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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y magia helada (27 page)

BOOK: Espadas y magia helada
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Él la miró a los ojos, con un esbozo de sonrisa y un leve encogimiento de hombros, que era a la vez condescendiente y cómico.

—Seguiremos adelante, por supuesto, pues es tu empresa y me he comprometido a llevarla a cabo.

En aquel momento, una ola que golpeó contra el costado de la nave hizo dar a ésta un largo bandazo. Cif perdió el equilibrio, el Ratonero la sujetó y ambos se abrazaron. Sus labios se encontraron apasionada pero brevemente, pues debían subir en seguida a cubierta para descubrir, o más bien confirmar, lo que había ocurrido.

El
Pecio
dejaba atrás Puerto Salado y el acantilado salino a sotavento, y navegaban por el Mar Exterior, donde el viento del este les azotaba con más intensidad, mientras las olas y la luz del sol se abatían sobre la lona y la cubierta. El Ratonero sustituyó al entristecido Ourph en el manejo del timón, y el viejo, Gib y Mikkidu largaron velas para la primera bordada hacia el este. Y uno tras otro, el
Halcón Marino
y los pesqueros, con sus extraños aparejos, repitieron su maniobra, siguiendo al
Pecio.

Aquel mismo viento del este que soplaba hacia el oeste a través de la mitad meridional de la Isla de la Escarcha, y contra el que avanzaba penosamente el
Pecio
, más adelante, en aquel mismo mar, impulsaba las naves equinas de los mingoles denominados «solares» porque
avanzaban
en el sentido del movimiento aparente del sol. Las sombrías galeras, cada una con su hinchada vela cuadrada, navegaban en tropel, y de vez en cuando un caballo relinchaba despavorido, encerrado en la jaula de proa, cuando la nave cabeceaba entre las olas, cuyo rocío penetraba en cascada a través de los negros barrotes. Todos escudriñaban el oeste, y habría sido difícil determinar en qué ojos brillaba más la locura, si en los de los hombres vestidos con pieles, que descubrían sus dientes blancos al sonreír, o en las bestias de alargada cabeza, que también mostraban los dientes en sus muecas de espanto.

En la popa de la nave insignia este frenesí se encauzaba en una dirección más filosófica. Allí Gonov hablaba con su hechicero y los sabios que le rodeaban, planteando preguntas de este tenor: «¿Basta con incendiar completamente una ciudad o también hay que pisotearla hasta dejarla reducida a escombros?». Y recibía respuestas como ésta: «Más meritorio es machacarla hasta que sólo quede arena o fina marga, sin incendiarla».

Mientras, el fuerte viento que soplaba hacia el este sobre la mitad septentrional de la isla (con un cinturón de turbonadas y violentos torbellinos entre los dos vientos), impulsaba desde el oeste la flota de los mingoles llamados «oscuros», que navegaba en sentido contrario. Su jefe, Edumir, había formulado esta pregunta a sus filósofos:

—¿Es la muerte por suicidio en el primer ataque, arrojándose uno sobre la lanza virgen del enemigo, preferible a la muerte administrada por uno mismo mediante un veneno en el último ataque?

Escuchó sus respuestas, minuciosamente razonadas, y la pregunta que le hicieron a su vez:

—Puesto que la muerte es tan deseable y sobrepasa las delicias del amor y del vino de setas, ¿cómo es que nuestros nobles y reverenciados antepasados sobrevivieron para procrearnos?

Finalmente, mirando hacia el este con sus ojos ribeteados de blanco, Edumir concluyó con un suspiro:

—Todo esto es teoría. Cuando lleguemos a la Isla de la Escarcha someteremos una vez más estas abstrusas cuestiones a la prueba de la práctica.

A gran altura por encima de todos los vientos, Khahkht, en su esfera de hielo, estudiaba sin cesar el mapa que la forraba, sobre el que movía fichas que representaban barcos, hombres,

A la primera luz de la mañana y contra el viento cortante, Afreyt se apresuraba sola a través del brezal salpicado de cedros atrofiados, más allá de la última granja en la colina silenciosa, con sus tejados cubiertos de hierba gris verdosa, ante Puerto Frío. Le dolían los pies y estaba fatigada (incluso el lazo corredizo de Odín alrededor de su cuello le pesaba), pues habían caminado durante toda la noche, deteniéndose sólo un par de veces para descansar brevemente, y a medio camino les azotaron los vientos cambiantes, que alcanzaron la fuerza de un tornado cuando cruzaban el cinturón de transición entre la mitad sudoriental de la isla, donde estaba Puerto Salado, y la mitad noroccidental, la correspondiente a Puerto Frío, en la que ahora soplaba el viento no menos fuerte del oeste. No obstante, se mantenía con esfuerzo ojo avizor para localizar amigos o enemigos, pues constituía la vanguardia de Groniger y sus hombres grotescamente armados. Poco antes, en el crepúsculo que precede al alba, se había trasladado, desde su puesto al lado de la litera, a la cabeza de la columna, señalando a Groniger la necesidad de disponer una avanzadilla, puesto que se aproximaban al final de su viaje y debían prevenir posibles emboscadas. Groniger no pareció preocupado, incapaz de aquilatar el peligro, casi como si, al igual que los demás isleños, su único objetivo fuese el de seguir adelante, con la mirada vidriosa, canturreando el himno del dios transmitido por Brisa, como otros tantos autómatas monstruosos, hasta que se encontraran con los mingoles o las fuerzas de Fafhrd. Afreyt temía que si no ocurría así, seguirían avanzando hasta adentrarse en el helado océano occidental, sin detenerse jamás, como las hordas de ratones árticos en su período crítico. Pero Groniger no había puesto ninguna objeción a que ella se adelantara para explorar ni había mostrado preocupación por su seguridad. ¿Dónde estaban la inteligencia y la prudencia de las que hasta poco antes había hecho gala aquel hombre?

Afreyt tenía habilidad para orientarse en los bosques, y ahora atisbo a Skor, que miraba hacia Puerto Frío desde el bosquecillo de cedros atrofiados, desde donde Fafhrd lanzara el día anterior su breve lluvia de flechas. Llamó a Skor por su nombre, y éste se volvió velozmente, al tiempo que colocaba una flecha en su arco. Entonces, al ver el familiar color azul del atuendo de la joven, se levantó.

—Dama Afreyt, ¿qué hacéis aquí? —dijo con voz ronca—. Parecéis cansada.

También él tenía aspecto de fatiga, los ojos hundidos, las mejillas y la frente manchadas de hollín por encima de la rala barba bermeja.

Ella le puso al corriente de los refuerzos isleños que se aproximaban.

Mientras la joven le hablaba, Skor parecía superar su fatiga.

—Son buenas noticias —dijo cuando ella terminó—. Ayer, antes de que se pusiera el sol, nuestro grupo se unió a los defensores de Puerto Frío y acorralamos a la avanzada mingola en la playa... ¡Fue un magnífico engaño! Creo que la mera visión de las fuerzas que describís, estratégicamente desplegadas, les hará correr a sus naves y zarpar a todo trapo... y sin que tengamos que mover un solo dedo.

—Perdonad,
alférez
—replicó ella; tanto optimismo mitigaba su propio cansancio—, pero tenía entendido que los guerreros como vos y vuestros compañeros de armas sois feroces, que atacáis al enemigo a la primera oportunidad, aullando como lobos y con un desprecio absoluto del peligro. ¿Me equivoco?

—A decir verdad, así lo creía también yo —dijo Skor, frotándose la nariz rota con el dorso de la mano—, pero el capitán me ha hecho cambiar de idea. ¡Menudo es él para tretas y engaños! Hace que el enemigo imagine cosas, de modo que su misma mente vaya contra ellos, nunca pelea cuando existe una manera más fácil de actuar..., y así nos ha transmitido parte de su prudencia.

—¿Por qué lleváis la espada de Fafhrd? —le preguntó Afreyt, al ver súbitamente el arma.

—Ayer por la mañana se fue a Luz Infernal, en pos de la niña, dejándome al mando de los hombres —respondió el guerrero sin vacilar, aunque un frunce de preocupación apareció entre sus cejas.

Entonces le contó a Afreyt en pocas palabras el rapto de Mará.

—Me extraña que sólo por ese motivo os haya dejado tanto tiempo solos —comentó Afreyt, con una nota de inquietud.

—Lo cierto es que ayer por la mañana me hice esa misma pregunta —admitió Skor—, pero a medida que se presentaban los acontecimientos, me preguntaba qué haría el capitán en cada caso, actuaba en consecuencia y todo iba bien..., por lo menos así ha sido hasta ahora.

Cruzó el dedo corazón sobre el índice.

Se oyó un leve ruido de pisadas y los susurros de un áspero cántico, y al volverse vieron el frente de la columna procedente de Puerto Salado, que avanzaba cuesta abajo.

—Bueno, parecen bastante temibles —dijo Skor al cabo de un rato—, y también extraños —añadió cuando aparecieron la litera y la horca.

Las niñas, con sus mantos rojos, flanqueaban la primera.

—Lo son, en efecto —dijo Afreyt.

—¿Cuál es su armamento? —preguntó Skor—. Quiero decir aparte de las picas, lanzas y cosas por el estilo.

Ella replicó que, por lo que sabía, ésas eran sus únicas armas.

—Entonces no están en condiciones de enfrentarse con los mingoles. No si han de recorrer cualquier distancia, por pequeña que sea, para atacar. Sin embargo, si hacemos que les vean en las condiciones adecuadas y situamos unos cuantos arqueros entre ellos...

—Creo que lo difícil será impedir que ataquen —afirmó Afreyt—. O, en todo caso, detener su marcha.

—Vaya, conque ésas tenemos —dijo Skor, enarcando una ceja.

—¡Prima Afreyt! ¡Prima Afreyt! —gritaron con sus voces agudas Mayo y Brisa, mientras les saludaban agitando los brazos. Pero entonces señalaron hacia arriba, exclamando—: ¡Mira! ¡Mira!

Y un instante después corrían cuesta abajo, a lo largo de la columna, sin dejar de gritar y señalar el cielo.

Afreyt y Skor alzaron la vista y allá arriba, a cien varas de altura por lo menos, divisaron las figuras de un hombre y una muchacha (Mará, a juzgar por su manto rojo), tendidos de bruces y aferrados el .uno al otro, y ambos a algo invisible que se precipitaba rápidamente hacia Puerto Frío. Trazaron una gran curva, descendiendo sin cesar, y se dirigieron al lugar donde estaban Afreyt y Skor. Ella vio que, en efecto, se trataba de Fafhrd y Mará, y comprendió que cuando las invisibles princesas de la montaña la habían rescatado, junto con Cif, de la ventisca provocada por Khahkht, debían de tener el mismo aspecto. Cogió a Skor del brazo y se apresuró a decir con voz entrecortada:

—No les ocurrirá nada. Les sostiene un pez aéreo que es como una gruesa alfombra voladora viva, pero invisible. Lo guía una mujer también invisible.

—Es posible —replicó él, en tono sombrío.

Entonces les golpeó una fuerte ventolera: Fafhrd y Mará pasaron velozmente en vuelo rasante y todavía tendidos. Afreyt se agachó y vio que sonreían excitados, o por lo menos el norteño
parecía
sonreír. Se posaron a medio camino entre ella y Groniger, a la
cabeza
de la columna, que se había detenido para mirarles boquiabiertos, a unos dos palmos por encima de los brezos, los cuales se veían aplastados formando un gran parche oval, como si Fafhrd y Mará estuvieran tendidos sobre un colchón invisible, lo bastante ancho y grueso para la cama de un rey.

Los viajeros aéreos se pusieron en pie y saltaron tras dar uno o dos pasos vacilantes. Skor y Afreyt se les acercaron por un lado y Mayo y Brisa por el otro, mientras que los isleños seguían mirándoles estupefactos.

Mará gritó a las otras niñas:

—¡Me raptó un demonio repugnante, pero Fafhrd me ha rescatado! ¡Le cortó una mano!

El norteño abrazó a Afreyt, y ésta se dio cuenta de que ella le había invitado a hacerlo.

—Gracias a Kos que estás aquí, Afreyt —le dijo—. ¿Qué llevas alrededor del cuello? —Sin soltar a la joven, se dirigió a Skor—: ¿Cómo están los hombres? ¿Cuál es tu posición?

Entretanto, los isleños habían reanudado la marcha, lenta y casi dolorosamente, como durmientes que contemplaran otra cosa maravillosa salida de una pesadilla que les ha atrapado.

Todos los demás callaron de súbito, y Fafhrd se separó de Afreyt mientras una voz, que ésta oyera por última vez en una cueva de Fuego Oscuro, hablaba con el timbre de una trompeta de plata:

—Adiós, muchacha. Adiós, bárbaro. La próxima vez piensa en las cortesías debidas entre los órdenes y en tus limitaciones. He satisfecho mi deuda. Ahora ha empezado la tuya.

Entonces se levantó un viento en el lugar donde Fafhrd y Mará habían aterrizado (sin duda debajo del colchón invisible), que inclinó los brezos y agitó los mantos rojos de las niñas (Afreyt percibió una
vaharada
de olor animal, pero no era de pescado ni ave ni cuadrúpedo), y fue como si algo grande y vivo hubiera remontado el vuelo alejándose velozmente, mientras una risa argentina se iba perdiendo.

Fafhrd alzó la mano en un gesto de despedida, y su brusco ademán al bajarla pareció indicar: «¡Digamos adiós a todo eso!».

Su expresión, inquieta mientras Hirriwi hablaba, se volvió decidida y sonriente al ver la columna de isleños que avanzaba lentamente hacia ellos.

—¡Señor Groniger! —exclamó.

—¿Sí, capitán Fafhrd? —respondió el viejo con voz áspera, como si despertara de un sueño.

—¡Ordenad a vuestros hombres que se detengan!

Fafhrd se volvió hacia Skor, el cual contó a su jefe de una manera algo más detallada lo que le había referido antes a Afreyt, mientras la columna aminoraba el paso hasta detenerse desordenadamente alrededor de Groniger.

Afreyt se había arrodillado junto a Mará, asegurándose de que la niña no presentara ninguna lesión externa, y escuchaba divertida el relato orgulloso pero modesto que hacía a sus compañeras de su rapto y rescate.

—Hizo un espantapájaros con mi manto y la calavera de la última niña que devoró viva, y no dejaba de tocarme, como hace Odín, pero Fafhrd le cortó la mano y esta mañana la princesa Hirriwi recuperó mi manto. Viajar por el cielo ha sido muy bonito. No me he mareado ni una sola vez.

—Odín y yo hemos inventado un himno de marcha —le dijo Brisa—. Su tema es la muerte de los mingoles. Todo el mundo lo canta.

—Yo he hecho nudos corredizos con flores —intervino Mayo—. Son un símbolo de honor de Odín. Todos los llevamos. He hecho uno para ti y otro grande para Fafhrd. Oye, tengo que darle a Fafhrd el suyo. Ya es hora de que se lo ponga, porque el combate está próximo.

Fafhrd escuchó pacientemente, pues quería saber qué era aquel feo objeto alrededor del cuello de Afreyt, pero cuando Mará le pidió que inclinara la
cabeza
y él alzó los ojos para echar un vistazo a la litera con las cortinas corridas, y reconoció un poco más allá el patíbulo arrancado de su emplazamiento, sintió un escalofrío de repulsión y dijo airado:

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