El revólver de Maigret (4 page)

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Authors: Georges Simenon

BOOK: El revólver de Maigret
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—Démela...

—¿El qué?

—La cartera.

Temiendo que el comisario examinase el contenido, encontró fuerzas para incorporarse sobre un codo.

—Démela... Creo que tengo una foto del año pasado.

Se tornaba febril. Sus dedos, gordos y amorcillados, temblaban. De un pequeño departamento, donde sabía que la hallaría, sacó una fotografía.

—Es usted el que insiste. Estoy seguro de que no ocurre nada. No hay que publicarla en los periódicos. No hay que hacer nada.

—Se la devolveré esta noche o mañana. Esto también le asustó.

—No es urgente.

—¿Qué va usted a comer?

—No tengo hambre. No necesito nada.

—¿Y esta noche?

—Estaré mejor probablemente y podré salir.

—¿Y si no se encuentra mejor?

Estaba a punto de sollozar de fastidio, de impaciencia, y Maigret no tuvo la crueldad de imponerle su presencia durante más tiempo.

—Una sola pregunta. ¿Dónde trabajó recientemente su hijo?

—Ignoro el nombre. Era una oficina de la calle Réaumur.

—¿Una oficina de qué?

—De publicidad... Sí... Debe de ser de publicidad. Hizo ademán de levantarse para despedir a su visitante.

—No se moleste. Hasta la vista,
monsieur
Lagrange.

—Hasta la vista, señor comisario. No me guarde usted rencor...

Maigret estuvo a punto de preguntar: «¿Por qué?» Pero ¿de qué hubiera servido? Se quedó un momento parado.

En el descansillo encendió de nuevo su pipa y pudo oír los pies desnudos sobre el suelo, después la llave en la cerradura, el cerrojo y, sin duda, un suspiro de alivio.

Al pasar por delante de la portería, vio la cabeza de la portera en su marco, titubeó y se paró.

—Debería usted, como se lo aconsejó el doctor Pardon, subir de cuando en cuando para ver si necesita algo. Está realmente enfermo.

—Pues no lo estaba anoche cuando creí que se mudaba de extranjis.

Aquello se había sostenido por un hilo. Maigret, que había estado a punto de alejarse, frunció las cejas y volvió a acercarse.

—¿Ha salido esta noche?

—Estaba incluso lo suficientemente bien para transportar su baúl con ayuda de un chófer de taxi.

—¿Le habló usted?

—No.

—¿Qué hora era?

—Alrededor de las diez. Me figuré que el piso iba a quedar libre.

—¿Le oyó usted volver?

Se encogió de hombros.

—Claro, puesto que está arriba.

—¿Con su baúl?

—No.

Maigret se encontraba demasiado cerca de su casa para tomar un taxi. Al pasar delante de una taberna, se acordó de los
pastis
de la víspera, que armonizaban tan bien con el verano naciente, y se tomó uno en el mostrador mirando sin verlos a unos albañiles que estaban bebiendo también unas copas.

Cuando atravesaba su bulevar, levantó la cabeza y vio a
madame
Maigret ir y venir por el piso, que tenía las ventanas abiertas. Ella debió de verle a él también. En todo caso, reconoció sus pasos en la escalera, porque la puerta se abrió.

—¿Sigue sin pasarle nada?

Pensaba todavía en el muchacho de la víspera y su marido sacó la foto del bolsillo y se la mostró.

—¿Es él?

—¿Cómo te las has arreglado?

—¿Es él?

—¡Pues claro que es él! ¿Es que...?

Debió de imaginarse que estaba muerto y ella se sintió ya muy afectada.

—No, mujer, no. Sigue coleando. Acabo de dejar a su padre.

—¿Ese de quien te habló el doctor ayer?

—Sí, Lagrange.

—¿Qué te ha dicho?

—Nada.

—¿De modo que sigues sin saber por qué cogió tu revólver?

—Para utilizarlo, verosímilmente.

Telefoneó a la Policía Judicial, pero no había ocurrido nada que se pudiese atribuir a Alain Lagrange. Almorzó rápidamente, cogió un taxi para ir al Quai y subió en seguida al servicio fotográfico.

—Sáqueme las copias que hagan falta para toda la Policía de París.

Estuvo a punto de cambiar de idea y enviar la foto a toda Francia; pero ¿no era dar demasiada importancia a esta historia? Lo que le molestaba era que, en suma, no había nada sino el hecho de que le habían birlado su automática.

Un poco más tarde llamó a Lucas a su despacho. Se había quitado la americana y fumaba su pipa más grande.

—Quisiera que vieses los taxis que trabajan de noche en la zona de Popincourt. Hay un estacionamiento en la plaza Voltaire. Debe de tratarse de éste. A esta hora, los del turno de noche suelen reunirse allí.

—¿Qué pregunto?

—Si alguno de ellos, anoche a las diez, cargó un baúl en un inmueble de la calle de Popincourt. Me gustaría saber adonde lo llevó.

—¿Eso es todo?

—Pregúntale si fue él quien llevó de regreso al viajero a la calle Popincourt.

—Bien, jefe.

A las tres ya estaban los coches con radio en posesión de la fotografía de Alain Lagrange; a las cuatro, ésta llegaba a las comisarías y a los puestos de Policía con la mención: ¡
Atención, está armado
! A las seis, al tomar el relevo, todos los agentes de París la tendrían en el bolsillo.

En cuanto a Maigret, no sabía qué hacer. Una especie de pudor le impedía tomar esta historia por lo trágico, y, de cuando en cuando, se sentía violento en su despacho, le parecía que estaba perdiendo el tiempo y que debiera haber actuado.

Le hubiera gustado tener una larga conversación con Pardon acerca de Lagrange, pero, a aquella hora, la sala de espera del médico debía de estar llena de enfermos, y le molestaba interrumpir la consulta. Ignoraba incluso las preguntas que le habría hecho.

Hojeó la guía de teléfonos, encontró tres agencias de publicidad en la calle Réaumur y las anotó casi maquinalmente en su cuadernito.

—¿Nada para mí, jefe? —vino Torrence a preguntarle un poco más tarde.

De no ser así, no le habría encargado de las agencias.

—Telefonea a las tres para saber en cuál de ellas ha trabajado un empleado llamado Alain Lagrange. Si la encuentras, vete allí y recoge toda la información posible. No sólo de los jefes, que nunca saben nada, sino de los empleados.

Permaneció aún media hora en su despacho liquidando asuntos sin importancia. Luego recibió a un vicario que se quejaba de que le robaban dinero de los cepillos de su iglesia. Para recibir al sacerdote, se puso la americana. De nuevo solo, se marchó, tomando uno de los coches de Policía que había allí aparcados.

—A los soportales de los Champs-Elysées.

Las aceras desbordaban de gente. A la entrada de los soportales se hallaban más turistas, hablando en todos los idiomas, que franceses. No solía ir allí a menudo y se sorprendió al comprobar que en una distancia de menos de cien metros había cinco tiendas de ropa interior de señora. Le resultaba violento entrar; sentía la impresión de que las vendedoras le miraban con ironía.

—¿Trabaja aquí
mademoiselle
Lagrange?

—¿Es personal?

—Sí... Es decir...

—Tenernos una tal Lajaunie, Berthe Lajaunie, pero está de vacaciones.

En la tercera tienda, una bonita muchacha levantó vivamente la cabeza y pronunció, ya a la defensiva:

—Soy yo. ¿Qué desea usted?

No se parecía a su padre; quizás a su hermano Alain, con una expresión diferente, y, sin saber por qué, Maigret compadeció al hombre que se enamorara de ella. A primera vista, en efecto, era agradable, sobre todo cuando lucía una sonrisa comercial. Pero detrás de aquella sonrisa la adivinaba dura y en posesión de una sangre fría asombrosa.

—¿Ha visto usted a su hermano últimamente?

—¿Por qué me lo pregunta?

La muchacha echó una ojeada al fondo de la tienda, donde la dueña estaba en un probador con una cliente. Antes que discutir en balde, Maigret prefirió mostrar su insignia.

—¿Ha hecho algo malo? —preguntó a media voz.

Y él preguntó a su vez:

—¿Está usted pensando en Alain?

—¿Quién le ha dicho que yo trabajo aquí?

—Su padre.

Ella no reflexionó durante mucho tiempo.

—Si realmente necesita hablarme, espéreme usted en algún sitio dentro de media hora.

—La esperaré en la terraza del café Le Français.

La muchacha vio salir al comisario sin decir una palabra, con la frente arrugada, y Maigret pasó treinta y cinco minutos viendo pasar gente y cambiando sus piernas de sitio cada vez que un camarero o un transeúnte tropezaba con ellas. Por fin llegó con aire decidido, vestida con un traje sastre claro. Estaba seguro de que vendría. No era una muchacha que faltase a una cita ni que, una vez allí, se mostrase violenta. Se tentó en la silla que le estaba reservada.

—¿Qué va usted a tomar?

—Un oporto.

Se arregló los cabellos que sobresalían de su sombrerito de paja blanca y cruzó sus bien formadas piernas.

—¿Sabe usted que su padre está enfermo?

—Siempre lo ha estado.

No había en su voz piedad ni emoción.

—Está en cama.

—Es posible.

—Su hermano ha desaparecido.

Vio que ella se sobresaltaba y que esta noticia la sorprendía más de lo que quería confesar.

—¿No la sorprende?

—Ya no me sorprende nada.

—¿Por qué?

—Porque he visto demasiadas cosas. ¿Qué es exactamente lo que espera usted de mí?

Era difícil contestar así, de repente, a una pregunta tan concreta. Ella, tranquilamente, tomó un cigarrillo de una pitillera y dijo:

—¿Tiene usted lumbre?

Le tendió una cerilla encendida.

—Espero.

—¿Qué edad tiene usted?

—Supongo que no se ha molestado usted para conocer mi edad. Según su insignia, no es usted un simple inspector, sino un comisario, o., dicho de otro modo, alguien importante.

Y examinándole con más atención.

—¿No es usted el famoso Maigret?

—Sí, soy el comisario Maigret.

—¿Ha matado Alain a alguien?

—¿Por qué piensa usted eso?

—Porque para que usted se ocupe de un asunto, supongo que tiene que ser importante.

—Su hermano podría ser la víctima.

Ninguna emoción. Era cierto que ella no parecía creerlo.

—Vaga por algún sitio de París con un revólver cargado en el bolsillo.

—Debe de haber bastantes en su caso, ¿no?

—Robó el revólver ayer mañana.

—¿Dónde?

—En mi casa.

—¿Ha ido a su casa? ¿A su piso?

—Sí.

—¿Cuando no había nadie? ¿Quiere decir que le ha robado a usted?

Aquello la divertía. De repente hubo ironía en su rostro.

—No tiene usted más afecto por Alain del que siente por su padre, ¿verdad?

—No tengo afecto por nadie, ni siquiera por mí misma.

—¿Qué edad tiene usted?

—Veintiún años y siete meses.

—Entonces hace siete meses que se marchó de casa de su padre.

—¿Llama usted a aquello una casa? ¿Se ha acercado usted por allí?

—¿Cree usted que su hermano es capaz de matar a alguien?

¿No sería para hacerse la interesante por lo que respondió con aire de desafío?

—¿Por qué no? Todo el mundo es capaz de hacerlo, ¿no?

En otra parte, y no en aquella terraza, donde una pareja sentada en una mesa vecina comenzaba a aguzar el oído, la habría sacudido; tanto le estaba exasperando.

—¿Ha conocido usted a su madre, señorita?

—Apenas. Tenía tres años cuando murió, inmediatamente después del nacimiento de Alain.

—¿Quién la ha criado?

—Mi padre.

—¿Se ocupaba él solo de sus tres hijos?

—Cuando era preciso.

—¿Qué quiere usted decir?

—Cuando no tenía dinero para pagar a una muchacha. Hubo un momento en que incluso teníamos dos, pero aquello no duró. A veces era una asistenta la que nos cuidaba, otras una vecina. No parece usted conocer muy bien a la familia.

—¿Han vivido siempre en la calle Popincourt?

—Hemos vivido en todas partes, incluso en los alrededores del Bois de Boulogne. Subíamos, bajábamos, volvíamos a subir un poquito, hasta que nos pusimos a descender sin remedio. Ahora, si no tiene usted nada más importante que decirme, me marcho porque estoy citada con mi amiga.

—¿Dónde vive usted?

—A dos pasos de aquí, calle de Berry.

—¿En el hotel?

—No. Tenemos dos habitaciones en una casa particular. Supongo que querrá conocer el número. Dio el número a Maigret.

—A pesar de todo, me ha gustado conocerle. Siempre se tiene tendencia a formarse ideas falsas sobre la gente.

Maigret no se atrevió a preguntarle qué idea se había formado sobre él ni, sobre todo, qué concepto tenía de él ahora. Ella estaba en pie, ceñida en su traje sastre, y algunos consumidores la miraban y después a Maigret, pensando probablemente que era muy afortunado. Se levantó a su vez y se despidió de ella en medio de la acera.

—Le doy las gracias —dijo él a regañadientes.

—De nada. No se preocupe demasiado por Alain.

—¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

—¡Una simple idea! Tengo la impresión de que por muy Maigret que sea usted, aún tiene muchas cosas que aprender.

Seguidamente se encaminó con pasos apresurados en dirección a la calle de Berry, muy cercana, y no se volvió. No había retenido el coche de Policía, por lo que tomó el metro, que iba repleto, lo que le permitió conservar su malhumor. No estaba contento con nadie, ni siquiera con él mismo. Si hubiera encontrado a Pardon le habría reprochado el haberle hablado de aquel Lagrange, con aspecto de fantasmón hinchado de viento; al mismo tiempo guardaba rencor a su mujer por la historia del revólver, y no estaba muy lejos de hacerla responsable.

Todo aquello no le importaba. El metro olía a colada. Los anuncios, siempre los mismos, en las estaciones le daban náuseas. Afuera volvió a encontrar el sol casi abrasador y también le tuvo rencor al sol por hacerle sudar. Al verlo pasar, el ordenanza comprendió que estaba de mal talante y se contentó con saludarle discretamente.

Sobre su mesa, bien a la vista, protegida de las corrientes de aire por una de sus pipas, que servía en aquella oportunidad de pisapapeles, había una nota.

«Ruego telefonee a la mayor brevedad a la Comisaría especial de la estación del Norte.»

Firmaba
Lucas
.

Descolgó el auricular, pidió la comunicación sin quitarse el sombrero, y para encender su pipa mantuvo el auricular entre su mejilla y el hombro.

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