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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (26 page)

BOOK: El sueño del celta
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En tanto que los demás miembros de la Comisión debieron compartir las habitaciones de dos en dos, Roger Casement tuvo el privilegio de contar con una para él solo. Era un cuartito pequeño, con una hamaca en vez de cama y un mueble que podía servir a la vez de baúl y de escrito rio. Sobre una mesita había un lavador, una jarra de agua y un espejo. Le explicaron que, en el primer piso, junto a la entrada, había un pozo séptico y una ducha. Apenas se instaló y dejó sus cosas, antes de sentarse a almorzar, Roger dijo a Juan Tizón que quería comenzar esta tarde misma a entrevistar a todos los barbadenses que hubiera en La Chorrera.

Para entonces ya se le había metido en las narices ese olor rancio y penetrante, oleaginoso, parecido al de las plantas y hojas podridas. Impregnaba todos los rincones de La Chorrera y lo acompañaría mañana, tarde y noche los tres meses que duró su viaje al Putumayo, un olor al que nunca se acostumbró, que lo hizo vomitar y le daba arcadas, una pestilencia que parecía venir del aire, la tierra, los objetos y los seres humanos y que, desde entonces, se convertiría para Roger Casement en el símbolo de la maldad y el sufrimiento que ese jebe sudado por los árboles de la Amazonia había exacerbado a extremos vertignosos. «Es curioso», le comentó a Juan Tizón, el día de su llegada. «En el Congo estuve muchas veces en caucherías y depósitos de caucho. Pero no recuerdo que el látex congolés despidiera un olor tan fuerte y desagradable». «Son variedades distintas», le explicó Tizón. «Este huele más y es también más resistente que el Africano. En las pacas que van a Europa se les echa talco para rebajar la pestilencia».

Aunque el número de barbadenses en toda la región del Putumayo era de 196, sólo había seis en La Chorrera. Dos de ellos se negaron de entrada a conversar con Roger, pese a que éste, por intermedio de Bishop, les aseguró que su testimonio sería privado, que en ningún caso serían procesados por lo que le dijeran, y que él en persona se ocuparía de trasladarlos a Barbados si no querían seguir trabajando para la Compañía de Arana.

Los cuatro que aceptaron dar testimonio llevaban en el Putumayo cerca de siete años y habían servido a la Peruvian Amazon Company en distintas estaciones como capataces, un cargo intermedio entre los jefes y los «mu chachos» o «racionales». El primero con el que conversó, Donal Francis, un negro alto y fuerte que cojeaba y tenía una nube en el ojo, estaba tan nervioso y se mostraba tan desconfiado que Roger supuso de inmediato que no obtendría gran cosa de él. Respondía monosílabos y negó todas las acusaciones. Según él, en La Chorrera jefes, empleados y «hasta salvajes» se llevaban muy bien. Nunca hubo problemas y menos violencia. Había sido bien aleccionado sobre lo que debía decir y hacer ante la Comisión.

Roger sudaba copiosamente. Bebía agua a sorbitos. ¿Serían tan inútiles como ésta las demás entrevistas con los barbadenses del Putumayo? No lo fueron. Philip Bertie Lawrence, Seaford Greenwich y Stanley Sealy, sobre todo este último, luego de vencer una prevención inicial y de recibir la promesa de Roger, en nombre del Gobierno británico, de que serían repatriados a Barbados, se lanza ron a hablar, a contarlo todo y a inculparse a sí mismos con vehemencia a veces frenética, como impacientes por des cargar sus conciencias. Stanley Sealy ilustró su testimonio con tales precisiones y ejemplos que, pese a su larga experiencia con las atrocidades humanas, Casement en ciertos momentos tuvo mareos y una angustia que apenas le permitía respirar. Cuando el barbadense terminó de hablar se había hecho de noche. El zumbido de los insectos nocturnos parecía atronador como si millares de ellos revolotearan en su entorno. Estaban sentados en una banca de madera, en la terraza que daba al dormitorio de Roger. Habían fumado entre los dos un paquete de cigarrillos. En la oscuridad creciente Roger ya no podía ver los rasgos de ese mulato pequeño que era Stanley Sealy, sólo el con torno de su cabeza y sus brazos musculosos. Llevaba poco tiempo en La Chorrera. Había trabajado dos años en la estación de Abisinia, como brazo derecho de los jefes Abelardo Agüero y Augusto Jiménez, y, antes, en Matanzas, con Armando Normand. Permanecían callados. Roger sentía las picaduras de los mosquitos en su cara, el cuello y los brazos, pero no tenía ánimos para espantarlos.

De pronto se dio cuenta de que Sealy lloraba. Se había llevado las manos a la cara y sollozaba despacio, con unos suspiros que hinchaban su pecho. Roger veía el brillo de las lágrimas en sus ojos.

—¿Crees en Dios? —le preguntó—. ¿Eres una persona religiosa?

—Lo fui de niño, me parece —gimoteó el mulato, con la voz desgarrada—. Mi madrina me llevaba a la iglesia los domingos, allá en St. Patrick, el pueblo donde nací. Ahora, no sé.

—Te lo pregunto porque a lo mejor te ayuda hablarle a Dios. No te digo rezarle, sino hablarle. Inténtalo. Con la misma franqueza con que me has hablado a mí. Cuéntale lo que sientes, por qué estás llorando. El te puede ayudar más que yo, en todo caso. Yo no sé cómo hacerlo. Yo me siento tan descompuesto como tú, Stanley.

Al igual que Philip Bertie Lawrence y Seaford Greenwich, Stanley Sealy estaba dispuesto a repetir su tes timonio ante los miembros de la Comisión e, incluso, delante del señor Juan Tizón. Siempre y cuando permaneciera junto a Casement y viajara con éste a Iquitos y luego a Barbados.

Roger entró a su cuarto, prendió los mecheros de aceite, se quitó la camisa y se lavó el pecho, las axilas y la cara con agua de la palangana. Le hubiera gustado darse una ducha, pero habría tenido que bajar y hacerlo al aire libre y sabía que su cuerpo sería devorado por los mosquitos que, en las noches, se multiplicaban en número y en ferocidad.

Bajó a cenar en la planta baja, en un comedor también iluminado con lámparas de aceite. Juan Tizón y sus compañeros de viaje estaban bebiendo un whiskey tibio y aguado. Conversaban de pie, mientras tres o cuatro sirvientes indígenas, semidesnudos, iban trayendo pescados fritos y al horno, yucas hervidas, camotes y harina de maíz con la que espolvoreaban los alimentos igual que hacían los brasileños con la farinha. Otros espantaban a las moscas con unos abanicos de paja.

—¿Cómo le fue con los barbadenses? —le preguntó Juan Tizón, alcanzándole un vaso de whiskey.

—Mejor de lo que esperaba, señor Tizón. Me te mía que fueran reacios a hablar. Pero, al contrario. Tres de ellos me han hablado con franqueza total.

—Espero que compartan conmigo las quejas que reciban —dijo Tizón, medio en broma medio en serio—. La Compañía quiere corregir lo que haga falta y mejorar. Esa ha sido siempre la política del señor Arana. Bueno, me imagino que tienen hambre. ¡A la mesa, señores!

Se sentaron y empezaron a servirse de las distintas fuentes. Los miembros de la Comisión habían pasado la tarde recorriendo las instalaciones de La Chorrera y, con ayuda de Bishop, conversando con los empleados de la administración y de los depósitos. Todos parecían cansados y con pocas ganas de hablar. ¿Habrían sido sus experiencias en este primer día tan deprimentes como las suyas?

Juan Tizón les ofreció vino, pero, como les advirtió que con el transporte y el clima el vino francés llegaba hasta aquí movido y a veces agriado, todos prefirieron seguir con el whiskey.

A media comida, Roger comentó, echando una ojeada a los indios que servían:

—He visto que muchos indios e indias de La Chorrera tienen cicatrices en las espaldas, en las nalgas y en los muslos. Esa muchacha, por ejemplo. ¿Cuántos latigazos reciben, por lo común, cuando se les azota?

Hubo un silencio general, en el que el chisporroteo de las lámparas de aceite y el ronroneo de los insectos cre ció. Todos miraban a Juan Tizón, muy serios.

—Esas cicatrices se las hacen la mayor parte de las veces ellos mismos —afirmó éste, incómodo—. Tienen en sus tribus esos ritos de iniciación bastante bárbaros, ustedes saben, como abrirse huecos en la cara, en los labios, en las orejas, en las narices, para meterse anillos, dientes y toda clase de colguijos. No niego que algunas puedan haber sido hechas por capataces que no respetaron las disposiciones de la Compañía. Nuestro reglamento prohíbe los castigos físicos de manera categórica.

—Mi pregunta no iba a eso, señor Tizón —se disculpó Casement—. Sino a que, aunque se ven tantas cicatrices, no he visto a ningún indio con la marca de la Compañía en el cuerpo.

—No sé lo que quiere decir —replicó Tizón, bajando el tenedor.

—Los barbadenses me han explicado que muchos indígenas están marcados con las iniciales de la Compañía: CA, es decir, Casa Arana. Como las vacas, los caballos y los cerdos. Para que no se escapen ni se los roben los caucheros colombianos. Ellos mismos han marcado a muchos. Con fuego a veces y a veces con cuchillo. Pero no he visto a ninguno todavía con esas marcas. ¿Qué ha sido de ellos, señor?

Juan Tizón perdió su compostura y sus maneras elegantes, de golpe. Se había congestionado y temblaba de indignación.

—No le permito que me hable en ese tono —ex clamó, mezclando el inglés con el español—. Yo estoy aquí para facilitarles el trabajo, no para recibir sus ironías.

Roger Casement asintió, sin alterarse.

—Le pido disculpas, no he querido ofenderlo —dijo, calmado—. Ocurre que, aunque fui testigo en el Congo de crueldades indecibles, la de marcar a seres humanos con fuego o cuchillo no la había visto todavía. Estoy seguro que usted no es responsable de esta atrocidad.

—¡Claro que no soy responsable de ninguna atrocidad! —volvió a levantar la voz Tizón, gesticulando. Revolvía los ojos en las órbitas, fuera de sí—. Si se cometen, no es culpa de la Compañía. ¿No ve usted qué lugar es éste, señor Casement? Aquí no hay ninguna autoridad, ni policía, ni jueces, ni nadie. Quienes trabajan aquí, de jefes, de capataces, de ayudantes, no son personas educa das, sino, en muchos casos, analfabetos, aventureros, hombres rudos, endurecidos por la selva. A veces, cometen abusos que espantan a un civilizado. Lo sé muy bien. Hacemos lo que podemos, créame. El señor Arana está de acuerdo con ustedes. Todos los que hayan cometido atropellos serán despedidos. Yo no soy cómplice de ninguna injusticia, señor Casement. Yo tengo un nombre respetable, una familia que significa mucho en este país, yo soy un católico que cumple con su religión.

Roger pensó que Juan Tizón creía probablemente en lo que decía. Un buen hombre, que, en Iquitos, Manaos, Lima o Londres no sabía ni quería saber lo que pasaba aquí. Debía maldecir la hora en que a Julio C. Arana se le ocurrió mandarlo a este rincón fuera del mundo a cumplir esta in grata tarea y a pasar mil incomodidades y malos ratos.

—Debemos trabajar juntos, colaborar —repetía Tizón, algo más calmado, moviendo mucho las manos—. Lo que anda mal, será corregido. Los empleados que hayan cometido atrocidades serán sancionados. ¡Mi palabra de honor! Lo único que les pido es que vean en mí a un amigo, alguien que está del lado de ustedes.

Poco después, Juan Tizón dijo que se sentía algo indispuesto y prefería retirarse. Dio las buenas noches y se fue.

Se quedaron alrededor de la mesa sólo los miembros de la Comisión.

—¿Marcados como animales? —murmuró el botánico Walter Folk, con aire escéptico—. ¿Puede ser cierto eso?

—Tres de los cuatro barbadenses que interrogué hoy me lo han asegurado —asintió Casement—. Stanley Sealy dice haberlo hecho él mismo, en la estación de Abisinia, por orden de su jefe, Abelardo Agüero. Pero ni si quiera lo de las marcas me parece lo peor. He escuchado cosas todavía más terribles esta tarde.

Siguieron conversando, ya sin probar bocado, has ta acabarse las dos botellas de whiskey que había en la mesa. Los comisionados estaban impresionados con las cicatrices en las espaldas de los indígenas y con el cepo o potro de torturas que habían descubierto en uno de los depósitos de La Chorrera donde se almacenaba el caucho. Delante del señor Tizón, que había pasado muy mal rato, Bishop les explicó cómo funcionaba esa armazón de madera y sogas en la que el indígena era introducido y comprimido, de cuclillas. No podía mover brazos ni piernas. Se le atormentaba ajustando las barras de madera o suspendiéndolo en el aire. Bishop aclaró que el cepo estaba siempre en el centro del descampado de todas las estaciones. Preguntaron a uno de los «racionales» del depósito cuándo habían traído el aparato a este lugar. El «muchacho» les explicó que sólo la víspera de su llegada.

Decidieron que la Comisión escuchara al día siguiente a Philip Bertie Lawrence, Seaford Greenwich y Stanley Sealy. Seymour Bell sugirió que Juan Tizón estuviera presente. Hubo opiniones divergentes, sobre todo la de Walter Folk, quien temía que, ante el alto jefe, los barbadenses se retractaran de lo dicho.

Esa noche Roger Casement no pegó los ojos. Es tuvo tomando notas sobre sus diálogos con los barbadenses, hasta que la lámpara se apagó porque el aceite se había terminado. Se tumbó en su hamaca y permaneció desvelado, durmiendo por momentos y despertándose a cada rato con los huesos y músculos adoloridos y sin poder sacudirse la desazón que lo embargaba.

¡Y la Peruvian Amazon Company era una compañía británica! En su Directorio figuraban personalidades tan respetadas del mundo de los negocios y de la City como sir
John
Lister-Kaye, el Barón de Souza-Deiro,
John
Russell Gubbins y Henry M. Read. Qué dirían esos socios de Julio C. Arana cuando leyeran, en el informe que presentaría al Gobierno, que la empresa a la que habían legitimado con su nombre y su dinero practicaba la esclavitud, conseguía recolectores de caucho y sirvientes mediante «correrías» de rufianes armados que capturaban hombres, mujeres y ni ños indígenas y los llevaban a las caucherías donde los explotaban de manera inicua, colgándolos del cepo, marcándolos con fuego y cuchillo y azotándolos hasta desangrarlos si no traían el cupo mínimo de treinta kilos de caucho cada tres meses. Roger había estado en las oficinas de la Peruvian Amazon Company en Salisbury House, E.C., en el centro financiero de Londres. Un local espectacular, con un paisaje de Gainsborough en las paredes, secretarias de uniforme, oficinas alfombradas, solas de cuero para las visitas y un enjambre de
clerks
, con sus pan talones a rayas, sus levitas negras y sus camisas de cuello duro albo y corbatitas de miriñaque, llevando cuentas, enviando y recibiendo telegramas, vendiendo y cobrando las remesas de caucho talqueado y oloroso en todas las ciudades industriales de Europa. Y, al otro extremo del mundo, en el Putumayo, huitotos, ocaimas, muinanes, nonuyas, andoques, rezígaros y boras extinguiéndose poco a poco sin que nadie moviera un dedo para cambiar ese estado de cosas.

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