Elminster en Myth Drannor (15 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Ésta giró sobre sí misma una y otra vez, centelleante, directa hacia la desgreñada cabeza del humano, mientras éste empezaba a incorporarse aferrándose a la pierna del elfo situado a su lado.

Naeryndam observó con tranquilidad cómo el arma se aproximaba, y en el momento preciso hizo descender su propia espada para desviar el veloz acero hacia una esquina de la habitación.

—No escucháis demasiado, ¿verdad? —inquirió con queda tristeza, en tanto que el que había arrojado el arma se encogía asustado ante él—. ¿Cuándo empezará esta Casa a utilizar su buen juicio?

—Mi buen juicio me dice que los Alastrarra quedarán para siempre mancillados y serán despreciados por todos los cormanthianos desde un extremo a otro de nuestro bello reino, como la Casa que dio cobijo a un humano —replicó lady Namyriitha en tono amargo, alzando las manos en actitud teatral.

—Sí —coincidió Melarue levantándose del suelo, con el dolor provocado por su combate contra la barrera pintado aún en el rostro—. ¡Tú sí que has perdido el juicio, tío!

—¿Qué dices tú, Ornthalas? —preguntó el anciano, mirando detrás de ellas—. ¿Qué dicen nuestros antepasados?

El arrogante joven elfo parecía más apagado y serio de lo que ninguno de los presentes en la estancia recordaba haberlo visto jamás. Su entrecejo seguía fruncido por el dolor, y extrañas sombras revoloteaban aún en sus ojos, mientras recuerdos que no eran suyos se precipitaban tras ellas en un interminable y desconcertante flujo. Despacio, casi de mala gana, respondió:

—La prudencia nos indica que conduzcamos al humano ante el Ungido, para que no caiga mácula alguna sobre nosotros. —Paseó la mirada de un alastrarrano a otro—. Pues, si le tocamos un solo pelo de la cabeza, habremos perdido el honor. Este hombre ha hecho más por nosotros que ningún elfo vivo, excepto tú, noble Naeryndam.

—¡Ah! —exclamó él, satisfecho—. Muy bien. ¿Ves, Namyriitha, qué gran tesoro es el kiira? Ornthalas hace apenas unos instantes que lo lleva y ya ha aumentado su buen sentido.

Su hermana se irguió muy rígida, rezumando enojo, pero Ornthalas le sonrió pesaroso, y añadió:

—Me temo que no haces más que decir la pura verdad, tío. Abandonemos este lugar antes de que se inicie la batalla, y regresemos a nuestros cantos. Que las canciones giren sobre nuestros recuerdos de Iymbryl, mi hermano, hasta que amanezca o nos durmamos. Hermanas, ¿me acompañáis?

Extendió los brazos, y tras unos instantes de vacilación Melarue y Filaurel los tomaron, y los tres abandonaron la estancia juntos.

Mientras salían, Filaurel volvió la cabeza para mirar al humano, en el mismo instante en que el desconocido se incorporaba, y sacudió la cabeza. Nuevas lágrimas brillaban en sus ojos cuando le dijo:

—Te doy las gracias, señor humano.

—Elminster es mi nombre —respondió el hombre de la nariz aguileña, que ahora hablaba en élfico con un acusado acento extranjero—, príncipe de Athalantar. —Volvió entonces la cabeza para mirar a Naeryndam, y siguió—: Estoy en deuda con vos, venerado señor. Estoy dispuesto, si queréis conducirme ante el Ungido.

—Sí, hermano —masculló lady Namyriitha, con expresión de repugnancia—, retira
eso
de nuestros aposentos. Y deja de mirarlo boquiabierta, Nanthee; ¡nos degradas ante un animal sucio!

La jovencita a la que se había dirigido en tales términos contemplaba al humano sin ocultar su asombro ante su rostro sin afeitar, sus orejas gordezuelas y... sus otras diferencias. El joven le guiñó un ojo.

El gesto provocó nuevas exclamaciones de furia tanto por parte de lady Namyriitha como por parte de Sheedra, la madre de Nanthleene, que agarró de la mano a su hija y prácticamente la arrastró fuera del lugar.

—Vamos, príncipe Elminster —indicó el anciano mago en tono guasón—. Las impresionables jovencitas de esta Casa no son para vos. Aunque hay que reconocer en vuestro favor que no os repugna encontraros con gentes pertenecientes a otras razas distintas de la vuestra. Muchos de los míos no tienen miras tan amplias, y por lo tanto corréis peligro aquí. —Le tendió la parpadeante espada, por la empuñadura—. Llevad mi arma, ¿queréis?

Perplejo, el joven sujetó la hechizada arma, y sintió un hormigueo de poderosa magia al sopesar la ligera y flexible hoja. Era magnífica. La levantó, admirado ante su tacto y la forma en que el acero —si es que era acero— brillaba radiante y azul bajo la luz del dormitorio. Más de un guerrero lanzó una exclamación de alarma al ver que el mago armaba al intruso humano, pero Naeryndam no les prestó atención.

—También existe peligro para nosotros, si un humano consigue ver nuestro esplendor y las defensas de nuestro reino, motivo por el que permitimos a muy pocos de los de vuestra raza que echen siquiera una ojeada a nuestra ciudad, y sigan viviendo. Por lo cual, mi espada nublará vuestra visión, al tiempo que os obliga a acompañarme.

—No es necesario, lord mago. No tengo intención de contrariaros o huir de vos —le dijo El, en tanto que una serie de brumas se alzaban para encerrarlos en un mundo de arremolinados tonos azules—. Y menos aun pienso tomar al asalto esta bella ciudad, solo, en un futuro.

—Yo sé esas cosas, pero otros de mi raza no las conocen —respondió él con tranquilidad—, y algunos de ellos son extremadamente rápidos con sus arcos y espadas. —Dio un paso al frente, y la neblina azul se alejó detrás de ellos, disipándose veloz.

El joven príncipe miró a su alrededor con asombro; ahora ya no se encontraban en un dormitorio atestado de gente, sino bajo el cielo nocturno en el verde corazón de un jardín, con las estrellas centelleando sobre sus cabezas. Bajo sus pies, dos senderos de blando y exuberante musgo se unían junto a la estatua de una enorme pantera alada que relucía con un color azul brillante en medio de la noche. Fuegos fatuos danzaban y flotaban por doquier por encima de las bellas plantas que los rodeaban, balanceándose sobre luminosas flores nocturnas acompañados por los tenues acordes de arpas invisibles.

—¿Estamos en el jardín del Ungido? —preguntó El en un susurro casi inaudible. El anciano mago sonrió ante el asombro pintado en los ojos de su acompañante.

—Así es —confirmó con voz grave. Las palabras apenas habían abandonado sus labios cuando algo se alzó del suelo a sus pies; espectral y airoso, pero a la vez de aspecto letal.

Brillaba con un fulgor blancoazulado, todo él un conjunto de elegantes curvas desnudas y largos cabellos ondulantes, pero los ojos del ser eran dos agujeros negros bajo las estrellas cuando preguntó en sus mentes:
¿Quién está ahí?

—Naeryndam, el más anciano de los miembros de la Casa de Alastrarra, y un invitado —anunció el mago en tono firme.

El espíritu vigilante se balanceó para devolver su mirada, y luego giró para clavar los ojos en los de Elminster, desde apenas unos centímetros de distancia.

Un escalofrío chisporroteó entre la carne viva y la esencia de la no muerte cuando los oscuros ojos se hundieron en los del joven, y El tragó saliva. No le habría gustado ver enojado aquel rostro de serena belleza.

Esto es un humano.
El cabello blancoazulado se arremolinó con severidad.

—Sí —respondió el anciano elfo al espíritu vigilante en tono seco—, yo también sé reconocerlos.

¿Por qué traes a una persona prohibida al lugar por el que pasea el Ungido esta noche?

—Para ver al Ungido, desde luego —dijo Naeryndam a la doncella no muerta—. Este humano recuperó el kiira de mi Casa del cuerpo moribundo de nuestro heredero y se lo trajo a su sucesor, solo y a pie, atravesando las profundidades del bosque.

El arremolinado espíritu pareció contemplar a Elminster con más respeto.
Eso es algo que un Ungido debería ver; nunca se acaban los prodigios en este mundo.
El fantasmal rostro blancoazulado se acercó hasta el punto de rozar el del joven mago.
¿No sabes hablar, humano?

—No deseaba insultar a una dama —respondió él con cautela—, y no sabía el modo adecuado de dirigirme a vos. No obstante ahora creo que es un buen encuentro. —Echó hacia atrás uno de los pies y esbozó una profunda reverencia—. Me llamo Elminster, del país de Athalantar. ¿Quién sois vos, lady del Claro de Luna?

Los prodigios se multiplican, dijo la criatura fantasmal, en tono animado. Un mortal que desea saber mi nombre. Me gusta ese «lady del Claro de Luna» que me adjudicáis; suena bien al oído. Sin embargo, habéis de saber, hombre llamado Elminster, que en vida fui Braerindra de la Casa de Calauth, la última de mi familia.

Su voz había empezado a hablar con una mezcla de asombro y complacencia, pero terminó con tal tono entristecido que el joven sintió aflorar las lágrimas y repuso en tono ronco:

—Aun así, lady Braerindra, debéis saber que, mientras permanezcáis aquí, la Casa de Calauth seguirá existiendo, y no será olvidada.

Ah, pero ¿quién va a recordarla? La voz en sus cabezas sonaba como un desconsolado suspiro. El bosque crece a través de estancias sin techo que habían sido muy hermosas, y desperdiga los huesos y el polvo de los que fueron mis parientes, mientras yo sigo aquí, muy lejos. Un espíritu vigilante, ahora. Los cormanthianos nos denominan «fantasmas», y nos temen, y se mantienen a distancia. Por lo tanto nuestra tutela aquí es solitaria, y está bien que sea así.

—No olvidaré la Casa de Calauth —declaró Elminster con calma, el tono firme—. Y, si vivo y se me permite pasear libremente por Cormanthor, regresaré para charlar con vos, lady Braerindra. No seréis olvidada.

Una cabellera blancoazulada envolvió al joven, y un intenso frío lo invadió.
Nunca creí que escucharía a un mortal rindiéndome pleitesía de nuevo en este mundo
, respondió la voz que sonaba en su cabeza, llena de asombro.
Y aun menos a un humano que hablara tan bien. Serás bienvenido siempre que encuentres un momento para venir aquí.
Elminster notó un repentino tirón helado en la mejilla, y se estremeció sin querer. Naeryndam lo sujetó por el hombro al ver que se tambaleaba.

Mi agradecimiento también a vos, sabio mago,
añadió la criatura, en tanto que Elminster se esforzaba por sonreír.
Realmente vienes a mostrar maravillas a nuestro Ungido.

—Sí, y por lo tanto debemos seguir adelante. Adiós, Braerindra, hasta que nuestros caminos se vuelvan a cruzar —replicó el anciano elfo.

Hasta la próxima vez,
contestó la voz en tono apagado, al tiempo que las volutas blancoazuladas se introducían en la tierra y desaparecían.

Naeryndam hizo que el príncipe apresurara el paso por uno de los senderos cubiertos de musgo.

—Realmente me impresionáis, humano, por el modo en que asumís las preocupaciones de los demás. Creo que todavía puede haber esperanza para la raza humana.

—A... apenas puedo hablar —dijo él en medio de un castañeo de dientes—. Su beso fue tan... helado.

—Ya lo creo; de haberlo querido, os habría arrebatado la vida del cuerpo —explicó el elfo—. Es el motivo de que ella y los de su especie nos sirvan de esta manera. Sin embargo, animaos; el frío desaparecerá, y no deberéis temer el contacto de ningún no muerto de Cormanthor, nunca jamás. O más bien, durante todo el tiempo que pueda durar vuestro «nunca jamás».

—Nuestras vidas deben resultar muy efímeras para los elfos —murmuró El, mientras el sendero los conducía hasta pequeños cenadores de asientos curvos circundados de matorrales, y por delante de arroyuelos perezosos y diminutos estanques.

—Sí, claro —repuso el mago elfo—, pero me refería más bien al peligro que corréis. Hablad con la misma honradez dentro de unos instantes como lo hicisteis con el espíritu vigilante, muchacho, o la muerte aún podría haceros suya esta noche.

El joven permaneció silencioso unos instantes.

—¿Es el Ungido alguien ante quien debiera arrodillarme? —preguntó por fin, cuando ascendían unos peldaños de piedra y se encontraron entre dos curiosos árboles de corteza en espiral que actuaban como entrada a un amplio patio iluminado por plantas de luz.

—Dejaos guiar por su rostro —aconsejó el anciano con sencillez al tiempo que avanzaban, sin apresuramientos.

Había un elfo sentado sobre nada en el centro del espacio enlosado, con un libro abierto, una bandeja llena de altas y delgadas botellas, y un reposapiés flotando en el aire a su alrededor. Dos elfos vestidos con capas, cuyo poder se manifestaba como una corona sobre ellos, montaban guardia a ambos lados de él; a la vista del humano, ambos avanzaron veloces para impedir que Elminster se acercara al Ungido, aunque redujeron ligeramente la velocidad al ver a Naeryndam Alastrarra detrás del humano.

—Sin duda has ayudado a este ser prohibido a pasar junto a los espíritus vigilantes —dijo uno de los magos elfos al anciano, haciendo caso omiso del joven como si éste no fuera más que un poste o una escultura de piedra cubierta de excrementos de pájaros. En su voz se percibía una fría cólera—. ¿Por qué? ¿Qué traición, dínoslo, podría llegar hasta el corazón de alguien que ha servido al reino durante tanto tiempo? ¿Te han enviado los tuyos aquí para ser castigado?

—No hay traición, Earynspieir —respondió Naeryndam con calma—, ni castigo, sino una cuestión de estado que precisa del juicio del Ungido. Este humano invocó nuestra ley, y ha sobrevivido para presentarse ante vosotros debido a ello.

—Ningún humano puede exigir derechos bajo las leyes de Cormanthor —le espetó el otro mago—. Tan sólo los que pertenecen a nuestro Pueblo pueden ser ciudadanos del reino: elfos, y sus parientes.

—¿Y cómo juzgaríais a un humano que ha lucido con todo honor y no como botín de guerra, un kiira de una Casa decana de Cormanthor, y paseado por las calles de nuestra ciudad hasta que encontró a su legítimo heredero para entregárselo?

—Creeré esa historia cuando se aporten pruebas de ella que no dejen lugar a dudas —replicó Earynspieir—. ¿Qué Casa?

—La mía —respondió Naeryndam.

En medio del silencio que provocaron sus quedas palabras, el anciano elfo sentado en el sillón invisible dijo:

—Se acabaron las disputas verbales, señores. Este hombre está aquí para que lo juzgue; traedlo a mi presencia.

Elminster esquivó al mago más próximo y avanzó decidido hacia el Ungido. Ni siquiera vio cómo el mago giraba y lanzaba un mortífero hechizo contra él, ni cómo Naeryndam lo anulaba con el cetro que sostenía listo para tal eventualidad.

El segundo mago arrojaba ya otro siniestro conjuro, cuando Elminster se arrodilló ante el gobernante de Cormanthor. Éste alzó una mano, y la magia, que se abalanzaba sobre el rostro del joven como un oscuro torbellino en el aire, se extinguió.

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