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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (27 page)

BOOK: El sueño del celta
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«¿Por qué estos indígenas no han intentado rebelarse?», había preguntado durante la cena el botánico Walter Folie. Y añadió: «Es verdad que no tienen armas de fuego. Pero son muchos, podrían alzarse y, aunque murieran algunos, dominar a sus verdugos por el número». Roger le respondió que no era tan simple. No se rebelaban por las mismas razones que tampoco en el África lo habían hecho los congoleses. Ocurría sólo excepcionalmente, en casos localizados y esporádicos, actos de suicidio de un individuo o un pequeño grupo. Porque, cuando el sistema de explotación era tan extremo, destruía los espíritus antes todavía que los cuerpos. La violencia de que eran víctimas aniquilaba la voluntad de resistencia, el instinto por sobrevivir, convertía a los indígenas en autómatas paralizados por la confusión y el terror. Muchos no entendían lo que les ocurría como una consecuencia de la maldad de hombres concretos y específicos, sino como un cataclismo mítico, una maldición de los dioses, un castigo divino contra el que no tenían escapatoria.

Aunque, aquí, en el Putumayo, Roger descubrió en los documentos sobre la Amazonia que consultaba, que hacía pocos años hubo un intento de rebelión, en la estación de Abisinia, donde estaban los boras. Era un tema del que nadie quería hablar. Todos los barbadenses lo habían evitado. El joven cacique bora del lugar, llamado Katenere, una noche, apoyado por un grupito de su tribu, robó los rifles de los jefes y «racionales», asesinó a Barto lomé Zumaeta (pariente de Pablo Zumáeta), que en una borrachera había violado a su mujer, y se perdió en la selva. La Compañía puso precio a su cabeza. Varias expediciones salieron en su busca. Durante cerca de dos años no pudieron echarle mano. Por fin, una partida de cazadores, guiada por un indio delator, rodeó la choza donde estaba escondido Katenere con su mujer. El cacique logró escapar, pero la mujer fue capturada. El jefe Vásquez la violó él mismo, en público, y la puso en el cepo sin agua ni alimento. La tuvo así varios días. De tanto en tanto, la hacía azotar. Finalmente, una noche, el cacique apareció. Sin duda había espiado las torturas de su mujer desde la espesura. Cruzó el descampado, tiró la carabina que llevaba y fue a arrodillarse en actitud sumisa junto al cepo donde su esposa agonizaba o ya estaba muerta. Vásquez ordenó a gritos a los «racionales» que no le dispararan. El mismo le sacó los ojos a Katenere con un alambre. Luego lo hizo quemar vivo, junto con la mujer, ante los indígenas de los alrededores formados en ronda. ¿Habían ocurrido así las cosas? La historia tenía un final romántico que, pensaba Roger, probablemente había sido alterado para acercarlo al apetito de truculencia tan extendido en estas tierras cálidas. Pero, al menos, ahí quedaban el símbolo y el ejemplo: un nativo se había rebelado, castigado a un torturador y muerto como un héroe.

Apenas salió la luz del alba, abandonó la casa don de se alojaba y bajó la cuesta hacia el río. Se bañó desnudo, luego de encontrar una pequeña poza en la que se podía resistir la corriente. El agua fría le hizo el efecto de un masaje. Cuando se vistió se sentía fresco y reconfortado. Al regresar a La Chorrera se desvió para recorrer el sector donde estaban las chozas de los huitotos. Las cabañas, diseminadas entre sembríos de yuca, maíz y plátanos, eran redondas, con tabiques de madera de chonta sujetos con bejucos y protegidas con techos de hojas tejidas de yarina que llegaban al suelo. Vio a mujeres esqueléticas cargando criaturas —ninguna respondió las venias de saludo que les hizo— pero a ningún hombre. Cuando regresó a la cabaña, una mujer indígena estaba poniendo en su dormitorio la ropa que le dio a lavar el día de su llegada. Le preguntó cuánto le debía pero la mujer —joven, con unas rayas verdes y azules en la cara— lo miró sin comprender. Hizo que Frederick Bishop le preguntara qué le debía. Este lo hizo, en huitoto, pero la mujer pareció no entender.

—No le debe nada —dijo Bishop—. Aquí no circula el dinero. Además, es una de las mujeres del jefe de La Chorrera, Víctor Macedo.

—¿Cuántas tiene?

—Ahora, cinco —explicó el barbadense—. Cuan do yo trabajé aquí, tenía siete al menos. Las ha cambiado. Así hacen todos.

Se rió e hizo una broma que Roger Casement no le festejó:

—Con este clima, las mujeres se gastan muy rápido. Hay que renovarlas todo el tiempo, como la ropa.

Las dos semanas siguientes que permanecieron en La Chorrera, hasta que los miembros de la Comisión se desplazaron a la estación de Occidente, Roger Casement las recordaría como las más atareadas e intensas del viaje. Sus entretenimientos consistían en bañarse en el río, los vados o las cataratas menos torrentosas, largos paseos por el bosque, tomar muchas fotos y, tarde en la noche, alguna partida de bridge con sus compañeros. En verdad, la mayor parte del día y de la tarde la pasaba investigando, escribiendo, interrogando a la gente del lugar o intercambiando impresiones con sus compañeros.

Contrariamente a lo que éstos temían, Philip Bertie Lawrence, Seaford Greenwich y Stanley Sealy no se intimidaron ante la Comisión en pleno y la presencia de Juan Tizón. Confirmaron todo lo que le habían contado a Roger Casement y ampliaron sus testimonios, revelando nuevos hechos de sangre y abusos. A veces, en los interrogatorios, Roger veía palidecer a alguno de los comisionados como si fuera a desmayarse.

Juan Tizón permanecía mudo, sentado detrás de ellos, sin abrir la boca. Tomaba notas en pequeños cuadernos. Los primeros días, luego de los interrogatorios, intentó rebajar y cuestionar los testimonios referentes a torturas, asesinatos y mutilaciones. Pero, a partir del tercer o cuarto día, una transformación se operó en él. Permanecía callado a la hora de las comidas, apenas probaba bocado y respondía con monosílabos y murmullos cuando le dirigían la palabra. Al quinto día, mientras tomaban un trago antes de la cena, estalló. Con los ojos inyectados, se dirigió a todos los presentes: «Esto va más allá de todo lo que yo pude nunca imaginar. Les juro por el alma de mi santa madre, de mi esposa y de mis hijos, lo que más quiero en el mundo, que todo esto es para mí una absoluta sorpresa. Siento un horror tan grande como el de ustedes. Estoy enfermo con las cosas que oímos. Es posible que haya exageraciones en las denuncias de estos barbadenses, que quieran congraciarse con ustedes. Pero aun así, no hay duda, aquí se han cometido crímenes intolerables, monstruosos, que deben ser denunciados y castigados. Yo les juro que…».

Se le cortó la voz y buscó una silla donde sentar se. Estuvo mucho rato cabizbajo, con la copa en la mano. Balbuceó que Julio C. Arana no podía sospechar lo que ocurría aquí, ni tampoco sus principales colaboradores en Iquitos, Manaos o Londres. El sería el primero en exigir que se pusiera remedio a todo esto. Roger, impresionado con la primera parte de lo que les dijo, pensó que Tizón, ahora, era menos espontáneo. Y que, humano al fin y al cabo, pensaba en su situación, su familia y su futuro. En todo caso, a partir de ese día, Juan Tizón pareció dejar de ser un alto funcionario de la Peruvian Amazon Company para convertirse en un miembro más de la Comisión. Colaboraba con ellos con celo y diligencia, trayéndoles a me nudo datos nuevos. Y todo el tiempo les exigía tomar precauciones. Se había llenado de recelo, espiaba el con torno lleno de sospechas. Sabiendo lo que sucedía aquí, la vida de todos corría peligro, principalmente la del cónsul general. Vivía en continuo sobresalto. Temía que los barbadenses fueran a revelar a Víctor Macedo lo que habían confesado. Si lo hacían, no se podía descartar que este sujeto, antes de ser llevado a los tribunales o entregado a la policía, les montara una emboscada y dijera después que habían perecido a manos de los salvajes.

La situación dio un vuelco un amanecer en que Roger Casement advirtió que alguien llamaba a su puerta con los nudillos. Estaba todavía oscuro. Fue a abrir y en la abertura divisó una silueta que no era la de Frederick Bishop. Se trataba de Donal Francis, el barbadense que había insistido en que aquí reinaba la normalidad. Hablaba en voz muy baja y asustada. Había reflexionado y ahora quería decirle la verdad. Roger lo hizo entrar. Conversaron sentados en el suelo pues Donal temía que si salían a la terraza pudieran escucharlos.

Le aseguró que le había mentido por miedo a Víctor Macedo. Este lo había amenazado: si delataba a los ingleses lo que aquí pasaba, no volvería a poner los pies en Barbados y, una vez que aquéllos partieran, después de cortarle los testículos, lo ataría desnudo a un árbol para que se lo comieran las hormigas curhuinses. Roger lo tranquilizó. Sería repatriado a Bridgetown, al igual que los otros barbadenses. Pero no quiso escuchar esta nueva confesión en privado. Francis debió hablar delante de los comisionados y de Tizón.

Testimonió ese mismo día, en el comedor, donde tenían las sesiones de trabajo. Mostraba mucho miedo. Sus ojos revoloteaban, se mordía los gruesos labios y a veces no encontraba las palabras. Habló cerca de tres horas. El momento más dramático de su confesión ocurrió cuan do dijo que, hacía un par de meses, a dos huitotos que alegaban estar enfermos para justificar la cantidad ridícula de caucho que habían reunido, Víctor Macedo les ordenó a él y a un «muchacho» llamado Joaquín Piedra, atar les las manos y los pies, zambullirlos en el río y tenerlos aplastados bajo el agua hasta que se ahogaran. Entonces hizo que los «racionales» arrastraran los cadáveres albos que para que se los comieran los animales. Donal ofreció llevarlos hasta el sitio donde todavía se podían encontrar algunos miembros y huesos de los dos huitotos.

El 28 de septiembre, Casement y los miembros de la Comisión abandonaron La Chorrera en la lancha Veloz de la Peruvian Amazon Company, rumbo a Occidente. Remontaron el río Igaraparaná varias horas, hicieron esca las en los puestos de acopio de caucho de Victoria y Naimenes para comer algo, durmieron en la misma lancha y al día siguiente, luego de otras tres horas de navegación, atracaron en el embarcadero de Occidente. Los recibió el jefe de la estación, Fidel Velarde, con sus ayudantes Manuel Torrico, Rodríguez y Acosta. «Todos tienen caras y actitudes de matones y forajidos», pensó Roger Casement.

Iban armados con pistolas y carabinas Winchester. Seguramente siguiendo instrucciones, se mostraron obsecuentes con los recién llegados. Juan Tizón, una vez más, les pidió prudencia. De ningún modo debían revelar a Velarde y sus «muchachos» las cosas que habían averiguado.

Occidente era un campamento más pequeño que La Chorrera y cercado por una empalizada de cañas de madera afiladas como lanzas. «Racionales» armados con carabinas cuidaban las entradas.

—¿Por qué está tan protegida la estación? —preguntó Roger a Juan Tizón—. ¿Esperan un ataque de los indios?

—De los indios, no. Aunque nunca se sabe si va a aparecer un día otro Katenere. Más bien de los colombianos, que codician estos territorios.

Fidel Velarde tenía en Occidente 530 indígenas, la mayoría de los cuales estaba ahora en el bosque, recogiendo caucho. Traían lo recolectado cada quince días y luego volvían a internarse en la selva otras dos semanas. Aquí se quedaban sus mujeres e hijos, en un poblado que se extendía por las laderas del río, fuera de la empalizada. Velarde añadió que los indios ofrecerían esa tarde a los «amigos visitantes» una fiesta.

Los llevó a la casa donde se alojarían, una construcción cuadrangular montada sobre pilotes, de dos pisos, con puerta y ventanas cubiertas por enrejados para los mosquitos. En Occidente el olor a caucho que salía de los depósitos e impregnaba el aire era tan fuerte como el de La Chorrera. Roger se alegró al descubrir que, aquí, dormiría en una cama en vez de una hamaca. Un camastro, más bien, con un colchón de semillas, en el que al menos podría mantener una postura plana. La hamaca había agravado sus dolores musculares y sus desvelos.

La fiesta tuvo lugar a comienzos de la tarde, en un claro vecino al poblado huitoto. Un enjambre de indígenas había acarreado mesas, sillas y ollas con comida y bebidas para los forasteros. Los esperaban, formados en círculo, muy serios. El cielo estaba despejado y no se percibía la menor amenaza de lluvia. Pero a Roger Casement ni el buen tiempo ni el espectáculo del Igaraparaná hendiendo la llanura de espesos bosques y zigzagueando a su alrededor consiguió alegrarlo. Sabía que lo que iban a presenciar sería triste y deprimente. Tres o cuatro decenas de indios e indias —aquéllos muy viejos o niños y éstas en general bastante jóvenes—, desnudos algunos y otros embutidos en la cushma o túnica con que Roger había visto a muchos indígenas en Iquitos, bailaron, formando una ronda, al compás de los sonidos del manguaré, tambores hechos de troncos de árboles excavados, a los que los huitotos, golpeándolos con unos maderos con puntera de caucho, les arrancaban unos sonidos roncos y prolongados que, se decía, llevaban mensajes y les permitían comunicarse a grandes distancias. Las filas de danzantes tenían sonajas de semillas en los tobillos y en los brazos, que repiqueteaban con los saltitos arrítmicos que daban. A la vez canturreaban unas melodías monótonas, con un dejo de amar gura que congeniaba con sus semblantes serios, hoscos, miedosos o indiferentes.

Más tarde, Casement preguntó a sus compañeros si habían advertido el gran número de indios que tenían las espaldas, las nalgas y las piernas con cicatrices. Hubo un amago de discusión entre ellos sobre qué porcentaje de los huitotos que danzaron llevaban marcas de latigazos. Roger decía que el ochenta por ciento, Fielgald y Folk que no más del sesenta por ciento. Pero todos coincidieron en que lo que más los había impresionado era un chiquillo puro hueso y pellejo con quemaduras en todo el cuerpo y parte de la cara. Pidieron a Frederick Bishop que averiguara si esas marcas se debían a un accidente o a castigos y torturas.

Se habían propuesto descubrir en esta estación con lujo de detalles cómo operaba el sistema de explotación.

Comenzaron a la mañana siguiente, muy temprano, luego del desayuno. Apenas empezaron a visitar los depósitos de caucho, guiados por el propio Fidel Velarde, descubrieron de manera casual que las balanzas en que se pesaba el caucho estaban trucadas. Seymour Bell tuvo la ocurrencia de subirse en una de ellas, pues, como era hipocondríaco, creía haber bajado de peso. Se llevó un susto. ¡Pero, cómo era posible! ¡Había bajado cerca de diez kilos! Sin embargo, no lo sentía en su cuerpo, se le caerían los pantalones y se le escurrirían las camisas. Casement se pesó también y animó a hacerlo a sus compañeros y a Juan Tizón. Todos estaban varios kilos por debajo de su peso normal. Duran te el almuerzo, Roger preguntó a Tizón si creía que todas las balanzas de la Peruvian Amazon Company en el Putumayo estaban amañadas como las de Occidente para hacer creer a los indios que habían recolectado menos caucho. Tizón, que había perdido toda capacidad de disimulación, se limitó a encogerse de hombros: «No lo sé, señores. Lo único que sé es que aquí todo es posible».

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