El Último Don (41 page)

Read El Último Don Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
11.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Faltaría más —dijo afablemente Pollard cogiendo el teléfono.

No sabíá lo que ocurría y en su fuero interno esperaba que Skannet diera al traste con la reunión y él ya no tuviera que mezclarse en el asunto que Cross se llevaba entre manos. Sabía también que Athena no hablaría directamente con él.

Marcó el número y preguntó por Athena. Abrió el micrófono para que Skannet pudiera oír la llamada. La secretaria le explicó que la señorita Aquitane había salido y no se la esperaba hasta el día siguiente. Colgó el teléfono y enarcó las cejas mirando a Skannet. Skannet parecía muy contento.

Y lo estaba. No se había equivocado, Athena tenía el propósito de utilizar su cuerpo para cerrar un trato. Tenía el propósito de pasar la noche con él. La enrojecida piel de su rostro adquirió un brillo casi de bronce por la sangre que fluía a su cerebro mientras recordaba la época en que ella era joven y lo amaba, y él la amaba a ella.

A las siete de la tarde, cuando Lia Vazzi llegó al hotel con uno de sus soldados, Skannet ya lo estaba esperando, listo para salir inmediatamente. Vestía un pulcro atuendo muy juvenil: tejanos, camisa desteñida de tejido de algodón azul y chaquéta deportiva de color blanco. Iba cuidadosamente afeitado y se había peinado el cabello rubio hacia atrás. Su piel enrojecida estaba más pálida y los rasgos de su rostro parecían más suaves debido a la palidez. Lia Vazzi y su soldado le mostraron sus carnets falsificados de la Pacific Ocean Security.

Skannet no se sintió intimidado al verlos. Un par de enanos, uno de ellos con un ligero acento que parecía mejicano. No le causarían ningún problema. Las agencias privadas de investigación eran una mierda. ¿Qué clase de protección podían ofrecerle a Athena?

—Tengo entendido que quiere ir usted en su coche —le dijo Vazzi. Yo le acompañaré, y mi amigo nos seguirá con el nuestro. ¿Le parece bien?

—Sí, —contestó Skannet.

Jim Losey les cerró el paso en el vestíbulo en cuanto salieron del ascensor. Se encontraba sentado en un sofá junto a la chimenea pero tuvo una corazonada y decidió acercarse a ellos. Estaba vigilando a Skannet por si acaso. Mostró su documentación a los tres hombres.

—¿Qué coño quiere? —preguntó Skannet después de examinarla.

—¿Quiénes son los hombres que lo acompañan? —preguntó.

—Eso no es asunto suyo —contestó Skannet.

Vazzi y su compañero permanecieron en silencio mientras Losey estudiaba sus rostros.

—Quisiera hablar un momento con usted en privado —dijo Losey.—Skannet lo apartó a un lado, y Losey lo agarró del brazo. Los dos hombres eran muy corpulentos. Skannet estaba impaciente por salir y le dijo a Losey con tono furioso:

—La denuncia ha sido retirada. No tengo por qué hablar con usted, y si no me quita las manos de encima le sacaré la mierda del cuerpo a patadas.

Losey retiró la mano. No tenía miedo, pero su mente se había puesto en marcha. Los hombres que acompañaban a Skannet parecían un poco raros y él estaba seguro de que allí pasaba algo. Se apartó a un lado pero los siguió hasta la arcada, donde los empleados del hatel acercaban los vehículos a los clientes. Vio a Skannet subiendo a su automovil en compañía de Lia Vazzi. El otro hombre se había esfumado. Tomó nota y esperó para ver si salía otro automovil del aparcamiento; pero no salió ninguno.

De nada hubiera servido seguirlos, y menos aún montar una operación de alerta en torno al vehículo de Skannet. No sabía si informar de aquel incidente a Skippy Deere. Al final decidió no hacerlo. De una cosa estaba seguro: como Skannet volviera a desmandarse, lamentaría los insultos de aquel día.

Durante el largo trayecto, Skannet no paró de protestar y de hacer preguntas e incluso amenazó con dar media vuelta, pero Lia Vazzi consiguió tranquilizarlo. Le habían dicho que el lugar de la cita era un pabellón de caza que Athena tenía en la Sierra Nevada, y ambos pasarían la noche allí, según sus informaciones. Athena había insistido en que la cita fuera secreta y había asegurado que resolvería el problema a entera satisfacción de todo el mundo.

Skannet no comprendió el significado de aquella frase. ¿Qué podía hacer ella para borrar el odio que se había ido acumulando a lo largo de diez años? Acaso era tan estúpida como para pensar que una noche de amor y un puñado de pasta bastarían para ablandarlo? Siempre había admirado su inteligencia pero ¿y si ahora se hubiera convertido en una de aquellas arrogantes actrices de Hollywood que pensaban que podían comprarlo todo con su cuerpo y su dinero? y sin embargo, el recuerdo de su belleza lo obsesionaba. Al final, después de tantos años, ella volvería a sonreírle y seducirle, y se sometería de nuevo. Aquella noche seria suya, ocurriera lo que ocurriese.

Lia Vazzi no estaba preocupado por las amenazas de Skannet de dar media vuelta. Sabía que en la carretera los seguían tres coches y había recibido instrucciones muy precisas. Como último recurso hubiera podido ordenar que liquidaran a Skannet, pero en las instrucciones se especificaba con toda claridad que Skannet no debería sufrir ninguna lesión, salvo la muerte.

Cruzaron la verja abierta, y Skannet se sorprendió de que el pabellón de caza fuera tan grande. Parecía un pequeño hotel. Bajó del vehículo y estiró los brazos y las piernas. Le pareció un poco extraño ver cinco o seis coches aparcados junto al muro lateral del pabellón.

Vazzi lo acompañó a la puerta y la abrió. En aquel momento Skannet oyó el rumor de otros vehículos que subían por la calzada particular. Se volvió pensando que sería Athena, pero lo que vio fueron tres coches que estaban aparcando y a dos hombres que bajaban de cada uno de ellos.

Lia cruzó con él la entrada principal del pabellón y lo acompañó a una biblioteca que tenía una gran chimenea. Un hombre al que nunca había visto le estaba esperando sentado en el sofá. el hombre era Cross de Lena.

Lo que ocurrió a continuación fue muy rápido. Skannet preguntó en tono enojado:

—¿Dónde está Athena?

Dos hombres le sujetaron los brazos, otros dos le acercaron sendas pistolas a la cabeza, y el aparentemente inofensivo Lia Vazzi le agarró de las piernas y lo derribó al suélo.

—Morirás ahora mismo si no haces exactamente lo que te digamos. No forcejees. Quédate quieto.

Otro hombre le puso grilletes en los tobillos, y los demás lo levantaron y lo colocaron de cara a Cross. Skannet se sorprendió de lo impotente que se sentía cuando los hombres le soltaron los brazos, Era como si sus pies aprisionados hubieran neutralizado toda su fuerza física. Alargó las manos para propinar por lo menos un puñetazo a aquel hijo de puta, pero Vazzi retrocedió, y aunque dio un pequeño salto no pudo imprimir impulso a sus brazos.

Vazzi lo miró en silencio, despectivo.

—Sabemos que eres un tipo muy violento —le dijo, pero ahora tendrás que usar la cabeza. Aquí la fuerza no te va a servir de nada.

Skannet pareció aceptar el consejo. Estaba pensando a ritmo acelerado. Si lo hubieran querido matar ya lo hubieran hecho. Aquello era un medio de intimidación para obligarle a hacer algo. Pues muy bien, accedería a hacerlo, y en adelante tomaría precauciones. De una cosa estaba seguro. Athena no tenía nada que ver con todo aquello. Hizo caso omiso de Vazzi y se dirigió al hombre sentado en el sofá.

—¿Quién es usted? —le preguntó.

—Quiero que hagas unas cuantas cosas —dijo Cross y después podrás volver a casa en tu automovil.

—Y si no las hago me torturarán, ¿verdad? —preguntó Skanet riéndose.

Estaba empezando a pensar que aquello parecía una disparatada escena de Hollywood, una mala película que estaban utilizando unos estudios cinematográficos.

—No —contestó Cross. Nada de torturas. Quiero que te sientes junto a esa mesa y que me escribas cuatro cartas. Una a los Estudios LoddStone, prometiendo no aparecer nunca más por allí. Otra a Athena Aquitane, disculpándote por tu anterior conducta y jurando no volver a acercarte a ella nunca más. Otra a la policía, confesando que compraste ácido para atacar de nuevo a tu mujer, y otra a mí revelándome el secreto sobre tu mujer. Muy sencillo.

Skannet dio un salto hacia Cross, pero uno de los hombres propinó un empujón y lo hizo caer sobre el otro lado del sofá.

—No lo toquéis ordenó severamente Cross.

Skannet se levantó apoyándose en los brazos. Cross señaló el escritorio donde había un cuadernillo de papel.

—¿Dónde está Athena? —preguntó Skannet.

—No está aquí —contestó Cross. Todos fuera menos Lia, —añadió.

Los demás hombres abandonaron la estancia.

—Ve a sentarte junto al escritorio —le dijo Cross a Skannet. Skannet obedeció.

—Quiero hablar contigo muy en serio —le dijo Cross. Deja de demostrarnos lo fuerte que eres. Quiero que me escuches. No cometas ninguna tontería. Tienes las manos libres y eso te podría subír los humos. Sólo quiero que escribas estas cartas y serás libre.

—¡Váyase a la mierda! —contestó Skannet.

Cross se volvió hacia Vazzi.

—Es inútil perder el tiempo —le dijo. Acaba con él.

Cross no había levantado la voz, pero en su indiferencia se advertía una siniestra amenaza. En aquel momento Skannet se sintió invadido por una sensación de miedo que no experimentaba desde pequeño. Comprendió por primera vez el significado de la presencia de todas aquellos hombres en el pabellón de caza y se dio cuenta de que todas las fuerzas estaban dirigidas contra él. Lia Vazzi aún no se había movido.

—De acuerdo —dijo Skannet. Lo haré.

Cogió una hoja de papel y empezó a escribir. Escribió las cartas con la mano izquierda, astutamente. Como algunos excelentes deportistas, era capaz de escribir casi tan bien con una mano como con la otra. Cross se acercó por detrás para mirar. Skannét, avergonzado de su repentina cobardía, apoyó firmemente los pies en el suelo, se pasó con agilidad la pluma a la mano derecha y se levantó de golpe para pinchar el rostro de Cross, confiando en alcanzar al muy hijo de puta en un ojo. Entró rápídamente en acción, alargó el brazo, inclinó el tronco hacia delante y se llevó una sorpresa al ver que Cross no había tenido la menor dificultad en situarse fuera de su alcance. Aún así, Skannet trató de moverse con los grilietes de los tobillos.

Cross lo miró tranquilamente.

—Todo el mundo tiene derecho a una oportunidad —dijo. Tú ya la has tenido. Ahora deja la pluma y dame los papeles. Cuando se los hubo dado, Cross estudió las hojas de papel.

—No me has dicho el secreto —dijo.

—No quiero ponerlo por escrito. Que se vaya este tío —dijo Skannet; señalando a Vazzi y se la diré.

Cross le entregó las hojas de papel a Lia.

Guárdalas le ordenó. Vazzi abandonó la estancia.

—Bueno —le dijo Cross a Skannet vamos a oír el gran secreto. Vazzi salió del pabellón de caza y fue corriendo los cien metros que lo separaban del bungalow que ocupaba Leonard Sossa. Sossa estaba esperando. Estudió las hojas de papel y dijo en tono exasperado:

—Eso está escríto con la mano izquierda, y yo no puedo hacer escritos con la mano izquierda. Cróss lo sabe.

—Vuélveles a echar un vistazo —dijo Vazzi. Ha intentado pinchar a Cross con la mano derecha.

Sossa volvió a estudiar las páginas.

—Sí —dijo. El tipo no es zurdo. Os está tomando el pelo.

Vazzi cogió las hojas; regresó al pabellón de caza y entró en la biblioteca. Al ver la cara de Cross, comprendió que había ocurrido algo. Cross parecía perplejo, y Skannet estaba tendido en el sofá con las piernas arrojadas sobre uno de los brazos del sofá, mirando hácia el techo con una sonrisa en los labios.

—Estas cartas no son buenas —dijo Vazzi. Las ha escrito con la mano izquierda y el experto dice que no es zurdo.

—Creo que eres demasiado duro y yo no puedo doblegarte —le dijo Cross a Skannet. No consigo asustarte. No puedo obligarte a hacer lo que yo quiero. Me rindo.

Skannet se levantó del sofá y le dijo maliciosamente a Cross:

—Pero lo que le he dicho es cierto. Todo el mundo se enamora de Athena; pero nadie la conoce como yo.

—Tú tampoco la conoces —dijo Cross en un susurro. Ni me conoces a mí. Se acercó a la puerta e hizo unas señas con la mano. Cuatro hombres entraron en la estancia. Cross le dijo.

—Lia Ya sabéis lo que quiero. Si no me lo da, ya os podéis deshacer de él añadió, retirándose de la estancia.

Lia Vazzi lanzó un sonoro suspiro de alivio. Admiraba a Cross, lo había obedecido gustosamente durante todos aquellos años, pero le parecía que tenía demasiada paciencia. Cierto que uno de los grandes Dones de Sicilia destacaban por su paciencia, pero sabían cuándo decir basta. Vazzi temía que la debilidad de carácter de Cross, típicamente, americana, le impidiera alcanzar la grandeza. Vazzi se volvió hacia Skannet y le dijo con una voz más suave que la seda

—Ahora tú y yo vamos a empezar. Se volvió hacia los cuatro hombres:

—Atadle los brazos, pero con mucho cuidado. No le hagáis daño.

Los cuatro hombres se abalanzaron sobre Skannet. Uno de ellos sacó unas esposas, y a los pocos segundos quedó totalmente inmovilizado. Vazzi lo hizo caer al suelo de rodillas y los otros hombres lo obligaron a no moverse de su sitio.

—La comedia ha terminado —le dijo Vazzi a Skannet. Vas a escribir las cartas con la mano derecha, o puedes negarte a hacerlo. Uno de los hombres sacó un enorme revólver y una caja de balas y se lo entregó todo a Lia, quien cargó el revólver y le mostró cada una de las balas a Skannet. Se acercó a la ventana y disparó hacia el bosque hasta vaciar el cargador. Después regresó junto a Skannet y cargó el revólver con una cápsula. Luego hizo girar el tambor y colocó el arma bajo la nariz de Skannet.

—No sé dónde está la bala —dijo. Tú tampoco lo sabes. Si te niegas a escribir las cartas, apretaré el gatillo. Bueno, ¿sí o no? Skannet le miró a los ojos sin contestar. Lia apretó el gatillo

Sólo se oyó el clic de la cámara vacía. Lia asintió con semblante satisfecho.

—Quería que ganaras tú —le dijo a Skannet.

Echó un vistazo al tambor y colocó la cápsula en la primera cámara. Se acercó a la ventana y disparó. La explosión pareció sacudir la estancia. Lia regresó a la mesa, sacó otra bala de la caja, volvió a cargar el revólver e hizo girar el tambor.

—Vamos a probar otra vez —dijo.

Colocó el revólver bajo la barbilla de Skannet, pero esta vez Skannet pegó un respingo.

—Llama a tu jefe —dijo. Le puedo decir unas cuantas cosas mas.

Other books

Even Deeper by Alison Tyler
Ann Lethbridge by Her Highland Protector
Damage by A. M. Jenkins
Taras Bulba by Nikolái V. Gógol
The Skeleton Cupboard by Tanya Byron
Amanda Scott by The Dauntless Miss Wingrave
Kaleidoscope Hearts by Claire Contreras
Kamikaze Lust by Lauren Sanders
The Unknowns by Gabriel Roth