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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (3 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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El mozo de la taberna salió para recoger su jarra y le preguntó si quería más. Cyllan sacudió la cabeza y se levantó de mala gana del banco, encaminándose hacia un lado de la plaza del mercado donde empezaba a menguar la concurrencia. Aquí, en vez de puestos y tenderetes, había corrales con techos de paja, donde manadas de animales de ojos cansinos mugían y se lamentaban y esperaban su destino. Kand Brialen y sus boyeros habían levantado sus tiendas a un lado del corral más grande y, durante todo el día, el negocio había estado animado; tenían un centenar de reses, traídas desde Han, para vender, así como cuatro buenos caballos de labor que Kand había comprado a bajo precio en Perspectiva, después de un largo regateo. Y con la primavera y la época de la reproducción a la vuelta de la esquina, estaban obteniendo buenos precios.

Cyllan había aprendido hacía tiempo a no pensar demasiado a menudo en su propio futuro con Kand Brialen y sus boyeros. Cuatro años atrás, cuando su madre, que era hermana de Kand, y su padre habían desaparecido con su barca de pesca en el Estrecho de los Bajíos Blancos, su tío se había hecho cargo de ella, pero, desde el primer momento, no se había esforzado en disimular lo mucho que le disgustaba esto. A su modo de ver, Cyllan era una carga no deseada; decía que las mujeres no le servían para nada, salvo alguna ramera ocasional cuando le apetecía, y había dejado bien claro que, si su sobrina huérfana esperaba que la mantuviese, tendría que pagárselo trabajando tan duro como cualquier hombre de su pandilla. Y por esto, desde hacía cuatro años, Cyllan vestía como un boyero, trabajaba como un boyero y hacía, además, todos los trabajos de mujer que le ordenaban. Cierto que también había viajado mucho y visto mucho mundo; algo inaudito en una muchacha de las Llanuras del Este. Pero era una vida que le daba muy pocas esperanzas para el futuro.

En su tierra (aunque cada temporada se le hacía más difícil pensar que existiese un lugar que pudiera llamar su tierra), sin duda se habría casado con el segundo o tercer hijo de otra familia de pescadores, en una alianza pragmática de clan. Difícilmente habría podido considerarse un gran logro, pero habría sido sin duda mejor que esta dura existencia nómada. Tal como estaban las cosas, su futuro se le aparecía siempre igual, hasta el infinito: trabajo, viajes, dormir cuando tuviera oportunidad de hacerlo, hasta que los vientos del Norte y el sol del Sur la marchitasen prematuramente.

Sacudió esta triste idea de su cabeza al ver la fornida figura de su tío moviéndose entre las hileras de caballos atados con ronzal cerca de los corrales. Le acompañaba un hombre de edad madura, alto y ligeramente encorvado, que, a juzgar por su abrigo ribeteado de piel y por la obsequiosidad de Kand, debía de ser un posible cliente rico. Cyllan trató de pasar inadvertida al dirigirse a la tienda, ansiosa de no molestar a su tío mientras estaba negociando. Y casi había llegado cuando alguien habló, en voz baja pero alegre, detrás de ella.

—¡Ah…, conque estás aquí!

Se volvió, sobresaltada, y se encontró cara a cara con el hijo del Margrave. El joven sonreía, con aire de complicidad, y señaló en dirección a los dos hombres.

—Kand Brialen: recordé el nombre. Y cuando vi que tenía buen ganado para vender, insistí en que mi padre lo viese personalmente.

Conque aquel hombre era el Margrave de Shu… De pronto, Cyllan se dio cuenta de que su asombro debía de ser demasiado evidente y desvió apresuradamente la mirada.

—Tú y yo —dijo el hijo del Margrave— hemos dejado algo por terminar. Y creo que mi padre y tu tío tardarán mucho tiempo en hacer sus tratos, por lo que tu secreto estará a salvo. ¡Ven conmigo!

Por lo visto no era persona que admitiese discusiones, y por esto se abstuvo Cyllan de protestar cuando él la asió del brazo y la condujo rápidamente lejos de los corrales. Entraron en una calle estrecha que iba de la plaza del mercado al puerto, y el joven señaló una casa descuidada sobre cuya puerta se veía una enseña con una embarcación blanca toscamente pintada y un mar rabiosamente azul.

—La taberna de la Barca Blanca —dijo él, penetrando en la oscuridad del interior—. Suelen frecuentarla marineros y mercaderes, por lo que no es probable que nos vea alguien que me conozca.

Cyllan hizo caso omiso del velado insulto (a fin de cuentas, él se estaba rebajando al aparecer en público en su compañía) y trató de valorar la primera impresión que le había causado su acompañante. Cuando le había pedido que leyese sus piedras para él, había advertido una mirada casi febril en sus ojos, y su determinación de salirse con la suya decía mucho más sobre su personalidad que lo que habría podido expresarse con palabras. Había conocido a otros de esta clase; los que, interesados por el ocultismo, desafiaban los convencionalismos que prohibían esta materia a todo el mundo, salvo al Círculo y a la Hermandad de Aeoris, y a menudo aquel interés rayaba en obsesión. Cyllan había reconocido inmediatamente este rasgo en el hijo del Margrave, y sabía que debía andarse con cautela; si se descuidaba, podía encontrarse en dificultades.

Pero, por lo demás, el joven parecía bastante corriente. Tenía la buena presencia típica de los nativos de la provincia de Shu: abundantes cabellos castaños, ensortijados sobre su cabeza y cortos según el estilo ahora de moda en el Sur; piel fina, con un matiz oliváceo que disimulaba una tendencia a la rubicundez, y ojos negros y expresivos, con pestañas notablemente largas. Era muy alto para ser del Sur, y aunque probablemente engordaría con los años, todavía no daba señales de ello.

Ahora arrastró una silla de debajo de una mesa vacía en el rincón de la taberna y chascó los dedos para llamar al mozo. Cyllan se sentó en silencio en la silla opuesta y esperó, mientras él pedía vino para los dos y una tajada de buey y pan moreno para él. No preguntó a Cyllan si tenía hambre. Llegaron el vino y la comida, que fueron dejados bruscamente sobre la mesa; antes de irse, el mozo dirigió una mirada fulminante al distinguido cliente.

—Ahora —dijo el hijo del Margrave—, vayamos al grano. Dime cómo te llamas.

—Cyllan Anassan. Aprendiza de boyero, de Cabo Kennet, en las Grandes Llanuras del Este —dijo ella, presentándose de la manera formal acostumbrada, colocando la palma de la mano sobre la mesa.

El apoyó la suya sobre la de ella, pero muy brevemente.

—Drachea Rannak. Heredero del Margrave de la provincia de Shu, de Shu-Nhadek. —Y echándose atrás, añadió—. Y ahora dime, Cyllan Anassan, ¿qué te ha llevado al oficio de boyero, que es la ocupación más inverosímil para una mujer?

El relato de ella fue breve y triste; empleó en él las mínimas palabras posibles, y el joven la miró con curioso interés.

—Y sin embargo, ¿eres vidente? Yo habría pensado que la Hermandad hubiese debido interesarte más que conducir ganado.

Ella sonrió débilmente. En el mundo de él, bastaba que una niña dijese que quería ingresar en la Hermandad de Aeoris, para que se cumpliese su deseo, y Cyllan dudó de que él pudiese considerar el asunto de otra manera.

—Digamos que no tuve… oportunidad —respondió—. Además, dudo de que las Hermanas me reconocieran como vidente.

Drachea empujó con disgusto la rebanada de pan moreno sobre el plato.

—Tal vez sí, pero hubieses debido intentarlo. —Levantó la mirada—. En realidad, de no ser por mi posición en Shu, tal vez habría pensado en seguir el mismo camino y presentarme como candidato al Círculo.

—¿Al Círculo…?

Su reacción había sido inmediata, y entrecerró los ojos. Drachea se encogió de hombros.

—Desde luego, en mi situación, esto es imposible, a menos que renunciara a mis derechos en favor de mi hermano menor, y esto traería muchas complicaciones. —Hizo una pausa y prosiguió—. Por lo visto has viajado muchísimo. ¿Has estado alguna vez en la Península de la Estrella?

Cyllan empezaba a comprender lo que había detrás de la fascinación del joven por las materias arcanas.

—Sí —dijo—. Estuvimos el verano pasado, cuando el nuevo Sumo Iniciado recibió su investidura.

—¿Estuviste allí? —Drachea se inclinó hacia adelante, olvidada de pronto su condescendencia—. ¿Y viste a Keridil Toln en persona?

—Sólo desde lejos. Salió del Castillo para hablar y dar la bendición de Aeoris a la multitud.

—¡Dioses! —Drachea bebió un largo trago de vino, sin darse cuenta de lo que hacía—. ¡Y pensar que me perdí aquel gran acontecimiento! Desde luego, mis padres hicieron el viaje, pero yo estaba enfermo con fiebre y tuve que quedarme en casa. —Se lamió los labios—. Entonces lo viste todo… ¿Y cruzaste el puente que conduce al Castillo?

—Sí…, por poco tiempo.

—¡Aeoris! —Drachea hizo una señal sobre su corazón, para mostrar que su exclamación no había querido ser irrespetuosa para el más grande de los dioses—. ¡Debió de ser una experiencia inolvidable! ¿Y qué me dices de los Iniciados? Sin duda viste a algunos de ellos…, aunque me imagino que no conociste a ninguno, ¿verdad?

Las sospechas de Cyllan habían sido por fin confirmadas. La única ambición ardiente de Drachea era ingresar en las filas del Círculo, para satisfacer su afán de saber la verdad que había detrás de los secretos que le obsesionaban. Y comprendió, también, por qué estaba tan empeñado en que le leyese su futuro. Quería creer que su ambición se vería cumplida, y sus palabras de vidente serían suficientes para avivar el fuego que ardía en su interior.

—¡Cyllan! —Ella se sobresaltó cuando él le agarró un brazo y lo sacudió—. ¡Escúchame! Te he preguntado si conociste a algún Iniciado.

Una inquietante yuxtaposición de imágenes pasó por la mente de Cyllan al responder a su mirada. La cara de Drachea, joven, franca, consciente de su propia importancia; y otra cara, macilenta, reservada, y unos ojos que delataban conocimientos y emociones mucho más profundos de lo que correspondía a la edad física.

Dijo, con voz ronca:

—Hace algún tiempo conocí a un hombre… un Adepto de alto grado.

—Entonces, ¿no se recluyen los Adeptos dentro de sí mismos? Había oído decir…, ¡bah!, pero los rumores crecen como hierbajos. Tengo que ir allá a verlo con mis ojos. Ya lo habría hecho, ¡pero se necesita tanto tiempo para ello! —Cerró los puños en su frustración, pero su expresión cambió bruscamente—. ¿Volviste a la Península después de aquellas fiestas?

—No. Pasamos un mes en la Provincia Vacía y, desde entonces, hemos estado caminando rumbo hacia el Sur.

—Entonces, no debes saber lo que hay de verdad en los nuevos rumores que corren.

—¿Nuevos rumores? —Cyllan se puso alerta—. No me he enterado.

—No… Me extrañaría que los hubieras oído. Empezaron en la Tierra Alta del Este y en Chuan, y ahora se están extendiendo también por aquí. Nadie parece conocer los hechos, pero dicen —y Drachea hizo una pausa para dar mayor énfasis a sus palabras— que algo anda mal en el Castillo. Hace algún tiempo que no se han recibido noticias de nadie de allí, y no se sabe que nadie haya visitado el Castillo desde la última conjunción lunar.

A Cyllan se le hizo un nudo en la boca del estómago. No podía explicar a qué era debido, ni dar un nombre a esa sensación; era como si en lo más profundo de ella despertase un sentido animal que estaba dormido. Conteniéndose, dijo:

—No me he enterado. ¿Qué decís vosotros que puede andar mal?

—Aquí está la cuestión: nadie lo sabe. En la Tierra Alta del Oeste, se habló recientemente de un peligroso malhechor aprehendido en la Residencia de la Hermandad que hay allí, y se dice que esto tiene relación con los sucesos del Castillo, pero, aparte de esto, todo son especulaciones. Parece que los Iniciados han decidido aislarse completamente del resto del mundo, pero nadie sabe por qué. —Cruzó las manos y las miró frunciendo el entrecejo—. He estado buscando claves y presagios, pero no encuentro nada que tenga sentido. Lo único extraño que ha ocurrido aquí ha sido un número desacostumbrado de Warps.

Cyllan se estremeció involuntariamente al oír la palabra Warp. Todos los hombres, mujeres y niños del país sentían un miedo justificado a las misteriosas tormentas sobrenaturales que llegaban aullando del Norte a intervalos imprevisibles. Nadie se atrevía a enfrentarse al aire libre con el cielo pulsátil y las estridentes voces demoníacas de un Warp; los pocos locos o valientes que lo habían hecho habían desaparecido sin dejar rastro. Ni siquiera los eruditos más sabios sabían de dónde venían los Warps ni qué los impulsaba; según la leyenda, eran el último legado que las fuerzas del Caos dejaron cuando los seguidores de Aeoris destruyeron a los Ancianos y restablecieron el imperio del Orden.

Pero fuera cual fuese el poder que había detrás de los Warps (y era algo en lo que la gente sensata prefería no pensar), Drachea tenía razón al decir que la incidencia de los Warps había aumentado últimamente. Sólo hacía cinco años que, al cruzar las fértiles llanuras que separaban Shu de Perspectiva, había oído la pandilla de Kand Brialen el sonido más temido en todo el mundo: el débil pero estridente aullido que, viniendo del Norte, anunciaba que se acercaba la tormenta. Cyllan aún veía en sus pesadillas aquella desesperada carrera hasta el refugio más próximo contra las tormentas, uno de los largos y estrechos cobertizos que habían sido construidos para seguridad de los viajeros a lo largo de las principales rutas ganaderas; y recordaba con pavor el interminable tormento sufrido en el interior del precario refugio, mientras yacía con la cara enterrada en su abrigo, tapándose los oídos para no escuchar el estruendoso caos, ni el mugido de las aterrorizadas reses a su alrededor. Había sido su tercera experiencia de esta clase desde que habían salido de la Provincia Vacía…

Incluso la tranquila actitud de Drachea se había alterado con el tema. Dándose cuenta de que la atmósfera se estaba haciendo incómoda, señaló la jarra que estaba entre los dos sobre la mesa.

—No has tocado el vino.

—¡Oh…! Sí, gracias.

Cyllan no se estaba concentrando; había rechazado el horrible recuerdo, pero seguía inquieta. Su instinto animal la aguijoneaba de nuevo…

—En cuanto a ese misterio del Castillo —siguió diciendo Drachea—, creo que los Iniciados tienen sus propias razones, que no conviene investigar. Aunque, si al leer las piedras vieras un presagio que pudiese decirnos algo…

La miró, esperanzado, y ella sacudió enérgicamente la cabeza.

—¡No! No me atrevería, no me atrevería a intentar ver claro en esas cosas. Leeré para ti, Drachea, pero no iré más lejos.

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