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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (7 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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Volviéndose de nuevo, vio que Drachea había cruzado ya el umbral de la puerta y estaba plantado en un pasillo. La luz carmesí penetraba incluso hasta allí, como un lejano fuego infernal, y su resplandor hacía que pareciese inhumano. Drachea miró hacia atrás y gritó:

—¿Vienes? ¿O tendré que buscar solo a los Iniciados?

Cyllan no respondió, pero se apresuró a reunirse con él, palpitándole el corazón y pensando que elegía el menor de los males tangibles. Lentamente, se adentraron en el Castillo, y sus pisadas resonaron misteriosamente en el profundo silencio. Nada se movía, nadie salía a darles la bienvenida o a reprenderles… y entonces Drachea se detuvo ante otra pesada puerta que estaba parcialmente abierta.

—Un salón, o algo parecido…

Tocó la puerta y ésta se abrió fácilmente a un vasto salón de elevado techo. Había largas y pulidas mesas en toda la gran estancia y, en el fondo, veíase un enorme hogar vacío, con sus útiles de cobre bruñido resplandeciendo con un rojo de sangre bajo la extraña luz. Sobre la maciza campana había una galería con balaustres, casi invisible en la sombra y con pesadas cortinas colgando a ambos lados. El lugar estaba tan vacío y muerto como el patio.

—Aquí debe de ser donde comen los Adeptos —dijo Drachea en voz baja, y Cyllan adivinó lo que estaba pensando.

—Pero no hay nadie.

Un sonido, tan débil que podía ser fruto de la imaginación, flotó en los límites de lo perceptible y se extinguió. Era una risa lejana de mujer… Drachea palideció.

—¿Has oído…?

—Sí, lo he oído. ¡Pero aquí no hay nadie!

—Tiene que haber alguien… ¿El Castillo de la Península de la Estrella, abandonado y vacío? ¡No es posible!

Cyllan sacudió la cabeza, tratando de acallar la vocecilla obsesionante que le preguntaba ahora: ¿Crees en fantasmas…? Las pisadas de Drachea parecieron descaradamente fuertes cuando se acercó a la mesa más próxima y apoyó las manos en ella.

—Esto es bastante real —dijo a media voz—. A menos que esté soñando o muerto, yo…

Calló al oír el inconfundible ruido de unas pisadas en la galería.

Por un momento observaron paralizados la oscura galería que se encontraba sobre la vacía chimenea. Las cortinas no se movieron y al extinguirse el débil ruido, no hubo ya más señales de vida. Pero el rostro de Drachea asumió de pronto una expresión de triunfo.

—¿Lo ves? —murmuró—. No estamos solos, ¡y no estoy soñando! Los Iniciados están aquí, ¡y se han dado cuenta de nuestra presencia! —Se irguió, llevándose la palma de una mano al hombro opuesto en ceremoniosa actitud, y gritó—: ¡Te saludo! ¡Soy Drachea Rannak, heredero del Margrave de la provincia de Shu! ¡Ten la bondad de manifestarte!

Le respondió el silencio. No más pisadas; ningún movimiento. Cyllan sintió un hormigueo en su piel y se acercó a Drachea. El joven tenía el entrecejo fruncido, y carraspeó, perplejo.

—He dicho que tengas la bondad de salir. Estamos mojados y agotados, y pedimos la hospitalidad debida al cansado viajero. ¡Maldita sea! ¿Es éste el Castillo de la Península de la Estrella o…?

—¡Drachea! —le interrumpió Cyllan, agarrándose a él.

ÉI lo vio un momento después de que los más rápidos sentidos de ella hubiesen discernido el primer movimiento. Una sombra, que se desprendió de la más densa oscuridad de la galería, avanzó rápidamente hasta la cima de la escalera que descendía en espiral al comedor, y empezó a bajar.

Drachea retrocedió, perdida su arrogancia delante de aquella manifestación. Aquella persona (pues era ahora perceptiblemente humana) acabó de bajar y se detuvo al pie de la escalera. Cyllan advirtió, con espanto, su frío e impasible escrutinio, pero el recién llegado estaba todavía demasiado envuelto en sombras para que fuesen visibles sus facciones. Pero fuera quien o lo que fuese, su aspecto produjo en ella la inquieta impresión de algo conocido.

Una mano blanca y delgada se agitó con impaciencia en la oscuridad que envolvía a la aparición, y algo negro se movió y ondeó. Cyllan se dio cuenta de que el personaje llevaba una capa oscura y de alto cuello que barría el suelo a sus pies. Entonces, una voz con un acento que la hizo estremecer dijo bruscamente:

—¿Cómo, en nombre de los Siete Infiernos, habéis podido cruzar la barrera?

Drachea se echó atrás, impresionado por el tono amenazador del personaje. Pero Cyllan permaneció como petrificada por un recuerdo que volvía a su mente, un recuerdo que había estado luchando por borrar de su memoria. Abrió mucho los ojos mientras aquel hombre alto y oscuro se acercaba y, por primera vez, el resplandor carmesí le alcanzó, iluminando sus facciones.

Había cambiado… ¡Por los dioses, cómo había cambiado! La carne de su cara era cadavérica, la estructura ósea, dura y esquelética. Pero los revueltos cabellos negros que caían en cascada sobre sus hombros eran los mismos, y los ojos verdes de negras pestañas tenían aún la misma intensidad misteriosa, aunque ahora brillaban con una inteligencia cruel que ella no podía comprender. Parecía un demonio encarnado más que un hombre viviente…, pero ella le había conocido. Y el momentáneo destello de reconocimiento que brilló en la expresión de él confirmó su certidumbre.

—Tarod… —dijo Cyllan con voz insegura.

CAPÍTULO III

T
arod contempló fijamente a las dos andrajosas criaturas plantadas delante de él, los primeros seres humanos que veía en… Cortó el hilo de su pensamiento, ligeramente divertido por el hecho de que una parte de su mente insistiese todavía en pensar en términos de tiempo. Y esa muchacha… La recordó al ver sus cabellos claros y sus extraños ojos ambarinos, y un nombre acudió a su memoria. La había olvidado, pero, de una manera inverosímil, ella estaba ahora en el Castillo, donde nadie, salvo él mismo, había caminado desde el día en que Keridil Toln había intentado afanosamente destruirle.

Esto le había pillado desprevenido, pero ahora estaba recobrando su aplomo, aunque le costaba un considerable esfuerzo en vista de lo que había sucedido. Ningún ser humano podía ser capaz de cruzar la barrera que mantenía al Castillo inmovilizado en un limbo fuera del Tiempo. Su propio poder, grande como era, no podía penetrar la amorfa envoltura sin dimensiones pero espantosamente real, de tiempo y espacio, que le había atrapado aquí en su último y desesperado esfuerzo por salvar su vida y su alma; y fuera cual fuese su talento psíquico, Cyllan no era una verdadera hechicera. Sin embargo, estaba aquí, tan real como él…

Dio un paso adelante; su movimiento implicaba una amenaza que hizo que Drachea retrocediese, y su mirada fría se posó sucesivamente en los dos.

—¿Cómo rompisteis la barrera? —preguntó de nuevo—. ¿Cómo llegasteis al Castillo?

Drachea, socavada su confianza, tragó saliva y trató de hacer una ceremoniosa reverencia.

—Señor, soy Drachea Rannak, heredero del Margrave de la provincia de Shu —dijo, empleando su rango como un arma defensiva—. Hemos sido víctimas de un extraño accidente que…

—¡No me interesan tu nombre, tu título ni tus circunstancias! —gruñó Tarod—. Responde a mi pregunta. ¿Cómo llegasteis aquí?

Pasmado por el hecho de que alguien, fuera cual fuese su rango, se atreviese a tratar con tan manifiesto desdén al hijo de un Margrave, Drachea abrió la boca para replicar con furia. Pero antes de que pudiese hablar, Cyllan dijo rápidamente:

—Vinimos del mar.

Tarod se volvió y la miró fijamente, y ella le aguantó la mirada sin pestañear. Le tenía miedo, le asombraban los impresionantes cambios que parecía haber sufrido, y sabía que irritarle podía ser peligroso; pero no daría un paso atrás. Y bruscamente, parte de aquel brillo peculiar se extinguió en los ojos de Tarod.

—¿Del mar? —repitió con una curiosidad ahora más amable.

Cyllan asintió con la cabeza.

—Fue el Warp… Estábamos en Shu-Nhadek…

Vaciló, dándose cuenta de que la historia debería parecer imposible incluso a un Iniciado, y antes de que pudiese continuar, Tarod la sorprendió alargando una mano y tocando un mechón de sus cabellos. Lo estrujó entre sus dedos; estaba rígido y pegajoso a causa de la sal y las hebras no querían separarse.

—Apenas te has secado.

Una pizca de caridad se estaba abriendo paso entre la mezcla de sorpresa, recelo y atisbos de una inquieta comprensión. Un Warp… Su propia y terrible experiencia que, cuando era niño, le había traído al amparo del Castillo, volvió bruscamente a su memoria. También él había sobrevivido a un Warp, para encontrarse con que le había transportado a lo largo de medio mundo. Era posible, seguramente era posible, que si los Warps podían trascender el espacio, pudieran también trascender el tiempo.

De pronto preguntó:

—¿En qué estación estamos?

—¿Estación…? —Cyllan se quedó perpleja—. Pues…, casi en primavera. Empezará dentro de quince días.

No era todavía pleno invierno cuando se habían producido los cambios… ¿Habían pasado años, o simplemente semanas, más allá de la barrera del tiempo? Tarod no pudo especular sobre ello, pues Drachea habló bruscamente:

—¡Debo protestar, señor! Llegamos aquí sin culpa por nuestra parte; estamos agotados. ¡Ha sido una suerte que estemos vivos! Solicitamos la simple cortesía debida a quien está en dificultades, ¡y tú pareces considerar más importante saber en qué estación estamos! Seguramente el tiempo que reina más allá de estas paredes es más que suficiente para…

Se interrumpió cuando Tarod le miró con desdeñosa hostilidad. Fuera lo que fuese, Iniciado o no, aquel hombre estaba loco; no podía haber otra explicación, y la idea de lo que podía hacer un Adepto loco era para espantar a cualquiera. Drachea tragó saliva y prosiguió, tratando de parecer tranquilo, pero desagradablemente consciente del temblor de su voz:

—No he querido ofenderte, pero si el Sumo Iniciado quisiera concederme una entrevista…

La sonrisa de Tarod fue ligeramente irónica.

—Temo que esto es imposible. El Sumo Iniciado no está aquí.

—Entonces, hablaré con el que esté encargado… —insistió Drachea.

Tarod había cobrado inmediatamente antipatía al orgulloso joven, y la perspectiva de tratar de explicarle la verdad no le gustaba en absoluto. Incluso Cyllan, con su percepción más amplia, encontraría que los hechos eran difíciles de aceptar.

—No hay nadie encargado, como tú dices —respondió a Drachea—. Y éste no es momento de dar explicaciones. Ambos habéis sufrido un penoso accidente, y vuestras necesidades no han sido atendidas, según te has dignado indicar. Antes de considerar otras cosas, deberíais tomar un baño y descansar.

—Bueno… —Drachea se ablandó—. ¡Te quedaré muy agradecido por esto! Si hay algún criado libre…

Tarod sacudió la cabeza.

—Ahora no hay ningún criado. Temo que tendréis que conformaros con lo que puedo ofreceros. —Y viendo que el joven seguía sin comprender, añadió—. No hay nadie más en el Castillo.

Drachea se quedó pasmado.

—Pero…

—Pronto tendrás la respuesta que buscas —dijo Tarod en un tono que no admitía réplica. Esperó a que Drachea se apaciguase y después señaló hacia el fondo del salón—. Los servicios del Castillo están por aquí. Seguidme.

Cyllan trató de captar su mirada mientras él les conducía a través de la estancia, pero no lo consiguió. Caminó al lado de Drachea, con la cabeza dándole vueltas. Dado que sólo había tenido con él dos breves encuentros, no podía decir que conociese bien al Adepto de negros cabellos, pero una intuición infalible le decía que había cambiado en muchos más aspectos de lo que indicaba su mera apariencia física, por no hablar de los cambios que visiblemente se habían producido en el Castillo.

¿Dónde estaban los Iniciados del Circulo? ¿Qué le había sucedido a esta comunidad?
Las preguntas se acumulaban en su cerebro y ni siquiera los más exaltados esfuerzos de su imaginación le daban respuestas que tuviesen sentido. Miró a Drachea, vio su tensa y turbada expresión y, disimuladamente, le estrechó una mano. Era algo que nunca se habría atrevido a hacer en circunstancias normales, pero éstas estaban muy lejos de la normalidad. Drachea, más que mostrarse ofendido, pareció alegrarse de aquel pequeño contacto y apretó los dedos de ella en un intento de tranquilizarla.

Tarod les condujo a lo largo de pasillos en silencio, donde resonaban huecas sus pisadas. El ala norte del Castillo estaba principalmente dedicada a habitaciones tanto privadas como comunitarias, pero no había la menor señal de vida en ellas ni en los corredores. Ninguna voz sonaba en el aire tranquilo, nadie salía de una puerta para ir a algún quehacer. Todo el castillo estaba envuelto en misterio, espantosamente muerto.

Al fin llegaron a una empinada escalera que descendía a los sótanos del Castillo. Un pálido resplandor surgía del fondo, y de pronto salieron a una amplia galería que daba sobre un conjunto de estanques artificiales. Habían sido construidos cubículos en bien de la intimidad, y toda la cámara estaba débilmente iluminada por los suaves reflejos del agua.

Tarod se volvió a ellos y sonrió ligeramente.

—Confieso que esto no es tan refinado como los baños de la provincia de Shu, pero encontraréis que el agua es tibia y refrescante. Cuando hayáis terminado, ¡estaré en el comedor!

Drachea miró rápidamente a Cyllan, saludó brevemente a Tarod con la cabeza y se dirigió deprisa a uno de los cubículos más lejanos, como ansioso por distanciarse lo más posible de su anfitrión.

Cyllan contempló la superficie cristalina del agua, ahora demasiado consciente de lo agotada que estaba después de lo ocurrido. La idea de estar limpia, de poder dormir sobre algo que no fuese guijarros ni granito, hizo que quisiera pellizcarse para estar segura de que no era un sueño. Iba a quitarse la mojada y sucia ropa, pero no lo hizo al darse cuenta de que Tarod no se había movido, sino que estaba todavía a su lado.

Se volvió poco a poco de cara a él. Ahora Drachea no podía oírles y había cien preguntas que ella deseaba hacer. Pero le faltó valor, pues aunque el alto Adepto la estaba observando, tuvo la desconcertante impresión de que los pensamientos de él estaban a una distancia inconmensurable. Se estremeció y ese movimiento llamó la atención de Tarod, que pareció volver a la realidad.

—Discúlpame, Cyllan —dijo—. Te estoy entreteniendo.

—Recuerdas mi nombre…

Estaba sorprendida e irracionalmente satisfecha; era la primera vez que él se había dirigido personalmente a ella.

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