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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (24 page)

BOOK: El sueño del celta
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Y más lejos si la victoria favorecía a Inglaterra. El había hecho lo que hizo, no por Alemania, sino por Irlanda. ¿No podían entenderlo hombres tan lúcidos e inteligentes como Ward, Conrad y Morel?

El patriotismo cegaba la lucidez. Alice había hecho esta afirmación en un reñido debate, en una de esas veladas en su casa de Grosvenor Road que Roger recordaba siempre con tanta nostalgia. ¿Qué había dicho exactamente la historiadora? «No debemos dejar que el patriotismo nos arrebate la lucidez, la razón, la inteligencia». Algo así. Pero, entonces, recordó el picotazo irónico que había lanzado George Bernard Shaw a todos los nacionalistas irlandeses presentes: «Son cosas irreconciliables, Alice. No se engañe: el patriotismo es una religión, está reñido con la lucidez. Es puro oscurantismo, un acto de fe». Lo dijo con esa ironía burlona que ponía siempre incómodos a sus interlocutores, porque todos intuían que, debajo de lo que el dramaturgo decía de manera bonachona, había siempre una intención demoledora. «Acto de fe», en boca de ese escéptico e incrédulo, quería decir «superstición, superchería» o cosas peores todavía. Sin embargo, ese hombre que no creía en nada y despotricaba contra todo era un gran escritor y había prestigiado las letras de Irlanda más que ningún otro de su generación. ¿Cómo se podía construir una gran obra sin ser un patriota, sin sentir esa profunda consanguinidad con la tierra de los antepasados, sin amar y emocionarse con el antiguo linaje que uno tenía a las espaldas? Por eso, puesto a elegir entre dos grandes creadores, secretamente Roger prefería a Yeats que a Shaw. Aquél sí era un patriota, había nutrido su poesía y su teatro con las viejas leyendas irlandesas y celtas, refundándolas, renovándolas, mostrando que estaban vivas y podían fecundar la literatura del presente. Un instante después se arrepintió de haber pensado así. Cómo podía ser ingrato con George Bernard Shaw: entre las grandes figuras intelectuales de Londres, pese a su escepticismo y sus crónicas contra el nacionalismo, nadie se había manifestado de manera más explícita y valiente en defensa de Roger Casement que el dramaturgo. El aconsejó una línea de defensa a su abogado que, por desgracia, el pobre Serjeant A. M. Sullivan, esa nulidad codiciosa, no aceptó, y, luego de la sentencia, George Bernard Shaw escribió artículos y firmó manifiestos a favor de la conmutación de la pena. No era indispensable ser patriota y nacionalista para ser generoso y valiente.

Haber recordado apenas por un instante a Serjeant A. M. Sullivan lo desmoralizó, le hizo revivir su juicio por alta traición en Oíd Bailey, esos cuatro días siniestros de finales de junio de 1916. No había sido nada fácil encontrar un abogado litigante que aceptara defenderlo ante el Alto Tribunal. Todos los que
maître
George Gavan Duffy, su familia y sus amigos contactaron en Dublín y en Londres se negaron con pretextos diversos. Nadie quería defender a un traidor a la patria en tiempos de guerra. Finalmente, el irlandés Serjeant A. M. Sullivan, que nunca había defendido a nadie antes en un tribunal londinense, aceptó. Exigiendo, eso sí, una elevada suma de dinero, que su herma na Nina y Alice Stopford Green debieron reunir mediante donativos de simpatizantes de la causa irlandesa. En contra de los deseos de Roger, que quería asumir abiertamente su responsabilidad de rebelde y luchador independentista y utilizar el juicio como una plataforma para proclamar el derecho de Irlanda a la soberanía, el abogado Sullivan impuso una defensa legalista y formal, evitando lo político, y sosteniendo que el estatuto de Eduardo III bajo el cual se juzgaba a Casement concernía sólo a actividades de traición cometidas en el territorio de la Corona y no en el extranjero. Las acciones que se imputaban al acusado habían te nido lugar en Alemania y, por lo tanto, Casement no podía ser considerado un traidor al Imperio. Roger nunca creyó que esta estrategia de defensa tendría éxito. Para colmo, el día que presentó su alegato, Serjeant Sullivan ofreció un espectáculo lastimoso. A poco de comenzar su exposición se fue agitando, convulsionando, hasta que, presa de una palidez cadavérica, exclamó: «¡Señores jueces: no puedo más!» y se desplomó en la sala de audiencias, desmayado. Uno de sus ayudantes debió concluir el alegato. Menos mal que Roger, en su exposición final, pudo asumir su propia defensa, declarándose un rebelde, defendiendo el Alzamiento de Semana Santa, pidiendo la independencia de su patria y diciendo que estaba orgulloso de haberla servido. Ese texto lo enorgullecía y, pensaba, lo justificaría ante las futuras generaciones.

¿Qué hora era? No había podido acostumbrarse a no saber la hora en la que estaba. Qué muros tan espesos los de Pentonville Prison, pues, por más que esforzaba sus oídos, nunca consiguió escuchar los ruidos de la calle: campanas, motores, gritos, voces, silbatos. La bulla del merca do de Islington ¿la oía de veras o la inventaba? Ya no lo sabía. Nada. Un silencio extraño, sepulcral, el de este momento, que parecía suspender el tiempo, la vida. Los únicos ruidos que se filtraban hasta su celda provenían del interior de la prisión: pasos apagados en el corredor contiguo, puertas metálicas que se abrían y cerraban, la gangosa voz del
sheriff
dando órdenes a algún carcelero. Ahora, ni siquiera del interior de Pentonville Prison le llegaba rumor alguno. El silencio lo angustiaba, le impedía pensar. Trató de retomar la lectura de la
Imitación de Cristo
, de Tomás de Kempis, pero no pudo concentrarse y volvió a poner el libro en el suelo. Intentó rezar pero la oración le resultó tan mecánica que la interrumpió. Estuvo mucho rato quieto, tenso, desasosegado, con la mente en blanco y la mirada fija en un punto del techo que parecía húmedo, como si recibiera filtraciones, hasta quedarse dormido.

Tuvo un sueño tranquilo, que lo llevó a las selvas amazónicas, en una mañana luminosa y soleada. La brisa que corría sobre el puente del barco atenuaba los estragos del calor. No había mosquitos y se sentía bien, sin el ardor en los ojos que tanto lo atormentaba en los últimos tiempos, infección que parecía invulnerable a todos los colirios y enjuagues de los oftalmólogos, sin los dolores musculares de la artritis ni el fuego de las hemorroides que a veces parecía un hierro candente en sus entrañas, ni la hinchazón de los pies. No padecía ninguno de esos malestares, enfermedades y achaques, secuelas de sus veinte años Africanos. Era joven otra vez y tenía ganas de hacer aquí, en este anchísimo río Amazonas cuyas orillas ni siquiera divisaba, una de esas locuras que había hecho tantas veces en el África: desnudarse y zambullirse desde la baranda del barco en esas aguas verdosas con gramalotes y manchas de espuma. Sentiría el impacto del agua tibia y espesa en todo el cuerpo, una sensación bienhechora, lustral, mientras se impulsaba hacia la superficie, emergía, y comenzaba a dar brazadas, deslizándose con la facilidad y la elegancia de un bufeo, al lado del barco. Desde la cubierta el capitán y algunos pasajeros le harían gestos aparatosos para que volviera a subir al barco, no se expusiera a morir ahogado o devorado por alguna yacumama, esas serpientes fluviales que tenían aveces diez metros de largo y podían deglutir a un hombre entero.

¿Estaba cerca de Manaos? ¿De Tabatinga? ¿Del Putumayo? ¿De Iquitos? ¿Remontaba o descendía el río? Qué más daba. Lo importante era que se sentía mejor de lo que recordaba en mucho tiempo, y, mientras el barco se deslizaba despacio sobre esa superficie verdosa, el run rún del motor acunando sus pensamientos, Roger repasaba una vez más lo que sería su futuro, ahora que por fin había renunciado a la diplomacia y recuperado la total libertad. Devolvería su piso londinense de Ebury Street y se iría a Irlanda. Dividiría su tiempo entre Dublín y el Ulster. No entregaría toda su vida a la política. Reservaría una hora al día, un día a la semana, una semana al mes para el estudio. Retomaría el aprendizaje del irlandés y un día sor prendería a Alice hablándole en fluido gaélico. Y las horas, días, semanas dedicadas a la política se concentrarían en la gran política, la que tenía que ver con el designio prioritario y central —la independencia de Irlanda y la lucha contra el colonialismo—, y rehuiría desperdiciar su tiempo en las intrigas, rivalidades, emulaciones de los politicastros ávidos de ganar pequeños espacios de poder, en el partido, en la célula, en la brigada, aunque para ello tuviera que olvidar e incluso sabotear la tarea primordial. Viajaría mu cho por Irlanda, largas excursiones por los
glens
de Antrim, Donegal, por el Ulster, por Galway, por lugares apartados y aislados como la comarca de Connemara y Tory Island donde los pescadores no sabían inglés y sólo hablaban en gaélico, y haría buenas migas con esos campesinos, arte sanos, pescadores que, con su estoicismo, su laboriosidad, su paciencia, habían resistido la aplastante presencia del colonizador, conservando su lengua, sus costumbres, sus creencias. Los escucharía, aprendería de ellos, escribiría en sayos y poemas sobre la gesta silenciosa y heroica de tantos siglos de esas gentes humildes gracias a las cuales Irlanda no había desaparecido y era todavía una nación.

Un ruido metálico lo sacó de ese sueño placentero. Abrió los ojos. El carcelero había entrado y le alcanzó una escudilla con la sopa de sémola y el pedazo de pan que era su cena de todas las noches. Estuvo a punto de preguntar le la hora, pero se contuvo porque sabía que no le contestaría. Deshizo el pan en pedacitos, los echó a la sopa y la tomó a espaciadas cucharadas. Había pasado otro día y tal vez el de mañana sería el decisivo.

X

La víspera de partir en el
Liberal
rumbo al Putumayo, Roger Casement decidió hablar francamente con Mr. Stirs. En los trece días que llevaba en Iquitos había tenido muchas conversaciones con el cónsul inglés, pero no se había atrevido a tocarle el tema. Sabía que su misión le había granjeado muchos enemigos, no sólo en Iquitos, en toda la región amazónica; era absurdo que, además, se indispusiera con un colega que podría serle de gran utilidad en los días y semanas siguientes si se veía en algún serio aprieto con los caucheros. Mejor no mencionarle ese escabroso asunto.

Y, sin embargo, aquella noche, mientras él y el cónsul tomaban la acostumbrada copa de oporto en la salita de Mr. Stirs, oyendo repicar al aguacero en el techo de calamina y las trombas de agua golpeando los cristales y la baranda de la terraza, Roger abandonó la prudencia.

—¿Qué opinión tiene usted del padre Ricardo Urrutia, Mr. Stirs?

—¿El superior de los agustinos? Lo he tratado poco. En general, buena. ¿Usted lo ha visto mucho estos días, no?

¿Adivinaba el cónsul que se adentraban en tierras movedizas? En sus ojitos saltones había un brillo inquieto. Su calva relucía bajo los reflejos de la lámpara de aceite que chisporroteaba en la mesita del centro de la habitación. El abanico en la mano derecha había dejado de moverse.

—Bueno, el padre Urrutia lleva apenas un año aquí y no ha salido de Iquitos —dijo Casement—. De modo que, sobre 19 que ocurre en las caucherías del Putumayo, no sabe gran cosa. En cambio, me ha hablado mu cho de otro drama humano en la ciudad.

El cónsul paladeó un sorbo de oporto. Volvió a abanicarse y Roger tuvo la sensación de que su cara redonda había enrojecido algo. Afuera, la tormenta rugía con unos truenos largos, sordos y a veces un rayo encendía un segundo la oscuridad del bosque.

—El de las niñas y niños robados a las tribus —pro siguió Roger—. Traídos aquí y vendidos por veinte o treinta soles a las familias.

El señor Stirs permaneció mudo, observándolo. Se abanicaba con furia ahora.

—Según el padre Urrutia, casi todos los sirvientes de Iquitos fueron robados y vendidos —añadió Casement. Y, mirando al cónsul fijamente a los ojos—: ¿Es así?

Mr. Stirs lanzó un prolongado suspiro y se movió en su mecedora, sin disimular una expresión de disgusto. Su cara parecía decir: «No sabe cuánto me alegro que par ta usted mañana al Putumayo. Ojalá no volvamos a vemos las caras, señor Casement».

—¿No ocurrían esas cosas en el Congo? —respondió, evasivo.

—Ocurrían, sí, aunque no de la manera generalizada de aquí. Permítame una impertinencia. Los cuatro sirvientes que usted tiene ¿los contrató o los compró?

—Los heredé —dijo, con sequedad, el cónsul británico—. Formaban parte de la casa, cuando mi antecesor, el cónsul Cazes, partió a Inglaterra. No se puede decir que los contratara porque, aquí en Iquitos, eso no se estila. Los cuatro son analfabetos y no sabrían leer ni firmar un con trato. En mi casa duermen, comen, yo los visto y, además, les doy propinas, algo que, le aseguro, no es frecuente en estas tierras. Los cuatro son libres de partir cuando les plazca. Hable con ellos y pregúnteles si les gustaría buscar trabajo en otra parte. Verá su reacción, señor Casement.

Este asintió y tomó un sorbo de su copa de oporto.

—No he querido ofenderlo —se disculpó—. Estoy tratando de entender en qué país estoy, los valores y las costumbres de Iquitos. No tengo la menor intención de que usted me vea como un inquisidor.

La expresión del cónsul era, ahora, hostil. Se abanicaba despacio y en su mirada había aprensión además de odio.

—No como un inquisidor, sino como un justicie ro —lo corrigió, haciendo otra mueca de desagrado—. O, si prefiere, un héroe. Ya le dije que no me gustan los héroes. No tome a mal mi franqueza. Por lo demás, no se haga ilusiones. Usted no va a cambiar lo que ocurre aquí, señor Casement. Y el padre Urrutia tampoco. En cierto sentido, para estos niños es una suerte lo que les ocurre. Ser sirvientes, quiero decir. Sería mil veces peor que crecieran en las tribus, comiéndose los piojos, muriendo de tercianas y cualquier peste antes de cumplir diez años, o trabajando como animales en las caucherías. Aquí viven mejor. Ya sé que este pragmatismo mío le chocará.

Roger Casement no dijo nada. Ya sabía lo que que ría saber. Y, también, que a partir de ahora probablemente el cónsul británico en Iquitos sería otro enemigo del que debería cuidarse.

—He venido aquí a servir a mi país en una tarea consular —añadió Mr. Stirs, mirando el petate de fibras del suelo—. La cumplo a cabalidad, le aseguro. A los ciudadanos británicos, que no son muchos, los conozco, los defiendo y los sirvo en todo lo que hace falta. Hago cuanto puedo por alentar el comercio entre la Amazonia y el Imperio británico. Mantengo informado a mi Gobierno sobre el movimiento comercial, los barcos que van y vienen, los inciden tes fronterizos. Entre mis obligaciones no figura combatir la esclavitud o los abusos que cometen los mestizos y los blancos del Perú con los indios del Amazonas.

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