Al llegar, Tiffany se sorprendió de la rapidez con la que Cross le hizo el amor. Le quitó la ropa en un santiamén y después le comió el cuerpo a besos, la penetró y enseguida alcanzó el orgasmo; Fue un comportamiento tan distinto de lo habitual que ella le dijo casi con tristeza:
—Esta vez tiene que ser amor de verdad.
—Pues claro —dijo Cross mientras le hacía de nuevo el amor.
—No lo digo por mí, tonto —dijo Tiffany. ¿Quién es la afortunada?
Cross se sintió molesto de que se le notara tanto, aunque tampoco podía dejar de apreciar la carne que tenía a su lado. No se cansaba de saborear sus suculentos pechos, su sedosa lengua y el aterciopelado montículo de su enrrepierna del que se irradiaba un irresistible calor. Cuando horas más tarde sació finalmente su apetito, seguía sin poder quitarse a Athena de la cabeza.
Tiffany cogió el teléfono y pidió servicio de habitaciones para los dos.
—Compadezco a esa pobre chica cuando al final la consigas —dijo.
Cuando la corista se hubo marchado, Cross se sintió libre. El estar tan enamorado era una debilidad, pero la satisfacción del apetito sexual le daba confianza.
A las tres de la madrugada efectuó su última ronda por el casino.
En la cafetería vio a Dante con tres bellas y sonrientes mujeres. Una de ellas era Loretta Lang, la cantante a la que él había ayudado a rescindir el contrato, aunque en aquel momento no la reconoció. Dante le hizo señas de que se acercara, pero él sacudió la cabeza. Subió a su suite del último piso y se tomó dos píldoras para dormir antes de acostarse, pero siguió soñando con Athena.
Las tres mujeres sentadas alrededor de la mesa de Dante eran unas célebres damas de Hollywood, esposas de cotizados personajes cinematográficos y a su vez estrellas de segunda categoría por derecho propio. Habían estado en la fiesta de Big Tim, no por invitación sino porque habían conseguido abrirse camino con su encanto.
La mayor de ellas era Julia Deleree, casada con uno de los más famosos actores cinematográficos del momento. Tenía dos hijos y solía aparecer en las revistas junto a los miembros de su familia, como ejemplo de esposa y madre modelo que no tenía ningún problema y estaba encantada con su matrimonio.
La segunda se llamaba Joan Ward, rondaba los cincuenta y era extremadamente atractiva. Solía interpretar papeles serios de mujer inteligente, abnegada madre de un hijo enfermo o esposa abandonada cuya tragedia desembocaba en un segundo matrimonio feliz. También hacía de ardiente luchadora feminista. Estaba casada con el director de unos estudios que pagaba todas sus tarjetas de crédito sin rechistar, por muy elevados que fueran los gastos. Sólo le exigía que fuera la anfitriona de las múltiples fiestas que solía ofrecer. No tenía hijos.
La tercera estrella era Loretta que, a aquellas alturas ya había conseguido convertirse en protagonista de comedias disparatadas. Estaba casada con un cotizado actor de superficiales películas de acción que lo obligaban a desplazarse durante buena parte del año a otros países para el rodaje de exteriores.
Las tres se habían hecho muy amigas porque a menudo interpretaban las mismas películas, iban de compras a Rodeo Drive y almorzaban en el Polo Lounge del hotel Beverly Hills, donde se dedicaban a comparar notas sobre sus maridos y sus tarjetas de crédito. Con respecto a las tarjetas, no podían quejarse. Eran algo así como tener una pala para excavar en una mina de oro, y sus maridos nunca protestaban por las facturas.
Julia se quejaba de que su marido pasara tan poco tiempo con sus hijos. Joan, cuyo marido era famoso por su capacidad de descubrir nuevos rostros, se quejaba de no tener hijos. Y Loretta se quejaba de las películas que interpretaba su marido, y pensaba que debería diversificarse y representar papeles más serios.
Un día Loretta les dijo a sus amigas con su natural desparpajo:
—Dejémonos de tonterías. Las tres estamos felizmente casadas con hombres muy importantes. Lo que de verdad nos fastidia es que nuestros maridos nos envíen a gastar dinero a Rodeo Drive para sentirse menos culpables por sus devaneos con otras mujeres. Las tres se echaron a reír porque era verdad.
—Yo quiero a mi marido —dijo Julia, pero lleva un mes rodando una película en Tahití y sé que no está en la playa, masturbándose; pero como a mí no me da la gana de pasarme un mes en Tahití, o folla con la protagonista de la película o lo hace con las estrellas de allí.
—Cosa que también haría aunque tú estuvieras en Tahití —dijo Loretta.
—Pues aunque mi marido tiene menos esperma que una hormiga macho —dijo Joan en tono nostálgico, su polla parece un palo. ¿Cómo es posible que sólo descubra actrices y no actores? Sus pruebas cinematográficas consisten en averiguar que pedazo de su polla se pueden tragar las aspirantes.
Las tres estaban ya un poco achispadas. Creían que el vino no tenía calorías.
—No podemos reprocharles nada a nuestros maridos —dijo Loretta con convicción. Las mujeres más guapas del mundo se lo enseñan. No tienen escapatoria. ¿Por qué tenemos nosotras que sufrir por eso? A la mierda con las tarjetas de crédito, vamos a divertirnos un poco.
Y se entregaron a su sagrado ritual de una noche al mes. Cuando sus maridos no estaban, cosa que ocurría muy a menudo, se buscaban aventuras de una noche.
Y como casi todos los norteamericanos las hubieran reconocido, se veían obligadas a disfrazarse, lo cuál no les era muy difícil. Utilizaban pelucas para cambiar el estilo y el color del pelo, se maquillaban y se hacían los labios más carnosos o más delgados, vestían como las mujeres de la clase media y rebajaban un poco su belleza, aunque no importaba demasiado pues, como actrices que eran, podían ser extraordinariamente encantadoras cuando querían. Y disfrutaban interpretando aquel papel. Les gustaba que hombres de todas clases desnudaran sus corazones ante ellas con la esperanza de llevárselas a la cama, cosa que amenudo conseguían. Muchas veces se llevaban agradables sorpresas sinceros ofrecimientos de matrimonio de verdadero amor; hombres que compartían con ellas su dolor porque pensaban que jamás volverían a verlas y que las admiraban por sus innatos encantos y no por su categoría social. Les encantaba variar de personalidad. A veces eran tétris informáticas de vacaciones, otras veces eran enfermeras con el día libre, especialistas en ortodoncia o asistentes sociales. Y se preparaban para sus papeles leyendo todo lo que podían acerca de nuevas profesiones. A veces se hacían pasar por secretarias del bufete de algún abogado del mundo del espectáculo de Los Ángeles y revelaban escándalos sobre sus propios maridos o sobre algunos actores amigos suyos. Se lo pasaban muy bien pero siempre salían de la ciudad pues Los Ángeles era un lugar demasiado peligroso en el que hubieran podido tropezarse con amigos que las hubieran reconocido fácilmente a pesar de sus disfraces. Descubrieron que San Francisco también era peligroso. Algunos gays adivinaban su identidad a primera vista, de manera que Las Vegas se convirtió en su lugar preferido.
Dante las había conocido en el Club Lounge del Xanadú, donde los agotados jugadores se tomaban un descanso mientras escuchaban la música de la orquesta o presenciaban la actuación de un humorista o de una cantante. Al principio de su carrera, Loretta había actuado allí. No se podía bailar. El hotel quería que sus clientes regresaran enseguida a las mesas despues del descanso.
Dante se había fijado en ellas por su alegría y su natural encanto, y ellas se habían fijado en él porque lo habían visto jugar elevadas cantidades de dinero con crédito ilimitado. Después de tomar unas copas, Dante las acompañó a la ruleta y les entregó a cada una de ellas un montón de fichas por valor de mil dólares. Les encantó su sombrero y las exageradas muestras de cortesía de que le hacían objeto los crupieres y el director de la sala, y también su taimada manera de seducir, acompañada en algunas ocasiones por un toque de humor perverso. El ingenio de Dante era vulgar y hasta un tanto estremecedor a veces. Su extravagante manera de jugar las entusiasmaba. Ellas eran muy ricas y manejaban ingentes sumas de dinero, pero el de Dante era en efectivo y eso tenía una magia especial. Gastaban decenas de miles de dólares en un solo día en Rodeo Drive, pero recibían a cambio bienes muy valiosos. Al ver que Dante firmaba un marcador de cien mil dólares se quedaron boquiabiertas de asombro, a pesar de que sus maridos les compraban coches que valían mucho más. Pero Dante derrochaba el dinero.
No siempre se acostaban con los hombres que elegían, pero aquella noche, cuando fueron al lavabo, discutieron sobre cuál de ellas se quedaría con Dante. Julia suplicó a sus amigas que se lo cedieran porque tenía el capricho de mearse en su extraño sombrero. Joan y Loretta se lo cedieron.
Joan esperaba ganar cinco o diez mildólares. No los necesitaba, pero era dinero en efectivo, de verdad.. Loretta en cambio no se sentía tan atraída por Dante como sus amigas. Su vida en un cabaret de Las Vegas la había vacunado en parte contra semejantes personajes. Estaban demasiado llenos de sorpresas, la mayoría desagradables.
Habían alquilado una suite de tres dormitorios en el Xanadú. Siempre iban juntas en sus salidas, en parte por motivos de seguridad y en parte para poder contarse chismes sobre sus aventuras. Tenían por norma no pasar toda la noche con los hombres que elegían.
Julia acabó quedándose con Dante, que no tuvo voz ni voto en el asunto a pesar de que hubiera preferido a Loretta. No obstante, Dante se empeñó en que Julia acudiera a su suite situada en el piso inmediatamente inferior, justo debajo de la que ellas ocupaban.
—Después te acompañaré a tu suite —le dijo él fríamente. Sólo podremos estar juntos una hora. Mañana tengo que levantarme muy temprano.
Fue entonces cuando Julia se dio cuenta de que las había tomado por unas putas a ratos perdidos.
—Sube tú a mi suite —le dijo ella. Yo te acompañaré después a la tuya.
—Tus amiguitas están muy cachondas. ¿Quién me dice a mí que no os echaréis todas encima y me violaréis? Soy un tipo muy bajito.
Sus explicaciones le hicieron tanta gracia que ésta accedió a bajar a su suite. No se percató de su astuta sonrisa. Por el camino le dijo en tono burlón:
—Quiero mearme en tu sombrero. Dante replicó con la cara muy seria:
—Si a ti te divierte, a mí también.
Una vez en la suite no perdieron el tiempo con charlas intrascendentes. Julia arrojó el bolso sobre el sofá, se bajó la parte superior del vestido y dejó al descubierto sus pechos, que eran lo más destacado de su figura, pero al parecer Dante era una excepción un hombre que no sentía el menor interés por los pechos.
Dante la acompañó al dormitorio y le quitó el vestido y la ropa interior. Cuando ella ya estaba en cueros, se desnudó. Julia vio que tenía un pene corto, rechoncho e incircunciso.
—Tendrás que ponerte un condón —le dijo.
Dante la arrojó sobre lá cama. Julia era una mujer fuerte, pero él la levantó y la arrojó sobre la cama sin el menor esfuerzo, Después se situó a horcajadas sobre ella.
—Que te pongas un condón —dijo Julia. Hablo en serio. Inmediatamente hubo una explosión de luz en su cabeza y se dio cuenta de que él la había abofeteado con tal fuerza que estuvo a punto de perder el sentido. Trató de apartarse, pero Dante poseía una fuerza increíble pese a ser tan bajito. Julia recibió el impacto de otras dos bofetadas que le calentaron las mejillas y le provocaron dolor de dientes. Luego sintió que él la penetraba. Sus acometidas sólo duraron unos cuantos segundos. Después se desplomó encima de ella.
Cuando estaban todavía entrelazados, él empezó a darle la vuelta. Julia vio que aún conservaba la erección y se dio cuenta de que pretendía realizar una penetración anal.
—Es algo que me vuelve loca —le dijo, pero tengo que ir por la vaselina que guardo en el bolso.
Dante la dejó deslizarse debajo de su cuerpo y ella se dirigió a la sala de estar. Él se plantó en la puerta del dormitorio. Ambos estaban desnudos y él seguía con la erección.
Julia rebuscó en su bolso y, de repente, con un teatral floreo, sacó una pequeña pistola plateada. Era un objeto de una película que había interpretado y siempre había soñado con utilizarla en una situación de la vida real. Apuntó a Dante, adoptó la posición ligeramente agachada que le habían enseñado en la película y dijo:
Ahora me voy a vestir y me iré. Si intentas impedírmelo, disparo.
Dante estalló en una alegre carcajada, pero Julia observó con satisfacción que el miembro se le había aflojado de golpe.
Estaba disfrutando, a tope con la situación. Se imaginaba ya lo mucho que se iba a reír en la suite del piso de arriba con Joan y Loretta cuando les contara lo ocurrido. Hizo acopio de valor y le pidió el sombrero para poder mearse en él.
Dante volvió a sorprenderla. Empezó a acercarse poco a poco. Es de un calibre tan pequeño —le dijo sonriendo que no podrías detenerme, a menos que tuvieras la suerte de dispararme en la cabeza. Nunca uses una pistola pequeña. Me podrías meter tres balas en el cuerpo, pero después yo te estrangularía. Además, no la sostienes como es debido, no es necesario que te agaches, no tiene retroceso. Lo más probable es que ni siquiera me alcanzaras porque esos cacharros no son muy precisos, así que será mejor que la arrojes al suelo y que lo discutamos. Después te podrás marchar.
Al ver que Dante seguía acercándose a ella, Julia arrojó la pistola al sofá. Dante cogió el arma y la examinó, sacudiendo la cabeza.
—Una pistola de juguete —dijo. Es la mejor manera de que te maten. Sacudió la cabeza con afectuosa expresión de reproche. Si fueras una puta de verdad, eso sería una pistola de verdad, así que dime quién eres.
La empujó hacia el sofá y la inmovilizó con las piernas, comprimiéndole el pubis con los dedos de los pies. Después abrió su bolso y esparció el contenido sobre la mesita. Rebuscó en los compartimíentos del bolso y sacó el billetero, las tarjetas de crédito y el carnet de conducir. Lo estudió todo detenidamente y esbozó una sonrisa de complacencia.
—Quítate esa peluca —le dijo. Alargó la mano para coger un tapete y le limpió el maquillaje del rostro.
—¡Coño! —exclamó; pero si eres Julia Deleree. Estoy follando con una estrella del cine. Soltó otra carcajada. Puedes mearte en mi sombrero cuando quieras. Los dedos de sus pies estaban hurgando en su entrepierna. De pronto la levantó del sofá. No tengas miedo —le dijo, besándola. Después la volvió de espaldas y la empujó para doblarla sobre el respaldo del sofá, con los pechos colgando y las nalgas elevadas hacia él.