Read El rebaño ciego Online

Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (42 page)

BOOK: El rebaño ciego
3.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
CONTROL DE AGUAS

El teléfono del escritorio de Philip Mason sonó de nuevo; era casi la décima vez en una hora. Descolgó y restalló:

—¿Sí?

—Vaya tono para usarlo con tu mujer —dijo Denise.

—Oh. —Philip se echó hacia atrás en su sillón y se pasó una mano por el rostro—. Lo siento.

—¿Hay algo que va mal?

—Parece que sí. He recibido ocho o diez llamadas hoy pidiendo servicio de urgencia. Gente que dice que sus filtros están obstruidos. —Philip intentó que su voz no pareciera demasiado sombría—. Problemas de crecimiento, supongo, pero eso significa posponer nuevas instalaciones y reasignar a los hombres disponibles… Bueno, ¿qué puedo hacer por ti?

—Angie McNeil acaba de llamar. Ella y Doug no van a poder venir a cenar esta noche.

—Cristo, ¿otra vez? ¡Es la tercera vez que anulan el compromiso! ¿Qué es esta vez?

Denise vaciló. Tras una pausa, con voz tensa, dijo:

—Tiene tantas llamadas de urgencias que dice que tendrá suerte si Doug está de vuelta a medianoche. Parece como si todo se estuviera desencadenando al mismo tiempo. Lo principal es la brucelosis, pero tienen llamadas de hepatitis víricas, disentería, sarampión, rubeola, escarlatina, y algo que Doug sospecha que pueda ser tifus.

—¡Tifus! —Philip casi dejó caer el teléfono.

—Eso es —confirmó gravemente Denise—. Dice… o mejor dicho Angela dice… que es debido a toda esa gente que ha venido aquí a pasar sus vacaciones en vez de ir a la costa. Las medidas sanitarias y el agua no han podido dar abasto.

—¿Les has dicho a Harold y Josie que no beban agua que no les deis vosotros?

—¡Por supuesto que se lo he dicho! —Y añadió—: Lo siento, no quería gritar.

—Está bien, todo esto suena terrible, pero ¿qué es exactamente lo que quieres que haga yo?

—Oh, he preparado comida para seis, por supuesto, así que he pensado que quizá pudiera decírselo a Pete y a Jeannie.

—Claro, buena idea. Precisamente estoy viendo a Pete ahora mismo, yendo a algún sitio. No cuelgues. —Tapó el auricular con una mano y llamó a Pete, que era visible al otro lado de la puerta de la oficina, mantenida abierta debido a que el aire acondicionado no daba abasto con el calor. Andaba casi normalmente ahora; había abandonado sus muletas, y utilizaba tan sólo un bastón. Entró haciendo un signo con la cabeza a Philip, y depositó algo envuelto en una bolsa de plástico en su escritorio.

—¿Podéis tú y Jeannie venir a cenar con nosotros esta noche? —dijo Philip antes de que Pete pudiera hablar.

—Oh… Bueno, nos encantaría —dijo Pete, cogido por sorpresa—. ¿Está Denise al otro lado de la línea? ¿Puedes decirle que llame a Jeannie a casa y le pregunte que si ella no tiene ningún compromiso por mi parte estupendo? Gracias.

Se sentó mientras Philip transmitía el mensaje y colgaba el auricular, y empezó a abrir la bolsa. Philip miró incrédulo su contenido.

—¿Qué demonios le ha ocurrido a eso? —exclamó.

Era el cilindro de filtro de un purificador de agua Mitsuyama. Estaba descolorido; en vez de su color blancuzco normal, tenía un tinte amarillo purulento con manchas marrones, y las hojas de plástico prensadas que lo componían estaban separadas, como si se hubiera inyectado aire a una tremenda presión desde el tubo central que lo atravesaba.

—Así es como están todos los aparatos defectuosos —dijo Pete—. Mack ha encontrado tres de ellos hoy. Ha pensado que era mejor decírnoslo antes de seguir cambiándolos.

—¡Cristo! —Philip tocó ligeramente el cilindro; era viscoso y repugnante—. ¿Ha visto eso Alan?

—Tiene que haberlo visto ya. Se ha ido corriendo a la clínica del doctor McNeil. Tiene auténticos problemas. Doce unidades se les han bloqueado por completo.

—Oh, infiernos —murmuró Philip—. ¿Y toda esa gente que está llamando ha utilizado realmente todos sus filtros de recambio?

—Mack dice que los tres con los que ha hablado sí lo han hecho. Han utilizado todo un paquete de seis en esas semanas. Pero tenía entendido que duraban medio año.

—¡Así tiene que ser!

—Entonces, ¿qué es lo que va mal?

El teléfono sonó. Philip lo descolgó rabiosamente.

—¿Sí?

—Alan quiere hablarle —dijo Doroty—. Adelante, Alan.

—¡Phil! —llegó inmediatamente la voz de Alan—. ¡Tenemos problemas!

—Lo sé. Pete acaba de traerme un filtro para que le eche una mirada. ¿Qué demonios…?

—¡Bacterias!

—Estás bromeando —dijo Philip tras una pausa.

—Un infierno bromeo. Ya he visto esto antes, en las grandes plantas purificadoras. Y ocurre también en los ablandadores domésticos de agua. Pero esos hijos de madre de Mitsuyama juraron a ciegas que se había comprobado que su sistema era inatacable. Envíame un especialista a la clínica inmediatamente, por favor.

Philip le repitió la orden a Pete, que agitó la cabeza.

—Aquí no hay nadie más que Mack, y tiene otros ocho…

—¡Lo he oído! —dijo Alan al otro lado—. Dile a Mack que todos los demás pueden esperar. Que venga aquí inmediatamente. Phil, vuelve a pasarme a Dorothy, ¿quieres? ¡Quiero que me llame a Osaka!

—Sólo pequeñas bacterias —dijo Pete incrédulamente, dando vueltas una y otra vez al cilindro—. ¡Convirtiendo eso en una pila de mierda! —Se estremeció y dejó caer el repugnante objeto—. Eso me asusta —añadió tras un momento—. ¿Sabes que hay una nueva epidemia atacando… la brucelosis?

—He oído decirlo —admitió Philip.

—Dicen que provoca el aborto —dijo Pete, con los ojos fijos en la nada—. Jeannie empieza a tener pesadillas. Ya está avanzada, casi dos meses… Oh, infiernos, aún no ha pasado nada. —Se levantó envaradamente—. Voy a decirle a Mack que se marche inmediatamente.

Sonó el teléfono. Esta vez era un hombre, para variar, pero tenía el mismo problema: un paquete de seis filtros usado en seis semanas, y ahora apenas un hilillo de agua en su grifo.

¿HA VISTO USTED ALGUNO DE ESTOS INSECTOS?

¡Si lo ha visto, informe inmediatamente a la policía!

VUELO RASANTE

Los delegados de los cinco wats más importantes estaban en conferencia con Zena y Ralph Henderson, en una de las habitaciones en forma de burbuja contiguas a la gran sala donde toda la comunidad de Denver se reunía para las comidas, como una cajilla lateral en la nave de una catedral ovoide que se hubiera encogido al lavarla.

Inclinándose hacia adelante en los almohadones azules sobre los que se sentaba, Drew Henker de Phoenix dijo:

—Así que estamos de acuerdo. Tenemos que atacar a Puritan pase lo que pase.

Hubo un silencio deprimido. En las amarronadas colinas que rodeaban el wat había ya muy pocas de las habituales manchas de color del verano. Desde su instalación, la gente que vivía allí habían plantado macizos de flores a todo alrededor para alegrar la vista. Pero habían sido reemplazadas por las tiendas y las caravanas de los visitantes que habían cogido las flores, cortado los pequeños árboles para hacer leña para el fuego, creado montones de basura de la noche a la mañana y polucionado su único riachuelo potable con sus aguas de desecho. También habían tenido muchos problemas con los borrachos camorristas que encontraban divertido arrojar piedras contra las ventanas del wat.

Al menos ahora era oscuro y no podían ver el desastre.

Finalmente Ralph dijo:

—La idea no es que me guste demasiado, pero simplemente tengo la impresión de que hay que hacerlo. —Se alzó y empezó a andar nerviosamente de un lado para otro bajo el curvado techo del domo, teniendo que inclinarse ligeramente al final de cada trayecto mientras se giraba. Era alto—. Esos malditos estúpidos de ahí afuera —un gesto hacia las oscuras ventanas— no reaccionarán a nada que no sea un auténtico shock. Han sido advertidos una y otra vez, por Austin, por Nader, por Rattray Taylor, por todo el mundo. ¿Y han hecho algún caso? No, ni siquiera cuando sus propios cuerpos han empezado a fallar. ¡Cristo, hemos tenido que convertir prácticamente nuestro jeep en una ambulancia!

Eso era una exageración. Pero era cierto que al menos una docena de veces desde que había empezado el fluir de turistas, gente desconocida había venido gritando al wat pidiendo un doctor, o para hacerse curar una herida, o para pedir consejo sobre un hijo enfermo.

—Y apuesto a que ellos no han ofrecido nada a cambio —dijo malhumoradamente Rose Shattock de Taos.

Silencio una vez más; se hizo demasiado largo. Zena dijo al azar:

—Oh, Ralph, quería preguntártelo. Rick no me deja en paz queriendo saber qué es lo que causa esas manchas en todas las plantas de hoja ancha este verano.

—¿Qué manchas? Las amarronadas son por falta de agua, creo. Pero si te refieres a las amarillas, son debidas al SO
2
.

—Eso es lo que le dije. Sólo deseaba asegurarme de haberle dado la respuesta correcta.

—Si los productos polucionantes pudieran matar a los jigras —dijo Tony Whitefeather de Spokane—. Pero son resistentes literalmente a todo… ¿Creéis que hay algo de verdad en eso de que no entraron en el país por error, sino que los tupas los deslizaron deliberadamente?

—¿Por qué deberían tomarse esa molestia? —gruñó Ralph—. Simplemente dejad que alguna asquerosa empresa baje sus estándares de calidad…

—Nosotros les habíamos comprado antes —le recordó Zena.

—Por supuesto, pero sólo porque no quedaba más remedio. Y de todos modos: ¡importar gusanos de tierra, por el amor de Dios! ¡Abejas! ¡Mariquitas! Algunas veces pienso que hay algún científico loco en Washington, controlando a Prexy mediante sugestión posthipnótica, que desea que todos nosotros vivamos en una hermosa factoría esterilizada llena de cristales y de acero inoxidable, y comamos pequeñas pastillitas rosas y azules para que no tengamos que cagar.

—Entonces primero está cargándose a un buen número de nosotros —dijo Tony Whitefeather— para no tener que hacer una factoría demasiado grande.

—¿Cómo Lucas Quarrey y Gerry Thorne? —sugirió Drew Henker.

—Oh, ellos no tenían necesidad de quitarlos de en medio —respondió Ralph con un alzarse de hombros—. Se suponía que el Sindicato tenía intención de hacerlo en su lugar. Aunque tendrían que haber esperado una reacción al poco tiempo. Os vais a quedar todos, ¿verdad? Así podremos discutir las primeras noticias mañana por la mañana.

Hubo asentimientos a lo largo de todo el círculo. Empezaron a levantarse.

—¿Alguno de vosotros sabe algo acerca de esos nuevos purificadores de agua Mitsuyama? —dijo Rose Shattock—. Nosotros habíamos pensado investigar algunos.

—Nosotros también —asintió Ralph—. Pero el comité de control de fondos llegó al acuerdo de posponerlo. Este será el primer año que no hayamos conseguido cultivar la suficiente comida como para que nos dure todo el invierno, de modo que nuestros ahorros deberán ser gastados en comprar provisiones fuera.

—Para vosotros no es demasiado problema de todos modos, ¿verdad? —dijo Drew—. Cuando llegue la temporada de las nieves siempre podréis confiar en la purificación natural.

—No estoy tan seguro —gruñó Ralph—. Con toda esa bruma a gran altura, sólo Dios sabe a qué se parecerá la nieve este año.

—A mugre —dijo Zena, e hizo una mueca.

En aquel momento el distante zumbar de un avión ligero llegó hasta sus oídos, y creció en intensidad, y todos se dirigieron a la ventana.

—¡Mirad! —exclamó Ralph—. ¡Si eso son las luces del aparato, vuela realmente bajo!

—Seguro que lo son —confirmó Zena, mirando por encima de su hombro—. ¡Debe tener problemas!

—Su motor parece funcionar bien… Hey, ¿a qué está jugando? ¡Se dirige directamente hacia el wat! ¡Está loco!

—¡O está cargado o borracho! —decidió Drew—. ¡El maldito estúpido!

—Salgamos afuera y avisémosle con una linterna —propuso Zena, y se dirigió hacia la puerta.

Dándose media vuelta, Ralph gritó tras ella:

—¡Hey, no! ¡Si va drogado, creerá que estás jugando con él y volará aún más bajo!

—Pero no podemos…

Fue todo lo que pudo decir. El rugir del motor era ya lo suficientemente fuerte como para cubrir sus palabras, pero no fue eso lo que cortó el resto de su frase.

Una repentina línea de astillados orificios, como el golpeteo sucesivo de la aguja de una máquina de coser, perforaron la ventana, el techo, el suelo, y a Drew y Ralph.

En su segunda pasada, el avión dejó caer un puñado de cócteles molotov. Luego desapareció zumbando en la noche.

IMPOSIBLE VER YA LAS MONTAÑAS

Seguro que desde aquí, en un día del mes de agosto, uno tenía que ser capaz de ver las montañas.

Pete miró a su alrededor. Habían sido desviados por las barreras de la policía de la carretera que tenían intención de tomar —estaban controlando casa por casa—, y ahora habían tenido que detenerse en el mirador de Colfax, entre Lincoln y Sherman, cerca del Capitolio del Estado, mientras un grupo de patrulleros jóvenes iban de coche en coche comprobando documentaciones y bromeando con las chicas guapas. En los altos escalones de la parte frontal del Capitolio grupos de turistas que ya habían pasado los controles se tomaban fotos mutuamente como de costumbre. Las aceras estaban llenas también de la gente habitual de los sábados por la mañana.

Pero no se veían las montañas.

Curioso. Denver se parecía a un decorado teatral. La línea en forma de arco de Colfax apuntaba directamente a un brumoso grisor.

Uno casi podía creer que el mundo fuera de lo que podía ver se estaba disolviendo… que lo que mostraba la televisión o informaban los periódicos era una mentira.

En un tablero de anuncios colgado de la verja que rodeaba los terrenos del Capitolio había una versión en pequeño del cartel que mostraba a un jigra y que en las últimas semanas había inundado todo el Oeste y el Medio Oeste. Sobre él alguien había dibujado en rojo el símbolo trainita.

Los policías llegaron a su coche, comprobaron su documentación y miraron en el portamaletas, y les hicieron seña que siguieran. Siguió mirando aquel cartel hasta que su cuello casi le dio un calambre, lo cual era peligroso con el estado de su espalda. Otra sensación extraña: ser un pasajero durante todo el rato. Le gustaba conducir. Pero pasaría mucho tiempo antes de que pudiera hacerlo de nuevo.

Aquellos símbolos asquerosos estaban por todas partes. Les habían pintado tres en su coche, por ejemplo, que Jeannie había tenido que limpiar —cuidando de no estropear la pintura—, perdiendo una hora o más en cada ocasión. Si, cuando tuvieron que desprenderse de uno de sus coches, al menos hubieran podido conservar el Stephenson… Pero era demasiado pequeño, le costaba demasiado entrar y salir de él, y por supuesto hoy en día el valor de venta de un coche eléctrico era mucho más alto que el de uno cualquiera de gasolina, y puesto que necesitaban el dinero para su nuevo congelador…

BOOK: El rebaño ciego
3.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

What Lurks Beneath by Ryan Lockwood
Something Wicked by Lesley Anne Cowan
It's in His Touch by Shelly Alexander
Googleplex by James Renner
Small-Town Redemption by Andrews, Beth
The Regency Detective by David Lassman
One Week in Maine by Ryan, Shayna
The Lotus Ascension by Adonis Devereux
Osada by Jack Campbell