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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (10 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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—¡No, maldita sea! Tengo cosas más importantes en qué pensar que…

—¿Cuándo comiste por última vez? —le interrumpió Tarod.

Drachea comprendió súbitamente el significado de la pregunta y su semblante palideció.

—En Shu-Nhadek…

—Y sin embargo, no tienes hambre. El hambre necesita tiempo para producirse, y aquí el Tiempo no existe. Ni horas, ni días que sucedan a la noche…, nada.

Muy lentamente, como si dudase de su capacidad de coordinar los movimientos, Drachea se sentó. Ahora tenía el rostro ceniciento y sólo encontró su voz con gran dificultad.

—¿Me estás diciendo… diciendo seriamente… que el Tiempo ha dejado de existir?

—En este Castillo, sí. Estamos en el limbo. El mundo exterior continúa, pero aquí… —Se encogió de hombros—. Tú mismo lo has visto.

—Pero… ¿cómo ocurrió?

Drachea se debatía entre la incredulidad y una terrible fascinación por un misterio que no podía comprender. Después de su arrebato inicial, se había repuesto y sólo un débil temblor en la voz delataba su emoción.

Tarod estudió de nuevo su mano izquierda.

—El Tiempo fue desterrado.

—¿Desterrado? ¿Quieres decir que alguien…, pero ¿quién, en nombre de los dioses? ¿Quién pudo hacer una cosa semejante?

—Yo.

Se hizo un silencio. Drachea, desorbitados los ojos, trataba de asimilar la idea de un poder tan gigantesco que podía detener el Tiempo, y el concepto de que un hombre solo, por muy hábil que fuera, pudiese tenerlo. Tarod le observaba, impasible por fuera pero aprensivo por dentro, esperando a ver cómo reaccionaba el otro, hasta que la tensión fue rota por Cyllan.

—¿Por qué, Tarod? —dijo simplemente.

Este se volvió para mirarla y tuvo la desconcertante impresión de que, contrariamente a lo que había previsto, ella estaba dispuesta a creerle. De pronto se echó a reír, fríamente.

—Aceptas la palabra de un Iniciado para algo que a cualquier ciudadano sensato le parecería imposible —dijo—. ¿Tiene realmente tanta influencia el Círculo? —Cyllan se ruborizó y la risa de él se convirtió en sonrisa desprovista de humor—. No he querido ofenderte. Pero no esperaba una credulidad tan absoluta.

Drachea volvió a sentarse al lado de Cyllan. Su mirada no se apartaba de la cara de Tarod y su expresión era una extraña mezcla de incertidumbre, cautela y curiosidad. Cuando habló, su voz era más firme que antes.

—Digamos, Adepto Tarod, que aceptamos la verdad de tu historia… hasta ahora. Y yo no pretendo saber la capacidad del Círculo, y tal vez un Iniciado puede tener un poder capaz de detener el Tiempo. Pero no has contestado la pregunta de Cyllan. Además, si pudiste desterrar el Tiempo, fuera cual fuese tu propósito, ¿por qué no lo traes de nuevo?

Tarod suspiró.

—Hay una piedra, una gema —dijo pausadamente—. Yo la empleaba para conseguir la fuerza necesaria para mi trabajo. Cuando el Tiempo dejó de existir, perdí la piedra… y, sin ella, no puedo alterar esta difícil situación.

—¿Dónde está ahora la piedra? —preguntó Cyllan.

—En otra parte del Castillo, en una cámara donde debido a ciertas anomalías producidas por el cambio aquí experimentado, ya no puedo entrar.

Drachea había estado retorciéndose nerviosamente los dedos. Sin levantar la cabeza, dijo:

—Este… trabajo que dices, ¿era cosa del Círculo?

Tarod vaciló brevemente y después respondió:

—Sí.

—Entonces, ¿dónde están ahora tus compañeros Iniciados?

—Que yo sepa, no están en vuestro mundo ni en la dimensión muerta donde mora este Castillo —le dijo Tarod.

Si Drachea interpretaba mal lo que oía, él no iba a corregirle.

El joven asintió con la cabeza. —Entonces, esta… circunstancia… ¿es resultado de una obra del Círculo que salió mal?

Tarod resistió la tentación de sonreír ante la inconsciente ironía de Drachea.

—Lo es.

—Entonces parece que, mal que nos pese, compartimos ahora tu apurada situación. Y a menos que puedas recuperar la gema de que hablaste, no tenemos esperanza de liberarnos.

Tarod inclinó la cabeza, pero sus ojos no expresaron nada.

—Sin embargo, si nosotros hemos conseguido, aunque sin proponérnoslo, romper la barrera, de ello se desprende que el proceso puede invertirse —insistió Drachea.

—No puedo negarlo. Pero, hasta ahora, mis esfuerzos no han dado resultado. —Tarod esbozó una débil y fría sonrisa—. Desde luego, es posible que tu habilidad pueda triunfar donde fracasó la mía.

El sarcasmo de Tarod dio en el blanco y Drachea le dirigió una furiosa mirada.

—No me atrevería a sugerir tal cosa, Adepto. Pero pienso que haríamos bien en procurar al menos resolver este enigma, ¡si la única alternativa es esperar sin hacer nada por toda la eternidad!

Tarod vio la intención que se ocultaba detrás de las palabras de Drachea y que confirmaba su creencia de que el joven resultaría molesto. Disimulando su irritación, dijo con indiferencia:

—Tal vez.

—Ciertamente, vale la pena investigar un poco más.

—Claro que sí. —Tarod se levantó—. Entonces, tal vez preferirás estudiar el problema con calma. —Sonrió débilmente—. En fin de cuentas, no tenemos un Tiempo que nos apremie.

—No…

La máscara de confianza de Drachea se desprendió de su rostro, y el joven miró inquieto a su alrededor en el comedor vacío.

—Y ahora, si me perdonáis… —Tarod miró a Cyllan y, después, desvió la mirada—. Creo que, de momento, tenemos muy poco más que decirnos.

Drachea podía haberlo discutido, pero Cyllan le dirigió una mirada de aviso y él se sometió, poniendo al mal tiempo buena cara.

—Vamos, Cyllan. Ya hemos abusado del tiempo del Adepto… —Se interrumpió—. Ha sido un lapsus…, es difícil prescindir de los viejos conceptos. —Se inclinó, no con demasiada cortesía—. Nos despedimos de ti.

Tarod les observó mientras se alejaban y, cuando se hubieron perdido de vista, hizo un ligero e impaciente ademán. Las puertas del salón se cerraron sin ruido, y se dejó caer en el banco más próximo.

Los esfuerzos de Drachea para disimular habían sido torpes, de aficionado; pero su actitud estaba bastante clara. Se habían despertado las sospechas del joven, y esto podía resultar irritante. Poco podía hacer para trastornar los planes de Tarod, por embrionarios que fuesen, pero su intromisión no dejaba de representar una complicación enojosa.

Tarod suspiró, consciente de que no valía la pena emprender acción alguna en estas circunstancias. Si Drachea se ponía demasiado pesado, ajustarle las cuentas podría ser una agradable aunque breve diversión.

Se levantó y cruzó el comedor. Las puertas se abrieron una vez más para dejarle pasar, y se dirigió a la entrada principal. No vio a Cyllan ni a Drachea, que sin duda se dirigían a una de las habitaciones vacías del Castillo para conferenciar. Tarod rió por lo bajo y el ruido de su risa resonó de un modo peculiar, como si otra voz lo hubiese producido. Entonces salió, bajó la escalinata del patio y se encaminó a la Torre del Norte.

CAPÍTULO IV

D
rachea entró en el dormitorio de Cyllan y esperó a que ésta cerrase la puerta. Al seguirle ella dentro de la habitación, le dijo:

—¿Y bien?

Cyllan reconoció el desafío en sus ojos y en su voz y se volvió de espaldas, debatiéndose entre sentimientos conflictivos. Su instinto le advertía que no debía confiar en Tarod sin más ni más; sin embargo, Drachea y ella eran aliados poco seguros en el mejor de los casos, y la actitud de él hizo que se pusiera, contra toda lógica, a la defensiva.

—No lo sé —dijo.

—¿No lo sabes? —La voz de Drachea tenía un tono de incrédulo desprecio—. ¿Vas a decirme que estás dispuesta a aceptar la palabra de ese… de ese tirano?

Cyllan le miró con irritación.

—¡No he dicho tal cosa! Pero tampoco voy a condenarle sin saber algo más.

—Entonces eres más tonta de lo que creía.

Le dirigió una mirada fulminante, en la que ella vio la manifestación del abismo que les separaba. El hecho de que ella no quisiera aceptar su juicio como superior al suyo le enfureció, y empezó a andar de un lado a otro por la estancia, con todos los músculos en tensión.

—Primero me ataca injustificadamente y sin que le provoque. ¿Es éste el comportamiento propio de un Adepto? Y después nos cuenta una historia de algún rito del Círculo que dio mal resultado. ¡El cuento más inverosímil que escuché jamás! Nos está mintiendo, ¡estoy seguro de ello!

Cyllan se acercó a la ventana y contempló el patio sombrío y silencioso.

—Hay un hecho que no podemos olvidar, Drachea —dijo en tono cortante—. Estamos atrapados aquí. Pienses lo que pienses de Tarod, no puedes negar que en esto ha dicho la verdad.

—¡Ah, no! —replicó furiosamente Drachea—. Por lo que sabemos podría tener sus propias razones para retenernos como prisioneros. El hijo de un Margrave podría ser un buen rehén, si su secuestrador tuviese motivos suficientes para…

Cyllan giró en redondo.

—¿Un rehén? —repitió, asombrada por lo absurdo de la idea—. ¿Qué necesidad podría tener un alto Adepto de un rehén?

—¡Maldita sea! ¿Cómo puedo saberlo? —gritó Drachea—. ¡Tiene tanto sentido como todo lo que sucede aquí! Y además —añadió con expresión burlona—, sólo tengo su palabra… y la tuya… de que es un Adepto.

—Esto es ridículo…

—¿De veras? ¿O estás tan orgullosa de tu presunta camaradería con tan distinguido personaje que no quieres oír una palabra contra él?

Cyllan se mordió la lengua para no replicar furiosamente, al darse cuenta, con pesar, de que Drachea había dado en el blanco. Ella era parcial; antiguos recuerdos influían todavía en ella. Y esto podía ser un precedente peligroso…

—Piénsalo bien —dijo obsesivamente Drachea, reanudando su paseo—. El Castillo de la Península de la Estrella atrapado en una dimensión inverosímil, más allá del alcance del Tiempo. Está bien, acepto lo que antes dijiste; hasta aquí, tal vez podamos creerlo. El Círculo desaparecido…, muerto, perdido en un limbo; no lo sabemos. Y un hombre que permanece aquí y que insinúa, insinúa, fíjate bien, pues ha tenido buen cuidado en no confesar nada claramente y ha dejado que sacase yo mis propias conclusiones, que todo ha sido resultado de algún terrible accidente y que no tiene poder para reparar el daño. ¿Y espera que le creamos? —Lanzó un bufido—. ¡Antes me fiaría de una serpiente!

El sentido de justicia de Cyllan se rebeló contra esta rotunda condena, pero se mordió la lengua nuevamente.

—Entonces, ¿cuál crees tú que es la verdad? —preguntó.

Drachea sacudió la cabeza.

—Solamente Aeoris conoce la respuesta. —Hizo reflexivamente la señal del Dios Blanco como muestra de respeto y prosiguió—: ¿Recuerdas lo que te dije sobre los rumores que circulaban en Shu? No se tenía noticia del Castillo y se hablaba de disturbios o peligros en la Tierra Alta del Oeste. Esta es la raíz de todos aquellos rumores, ¡tiene que serlo! Algo maligno se está tramando, lo siento, y siento también que todo es obra de Tarod.

Aunque algo en lo más hondo de ella se rebelaba, Cyllan no podía honradamente discutir con él. Demasiado de lo que decía parecía acertado y alarmante, y también ella sentía flotar la amenaza de algo oscuro y maligno que invadía el Castillo. Pero si algún negro objetivo se ocultaba detrás de las acciones de Tarod, no podía ni remotamente imaginarse lo que este objetivo podía ser.

Involuntariamente siguió con la mirada las viejas prendas de vestir tiradas sobre el antepecho de la ventana. La bolsa que contenía sus preciosas piedras estaba entre ellas, y era posible que, incluso aquí, su antigua habilidad le permitiese descubrir alguna clave del misterio. Pero inmediatamente, una voz interior le dijo con vehemencia: ¡No! No podía hacerlo: un miedo primitivo e irresistible se interponía en su camino. Le faltaba valor, temía lo que pudiese ver…

Drachea, sin darse cuenta de su problema, miraba enfurruñado por la ventana y dijo de pronto:

—Habló de una joya…

Cyllan levantó la mirada.

—¿Una joya? Sí, ahora lo recuerdo.

—Algo que concentró la fuerza que detuvo el Tiempo —dijo él—. Y la perdió, o al menos no puede alcanzarla, dondequiera que esté. Y la necesita.

Ella rió sin ganas.

—¡También la necesitamos nosotros, Drachea, si hemos de salir de este lugar!

—¿Sí? —Encogió los hombros como un pájaro de mal agüero—. ¿O no será esto, también, una mentira? No sabemos lo que es esta piedra ni lo que se puede hacer con ella. Si la recupera, con o sin nuestra ayuda, ¿quién puede decir cuáles serán las consecuencias? ¿El regreso del Tiempo y, con él, la libertad, o algo diferente, algo demasiado espantoso para imaginarlo? —Se enfrentó a ella, con ojos febriles—. ¿Estás tú dispuesta a correr el riesgo? Porque yo, ¡no lo estoy!

Ella no le respondió, y él cruzó la estancia, apartándola de su camino.

—¡Maldito sea! —dijo, furiosamente—. Si piensa que voy a quedarme mansamente sentado, esperando lo que quiera hacer con mi destino, ¡se equivoca! El Castillo puede haber sido abandonado, pero sus ocupantes no pueden haber desaparecido sin dejar rastro. —Señaló su propia ropa tomada de prestado—. Tiene que haber claves: documentos, archivos, saben los dioses qué más. Y yo los encontraré. Que Aeoris me ayude y encontraré la solución de este misterio… ¡Y frustraré los planes de Tarod! —Giró en redondo—. Bueno, ¿vienes conmigo o prefieres ignorar la realidad y quedarte aquí?

Su mirada expresaba la actitud medio compasiva y medio desdeñosa de un ciudadano de alto rango hacia una hija del arroyo.

El orgullo de Cyllan se rebeló contra su arrogancia.

—No —respondió en tono cortante—. Prefiero ignorar la realidad, ¡como dices tú!

—Haz lo que te parezca.

Drachea se dirigió a la puerta y la abrió. Se volvió a mirarla desde el umbral, pero ella había vuelto la cabeza, y salió al pasillo, dejando que la puerta se cerrase de golpe a su espalda.

Cuando Drachea se hubo marchado, Cyllan cerró con fuerza los ojos para dominar la ola de amargo resentimiento que amenazaba con sofocar todas sus demás ideas. Los modales de Drachea para con ella eran un insulto, y tenía que confesar que también esto le dolía. La camaradería, el sentido del luchar en el mismo bando, que habría podido desear en aquellos momentos de agobio, no existían; Drachea y ella, en cambio, parecían estar constantemente a la greña. La actitud de Drachea había herido su orgullo en lo más hondo, y este orgullo hacía que quisiera desquitarse de alguna manera, mostrarle que era más que un ser ignorante e inútil.

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