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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (4 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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El se encogió de hombros, con gesto descuidado.

—Está bien. No perdamos más tiempo. ¡Muéstrame lo que no pudo mostrarme el charlatán!

Cyllan hurgó en la bolsa que llevaba colgada del cinto y sacó un puñado de piedrecitas pulidas y de diferentes formas. Teóricamente, necesitaba arena para arrojar sobre ella los guijarros, pero otras veces había trabajado sin ella y sin duda podría volver a hacerlo ahora.

Drachea se inclinó hacia adelante, mirando fijamente las piedras, como tratando de adivinar algo sin la ayuda de ella. Y súbitamente, al tenerlas en la palma de la mano para arrojarlas, Cyllan se detuvo. Algo estaba murmurando con insistencia en su mente, un aviso, tan claro como si hubiese sido pronunciado en voz alta junto a su oído.

Pasara lo que pasase, ¡no debía leer las piedras para Drachea Rannak!

—¿Qué pasa? —oyó que decía la voz impaciente de Drachea, y se sobresaltó violentamente y se le quedó mirando como si fuera la primera vez que le veía—. Vamos, Cyllan, ¡O eres una adivina o no lo eres! Si me has hecho perder el tiempo…

—¡No ha sido ésta mi intención! —Se puso de pie, vacilando—. Pero no puedo leer para ti, Drachea… ¡No puedo!

El se levantó también, súbitamente irritado.

—En nombre de los siete infiernos, ¿por qué?

—¡Porque no me atrevo! ¡Oh dioses, no puedo explicarlo! Es un presentimiento, un miedo… —Y de pronto brotaron las palabras de sus labios sin que pudiese evitarlo—. ¡Porque sé en el fondo de mi ser que algo terrible va a ocurrirte!

El se quedó pasmado. Lentamente, se sentó de nuevo. Estaba muy pálido.

—Tú… ¿sabes…?

Ella asintió con la cabeza.

—Por favor, no me preguntes nada más. Tenía que haberme callado… Sin duda estoy equivocada; no tengo talento y…

—No. —Ella se estaba apartando de la mesa y, súbitamente, él alargó una mano y le agarró el brazo, causándole dolor—. ¡Siéntate! Si se está tramando algo, ¡por todos los dioses que vas a decírmelo!

Un par de parroquianos de la taberna les estaban mirando ahora, sonriendo divertidos, sin duda interpretando a su manera la discusión. No queriendo llamar más la atención, Cyllan se sentó de mala gana.

—Ahora, ¡dime! —ordenó Drachea.

Las piedras eran como ascuas en la mano de ella. Reflexivamente, las dejó caer y se desparramaron sobre la mesa, formando un dibujo claro y desconcertante. Drachea las miró fijamente y frunció el entrecejo.

—¿Qué significa eso?

También Cyllan estaba mirando las piedras, y le palpitaba el corazón. No conocía aquel dibujo y, sin embargo, parecía hablarle, llamarla. Sintió un débil hormigueo en la nuca y se estremeció.

—No… no lo sé —empezó a decir, y después lanzó una exclamación ahogada, porque una imagen había cruzado por su mente, con tanta rapidez que apenas pudo captarla.

Una estrella de siete puntas, irradiando colores indescriptibles…

—¡No! —se oyó decir a sí misma, con vehemencia—. ¡No puedo hacerlo! ¡No quiero!

—¡Maldita sea! ¡Lo harás! —replicó Drachea furioso—. ¡No voy a dejar que una campesina forastera me tome el pelo! Dime lo que ves en esas piedras, ¡o te llevaré ante mi padre por tratar de embrujarme!

La amenaza era bastante seria. Cyllan miró las piedras una vez más y, de pronto, el dibujo cristalizó en su mente. Ahora sabía, con infalible instinto, lo que significaba, y la insistencia de Drachea no iba a poder convencerla.

Bruscamente, recogió las piedras, las metió en la bolsa, y se puso de pie de nuevo.

—Puedes hacer lo que creas adecuado —dijo serenamente, y se volvió para marcharse.

—¡Cyllan! —le gritó Drachea. Ella siguió su camino. Oyó el roce de madera sobre piedra y las pisadas de él a su espalda. La alcanzó cuando iba a llegar a la puerta—. ¿Qué estás haciendo, Cyllan? ¡No voy a tolerarlo! Me prometiste leer las piedras para mí, y…

—¡Déjame!

Se retorció para librarse de la mano que trataba de agarrarla del brazo y hacerla volver, pero al dirigirse a la entrada de la taberna chocó con un marinero mercante, alto y corpulento, que entraba apresuradamente con tres compañeros.

—¡Mira por dónde vas! —le gritó el hombre, empujándola a un lado. Cyllan murmuró una disculpa y siguió adelante, seguida de Drachea, pero el marinero les gritó—. ¡Eh… vosotros dos! En nombre de todos los diablos de las tinieblas, ¿adónde vais?

Ellos le miraron, sin comprender, y el hombre señaló con el pulgar hacia la puerta, por la que entraban apresuradamente más personas.

—¿No tenéis una pizca de juicio entre los dos? ¡Se acerca un Warp! Toda la ciudad está alborotada. Un día de mercado, ¡y un hijo de perra de Warp decide caer sobre nosotros! Como si las tormentas de los Estrechos de la Isla de Verano no fuesen bastante. . .

Se dirigió furioso al mostrador y pidió a gritos una copa.

La cara de Cyllan adquirió una palidez grisácea. Al oír que el marinero mencionaba el Warp, sintió como si se le helase el estómago. Un miedo terrible se había apoderado de su razón y aumentaba a cada momento. En la taberna estaba segura, pero no se sentía segura. Y si había interpretado bien el presagio de las piedras…

Mientras tanto, Drachea se había acercado a la puerta y estaba mirando al exterior. Corría gente por todas partes, buscando un refugio; en algún lugar, un niño gemía de espanto. Más allá de los apretujados tejados de las casas de la estrecha calle, el cielo no era más que una franja brillante, pero el brillo estaba ya menguando, empañado por las amenazadoras sombras que se extendían sobre el azul. Y por encima del ruido de los pies que corrían y de las voces que gritaban, se oyó un aullido estridente, misterioso, como un coro de almas condenadas al infierno.

—¡Dioses! —Drachea contempló el cielo cambiante con morbosa fascinación—. ¡Mira, Cyllan! ¡Mira eso!

Olvidada la disputa, Cyllan temió ahora por su seguridad.

—No hagas eso, Drachea —suplicó—. ¡Entra! ¡Es peligroso!

—Todavía no lo es. Tenemos unos minutos antes de que caiga sobre nosotros. Mira… —Y entonces, en un instante, cambió su expresión, y su voz con ella, elevándose al impulso de un incrédulo horror—. ¡Oh, por Aeoris, mira eso!

La había agarrado y tirado de ella hasta delante de la puerta. Fuera, la calle estaba desierta y se estaban cerrando de golpe los postigos de todas las ventanas. Drachea señalaba a lo largo del callejón, en la dirección del puerto de Shu-Nhadek, y la mano le temblaba violentamente.

—¡Mira!

Cyllan miró y un terror ciego nubló toda su razón. Al final de la calle, una figura solitaria se erguía como una estatua. Una prenda parecida a una mortaja envolvía su cuerpo, pero la cara cruel y de delicadas facciones se veía con bastante claridad, y un halo de cabellos rubios desprendía una luz brillante. Una aureola oscura centelleaba a su alrededor, y el personaje levantó una mano de largos dedos, invitándola a acercarse.

Ella había visto antes de ahora esta imagen de pesadilla

Cyllan trató de echarse atrás, de huir de aquella figura hipnótica y de su mano autoritaria, pero no podía moverse. Su voluntad se estaba debilitando; estaba dominada por el insensato deseo de cruzar la puerta, salir a la calle y obedecer a la llamada. Oyó que Drachea murmuraba junto a ella: ¿Qué es?, con la voz de un niño aterrorizado, y ella sacudió la cabeza, incapaz de encontrar una respuesta.

La figura repitió su ademán, y fue como si unas cuerdas invisibles tirasen de sus miembros. Luchó contra esa fuerza con toda su energía, pero su pie izquierdo se deslizó hacia adelante, impulsándola.

—¿Qué estás haciendo, Cyllan? —le gritó Drachea—. ¡Vuelve!

Ella no podía volver atrás. La llamada era demasiado fuerte, más poderosa que su miedo y su sentido de autoconservación. Y del corazón de la siniestra aparición brotó una luz irreal que cobró vida y aumentó, convirtiéndose en una estrella cegadora que lo borró todo, salvo aquella mano que llamaba lentamente.

—¡Cyllan!

La voz de Drachea se desgarró en un grito de protesta cuando ella se desprendió bruscamente de su mano y salió de la taberna. Sin pararse a pensar, él salió corriendo tras ella; y entonces la reluciente aparición se desvaneció.

Cyllan lanzó un aullido bestial, que resonó en toda la callejuela, y se detuvo en seco, de manera que Drachea chocó contra ella. Él la sacudió como si fuese una muñeca de trapo, gritando para hacerse entender.

—¡Cyllan, el Warp! ¡Está llegando! En nombre de todo lo que es santo, ¡muévete!

Mientras gritaba las últimas palabras, la obligó a volverse, dispuesto a llevarla a rastras, si era necesario, al refugio de la taberna, antes de que fuese demasiado tarde. Se volvió y…

La pared de oscuridad les dio de lleno al barrer la calle con la rapidez y la furia de un maremoto. Drachea oyó la voz del Warp elevándose en un estruendoso crescendo de triunfo, y vio un torbellino de formas retorcidas que se le echaban encima, venidas de ninguna parte. Por un instante, sintió que Cyllan le agarraba una mano; después, un martillazo de agonía pareció romper todos los huesos de su cuerpo, y con él llegó un abrasador olvido.

CAPÍTULO II

L
a impresión de que estaba tragando algo que le quemaba la garganta y los pulmones hizo que Cyllan recobrase violentamente el conocimiento. Trató de gritar, pero no pudo hacerlo, porque aquella cosa llenaba de nuevo su boca y su nariz. Durante un momento de pesadilla, creyó que estaba muerta, sumergida en un infierno verde y negro que rugía en sus oídos y en el que su cuerpo giraba y se retorcía sin remedio… pero entonces comprendió, al recobrar su sentido. ¡Se estaba ahogando!

Dejándose llevar por un furioso instinto de conservación, dobló y estiró el cuerpo y dio unas brazadas en la dirección de la que venía una luz débil. Si hubiese elegido mal, habría muerto a los pocos minutos; pero, segundos más tarde, su cabeza emergió del agua y se elevó sobre la cresta de una ola oscura, escupiendo el agua que había tragado y llenando de aire sus pulmones.

Estaba en el mar… ¡y era de noche! Este hecho era tan absurdo que nubló momentáneamente su razón mientras braceaba, luchando por mantenerse a flote. Sobre su cabeza, el cielo era una enorme bóveda oscura teñida de un verde nacarado, y a su alrededor, olas incansables se hinchaban amenazadoramente, monstruosas siluetas que la zarandeaban y arrastraban a la fuerza. No había tierra, ni
lunas
… ni Warp.

Aturdida y confusa, no vio la ola grande hasta que ésta le cayó encima y la sumergió de nuevo. Pataleando, subió otra vez a la superficie. ¡Tenía que convencerse de que podía sobrevivir, o se ahogaría como una rata en un cubo de agua! Pero, ¿cómo podía sobrevivir? No había costa, ni dirección… De alguna manera, había sido lanzada a través del Warp, arrojada a esta inverosímil pesadilla.

Y entonces oyó un grito. Era débil, pero no lejano, como si alguien la llamase desde un puerto seguro invisible. Cyllan se volvió nadando en la dirección de la que procedía el sonido y dando gracias por el agua salada que la hacía flotar. Un momento más tarde, le vio.

Estaba agarrado a un trozo de madera y casi sumergido por las olas que le azotaban implacablemente. ¡Drachea! Cyllan recordó los últimos segundos antes de que el Warp cayese sobre ellos: él había tratado de meterla en la taberna; habían sido arrastrados juntos…

—¡Drachea!

Su voz era débil y él no la oía. Ahorrando fuerzas para nadar, braceó hacia él, ayudada por una ola que se elevó a contracorriente y casi la lanzó a su lado. Le agarró por debajo de los brazos, sujetándole contra los tirones del mar, y él, instantáneamente, tuvo pánico y empezó a debatirse.

—¡Drachea! —le gritó ella al oído—. ¡Soy Cyllan! Estamos vivos, ¡estamos vivos!

El no la oyó, sino que continuó retorciéndose y golpeándola con las manos. Ella tenía que detenerle, o se ahogarían los dos. Alargando un brazo, asió el madero al que había estado él agarrado. Estaba empapado en agua, pero era lo bastante pequeño para que pudiese levantarlo y golpear torpemente con él la cabeza del joven. Este perdió el conocimiento y Cyllan le sostuvo, con la poca fuerza que le quedaba, cuando empezó a hundirse bajo las olas.

Volviéndose sobre la espalda, empezó a patalear y arrastrar el bulto inerte de Drachea. El agua la sostenía, pero no podría mantener por mucho tiempo aquel esfuerzo. Como todos los moradores de la costa del Este, Cyllan había aprendido en su infancia a nadar como un pez, pero su fuerza se estaba agotando de prisa; el agua era fría como el hielo y entumecía sus manos y sus pies, y con esta nueva carga sólo podía avanzar lenta y dolorosamente.

¿Y si no encontraba tierra ?, murmuró una vocecilla en su cabeza. ¿ Qué pasaría entonces ?

Drachea y ella se ahogarían, tan seguro como que mañana saldría el sol. Cyllan tendría mayores probabilidades de salvación si le soltaba y reservaba toda su energía para ella misma; pero no podía hacerlo. Sería como un asesinato; no podía abandonarle ahora.

Agarró con más fuerza su desvalida carga y siguió luchando contra las olas que, caprichosamente, parecían cambiar a cada momento de dirección, como si una docena de corrientes diferentes se disputasen la supremacía. El rugido del mar machacaba constantemente sus oídos, aumentando su fatiga; el agua helada parecía tirar de ella con más fuerza cada vez que agitaba los pies, y sus miembros iban perdiendo lentamente la sensibilidad a medida que el frío iba penetrando hasta la médula de los huesos. Y pronto el constante balanceo, acentuado por sus intentos de nadar rítmicamente, se hizo peligrosamente hipnótico. Extrañas imágenes de sueño pasaban por su mente, hasta que creyó ver la proa de una barca surgiendo de la oscuridad en su dirección. Levantó un brazo y gritó; entonces su boca y su nariz se llenaron de picante agua salada al sumergirse. Instantáneamente, la impresión la sacó de aquel sueño, pero lo único que pudo hacer fue arrastrar de nuevo el peso muerto de Drachea hasta la superficie. Aspiró aire, sollozando de terror y alivio en igual medida, y cuando se aclaró su vista, se dio cuenta de que no había ninguna barca, ni nadie que fuese a salvarles; solamente la ilusión engañosa de una mente agotada.

Se estaba debilitando. El espejismo casi la había matado, y otro error como éste podía ser fatal.

Y las olas no tenían todavía crestas blancas que indicasen la proximidad de tierra; el vasto e implacable océano se extendía hasta el infinito a su alrededor y, de pronto, vio mentalmente una terrible imagen de ella misma y de Drachea oscilando como diminutos e insignificantes pecios sobre una gigantesca extensión de nada. Desterró esta idea, sabiendo que, si dejaba que se apoderara de ella, la privaría de toda voluntad de supervivencia. Pero esta voluntad no podía sostenerla durante mucho más tiempo.

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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