En uno de aquellos desayunos, que en el mundillo del cine se llamaban
desayunos de poder
, en el Polo Lounge del Hotel Beverly Hills, Claudia Bobby Bantz y Skippy Deere tuvieron oportunidad de conocer finalmente a Ernest Vail. Claudia se asombró de la discrepancia entre los libros de Vail y su aspecto físico, pero sobre todo se asombró de su estupidez.
Durante aquel desayuno, Emest Vail dio la impresión de ser el hombre más feliz del mundo. Sus novelas le habían granjeado el aplauso de la crítica y unas elevadas aunque no excesivas ganancias. De repente su último libro se había convertido en un gran éxito de ventas, y los Estudios LoddStone iban a hacer la versión cinematográfica. Vail había escrito el guión, y ahora Bobby Bantz y Skippy Deere le estaban diciendo que era maravilloso. Para asombro de Claudia, Emest Vail se estaba tragando sus elogios como una estrella aspirante durante una audición. ¿Qué demonios pensaba Vail que estaba haciendo ella en aquella reunión? Pero lo que más la consternó fue el hecho de que aquellos hombres fueran el mismo Bantz y el mismo Deere, que la víspera le habían dicho que el guión era una pura mierda. No con intención de ser crueles, y ni siquiera en tono peyorativo. Una pura mierda era simplemente algo que no funcionaba.
Claudia no se sorprendió de la vulgaridad del aspecto de Vail, porque a fin de cuentas también ella había sido vulgar hasta que su belleza floreció de repente gracias al bisturí de un cirujano. Se sintió incluso ligeramente cautivada por su credulidad y entusiasmo.
—Ernest —le dijo Bantz, le vamos a pedir a Claudia que te eche una mano. Es una técnica extraordinaria, la mejor del sector, y va a convertir el guión en una película fabulosa. Ya estoy aspirando el perfume del éxito, y recuerda que tú percibirás el diez por ciento de los beneficios netos.
Claudia se dio cuenta de que Ernest Vail se había tragado el anzuelo. El pobre desgraciado ni siquiera sabía que el diez por ciento de los beneficios netos era el diez por ciento de nada.
Vail pareció agradecer sinceramente el ofrecimiento de ayuda.
—Seguro que me enseñará muchas cosas. Escribir guiones es mucho más divertido que escribir libros, pero es una novedad para mí —contestó.
Skippy Deere le dijo en tono tranquilizador:
—Ernest, tú tienes una habilidad natural. Eso te puede reportar un montón de trabajo. Y te puedes hacer rico sólo con esa película, sobre todo si es un éxito, y más aún si gana un premio de la Academia.
Claudia estudió a los hombres. Dos pícaros y un tonto, un terceto nada insólito en Hollywood, pero tampoco ella era muy lista al principio. ¿Acaso Skippy Deere no la había jodido en sentido literal y figurado? Sin embargo no podía por menos que admirar a Skippy. Parecía totalmente sincero.
Claudia sabía que el proyecto estaba tropezando con graves dificultades y que el incomparable Benny Sly ya estaba trabajando a su espalda para convertir al héroe intelectual de Vail en una caricatura a medio camino entre James Bond, Sherlock Holmes y Casanova. Del libro de Vail no quedarían más que los huesos.
Sólo por compasión accedió Claudia a cenar aquella noche con Ernest Vail para organizar su colaboración en el guión cinematográfico. Uno de los requisitos de la colaboración consistía en evitar cualquier relación de tipo romántico, cosa que ella conseguía presentándose a las sesiones de trabajo de la manera menos atractiva posible. Los idilios siempre la distraían cuando trabajaba.
Para su sorpresa, los dos meses que pasaron trabajando juntos dieron lugar a una amistad duradera. El mismo día en que los apartaron del proyecto se fueron juntos a Las Vegas. A Claudia siempre le había gustado el juego, y Vail tenía el mismo vicio. En Las Vegas lo presentó a su hermano Cross, y se sorprendió de que congeniaran tan bien ya desde el principio. No tenían nada en común que justificara su amistad. Erest era un intelectual que no sentía el menor interés por los deportes, y menos aún por el golf. Cross llevaba años sin leer un libro.
Sus relaciones con Ernest Vail fueron distintas. A pesar de ser un famoso novelista, no tenía el menor poder en Hollywood. Tampoco se desenvolvía bien en sociedad, y más bien despertaba antipatías. Los artículos que publicaba en las revistas se referían a delicadas cuestiones nacionales y eran siempre políticamente incorrectos; pero por una curiosa ironía tenían el arte de provocar las iras de todos los sectores. Se burlaba del sistema democrático norteamericano. Cuando escribía sobre el feminismo, afirmaba que las mujeres siempre estarían sometidas a los hombres hasta que fueran físicamente iguales a ellos, y aconsejaba a las feministas que organizaran grupos de adiestramiento paramilitar. A propósito de los problemas raciales, había escrito un ensayo sobre el lenguaje en el que insistía en que los negros se llamaran personas de color ya que el término negro solía utilizarse en sentido peyorativo, negros pensamientos, más negro que la boca de un lobo, trabajar como un negro, señalando que el término siempre tenía una connotación negativa, salvo en la frase un sencillo vestidito negro.
Pero después provocaba la airada reacción de todo el mundo al proponer que todas las razas mediterráneas se designaran con la expresión de personas de colór, incluyendo a los italianos, los españoles y los griegos, por supuesto.
Al hablar de las clases sociales decía que los ricos tenían que ser crueles y actuar a la defensiva, y que los pobres tenían que convertirse en delincuentes, para poder luchar contra las leyes que promulgaban los ricos para proteger su dinero. Y afirmaba que la beneficencia era un soborno necesario para evitar la revolución de los pobres. Sobre la religión decía que se la hubiera tenido que aceptar como si fuera un medicamento.
Por desgracia nadie acababa de entender si hablaba en serio o en broma. Semejantes excentricidades no figuraban jamás en sus novelas, por lo que la lectura de sus obras no ofrecía ninguna clave.
Su colaboración con Claudia en el guión cinematográfico de la novela estableció los fundamentos de una íntima amistad. Vail era un alumno aplicado, tenía con ella toda clase de atenciones. Claudia, por su parte, apreciaba sus comentarios un tanto amargos y la seriedad con la que analizaba la situación social. Le llamaba la atención el desinterés que le inspiraba el dinero en la práctica y su preocupación por él en sentido abstracto, y también su ingenuidad a propósito de los resortes del poder en el mundo y especialmente en Hollywood. Se llevaba tan bien con él que incluso le pidió que leyera su novela. Al día siguiente se sintió halagada al verle Llegar a los estudios con toda una serie de notas a raíz de su lectura.
Al final la novela se publicó gracias a su éxito como guionista cinematográfico y a la influencia de su agente, Melo Stuart. Algunas críticas fueron ligeramente favorables, y otras se tomaron la obra a broma por el simple hecho de que su autora fuera una guionista. Pese a todo, Claudia le tenía un gran cariño a su libro. La novela apenas se vendió, y nadie se interesó por los derechos cinematográficos. Pero se había publicado. Claudia le dedicó un ejemplar a Ernest Vail. Al más grande novelista norteamericano vivo. No sirvió de nada.
—Eres una chica de suerte —le dijo Ernest. No eres una novelista sino una guionista de cine. Nunca serás novelista.
Después, sin la menor malicia y sin ánimo de burlarse de ella, Vail se pasó los treinta minutos siguientes intentando desnudar la novela para demostrarle que era una estupidez sin estructura y sin la menor profundidad en la caracterización de los personajes, y que incluso los diálogos, que eran su punto fuerte, eran horribles y tenían un ingenio absolutamente gratuito. Fue un brutal asesinato pero cometido con una lógica tan aplastante que Claudia no tuvo más remedio que reconocer la verdad.
Vail terminó con un comentario que él consideró benévolo.
—Es un libro estupendo para una chica de dieciocho años —dijo. Todos los defectos que he mencionado se pueden arreglar con la experiencia, con el simple hecho de hacerse mayor. Pero hay algo que jamás se podrá arreglar te falta lenguaje.
Al oír estas palabras, Claudia, que ya se había derrumbado, se sintió ofendida. Algunos críticos habían alabado el lirismo de su obra.
—En eso te equivocas replicó. He intentado escribir muchas frases perfectas. Y lo que más admiro en tus libros es la poesía del lenguaje.
Por primera vez, Ernest la miró sonriendo.
—Gracias —le dijo. Yo jamás he pretendido ser poético. Mi lenguaje surge de la emoción de los personajes. En cambio, la poesía de tu libro es un pegote. Y resulta completamente falsa.
Claudia estalló en sollozos.
—¿Pero quién eres tú? —dijo. Cómo puedes decir algo tan tremendamente destructivo? Cómo puedes hacer unas afirmaciones tan tajantes?
Ernest la miró, divertido.
—Mira, podrías escribir libros y morirte de hambre aunque te los publicaran. ¿Pero por qué hacerlo, siendo una genial guionista cinematográfica? En cuanto a las afirmaciones tajantes, te diré que son lo único, sobre lo cual estoy totálmente convencido. A menos que esté equivocado, claro.
—No estás equivocado, pero eres un sádico insufrible. Ernest la miró con recelo.
—Tienes buenas cualidades —le dijo. Tienes muy buen oído para los diálogos cinematográficos y eres experta en el desarrollo de las líneas argumentales. Entiendes de verdad lo que es una película. ¿Por qué quieres ser herrero en vez de mecánico de automoviles? Tú perteneces al cine, no eres una novelista.
—Ni siquiera te das cuenta de la gravedad de tus insultos —dijo Claudia mirándole con asombro.
—Pues claro que me doy cuenta replicó Vail. Pero lo hago por tu bien.
—No puedo creer que seas la misma persona que ha escrito tus libros —dijo Claudia con malicia. Nadie podría creer que los hayas escrito tú.
Ernest soltó una alegre carcajada.
—Es cierto —dijo. ¿No te parece maravilloso?
Vail mantuvo durante la siguiente semana una actitud muy circunspecta mientras seguía colaborando con Claudia en la adaptación del guión. Pensaba que la amistad ya había terminado. Al final Claudia le dijo:
—Ernest, no pongas esta cara tan seria. Te he perdonado. Incluso creo que tienes razón. ¿Pero por qué tuviste que ser tan duro conmigo? Llegué a pensar que estabas montando uno de esos números machistas a que tan aficionados sois los hombres. Pensé que pretendías humillarme para después llevarme a la cama. Pero sé que eres demasiado ingenuo para eso. Siempre hay que administrar las medicinas con un poco de azúcar.
Ernest se encogió de hombros.
—Es lo único bueno que tengo —dijo. Si no soy sincero en estas cosas, no soy nada. Además fui duro porque te aprecio sinceramente. No sabes lo poco que abundan las personas como tú.
—¿Por mi talento, por mi ingenio o por mi belleza? —preguntó Claudia sonriendo.
—No, —No, —contestó Ernest, haciendo un gesto de rechazo con la mano. Porque tienes la suerte de ser una persona feliz. Ninguna tragedia podrá hundirte jamás. Y eso no es muy frecuente. Claudia lo pensó.
—Sabes una cosa? —dijo. Eso que me has dicho es algo ofensivo. ¿Significa acaso que soy profundamente estúpida? Hizo una breve pausa. La tristeza se considera un sentimiento más elevado.
—Es cierto —dijo Ernest Vail. ¿El hecho de que yo sea una persona triste, significa que soy más sensible que tú?
Se echaron a reír. De pronto ella lo abrazó.
—Gracias por ser sincero —le dijo.
—No presumas demasiado —dijo Ernest. Como decía siempre mi madre, La vida es una caja de granadas de mano; y uno nunca sabe cuál de ellas lo enviará al otro barrio.
—Pero bueno —dijo Claudia riéndose, ¿es que siempre tienes que ponerte trágico? Nunca serás un guionista de cine, y esta frase lo demuestra.
—Pero es más verdadera —dijo Ernést.
Antes de que finalizara la colaboración, Claudia se lo llevó a la cama. Le tenía tanto aprecio que deseaba verlo desnudo para poder conversar en serio e intercambiarse confidencias.
Ernest Vail era un amante más entusiasta que experto, y también más agradecido que la mayoría de los hombres. Pero por encima de todo le encantaba hablar después del sexo, y su desnudez no le impedía soltar sus habituales sermones e inclementes opiniones. A Claudia le encantó verlo desnudo. Sin la ropa; parecía poseer la agilidad e impetuosidad de un mono, y además tenía el pecho cubierto de enmarañado vello, que también le cubría en manchas dispersas parte de la espalda. Con la misma voracidad de un mono, agarró su cuerpo desnudo como si arrancara una fruta madura de la rama de un árbol. Su apetito le hizo gracia porque él siempre disfrutaba de la inherente comedia del sexo. Además le encantaba que fuera mundialmente famoso y que ella lo hubiera visto con la cara muy seria en la televisión y le hubiera parecido un poco pedante, hablando muy engolado sobre temas de literatura, sobre el lamentable estado moral del mundo mientras sostenía en la mano una pipa que raras veces fumaba, enfundado en una profésoral chaqueta de tweed con coderas de cuero. Pero Vail resulta mucho más divertido en la cama que en la televisión, y carecía de la arrogancia propia de un actor.
Jamás se habló de verdadero amor ni de relaciones. A Claudia no le hacía falta, y Vail sólo entendía el término en sentido literario. Ambos aceptaban la diferencia de treinta años y el hecho de que no fuera precisamente un buen partido, dejando aparte su fama. No tenían nada en común salvo la literatura, tal vez la peor base que pudiera existir para fundar un matrimonio, a juicio de los dos.
Pero a Claudia le encantaba hablar con él de cine. Ernest insistía en que las películas no eran una forma de arte sino una regresión a las prehistóricas pinturas rupestres descubiertas en las cuevas. Las películas carecían de lenguaje, y puesto que el avance de la especie humana dependía del lenguaje y el cine no lo utilizaba, se trataba simplemente de un arte menor de carácter regresivo.
—O sea que la pintura no es un arte —dijo Claudia; Bach. Beethoven no son arte, Miguel Ángel no es arte. Todo eso que estás diciendo es un puro disparate.
De pronto Claudia se dio cuenta de que Vail le estaba tomando el pelo. Disfrutaba provocándola aunque siempre lo hacía después del sexo, por si acaso.
Para cuando los despidieron de su trabajo en el guión ya se habían convertido en íntimos amigos. Cuando Ernest regresó a Nueva York le regaló a Claudia una pequeña sortija asimétrica, con cuatro piedras de distinto color. No parecía muy cara pero era una valiosa pieza antigua que a él le había llevado mucho tiempo encontrar. A partir de entonces, Claudia la lució siempre, y la joya se convirtió en su amuleto.