El Último Don (38 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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Finalmente, el Don sacudió la cabeza y dijo:

Pippi, lo has organizado todo muy bien, como siempre, Pero puedes estar tranquilo. Nunca tendrás que volver a trabajar con Dante, aunque debes comprender que Dante es el único hijo de mi hija. Giorgio y yo tenemos que hacer todo lo que podamos por él. Ya sentará la cabeza.

Cross de Lena, sentado en la terraza de su suite del último piso del hotel Xanadú, examinó los peligros de la acción que estaba a punto de emprender. Desde aquel privilegiado mirador podía contemplar toda la longitud del Strip, la sucesión de hoteles casino de lujo a ambos lados y el gentío que ocupaba la calle. Podía ver también a los jugadores del campo de golf, tratando supersticiosamente de hacer un hoyo determinado para asegurarse más tarde la victoria en las mesas de juego.

Primer peligro: en la operación de Boz adoptaría una decisión muy importante sin consultar con la familia Clericuzio. Cierto que él era el barón administrativo del Distrito del Oeste en el que estaban incluidas Nevada y toda la zona sur de California. Cierto también que los barones actuaban de manera independiente en muchos lugares y no estaban directamente a las órdenes de la familia Clericuzio aunque estuvieran obligados a untarle con un porcentaje de sus ganancias. Pero las normas eran muy estrictas. Ningún barón o brulione podía embarcarse en una operación de semejante magnitud sin la aprobación de los Clericuzio.

Por una razón muy sencilla. En caso de que un barón lo hiciera y se metiera en un lío, no recibiría la menor ayuda ni durante el juicio ni en la sentencia. Además no sólo no podría contar con ningún apoyo en caso de que algún jefe de su territorio empezara a desarrollar su influencia, sino que además su dinero no sería blanqueado ni guardado para su vejez. Cross sabía que hubiera tenido que entrevistarse con Giorgio y el Don para pedir su visto bueno.

La operación podía ser muy delicada. Además para financiarla tendría que utilizar una parte del cincuenta y uno por ciento del capital del Xanadú que había heredado de Gronevelt. El dinero era suyo, por supuesto, pero era un dinero que estaba aliado con los intereses ocultos que los Clericuzio tenían en el hotel. Y era un dinero que le habían ayudado a ganar los Clericuzio. Los Clericuzio tenían el curioso y hasta humano prurito de interesarse personalmente por la suerte de sus subordinados, y lamentarían que él hubiera hecho aquella inversión sin pedirles consejo. Aquel prurito, que carecía de fundamento legal, era una reminiscencia de la época medieval ningún barón podía vender su castillo sin el consentimiento del rey.

La magnitud de la inversión era un factor muy importante. Cross había heredado el cincuenta y uno por ciento de Gronevelt, y el Xanadú estaba valorado en mil millones de dólares. Pero él se jugaría cincuenta millones e invertiría otros cincuenta, por un total de cien millones. El riesgo económico era enorme, y los Clencuzio, eran notoriamente prudentes y conservadores; cosa obligada para poder sobrevivir en el mundo en el que se movían.

Cross recordó otra cosa. Tiempo atrás, cuando las familias Santadio y Clericuzio mantenían buenas relaciones, habían tratado de introducirse en la industria del cine pero habían fracasado. Una vez aplastado el imperio de los Santadio, Don Clericuzio había ordenado que se suspendieran todos los intentos de infiltración en la industria cinematográfica.

—Esa gente es demasiado lista —había dicho el Don, y no tiene miedo porque los beneficios son muy altos. Tendríamos que matarlos a todos y después no sabríamos cómo llevar el negocio. Eso es más complicado que las drogas.

—No
, —pensó Cross. Si pidiera permiso se lo negarían, y entonces no podría hacer nada. Una vez consumados los hechos haría penitencia y permitiría que los Clericuzio untaran en sus ganancias. El éxito disculpaba a menudo los pecados más desvergonzados. Y si fracasara, lo más probable era que ya estuviera perdido para siempre, tanto si contaba con la aprobación de los Clericuzio como si no, lo cual lo llevaba a la duda final.

¿Porqué lo hacía? Pensó en Gronevelt. Guárdate de las mujeres en apuros. Había conocido a muchas mujeres en apuros y las había dejado en poder de los tiburones. Las Vegas estaba llena de mujeres en apuros.

Pero él sabía por qué lo hacía. Ansiaba poseer la belleza de Athena Aquitane. No sólo el encanto de su rostro, sus ojos, su cabello, sus piernas o sus pechos sino también la inteligencia y el calor de su mirada, los huesos de su rostro o la delicada curva de sus labios. Le parecía que si pudiera conocerla y estar en su presencia, todo el mundo adquiriría una luz distinta y el sol daría otro calor. Recordaba el océano a su espalda, las verdes olas rematadas por las blancas cabrillas enmarcándole la cabeza como una aureola. Y pensaba en su madre: Athena era la mujer que su madre hubiera deseado ser.

De súbito sintió el anhelo de verla, de estar con ella, de escuchar su voz y contemplar sus movimientos. mierda! pensó. ¿Es eso por lo que quiero hacerlo?

Lo admitió, y se alegró de haber comprendido finalmente el verdadero motivo de sus acciones. Se sentía más fuerte y más concentrado. De momento, el principal problema era de carácter operativo. No tenía nada que ver con Athena ni con los Clericuzio. El problema más difícil era Boz Skannet, un problema que se tenía que resolver con la mayor rapidez posible.

Cross sabía que se había situado en una posición demasiado vulnerable, lo cual suponía una complicación más. Era peligroso beneficiarse públicamente en caso de que le ocurriera algo a Skannet.

Cross eligió a las tres personas que necesitaría para la operación. La primera de ellas era Andrew Pollard, el propietario de la Pacific Ocean Security, que ya estaba metido en todo aquel jaleo. La segunda era Lia Vazz el guardés del pabellón de caza que tenían los Clericuzio en las montañas de Nevada. Lia tenía a sus órdenes a un grupo de hombres que también eran guardeses pero cumplían unas tareas especiales. Y la tercera era Leonard Sossa, un falsificador retirado que servía a la família en distintos cometidos. Los tres estaban bajo el control de Cross de Lena en su calidad de bruglione del Oeste.

Dos días más tarde, Andrew Pofiard recibió una llamada de Cross de Lena.

—Tengo entendido que estás trabajando muy duro —dijo Cross. ¿Qué tal unas pequeñas vacaciones en Las Vegas? Te ofrezco servicios gratuitos de habitación, comida y bebida. Traete a tu mujer. Y si te aburres, sube a mi despacho a charlar un rato conmigo.

—Gracias —contestó Pollard, pero ahora mismo estoy muy ocupado. ¿Qué te parece la semana que viene?

—Me parece muy bien —contestó Cross, pero la semana que viene yo no estaré en la ciudad y no podré verte.

—Pues entonces voy mañana —dijo Pollard.

—Estupendo —dijo Cros, y colgó el aparato.

Pollard se reclinó contra el respaldo de su asiento, pensativo.

La invitación había sido una orden. Tendría que caminar sobre la cuerda floja.

Leonard Sossa disfrutaba de la vida como sólo podía hacerlo un hombre salvado de una terrible condena a muerte. Disfrutaba al amanecer y disfrutaba al anochecer. Disfrutaba de la hierba y de las vacas que se la comían, de la contemplación de las bellas mujeres, los confiados jóvenes y los niños inteligentes. Disfrutaba de un pedazo de pan, un vaso de vino y una loncha de queso.

Veinte años atrás, el FBI lo había detenido por haber falsificado billetes de cien dólares por cuenta de la ya extinta familia Santadio. Sus compinches se habían declarado culpables y lo habían delatado. Entonces él creyó que la flor de su virilidad se marchitaría en la cárcel. La falsificación de moneda era un delito mucho más grave que la violación, el asesinato o el incendio intencionado. La falsificación de moneda era un ataque a la misma maquinaria del Estado. En cambio, cuando uno cometía otros delitos, era un simple negro que tomaba un bocado de la carroña de la enorme bestia que integraba la fungible cadena humana. No esperaba compasión, y no la obtuvo. Leonard Sossa fue condenado a veinte años de prisión, pero sólo cumplió uno. Un compañero de cárcel asombrado ante sus habilidades con la tinta, el lápiz y la pluma lo reclutó para la familia Clerícuzio.

De repente tuvo un nuevo abogado. De repente tuvo un médico de fuera de la cárcel al que no conocía de nada. De repente se celebró una vista en la que se declaró que su capacidad mental se había deteriorado hasta el punto de quedar reducida a la de un niño, por cuyo motivo ya no constituía ninguna amenaza para la sociedad. De repente Leonard Sossa se convirtió en un hombre libre al servicio de la familia Clericuzio.

La familia necesitaba un falsificador de primera, no para moneda de curso legal, pues sabía perfectamente que la falsificación de moneda era un delito imperdonable para las autoridades, sino, para tareas mucho más importantes. En las montañas de papeleo que pasaban por las manos de Giorgio, referentes a distintas empresas nacionales e internacionales, documentos legales firmados por inexistentes empleados de empresas y depósitos y retiradas de elevadas sumas de dinero, se necesitaban muchas firmas e imitaciones de firmas. Con el paso del tiempo, Leonard sirvió también para otras cosas.

El hotel Xanadú utilizó con gran provecho sus habilidades. Cuando moría un gran jugador que tenía marcadores en la caja, Sossa firmaba por valor de otro millón de dólares. Los herederos del difunto no pagaban los marcadores, como es natural, pero esa suma se podía deducir como pérdida en el pago de impuestos del Xanadú. Tal circunstancia se daba con más frecuencia de lo que hubiera sido natural. Al parecer, el índice de mortalidad entre amantes de la buena vida era muy elevado. Lo mismo se hacía con los grandes jugadores que se negaban a pagar sus deudas o pretendían reducir los dólares a diez centavos.

Leonard Sossa percibía por todo ello cien mil dólares al año. Le estaba prohibido dedicarse a cualquier otra clase de trabajo, especialmente a la falsificación de moneda, lo cual encajaba perfectamente con la política general de la familia. Los Clericuzio habían promulgado un edicto por el cual se prohibía a todos los miembros de la familia las prácticas de la falsificación. Se trataba de unos delitos sobre los que recaía todo el peso de los cuerpos de seguridad del Estado, y no merecía la pena correr aquel riesgo a cambio de los beneficios que se obtenían.

Durante veinte años, Sossa había disfrutado por tanto de la vida de artista en una casita situada en el Topanga Canyon, cerca de Malibú. Tenía un pequeño jardín, una cabra, un gato y un perro. Pintaba durante el día y bebía durante la noche. En el vivían muchas chicas de costumbres liberales y colegas del pintor.

Sossa sólo bajaba del cañón para comprar en Santa Mónica, o cuando la familia Clericuzio requería sus servicios, lo cual ocurriría un par de veces al mes, por espacio de unos pocos. Cumplía la tarea que le encomendaban y nunca hacía preguntas. Era un valioso soldado de la familia Clericuzio. Cuando se presentó un vehículo para recogerlo y el conductor le dijo que tomara sus herramientas y un poco de ropa para unos cuantos días, Sossa dejó la cabra el gato y el perro sueltos en el cañón y cerró la puerta de su casa. Los animales ya se las arreglarían solos; al fin y al cabo no eran niños. No es que no los quisiera, los animales tenían una esperanza de vida muy breve, sobre todo allí en el cañón, y él ya estaba acostumbrado a perderlos. El tiempo transcurrido en la cárcel había convertído a Leonard Sossa en realista, y su inesperada puesta en libertad lo había transfomado en un optímista.

Lia Vazzi, el guardés del pabellón de caza de la familia Clericuzio en las montañas de la Sierra Nevada, había llegado a Estados Unidos cuando sólo tenía treinta años, y era el hombre más buscado de Italia. En los diez años transcurridos desde entonces había aprendido a hablar inglés sin apenas deje, y sabía leer y escribir bastante bien. En Sicilia era miembro de una de las más ilustradas y poderosas familias de la isla.

Quince años atrás había sido el jefe de la Mafia en Palermo, uno de los más importantes hombres
cualificados
, pero se le había ido la mano.

En Roma el Gobierno había nombrado a un magistrado especial con poderes extraordinarios para acabar con la Mafia de Sicilia. El magistrado llegó a Palermo con su mujer y sus hijos, protegido por soldados del Ejército y una horda de policías. Inmediatamente pronunció un encendido discurso, prometiendo no tener la menor compasión con los criminales que durante siglos habían dominado la bella isla de Sicilia. Había llegado el momento de que se impusiera la ley y de que el destino de Sicilia lo decidieran los representantes elegidos por el pueblo de Italia y no aquellos ignorantes bandidos con sus vergonzosas sociedades secretas. Vazzi se tomó el insulto como una afrenta personal.

El magistrado especial estaba fuertemente custodiado las veinticuatro horas del día mientras cumplía su cometido de escuchar las declaraciones de los testígos y dictar órdenes de detención. La sala de justicia era su fortaleza, y su casa estaba rodeada por un cordón de soldados del Ejércíto. Era aparentemente inexpugnable. Sin embargo, al cabo de tres meses, Vazzi averiguó el itinerario que seguía el magistrado, el cual se había mantenido en secreto en previsión de ataques por sorpresa.

El magistrado solía desplazarse a las localidades más importantes de Sicilia para recoger pruebas y dictar órdenes de detención. Un día tenía previsto regresar a Palermo para recibir una medalla en reconocimiento de los heroicos esfuerzos que estaba llevando a cabo para librar a la isla del azote de la Mafia. Lia Vazzi y sus hombres colocaron una mina en un pequeño puente que el magistrado tenía que cruzar. El magistrado y sus guardias volaron por los aires y quedaron reducidos a unos trozos tan minúsculos que los restos tuvieron que sacarse del agua con cedazos.

El Gobierno de Roma, enfurecido, replicó con registros masivos en busca de los responsables, y Vazzi tuvo que pasar a la clandestinidad. A pesar de que el Gobierno carecía de pruebas, Vazi sabía que era preferíble morír que caer en sus manos.

Resultó que cada año los Clericuzio enviaban a Pippi de Lena a Sicilia para que reclutara hombres para el Enclave del Bronx, soldados para la familia Clericuzio. El Don fundamentaba su fe que los sicilianos, con su secular tradición de la omertá, eran los únicos de quienes se podía estar seguro de que no se convertirían en traidores. Los jóvenes de Estados Unídos eran demasiado blandos, frívolos y vanidosos, y podían convertirse fácilmente en confidentes de los implacables fiscales de distrito que a tantos bruglioni estaban enviando a la cárcel. La omertá, como filosofía, era muy sencilla. Su quebrantamiento era un pecado mortal. Consistía en revelar a la policía cualquier cosa que pudiera perjudicar a la Mafia. Si un clán rival de Mafia asesinaba a tu padre delante de tus ojos, estaba prohibido que informaras a la policía. Si te pegaban un tiro y caías herido muerto al suelo, no podías informar a la policía. Si te robaban la mula, la cabra, las joyas, no podías presentar una denuncia en la comisaría. Las autoridades eran el Gran Satanás al que un verdad siciliano no podía recurrir jamás. La familia y la Mafia eran los vengadores.

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