Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
—¿Un guerrero? —El joven contempló al elfo parpadeando sorprendido.
—Lo cierto es que en mi juventud acabé con unos cuantos orcos —suspiró el anciano de cabellos blancos.
—Y con un centenar más o menos de hombres, además de un dragón o dos —intervino la Srinshee.
—Habla de tales cosas cuando me haya ido, porque si nos demoramos demasiado los magos de la corte empezaran a hacer añicos medio palacio buscándome.
—¿Esos jóvenes idiotas? —La Srinshee hizo una mueca.
—Oluevaera —protestó el Ungido con un exasperado suspiro—, ¿cómo puedo dictar mi sentencia sobre este joven si destrozas todo intento de mostrar una cierta dignidad?
La anciana hechicera se encogió de hombros en su flotante tumbona.
—Incluso los humanos merecen saber la verdad.
—Desde luego. —La voz del soberano sonó con sequedad mientras se volvía hacia Elminster, adoptaba una expresión severa y añadía—: Escucha, pues, la sentencia de Cormanthor: permanecerás en estas criptas durante una luna, y podrás registrarlas y conversar con su guardiana a voluntad; ella te alimentará y se ocupará de tus necesidades. Miembros de la corte, conmigo entre ellos, vendrán a buscarte pasado ese tiempo, y te pedirán que escojas una única cosa de estos sótanos para llevártela contigo.
—¿Y la parte peligrosa? —preguntó El, inclinando la cabeza.
La Srinshee rió por lo bajo ante el tono de voz del joven.
—Éste no es momento, precisamente, para ligerezas, joven príncipe —repuso el Ungido con severidad—. Si eliges llevarte el objeto equivocado, es decir, algo que nosotros consideremos equivocado, el castigo será la muerte.
Un profundo silencio siguió a sus palabras, y añadió:
—Piensa, joven humano, en qué puedes obtener aquí que te resulte de mayor utilidad. Piénsalo con calma.
Unas luces parpadeantes aparecieron de repente alrededor del cuerpo de Eltargrim, éste alzó las manos hacia la elfa a modo de saludo, giró entre las luces que se elevaban, y desapareció. El resplandor ondeó en dirección al techo unos instantes más, y luego se apagó sin hacer ruido.
—Antes de que lo preguntes, joven señor, una luna es un mes humano —explicó la Srinshee con sequedad—, y no, no soy su madre.
—Me decís lo que no sois —repuso El risueño—. Decidme pues, os lo ruego, qué sois.
—Soy la consejera de los Ungidos —contestó la hechicera, tras ajustar el aire para quedar sentada muy erguida, de cara a él—, la sabiduría secreta en el corazón del reino.
Elminster se quedó mirándola con fijeza y decidió arriesgarse.
—¿Y sois sabia? —inquirió.
—¡Vaya, por fin un humano ingenioso! —dijo la anciana con una carcajada. Se irguió majestuosa, los ojos centelleantes, conjuró un cetro que apareció en su mano surgido de la nada, y gruñó—: No.
Se unió a la sobresaltada carcajada de El, y descendió de su asiento para andar a su lado, con una apariencia tan frágil que el joven extendió automáticamente el brazo para que se apoyara.
—No soy tan débil como todo eso, muchacho —protestó lanzándole una mirada—. No te extralimites, o acabarás como el gusano de allá.
—¿El gusano de allá? —repitió El vacilante, tras pasear la mirada en derredor sin descubrir ningún animal ni trofeo de uno, sino únicamente estancias llenas de tesoros.
—Aquel pasadizo —le explicó ella— está abovedado con los huesos de un gusano de las profundidades que se cansó de roer en las zonas más profundas y abrió un túnel hasta aquí, ávido de tesoros. Devoran metal, ¿sabes?
Elminster contempló con atención la bóveda del pasadizo indicado. Lo cierto era que sí parecía hueso, ahora que lo pensaba, pero... Volvió la mirada hacia la hechicera con nuevo respeto.
—De modo que si utilizo la violencia contra vos o intento abandonar este lugar, podéis matarme con tan sólo alzar un dedo.
—Probablemente —respondió ella, encogiéndose de hombros—. No preveo que pueda ocurrir a menos que seas mucho más estúpido... o brutal de lo que pareces.
—No creo que lo sea —asintió El—. Mi nombre es Elminster, Elminster Aumar, hijo de Elthryn. Soy, o era, un príncipe de Athalantar, un pequeño reino humano situado...
—Lo conozco —asintió la hechicera—. Uthgrael debe de llevar muerto mucho tiempo ya.
—Era mi antepasado.
—Vaya. —La Srinshee ladeó la cabeza evaluándolo.
—¿Conociste al Rey Ciervo? —Elminster la miró de hito en hito.
—Un hombre vigoroso —respondió ella, asintiendo con la cabeza al tiempo que sonreía.
El joven enarcó la cejas, incrédulo.
—No, no, nada parecido a eso... —La anciana prorrumpió en carcajadas—, aunque con algunas de las doncellas con las que bailé tal cosa podría haber sucedido. En aquellos días nos divertíamos contemplando lo que hacían los humanos. Cuando descubríamos a alguien interesante pongamos por caso un guerrero intrépido o un hechicerillo codicioso, nos mostrábamos a él bajo la luz de la luna, y luego organizábamos una divertida persecución por los bosques. Algunas de tales persecuciones acababan en cuellos rotos; algunas de nosotras nos dejábamos atrapar. Conduje a Uthgrael a través de la mitad del bosque Elevado hasta que se desplomó agotado, al amanecer. También me aparecí a él en otra ocasión, más adelante, cuando se casó, sólo para ver cómo se quedaba boquiabierto.
—Ya veo que será una larga luna aquí abajo —comentó El al techo, sacudiendo la cabeza.
—¡Vaya! —La Srinshee fingió sentirse ofendida, y acto seguido soltó una risita—. Tu turno; ¿qué travesuras has hecho tú, Elminster?
—No sé si deberíamos tocar ese tema, en estos momentos... —empezó El en tono digno.
Ella lo miró a los ojos.
—Bueno —dijo el joven—, sobreviví durante unos años robando en Hastarl, y hubo este...
Llevaban horas hablando, y Elminster se había quedado ronco. Tras su segundo ataque de tos, la Srinshee agitó la mano y dijo:
—Es suficiente. Debes de estar cansado. Levanta la tapa de esa bandeja de allí. —Señaló una bandeja de plata rematada por una cúpula que reposaba sobre un montón de corazas, en medio de un desbordamiento de monedas octogonales acuñadas en un metal azulado que el joven mago no había visto nunca.
Obedeció. Bajo la tapa había un trozo de humeante carne de ciervo, bañada en una salsa de nueces y puerros.
—¿Cómo ha llegado esto aquí? —preguntó asombrado.
—Magia —respondió ella con picardía, extrayendo una licorera dorada semienterrada en medio del montón de monedas que tenía junto al codo—. ¿Algo de beber? —El joven asintió, atónito, al tiempo que extendía la mano, y ella le arrojó la botella descuidadamente, la cual giró en dirección al suelo, y acto seguido se elevó con suavidad para introducirse en su mano.
—Muchas gracias —dijo el joven, sujetando la botella. La Srinshee se encogió de hombros, y él notó de repente el contacto de algo frío sobre la cabeza. Al levantar la mano, encontró allí un vaso de cristal.
—Tenías las dos manos ocupadas —explicó la hechicera con suavidad.
Mientras Elminster lanzaba un divertido bufido, un cuenco de uvas se materializó en su regazo. Se echó a reír sin poder remediarlo, y empezó a resbalar sobre las monedas en las que había estado apoyado, cuando éstas empezaron a deslizarse hacia el suelo. Una salió rodando, y él la aplastó con el tacón de la bota para detenerla.
—Acabarás más que harto de ellas —le dijo la anciana elfa.
—No quiero monedas —replicó El—. ¿Dónde iba a gastarlas, además?
—Sí, pero tendrás que moverlas todas para llegar hasta lo que se encuentra enterrado —advirtió la Srinshee—. Guardo las mejores cosas entre las monedas, ¿sabes?
El príncipe la miró con fijeza, y luego sacudió la cabeza, sonrió sin decir palabra, y se dedicó a comer.
—¿Y qué es lo que hace que una hechicera elfa que puede aconsejar a los Ungidos, acabar con los gusanos de las profundidades y arrastrar a reyes coronados a corretear por el bosque venga a unas criptas subterráneas que nadie ve jamás? —preguntó, una vez que se hubo hartado de comer.
La anciana hechicera había comido todavía más, engullendo una fuente tras otra de champiñones fritos y almejas al limón sin aparente malestar. Volvió a reclinarse en el vacío, cruzó las piernas sobre un invisible reposapiés flotante, y contestó:
—Una sensación de pertenecer a algo, por fin.
—¿Pertenecer? ¿Con las frías monedas y las joyas de los muertos?
La mujer lo miró con cierto respeto.
—Muy perspicaz, humano. —Depositó su vaso en el aire junto al codo, y se inclinó al frente—. Sin embargo, dices eso porque no ves lo que hay aquí como lo veo yo.
Cogió bruscamente un deslustrado brazalete de plata, cincelado con el cuerpo de una serpiente y se lo mostró:
—Presta atención, Elminster. Para esto es para lo que me necesitas: para realizar la elección que te encomendó el Ungido, y obtener tu vida. Esta pulsera es todo lo que le queda a Cormanthor de la princesa Elvandaruil, desaparecida entre las olas del mar de las Estrellas Fugaces hace tres mil veranos, cuando su conjuro volador dejó de funcionar. Las aguas la arrojaron a la isla Ambral cuando Aguas Profundas todavía no existía.
Elminster sacó una reluciente concha de un montón que tenía al lado. Estaba agujereada en sus cuatro esquinas, y desde los agujeros unas delgadas cadenas conducían a medallones de plata incrustados con caballitos de mar realzados con esmeraldas, con ojos tallados de amatistas.
—¿Y esto?
—El pectoral de Chathanglas Siltral, que se denominaba a sí mismo Señor de los Ríos y las Bahías antes de la fundación de vuestro reino de Cormyr. Sin saberlo tomó por esposa a una metamorfista, y los monstruosos descendientes de su progenie acechan todavía, cubiertos de tentáculos y letales, en los canales de Marsember y lo que los humanos llaman el Gran Pantano.
—¿Conocéis la procedencia de hasta la más pequeña chuchería que hay en estas criptas? —preguntó El, inclinándose al frente.
—Desde luego. —La Srinshee se encogió de hombros—. ¿De qué sirve una larga vida y una buena memoria si no se utilizan?
El joven meneó la cabeza, sorprendido, y al poco rato dijo:
—No obstante, perdonadme pero... las personas que lucieron o crearon todo esto no pueden ser parientes vuestros... si este Siltral no engendró elfos, por ejemplo. Aun así sentís que pertenecéis... ¿a qué?
—Al reino de los míos, y otros miembros del Pueblo —respondió la hechicera con tranquilidad—. Soy Oluevaera Estelda, la última de mi linaje. No obstante, me alzo por encima de las rivalidades familiares de una Casa contra otra, y considero a todos los cormanthianos como parientes míos. Me da un motivo para haber vivido tanto tiempo, y otro para seguir viviendo, una vez desaparecidos los primeros a los que amé.
—¿Hasta qué punto resulta solitario? —preguntó El en tono quedo, adelantándose para clavar la mirada en sus ojos.
La arrugada anciana elfa le devolvió la mirada; sus ojos parecían llamas azules sobre un cielo tormentoso.
—Eres más comprensivo y ves mucho más allá que cualquier humano que haya conocido —respondió en voz baja—. Empiezo a desear que la sentencia del Ungido no pendiera sobre ti.
—También yo preferiría no estar aquí —dijo El con una sonrisa, extendiendo las manos.
La Srinshee le respondió con otra sonrisa, y se apresuró a indicar:
—Bueno, será mejor que sigamos con esto. Desentierra esa espada que tienes cerca de la rodilla, y te hablaré de la familia de caballeros elfos que la empuñaron...
—¿Quieres un poco de té de claro nocturno? —ofreció la mujer, unas horas más tarde.
—Nunca he tomado tal bebida —repuso él, alzando la vista—; pero, si no está hecha toda de hongos, de acuerdo.
—No, contiene otras cosas, además —respondió ella con suavidad, y ambos se echaron a reír.
»Sí, hay hongos en él, y no, no es dañino, ni tan diferente de lo que beben las grandes damas de Cormyr y Chondath —añadió.
—Oh, ¿queréis decir que es como el coñac? —preguntó El inocentemente, y ella frunció los labios y volvió a reír por lo bajo.
—Haré un poco para los dos —anunció, incorporándose. Luego volvió la cabeza por encima del hombro para mirar a Elminster, que desenterraba con paciencia un peto de entre otro montón más de monedas. Estaba hecho de una sola pieza de cobre gruesa como su dedo pulgar, y le habían dado la forma de un par de pechos femeninos con las rugientes mandíbulas de un león justo debajo—. ¿Es que no duermes nunca, humano? —inquirió curiosa.
—Me fatigo, sí —contestó el joven, alzando los ojos—, pero ya no necesito dormir.
—¿Algo que hizo tu diosa?
Elminster asintió, y luego contempló el peto con el ceño fruncido.
—Este león —observó—. Tiene ojos colocados en la lengua, aquí, y también...
El busto de la reina Eldratha del extinto reino elfo de Larlotha, desaparecida hacía ya mucho tiempo, estaba tallado en sólido mármol, y era tan alto como el brazo de Elminster. La escultura voló hacia él en el ángulo justo, y lo golpeó casi con suavidad tras la oreja derecha. Ni siquiera supo qué lo había golpeado.
Despertó con un insoportable dolor de cabeza. Era como si alguien hundiera una daga en su oreja derecha, la sacara, y luego volviera a introducirla otra vez. Dentro, fuera, dentro. Aaaah.
Rodó por el suelo, entre gemidos, escuchando cómo las monedas se escurrían cada vez que sus botas las rozaban. ¿Qué había sucedido?
Sus ojos se posaron sobre las suaves luces inmutables que brillaban sobre su cabeza. Gemas, engastadas en un techo abovedado. Oh, claro. Estaba en la Cripta de las Eras, con la Srinshee, hasta que el Ungido acudiera a averiguar qué era lo que había elegido llevarse de allí.
—Señora... Lady... ah... Srinshee... —llamó, y acompañó sus palabras con otro gemido. Hablar había provocado un nuevo martilleo en su cabeza—. Lady... Oluevaera...
—Por aquí —le respondió un débil y ronco susurro, y el joven mago se volvió en dirección al sonido.
La anciana hechicera estaba despatarrada sobre un montón de joyas, con el vestido hecho jirones; una columna de humo se elevaba perezosa de su cuerpo, un cuerpo, casi por completo desnudo ahora, que mostraba innumerables arrugas y manchas producidas por la edad, pero en el que no aparecían señales de violencia reciente. Se arrastró hasta ella, sujetándose la cabeza.
—Señora, ¿estáis herida? —inquirió—. ¿Qué sucedió?
—Te ataqué —respondió ella apesadumbrada—, y pagué el precio.