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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (25 page)

BOOK: El sueño del celta
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—Siento haberlo ofendido, señor Stirs. No hablemos más de este asunto.

Roger se puso de pie, dio las buenas noches al dueño de casa y se retiró a su habitación. La tormenta había amainado pero aún llovía. La terraza contigua al dormitorio estaba empapada. Había un denso olor a plantas y a tierra húmeda. La noche estaba oscura y el rumor de los insectos era intenso, como si no estuvieran sólo en el bosque sino en el interior de la habitación. Con la tormenta, había caído otra lluvia: la de esos escarabajos negruzcos que llamaban vinchucas. Mañana sus cadáveres alfombrarían la terraza y, si los pisaba, crujirían como nueces y mancharían el suelo con una sangre oscura. Se desnudó, se puso el pijama y se metió en la cama, debajo del mosquitero.

Había sido imprudente, desde luego. Ofender al cónsul, un pobre hombre, acaso un buen hombre, que sólo esperaba llegar a la jubilación sin meterse en problemas, regresar a Inglaterra y sepultarse a cuidar su jardín en el cottage en Surrey que habría ido pagando a pocos con sus ahorros. Eso debería haber hecho él, y, entonces, tendría menos enfermedades en el cuerpo y menos angustias en el alma.

Recordó su violenta discusión en el
Huayna
, el barco en el que viajó de Tabatinga, la frontera entre Perú y Brasil, hasta Iquitos, con el cauchero Víctor Israel, judío de Malta, avecindado hacía muchos años en la Amazonia y con quien había tenido largos y entretenidísimos diálogos en la terraza del barco. Víctor Israel vestía de manera estrafalaria, parecía siempre disfrazado, hablaba un inglés impecable y contaba con gracia su vida aventurera que parecía salida de una novela picaresca, mientras jugaban al póquer, tomando copitas de cognac, que al cauchero le encantaban. Tenía la horrible costumbre de disparar a las garzas rosadas que sobrevolaban el barco con un pistolón de otros tiempos, pero, felizmente, rara vez acertaba. Has ta que, un buen día, Roger no recordaba a cuento de qué, Víctor Israel había hecho una apología de Julio C. Arana. El hombre estaba sacando a la Amazonia del salvajismo integrándola al mundo moderno. Defendió las «corre rías», gracias a las cuales, dijo, todavía había brazos para recolectar el caucho. Porque el gran problema de la selva era la falta de trabajadores que recogieran esa preciosa sustancia con la que el Hacedor había querido dotar a esta región y bendecir a los peruanos. Este «maná del cielo» se estaba desperdiciando por la pereza y la estupidez de los salvajes que se negaban a trabajar como recogedores del látex;; obligaban a los caucheros a ir a las tribus a traerlos a la fuerza. Lo que significaba una gran pérdida de tiempo y de dinero para las empresas.

—Bueno, ésa es una manera de ver las cosas —lo interrumpió Roger Casement, con parsimonia—. También hay otra.

Víctor Israel era un hombre alargado, delgadísimo, con mechones blancos en su gran melena lacia que le llegaba hasta los hombros. Tenía una barbita de varios días en su gran cara huesuda y unos ojitos oscuros triangulares, algo mefistofélicos, que se clavaron en Roger Casement, desconcertados. Llevaba un chaleco colorado y, encima, tirantes, así como una chalina de fantasía sobre los hombros.

—¿Qué quiere usted decir?

—Me refiero al punto de vista de los que usted llama salvajes —explicó Casement, en tono trivial, como si hablara del tiempo o los mosquitos—. Póngase en su lugar por un momento. Están allí, en sus aldeas, donde han vivido años o siglos. Un buen día llegan unos señores blancos o mestizos con escopetas y revólveres y les exigen abandonar a sus familias, sus cultivos, sus casas, para ir a recoger caucho a decenas o centenas de kilómetros, en beneficio de unos extraños, cuya única razón es la fuerza de que disponen. ¿Usted iría de buena gana a recoger el famoso látex, don Víctor?

—Yo no soy un salvaje que vive desnudo, adora a la yacumama y ahoga en el río a sus hijos si nacen con el labio leporino —repuso el cauchero, con una risotada sardónica que acentuaba su disgusto—. ¿Pone usted en un mismo plano a los caníbales de la Amazonia y a los pioneros, empresarios y comerciantes que trabajamos en condiciones heroicas y nos jugamos la vida por convertir estos bosques en una tierra civilizada?

—Tal vez usted y yo tengamos un concepto distinto de lo que es civilización, mi amigo —dijo Roger Casement, siempre con ese tonito de bonhomía que parecía irritar sobremanera a Víctor Israel.

En la misma mesa del póquer estaban el botánico Walter Folk y Henry Fielgald, en tanto que los otros miembros de la Comisión se habían tumbado en sus ha macas para descansar. Era una noche serena, tibia y una luna llena iluminaba las aguas del Amazonas con un resplandor plateado.

—Me gustaría saber cuál es su idea de la civilización —dijo Víctor Israel. Sus ojos y su voz echaban chispas. Su irritación era tanta que Roger se preguntó si el cauchero no iría de repente a sacar el arqueológico revólver que llevaba en su cartuchera y a dispararle.

—Se podría sintetizar diciendo que es la de una sociedad donde se respeta la propiedad privada y la libertad individual —explicó, con mucha calma, todos sus sentidos alertas por si Víctor Israel intentaba agredirlo—. Por ejemplo, las leyes británicas prohiben a los colonos ocupar las tierras de los indígenas en las colonias. Y prohiben también, con pena de cárcel, emplear la fuerza contra los nativos que se niegan a trabajar en las minas o en los campos. Usted no piensa que la civilización sea eso. ¿O me equivoco?

El flaco pecho de Víctor Israel subía y bajaba agitando la extraña blusa con mangas bombachas que llevaba abotonada hasta el cuello y el chaleco colorado. Tenía ambos pulgares metidos en los tirantes y sus ojitos triangulares estaban inyectados como si sangraran. Su boca abierta mostraba una hilera de dientes desiguales mancha dos de nicotina.

—Según ese criterio —afirmó, burlón e hiriente—, los peruanos tendrían que dejar que la Amazonia continuara en la Edad de Piedra por los siglos de los siglos Para no ofender a los paganos ni ocupar esas tierras con las que no saben qué hacer porque son perezosos y no quieren trabajar. Desperdiciar una riqueza que podría levantar el nivel de vida de los peruanos y hacer del Perú un país moderno. ¿Eso es lo que propone la Corona británica para este país, señor Casement?

—La Amazonia es un gran emporio de riquezas sin duda —asintió Casement, sin alterarse—. Nada más justo que el Perú las aproveche. Pero sin abusar de los nativos, sin cazarlos como animales y sin trabajo esclavo Más bien, incorporándolos a la civilización mediante es cuelas, hospitales, iglesias.

Víctor Israel se echó a reír, estremeciéndose como un muñeco de resortes.

—¡En qué mundo vive usted, señor cónsul! —exclamó, alzando sus manos de largos dedos esqueléticos de manera teatral—. Se nota que no ha visto en su vida a un caníbal. ¿Sabe a cuántos cristianos se han comido los de aquí? ¿A cuántos blancos y cholos han dado muerte con sus lanzas y dardos envenenados? ¿A cuántos les han reducido las cabezas como hacen los shapras? Ya hablaremos cuando tenga un poco más de experiencia de la barbarie.

—Viví cerca de veinte años en el África y sé algo de esas cosas, señor Israel —le aseguró Casement—. Dicho sea de paso, allí conocí a muchos blancos que pensaban como usted.

Para evitar que la discusión se agriara aún más Walter Folk y Henry Fielgald desviaron la conversación hacia temas menos espinosos. Esta noche, en su desvelo después de diez días en Iquitos entrevistando a gente d< toda condición, de anotar decenas de opiniones recogida: aquí y allá de autoridades, jueces, militares, dueños de restaurantes, pescadores, proxenetas, vagos, prostitutas y meseros de burdeles y bares, Roger Casement se dijo que la inmensa mayoría de los blancos y mestizos de Iquitos, peruanos y extranjeros, pensaban como Víctor Israel. Para ellos los indígenas amazónicos no eran, propiamente ha blando, seres humanos, sino una forma inferior y despreciable de la existencia, más cerca de los animales que de los civilizados. Por eso era legítimo explotarlos, azotarlos, secuestrarlos, llevárselos a las caucherías, o, si se resistían, matarlos como a un perro que contrae la rabia. Era una visión tan generalizada del indígena que, como decía el padre Ricardo Urrutia, nadie se asombraba de que los domésticos de Iquitos fueran niñas y niños robados y vendidos a las familias loretanas por el equivalente de una o dos libras esterlinas. La angustia lo obligó a abrir la boca y respirar hondo hasta que llegara el aire a los pulmones. Si sin salir de esta ciudad había visto y sabido estas cosas ¿qué no vería en el Putumayo?

Los miembros de la Comisión partieron de Iquitos el 14 de septiembre de 1910, a media mañana. Roger llevaba contratado como intérprete a Frederick Bishop, uno de los barbadenses que entrevistó. Bishop hablaba español y aseguraba que podía entender y hacerse entender en los dos idiomas indígenas más hablados en las caucherías: el bora y el huitoto. El
Liberal
, el más grande de la flota de quince barcos de la Peruvian Amazon Company, estaba bien conservado. Disponía de pequeños camarotes donde podían acomodarse los viajeros de dos en dos. Te nía hamacas en la proa y en la parte trasera para los que preferían dormir a la intemperie. Bishop temía volver al Putumayo y pidió a Roger Casement constancia escrita de que la Comisión lo protegería durante el viaje y que, luego, sería repatriado a Barbados por el Gobierno británico.

La travesía de Iquitos a La Chorrera, capital del enorme territorio entre los ríos Ñapo y Caquetá donde tenía sus operaciones la Peruvian Amazon Company de Julio C. Arana, duró ocho días de calor, nubes de mosquitos, aburrimiento y monotonía de paisaje y de ruidos. El barco descendió por el Amazonas, cuya anchura a partir de Iquitos crecía hasta volverse invisibles sus orillas, cruzó la frontera del Brasil en Tabatinga y continuó descendiendo por el Yavarí, para luego reingresar al Perú por el Igaraparaná. En este tramo las orillas se acercaban y a veces las lianas y ramas de los altísimos árboles sobrevolaban la cubierta de la nave. Se escuchaban y veían bandadas de loros zigzagueando y chillando entre los árboles, o parsimoniosas garzas rosadas asoleándose en un islote y haciendo equilibrio en una sola pata, caparazones de tortugas cuyo pardo color sobresalía de unas aguas algo más pálidas, y, a veces, el erizado lomo de un caimán dormitando en el fango de la orilla al que disparaban escopetazos o tiros de revólver desde el barco.

Roger Casement pasó buena parte de la travesía ordenando sus notas y cuadernos de Iquitos y trazándose un plan de trabajo para los meses que pasaría en los do minios de Julio C. Arana. De acuerdo a las instrucciones del Foreign Office debía entrevistar sólo a los barbadenses que trabajaban en las estaciones porque eran ciudadanos británicos, y dejar en paz a los empleados peruanos y de otras nacionalidades, para no herir la susceptibilidad del Gobierno del Perú. Pero él no pensaba respetar esos límites. Su investigación quedaría tuerta, manca y coja si no recababa también información de los jefes de estación, de sus «muchachos» o «racionales» —indios castellanizados encargados de la vigilancia de los trabajos y la aplicación de los castigos— y de los propios indígenas. Sólo de este modo tendría una visión cabal de la manera como la Compañía de Julio C. Arana violaba las leyes y la ética en sus relaciones con los nativos.

En Iquitos, Pablo Zumaeta advirtió a los miembros de la Comisión que, por instrucciones de Arana, la Compañía había enviado por delante al Putumayo a uno de sus jefes principales, el señor Juan Tizón, para que los recibiera y les facilitara los desplazamientos y el trabajo. Los comisionados supusieron que la verdadera razón del viaje de Tizón al Putumayo era ocultar los trazos de los abusos y presentarles una imagen maquillada de la realidad.

Llegaron a La Chorrera al mediodía del 22 de septiembre de 1910. El nombre del lugar se debía a los torrentes y cataratas que provocaba un angostamiento brusco del cauce del río, espectáculo ruidoso y soberbio de espuma, ruido, rocas húmedas y remolinos que rompían la monotonía con que discurría el Igaraparaná, el afluente a cuyas orillas estaba el cuartel general de la Peruvian Amazon Company. Para llegar del embarcadero a las oficinas y viviendas de La Chorrera había que trepar una escarpa da cuesta de barro y maleza. Las botas de los viajeros se hundían en el fango y éstos, a veces, para no caer debían apoyarse en los cargadores indios que llevaban los equipajes. Mientras saludaba a quienes habían venido a recibirlos, Roger, con un pequeño estremecimiento, comprobó que uno de cada tres o cuatro indígenas semidesnudos que cargaban los bultos o los miraban con curiosidad desde la orilla, golpeándose los brazos con las manos abiertas para apartar a los mosquitos, tenían en las espaldas, las nalgas y los muslos cicatrices que sólo podían ser de latigazos. El Congo, sí, el Congo por doquier.

Juan Tizón era un hombre alto, vestido de blanco, de maneras aristocráticas, muy cortés, que hablaba suficiente inglés para entenderse con él. Debía raspar la cincuentena y se veía a la legua, por su cara bien rasurada, su bigotito recortado, sus manos finas y su atuendo, que no estaba aquí, en medio de la selva, en su elemento, que era un hombre de oficina, salones y ciudad. Les dio la bienvenida en inglés y en español y les presentó a su acompañan te, cuyo solo nombre produjo en Roger repugnancia: Víctor Macedo, jefe de La Chorrera. Este, por lo menos, no había huido. Los artículos de Saldaña Roca y los de Hardenburg en la revista
Truth
de Londres lo señalaban como uno de los más sanguinarios lugartenientes de Arana en el Putumayo.

Mientras escalaban la ladera, lo observó. Era un hombre de edad indefinible, fortachón, más bajo que alto, un cholo blancón pero con los rasgos algo orientales de un indígena, nariz achatada, boca de labios muy anchos siempre abiertos que mostraban dos o tres dientes de oro, la expresión dura de alguien curtido por la intemperie. A diferencia de los recién llegados, subía con facilidad la empinada cuesta. Tenía una mirada un tanto oblicua, como si mirase de costado para evitar el relumbre del sol o porque temía encarar a las personas. Tizón iba desarmado, pero Víctor Macedo lucía un revólver en la correa de su pantalón.

En el claro, muy ancho, había construcciones de madera sobre pilotes —gruesos troncos de árboles o columnas de cemento— con barandas en el segundo piso, techos de calamina las más grandes o, las más pequeñas, de hojas trenzadas de palmera. Tizón iba explicándoles a la vez que señalaba —«Allí están las oficinas», «Esos son depósitos de caucho», «En esta casa se alojarán ustedes»— pero Roger apenas lo oía. Observaba a los grupos de indígenas semi o totalmente desnudos que los ojeaban con indiferencia o evitaban mirarlos: hombres, mujeres y niños enclenques, algunos con pintura en la cara y en los pechos, de piernas tan flacas como cañas, pieles pálidas, amarillentas, y, a veces, con incisiones y colguijos en los labios y orejas que le recordaron a los nativos Africanos. Pero aquí no había negros. Los pocos mulatos y morenos que divisó llevaban pantalones y botines y eran sin duda parte del contingente de Barbados. Contó cuatro. A los «muchachos» o «racionales» los reconoció de inmediato, pues, aun que indios y descalzos, se habían cortado el pelo, se peinaban como los «cristianos» y vestían pantalones y blusas, y lleva bancolgados a la cintura palos y látigos.

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