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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y magia helada (23 page)

BOOK: Espadas y magia helada
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—Skullick, aquí hay acción para ti. Coge a tu mejor arquero, aceite y un brasero. Corred como el rayo hasta el punto del glaciar más cercano a sus barcos atracados y disparadles flechas, o intentadlo por lo menos. ¡Rápido!

»Mara, síguelos hasta el montículo, y cuando veas el humo de los barcos, pero no antes, baja corriendo y únete a tus amigos si el camino está libre. ¡Ten cuidado! Afreyt me degollará si te ocurre algo. Diles la verdad sobre nuestro número, diles que resistan y finjan una salida de ataque si ven una buena ocasión.

«¡Mannimark! Quédate aquí de guardia con un hombre de tu pelotón. Adviértenos de los avances mingoles. Skor y los demás, seguidme. Descenderemos por su retaguardia y fingiremos brevemente que somos un ejército en su persecución. ¡Vamos!

Y partió a la carrera con ocho guerreros siguiéndole pesadamente, sus aljabas llenas de flechas golpeando contra sus costados. Fafhrd llegó en seguida al bosquecillo de cedros atrofiados a cuyo cubierto planeaba efectuar su demostración. Mientras corría imaginó que lo hacía con Skullick y su compañero, y con Mará, procurando precisar el tiempo con la máxima exactitud.

Llegó a los cedros y vio que Mannimark le indicaba por señas que el asalto de los mingoles había comenzado.

—Ahora aullad como lobos —ordenó a sus hombres, que apenas podían respirar—, y hacedlo en serio, que cada uno de vosotros grite por dos. Entonces les lanzaremos flechas, lo más lejos y rápido que podáis. Y cuando os lo ordene, regresad al glaciar tan raudos como habéis bajado.

Cuando hubieron hecho todo esto, sin detenerse a ver los resultados pues no había tiempo para ello, y Fafhrd se reunió con Mannimark, seguido de su grupo jadeante, vio con alegría que una delgada columna de humo negro ascendía de la galera más cercana a los glaciares. Los mingoles empezaron a correr en esa dirección desde las vertientes del montículo sitiado, abandonando su asalto. A medio camino, Fafhrd vio la figura de Mará que bajaba corriendo por el glaciar hacia Puerto Frío, su manto rojo ondeando tras ella. Una mujer con una lanza había aparecido en el muro de tierra más cercano a la niña y agitaba el brazo armado, animándola. Entonces, de improviso, Mará pareció dar una
zancada
prodigiosamente larga, parte de su cuerpo quedó a oscuras, como si hubiera una mancha en la visión de Fafhrd, y entonces pareció..., ¡no, lo hizo realmente!, se alzó en el aire, ascendió más y más, como si la hubiera arrebatado un águila invisible u otro depredador volante. Fafhrd mantuvo la vista en el manto rojo, que de repente se hizo más brillante, cuando el invisible objeto volante pasó de las sombras a la luz del sol con su cautiva. Oyó una exclamación de simpatía y maravilla a su lado, miró de soslayo y supo que también Skor había visto el prodigio.

—No la pierdas de vista —susurró—. Fíjate continuamente en el manto rojo, observa adonde va a través del aire.

Los dos hombres miraron hacia arriba, luego al oeste y por último al este, hacia la oscura montaña. De vez en cuando Fafhrd bajaba la vista para asegurarse de que ningún acontecimiento adverso requería que fijara su atención en los barcos y en Puerto Frío. Cada vez temía no poder localizar de nuevo el manto volante, pero en ningún caso tales temores se confirmaban. La tela roja se hizo más pequeña y casi la perdieron de vista cuando volvió a introducirse en las sombras. Finalmente, Skor se enderezó.

—¿Adonde ha ido? —le preguntó Fafhrd.

—A la entrada de la caverna, en el límite de la nieve. No sé qué magia ha llevado a la niña allí, pero la he perdido de vista.

Fafhrd asintió.

—Una magia muy especial —se apresuró a decir—. Creo que la ha arrebatado un ser volador invisible, relacionado con los espectros y antiguo enemigo mío, el príncipe Faroomfar, del elevado Stardock. Sólo yo, entre todos nosotros, sé cómo tratar con él.

Le pareció que veía a Skor por primera vez: un hombre una pulgada más alto que él y unos cinco años más joven, pero que ya empezaba a quedarse calvo y tenía una barba bermeja poco poblada. En alguna ocasión de su vida azarosa le habían roto la nariz. Semejaba un bellaco pensativo.

—Te recluté en el Yermo Frío, cerca de Illek—Ving —siguió diciendo Fafhrd—. En No—Ombrulsk te nombré mi lugarteniente principal, y me juraste con los demás que me obedecerías durante la travesía con el
Halcón Marino
y al regreso. —Miró fijamente al hombre—. Ha llegado el momento de ponerte a prueba, pues debes tomar el mando mientras yo busco a Mará. Sigue asediando a los mingoles pero evita un enfrentamiento total. Los habitantes de Puerto Frío son amigos, mas no. te reúnas con ellos en su poblado a menos que no quede ninguna otra alternativa. Recuerda que servimos a la dama Afreyt. ¿Has entendido?

Skor frunció el ceño, sosteniendo la mirada de Fafhrd, y finalmente asintió una vez.

—¡Muy bien! —dijo Fafhrd, no muy seguro de que así fuera, aunque sabía que estaba haciendo lo que debía.

El humo de la nave había disminuido: al parecer, los mingoles habían apagado el fuego. Skullick y su compañero llegaron corriendo con sus arcos, sonrientes.

—¡Mannimark! —gritó Fafhrd—. ¡Dame dos antorchas! ¡Skullick! El yesquero.

Se desabrochó el cinto, del que pendía su larga espada
Vara Gris,
quedándose con el hacha.

—Escuchadme. Debo ausentarme durante cierto tiempo. Entrego el mando a Skor, y he aquí el símbolo del mismo. —Ciñó
Vara Gris
al costado de aquel guerrero—. Obedecedle fielmente y actuad como hasta ahora, de modo que no tenga ningún motivo para rechazaros cuando regrese.

Y sin decir más, se puso en marcha a través del glaciar hacia el monte Luz Infernal.

El Ratonero se obligó a levantarse en cuanto despertó y a darse un baño frío antes del frugal desayuno. Si alguien pensó que tal estado de ánimo era habitual en él, se equivocaba. En seguida ordenó que toda su tripulación se pusiera a trabajar, mingoles y ladrones por igual, completando las reparaciones del
Pecio,
y les advirtió que la nave debía estar lista para zarpar al día siguiente por la mañana, en consonancia con la profecía que había hecho Loki sobre la llegada de los mingoles al cabo de tres días. Le proporcionó un placer considerable observar que varios de ellos parecían sufrir resacas peores que la suya.

—¡Hazles trabajar duro, Pshawri! —ordenó—. ¡Ninguna compasión con los perezosos y los remolones!

Llegó el momento de reunirse con Cif para despedir la expedición terrestre de Afreyt y Groniger. Los isleños le parecieron ofensivamente ruidosos y enérgicos, y la manera en que Groniger iba de un lado a otro, dándoles órdenes, le produjo aprensión.

Vestidas con sus prendas bermejas y azules, Cif y Afreyt también sonreían, y les brillaban los ojos, pero eso no causó a nuestro héroe ninguna aprensión. Junto con Cif, acompañó durante un trecho a los expedicionarios. Observó divertido que Afreyt había ordenado que cuatro hombres de Groniger transportaran una litera cubierta con cortinillas, aunque ella todavía no la ocupaba. Así pues, hacía pagar a aquel hombre por su acusación falsa (o por lo menos carente de tacto), y cruzaría las Tierras de la Muerte con lujosa comodidad. Eso estaba más en consonancia con el estilo del Ratonero.

El héroe experimentaba una sensación extraña, como si fuera un espectador, más que un participante en grandes acontecimientos. El incidente del discurso estimulante que pronunciara la noche anterior (o más bien las palabras que el dios Loki había expresado a través de sus labios mientras estaba inconsciente), y del que no recordaba una sola palabra, todavía le irritaba, pues se sentía como el criado sin importancia o el chico de los recados a quien nunca permiten conocer el contenido de los mensajes sellados que debe entregar.

En su papel de observador y crítico, le asombró lo grotesco que era él armamento de los exaltados isleños. Estaban las picas, por supuesto, y las pesadas lanzas de una sola hoja, pero también delgados arpones, grandes horquillas, picas ganchudas y estriadas de aspecto maligno, largos mayales con curiosos brazos cortos y pesados, y bolas colgadas de sus extremos. Dos hombres llevaban incluso palas de hoja larga, estrecha y al parecer afilada. Le expresó su asombro a Cif, y ésta le preguntó cómo armaba él a su banda de ladrones. Afreyt se había adelantado un poco. Estaba cerca de la Colina del Patíbulo.

—Con hondas, por supuesto —respondió el Ratonero—. Son tan efectivas como los arcos y mucho más cómodas de transportar. Como ésta. —Y le enseñó la honda de cuero que colgaba de su cinto—. ¿Ves ese viejo patíbulo? Fíjate ahora.

Seleccionó una bola de plomo de su bolsa, la centró en la banda, apuntó rápida pero cuidadosamente, la hizo girar dos veces alrededor de su cabeza y soltó el proyectil. El ruido que produjo al chocar con la madera fue inesperadamente intenso y resonante. Algunos isleños aplaudieron.

Afreyt regresó corriendo a su lado para decirle que no volviera a nacerlo, pues el dios Odín podría ofenderse. El Ratonero se dijo agriamente que aquella mañana no hacía nada a derechas.

Pero el incidente le había dado una idea.

—Oye —le dijo a Cif—. Tal vez anoche demostré el manejo de la honda mientras hablaba, cuando hice girar el cubo de oro atado a la cuerda. ¿Lo recuerdas? A veces me embriago con mis propias palabras y no recuerdo muy bien.

Ella meneó la cabeza.

—Quizá lo hiciste, o quizá representabas el Gran Torbellino que se tragará a los mingoles solares. ¡Ah, qué discurso tan maravilloso!

Entretanto, habían llegado a la Colina del Patíbulo, y Afreyt hizo una señal a fin de que se detuvieran. El Ratonero se acercó con Cif para ver a qué obedecía la detención y para despedirse, pues no tenía intención de seguir más adelante.

Le sorprendió descubrir que Afreyt había encargado a los dos hombres provistos de palas que cavaran el terreno donde se alzaba el patíbulo y que lo arrancaran entero, y también había ordenado a los porteadores que dejasen la litera ante el bosque— ¡ cilio de aulagas, en el lado norte de la colina, y descorriesen las cortinas. Mientras observaba todo esto, perplejo, vio que las niñas Mayo y Brisa salían del bosquecillo, caminando lentamente, y por sus gestos parecía que ayudasen a alguien, aunque no había nadie.

Con excepción de los hombres que intentaban arrancar el] patíbulo, todos los demás guardaban silencio y observaban atentamente.

Bajando mucho la voz, Cif dijo al Ratonero los nombres de las muchachas y le explicó lo que sucedía.

—¿Quieres decir que están ayudando al dios Odín y que pueden verle? —replicó en un susurro—. Ahora recuerdo que Afreyt mencionó que lo llevaría consigo, pero... ¿Ves algo de él?

—Con esta luz solar tan intensa no le veo muy claramente —admitió ella—, pero en el crepúsculo le he visto. Afreyt dice que Fafhrd vio a Odín con toda nitidez al oscurecer, poco antes de que anocheciera. Solamente Afreyt y las niñas tienen el don de verle con claridad.

La extraña y lenta pantomima terminó pronto. Afreyt cortó unas ramas espinosas de aulaga y las introdujo en la litera («para que el dios se sienta como en casa», explicó Cif al Ratonero).

Empezó a correr las cortinas, pero Brisa anunció con su chillona voz infantil.

—Quiere que yo esté ahí dentro con él.

Afreyt asintió, la chiquilla subió a la litera con gesto de resignación, corrieron por fin las cortinas, y el silencio generalizado se rompió.

El Ratonero pensó en la idiotez que acababa de ver. «Los humanos, bípedos fantasiosos, nos creemos cualquier cosa.» Y, no obstante, se le ocurrió que él no era el más indicado para hacer tales críticas, puesto que había oído a un dios hablarle desde el interior de las llamas y ese mismo dios se había apoderado brevemente de su cuerpo. Desde luego, los dioses eran unas criaturas desconsideradas.

Se oyó un estrépito mezclado con gritos mientras la horca caía y su base se desprendía del suelo, esparciendo tierra a su alrededor. Media docena de fornidos isleños cargaron el patíbulo sobre sus hombros y se dispusieron a transportarlo, marchando en fila india tras la litera.

—Bueno, supongo que podrían usarlo como ariete —musitó el Ratonero.

Cif le reconvino con la mirada.

Se despidieron por fin. Afreyt le dio un último mensaje para Fafhrd e intercambiaron mutuas afirmaciones de valor hasta la victoria y muerte al invasor. Entonces la expedición emprendió la marcha a grandes pasos, rítmicamente. El Ratonero y Cif les vieron alejarse hacia las Tierras de la Muerte y tuvieron la impresión de que canturreaban «los mingoles deben encontrar la muerte» y todo lo demás, marchando al ritmo de esa tonada. Se preguntó si habría empezado a decir esas palabras en voz alta y, al oírlo, los demás habían proseguido. Meneó la cabeza.

Cif y el Ratonero regresaron solos. El día era brillante, agradablemente fresco, la brisa agitaba los brezos, y las flores silvestres oscilaban sobre sus delicados tallos. Nuestro héroe empezó a sentirse estimulado. En lugar de los acostumbrados pantalones, Cif llevaba un vestido corto de color bermejo, suelta la cabellera oscura con destellos dorados, y sus movimientos eran naturales e impulsivos. Aún se mostraba reservada, pero no con la reserva propia de la consejera, y el Ratonero recordó lo agradable que había sido el beso de la noche anterior, antes de que llegara a la conclusión de que no significaba nada. Dos gruesos ratones árticos aparecieron ante ellos y se irguieron sobre sus patas traseras, inspeccionándolos, antes de esconderse tras un arbusto. Al detenerse para no pisarlos, Cif tropezó y el Ratonero la sujetó y, un instante después, la atrajo hacia sí. Ella cedió un momento antes de retirarse, sonriéndole, pero alterada.

—Me atraes, Ratonero Gris —le confesó—, pero te he dicho cuánto te pareces al dios Loki, y anoche, cuando dominaste la isla con tu gran oratoria, ese parecido era todavía más marcado. También te he hablado de mi renuencia a llevar el hogar del dios conmigo, lo cual me obligaría a contratar a Hilsa y Rill, dos demonios familiares, para que cuidaran de él. Ahora, sin duda a causa del parecido, noto una vacilación similar con respecto a ti, por lo que quizá sea mejor que nos abstengamos de familiaridades, que sigas siendo el capitán y yo la consejera hasta que hayamos concluido la defensa de la isla y pueda distinguirte del dios.

El Ratonero aspiró hondo y dijo lentamente que sin duda: eso sería lo mejor, mientras pensaba que, con toda seguridad, los dioses constituyen un obstáculo en la vida privada. Sintió la tentación de preguntarle si esperaba que se dirigiera a Hilsa y í Rill (demonios o no) para que le consolaran, pero dudó que ella estuviese dispuesta a concederle las libertades de un dios hasta ese extremo, suponiendo que él lo deseara, por muy grande que fuese la semejanza entre ellos.

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