirar tales cualidades en ello.
Chenoeh: «Conversaciones con Leto II»
Hedley Tuek, Sumo Sacerdote del Dios Dividido, había empezado a sentirse cada vez más curioso con Stiros. Aunque él era demasiado viejo como para esperar sentarse en el banco del Sumo Sacerdote, Stiros tenía hijos, nietos, y numerosos sobrinos. Stiros había transferido sus ambiciones personales a su familia. Un hombre cínico, Stiros. Representaba una poderosa facción en la hermandad, la denominada «comunidad científica», cuya influencia era insidiosa y penetrante. Se acercaban peligrosamente a la herejía.
Tuek se recordó a sí mismo que más de un Sumo Sacerdote se había
perdido
en el desierto, lamentables accidentes. Stiros y su facción eran capaces de crear un accidente similar.
Era media tarde en Keen y Stiros acababa de marcharse, obviamente frustrado. Stiros deseaba que Tuek fuera al desierto y observara personalmente la siguiente aventura de Sheeana allí. Sospechando de la invitación, Tuek había declinado el ofrecimiento.
Había seguido una extraña discusión, llena de alusiones y vagas referencias al comportamiento de Sheeana, más verbosos ataques a la Bene Gesserit. Stiros, sospechando siempre de la Hermandad, había expresado su inmediato desagrado hacia la nueva comandante del Alcázar de la Bene Gesserit en Rakis, aquella… ¿cuál era su nombre? Oh, sí, Odrade. Un extraño nombre, pero las Hermanas tenían a menudo extraños nombres. Aquel era su privilegio. El propio Dios jamás había hablado en contra de la bondad básica de la Bene Gesserit. Contra hermanas individuales, sí, pero la propia Hermandad había compartido la Sagrada Visión de Dios.