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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y magia helada (11 page)

BOOK: Espadas y magia helada
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El viejo musitó en mingol, con voz aguda:

—Las muy zorras se han ido. Khahkht se encarga de que cada mosca muera y envía su aliento letal a donde quiere. Atacad, mingoles, que el mundo está desprevenido. Las putas andan a tropezones y los héroes se tambalean. Y ahora es el momento de empezar a construir la monstreme helada.

Abrió una trampilla circular en las regiones meridionales y descendió por una delgada cuerda.

Cuando faltaban tres días para que se cumplieran tres meses desde que el Ratonero Gris y Fafhrd se separaran, el primero estaba profundamente disgustado, fatigado en extremo y torturado por el frío. Tenía los pies helados dentro de sus finas botas forradas de piel, que subían y bajaban lentamente a medida que el oleaje hacía cabecear la embarcación. Se hallaba junto al corto palo mayor, de cuya larga verga (más larga que la botavara) colgaba en helados festones la vela mayor, aferrada flojamente.

Más allá de la baja proa apenas discernida, de la popa y el extremo de la verga mayor, impedía por completo la visión una niebla formada por diminutos cristales de hielo, como cirros que hubieran descendido desde las alturas de Stardock, a través de la cual se filtraba la luz perlina de la luna invisible, casi del todo llena. Contrariamente a lo que hubiera cabido esperar, la falta de viento y la inmovilidad general parecían intensificar el frío. Sin embargo, el silencio no era absoluto. Se oía el golpeteo del agua, y tal vez incluso el crepitar de la finísima película de hielo, cuando el casco cedía al oleaje, así como los pequeños crujidos de las tablas y el aparejo del
Pecio,
y por debajo o más allá de esos sonidos, otros, más tenues todavía, acechaban en los bordes de lo inaudible. Una parte de la mente del Ratonero, que funcionaba sin que le prestara atención, se esforzaba incesantemente en percibir esos últimos. No le gustaba nada la idea de que le sorprendiera una flotilla mingola, o incluso un solo barco. El
Pecio
era un transporte, no un barco de guerra, se recordaba repetidamente. Esos últimos sonidos, reales o imaginarios, que procedían de la gélida niebla eran muy extraños: desmoronamientos de masas de hielo a leguas de distancia, los golpes y el chapoteo de potentes remos incluso más allá, lejanos y lastimeros gritos y, todavía más remotos, ásperos gruñidos amenazadores y una risa de bellacos allende el borde de Nehwon. Pensó en los invisibles seres volantes que turbaban la atmósfera nevada de Stardock cuando él y Fafhrd escalaron ese pico, el más alto de Nehwon.

El frío rompió los eslabones de su cadena mental. El Ratonero ansiaba patalear, agitar los brazos o, mejor todavía, calentarse con un gran estallido de cólera, pero se retenía perversamente, pensando que al final su alivio sería mayor, y se puso a analizar su fatiga y su disgusto.

En primer lugar, había tenido que encontrar, convencer y dominar a doce ladrones luchadores, casta muy escasa, para empezar. ¡Y adiestrarlos! A la mitad de ellos hubo de enseñarles el arte del tiro con honda, y a dos (¡válgale Mog!) el de la esgrima. También se vio obligado a elegir a los dos más aptos como cabos, Pshawri y Mikkidu, ¡los cuales ahora dormían cómodamente abajo, cada uno con su pelotón, malditos fueran sus pellejos!

Al mismo tiempo, había emprendido la búsqueda del viejo Ourph y reunido a su tripulación, formada por cuatro mingoles, lo cual constituía un riesgo calculado. ¿Lucharían fieramente los marineros mingoles contra los de su misma raza? Los mingoles tenían fama de traidores. No obstante, siempre era conveniente tener de tu parte a algunos enemigos, pues así se les podía entender mejor, y gracias a ellos incluso podría llegar a un mayor conocimiento de las razones subyacentes en las actuales incursiones navales de los mingoles.

Todo esto había ido acompañado de la selección, contrato, reparación y aprovisionamiento del
Pecio
para su travesía.

¡Y eso sin contar los estudios necesarios!, estudios que comenzaron con el examen minucioso de las antiguas cartas de navegación robadas de la biblioteca del Gremio de Pilotos y Navegantes, y el repaso a conciencia de sus conocimientos sobre los vientos, las olas y los cuerpos celestes. ¡Y la responsabilidad!, pues contaba con no menos de diecisiete hombres, sin Fafhrd para ayudarle y sustituirle mientras dormía..., a los cuales tenía que poner en forma, vigilarles para que no contrajeran el escorbuto, sondear el agua con el bichero cuando alguno caía por la borda (así estuvo a punto de perder el primer día el patizambo Mikkidu), mantenerlos con la moral alta así como en sus puestos, disciplinarlos en la medida requerida. (Pensándolo bien, eso era en ocasiones un placer tanto como un deber. ¡Cómo gritaba Pshawri cuando le azotaba astutamente con la vaina de
Garra de Gato.
¡Y pronto volvería a hacerlo, por Mog!) Finalmente consideró la peligrosa travesía, de casi un mes de duración, al noroeste de Lankhmar a través del Mar Interior y, por una brecha traicionera en el Muro del Telón, donde cierta vez Fafhrd buscó reinas marinas con lentejuelas, pasando al Mar Exterior. Siguió un rápido avance hacia el norte con el viento de popa, hasta que avistaron las negras murallas de No—Ombrulsk, a la misma latitud que la hundida Simorgya. Allí dirigió el
Pecio
al oeste, alejándose de cualquier tierra y casi penetrando en los dominios del viento occidental, que soplaba un poco a estribor. Tras cuatro días de fatigosa navegación llegaron a la agitada extensión oceánica donde se había hundido Simorgya, como señalaban los cálculos independientes del Ratonero y Ourph, uno trabajando con las cartas robadas y el otro contando los nudos de unos mugrientos cordones de cálculo mingoles. Siguió una rápida y larga bordada de dos días, de nuevo hacia el norte, mientras el aire y el mar se enfriaban rápidamente hasta que, según su cómputo, les faltaba media travesía para llegar a la latitud de las Garras. Llevaban dos días barloventeando en un lugar, en espera de Fafhrd, soportando un frío cada vez más intenso hasta que, por fin, a medianoche, los cielos claros habían dado paso a la niebla helada que envolvía al
Pecio
inmóvil; dos días en los que el Ratonero no dejó de preguntarse si Fafhrd lograría encontrar aquel punto, o incluso si se habría puesto en camino; dos días durante los cuales le hastiaron y enfurecieron la tripulación, asustada y rebelde, y la docena de ladrones soldados, todo ellos roncando y bien calientes abajo, ¡que Mog los azotara!; dos días para preguntarse por qué, en nombre de Mog, había gastado todos sus doblones menos cuatro en la absurda travesía hacia la Isla de la Escarcha, dinero invertido en trabajo para él mismo, en vez de gastarlo en vino y mujeres, libros antiguos y objetos de arte, en una palabra, en pan dulce y circo para él solo.

Llegó por fin el momento en que la sospecha desembocó en la convicción de que Fafhrd no había partido de Lankhmar, de que al salir de La Anguila de Plata, con unos propósitos tan nobles y serios, su bolsa de oro en la mano..., inmediatamente había empezado a gastarlo en esos mismos placeres que el Ratonero, inspirado por el aparente buen ejemplo de Fafhrd, se había negado.

Exasperado y enfurecido, el Ratonero cogió el mazo almohadillado colgado del palo mayor y asestó al gong un golpe lo bastante fuerte para hacer añicos el gélido bronce. De hecho, le sorprendió un tanto que la helada cubierta del
Pecio
no recibiera una lluvia de agudas esquirlas de metal pardo. Entonces golpeó el gong otra vez, y otra, y otra más, de modo que el disco metálico se movió como un letrero bajo un huracán, mientras nuestro héroe daba un salto tras otro y añadía a la alarma general los resonantes golpes de sus pies contra las tablas, calentándolos de paso.

Abrieron desde abajo la escotilla de proa y Pshawri asomó como un muñeco de resorte. Corrió hacia el Ratonero y se cuadró ante él, el temor reflejado en sus ojos inquietos. De inmediato siguieron al cabo primero Mikkidu y el resto de los dos pelotones, casi todos los hombres semidesnudos. Tras ellos, y con mucha más calma, salieron Gavs y los demás tripulantes mingoles que no estaban de guardia, atándose la negra capucha bajo el mentón amarillento, mientras Ourph, como una sombra, se colocaba detrás de su capitán. Los otros dos mingoles se mantuvieron como debían en sus puestos, junto al timón y en la proa. El Ratonero se llevó una gran sorpresa. ¡De modo que sus azotes con la vaina habían surtido realmente efecto!

Sopesando el mazo del gong en la palma de su mano derecha, el Ratonero se dirigió a ellos.

—Bien, mis pequeños rateros —(todos los ladrones parecían por lo menos un dedo más bajos que el Ratonero)—, parece que os habéis librado de unos azotes, por los pelos.

Sonrió malignamente mientras examinaba a los hombres medio desnudos expuestos al aire glacial.

—Pero ahora tenemos que manteneros calientes... Os haré conocer una necesidad marinera en este clima, de la que cada uno será responsable so pena de recibir unos azotes. —Su sonrisa se hizo todavía más malévola—. Para evitar que nos aborden por la noche, ¡coged los remos de espadilla!

Los doce hombres semidesnudos corrieron para coger los remos largos y delgados de su anaquel entre el palo mayor y el de mesana, pusieron los guiones en las diez trabas y permanecieron en pie de cara a la proa, preparados, los pies separados para mantener el equilibrio, los mangos de los remos contra el pecho, las palas suspendidas en la niebla. El pelotón de Pshawri estaba situado a estribor y el de Mikkidu a babor, mientras los cabos y los cabos primeros examinaban la popa y la proa.

Tras una rápida mirada a Pshawri, para asegurarse de que cada hombre estaba en su sitio, el Ratonero les gritó:

—¡Tripulantes del
Pecio.
A la una, a las dos, a las tres..., ¡remad! Descargó el mazo contra el gong, cuyas vibraciones amortiguó cogiéndolo por el borde. Los diez remeros sumergieron las palas en las aguas invisibles y empujaron fuertemente contra los escalamos.

—¡Recuperad! —gruñó el Ratonero, y golpeó de nuevo el gong. La nave empezó a moverse hacia adelante y las aguas rompieron tenuemente contra el casco.

—¡Y ahora seguid así, bufonescos y mal vestidos rateros! —gritó—. ¡Maestre Mikkidu! ¡Relévame al gong! ¡Señor Pshawri, cuida de que remen acompasadamente! —Y mientras entregaba el mazo al resollante cabo, se volvió hacia el rostro críptico y arrugado de Ourph y le susurró—: ¡Envía a Trenchi y Gib abajo para que traigan a cubierta sus calientes andrajos!

Entonces se permitió exhalar un suspiro, complacido en general, aunque perversamente insatisfecho porque Pshawari no le había dado ninguna excusa para azotarle. Pero uno no podía tenerlo todo. No dejaba de ser curioso que un allanador de moradas de Lankhmar y agitador del Gremio de Ladrones se hubiera convertido en un prometedor marino militar. Pero, bien mirado, era bastante natural, pues no había tanta diferencia entre trepar por una fachada y enjarciar un buque.

Ahora que había entrado en calor, pensó con más afecto en Fafhrd. Ciertamente, el norteño aún no había faltado a la cita, y era más bien el
Pecio
el que se había adelantado. Ahora era el momento convenido. Se le ensombreció el rostro mientras se permitía el pensamiento, fríamente realista (uno de esos pensamientos que no gustan a nadie), de que sería un verdadero milagro que él y Fafhrd llegaran a encontrarse en aquel desierto acuático, por no mencionar la niebla helada. Sin embargo, Fafhrd era un hombre de recursos.

El silencio reinaba de nuevo en la nave, tan sólo quebrado por el roce y el goteo de los remos, el sonido del gong y el breve movimiento de los remeros de Pshawri, que se apresuraron a ponerse las ropas traídas por los mingoles. El Ratonero dirigió su atención a la parte de su mente que permanecía alerta a los sonidos más ocultos en la niebla. Casi en seguida se volvió inquisitivamente hacia el viejo Ourph. El mingol, pequeño como un enano, agitó los brazos lentamente arriba y abajo. El Ratonero aguzó el oído y asintió. Entonces, el batir de unas alas que se aproximaban se hizo audible. Algo chocó con la parte superior del aparejo y una forma blanca cayó sobre la cubierta. El Ratonero extendió el brazo derecho para protegerse y notó que una cosa en frenético movimiento le aferraba con fuerza la muñeca y el antebrazo. Tras un instante de pánico, durante el que estuvo a punto de desenvainar su daga con la mano izquierda, la extendió y tocó las córneas garras, prietas como grilletes alrededor de la muñeca, y descubrió enrollado alrededor de una pata escamosa un pequeño pergamino, cuyos cordones cortó con la afilada uña del dedo pulgar. Entonces, el gran halcón blanco abandonó su muñeca y se posó en la corta vara redonda de la que pendía el gong del barco.

A la llama de una gruesa vela que trajo un tripulante mingol tras haberla encendido en el brasero, el Ratonero leyó un mensaje muy breve escrito con la enorme caligrafía de Fafhrd:

¡Hola, mi pequeño amigo! Pues es improbable que en este yermo ondulante haya otro barco. Enciende una llama roja e iré hacia ahí.

F.

A continuación, con unas letras más negras pero más descuidadas, lo cual sugería la anotación precipitada de una ocurrencia posterior, decía:

Finjamos un ataque mutuo cuando nos encontremos, para adiestrar a nuestras tripulaciones. ¿De acuerdo?

La llama blanca, que ardía firme y brillante en el aire inmóvil, reveló la sonrisa complacida del Ratonero, así como la expresión añadida de indignación e incredulidad al leer la posdata. La raza de los norteños estaba obsesionada por el combate, y Fafhrd era su mejor representante.

—Gib, tráeme una pluma y tinta de calamar —ordenó—. Señor Pshawri, lleva un fuego lento y una llama roja a lo alto del palo mayor para que arda allí. ¡Presto! ¡Pero si incendias el
Pecio,
te clavaré en la cubierta en llamas!

Unos momentos después, mientras el pequeño ratero enrolado por el Ratonero trepaba al aparejo, aunque previamente alzado con un bichero, su capitán dio la vuelta al pequeño pergamino, lo alisó contra el mástil y escribió con pulcritud en el dorso, a la luz de la vela, que Gib sostenía junto con el cuerno de la tinta:

¡Bienvenido, mi loco amigo! Encenderé una llama cada media hora de guardia. No estoy de acuerdo, porque mi tripulación ya está adiestrada.

R.

Agitó el papel para que se secara la tinta y luego lo enrolló alrededor de la pata del halcón, por encima de las garras, y le hizo un buen nudo. Apenas había terminado, cuando el ave graznó, batió las alas y se perdió entre la niebla sin necesidad de recibir ninguna orden. Por lo menos Fafhrd tenía bien adiestrados a sus mensajeros alados.

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