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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (20 page)

BOOK: El rebaño ciego
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Pero volvió, lo cual era también un signo de valor, y sujetó el dedo mientras Michael lo recosía con grandes puntadas rápidas… todo ello de acuerdo con los principios enunciados en una revista médica china (asegurarse de mantener el suministro de sangre a toda costa hasta que haya tiempo de volver a unir los nervios y músculos). Entonces llegó la ambulancia, y Michael no necesitó requisar el coche del gobierno después de todo.

—Cuando un niño ni siquiera puede jugar seguro en un campo… —dijo Michael. Había llamado a Clark a la sala de estar, y el ofrecimiento de algo para levantar los ánimos había sido aceptado. Dos dedos para cada uno. A veces incluso los curanderos provisionales necesitaban un poco de medicina—. ¡Salud!

—¡Salud!

—Ahora, ¿para qué había venido? —preguntó Michael, dejándose caer en su sillón favorito—. ¿Lo han enviado a pedirme disculpas por el escándalo de la granja Murphy?

El hombre del gobierno tuvo la cortesía de parecer avergonzado.

—No. Pero dijeron que tenía usted razón en todo.

—¡Muy amable por su parte el admitirlo! —se burló Michael—. Ni siquiera soy un veterinario, sólo un muchacho educado en una granja, pero sé distinguir un envenenamiento por dicumarol de uno por heno echado a perder apenas verlo. Pero usted no me cree, ¿verdad? No más que ellos… ¡lo más seguro es que ni siquiera haya oído hablar nunca del dicumarol! Oh, son tan estúpidos que me hacen ver rojo. ¿Sabe que si hubieran conseguido sus propósitos yo no hubiera podido salvar ahora el dedo de la pequeña Eileen?

Clark lo miró parpadeando. Encontraba su agresiva cabeza pelirroja, con sus ojos verdes demasiado juntos, curiosamente perturbadora.

—Es un hecho. Aprendí la forma correcta de hacerlo en una revista médica china, ¡una revista a la que intentaron evitar que me suscribiera porque eso podía significar darles a los chinos divisas occidentales! —Frunciendo el ceno, vació su vaso.

—Bueno, yo no sé nada de eso —dijo el otro, rebuscando en el bolsillo interior de su elegante traje azul, probablemente inglés—. Me dijeron que le entregara esto —sacó un sobre con el lacre verde oficial.

—Oh, quizá me envíen sus disculpas por escrito —gruñó Michael, abriendo el sobre. Una larga pausa. Finalmente, alzó la vista con una amarga sonrisa.

—Bien, eso me enseñará a no intentar ganarle al gobierno. Aunque venzas en la lucha, siempre encontrarán una forma de hacerte agachar la cabeza. ¿Sabe usted que pasé cinco años como oficial médico en el ejército? ¿No? Bien, lo hice. De modo que ahora vuelven a llamarme de la reserva para ir con un equipo de las Naciones Unidas a investigar el asunto de esa comida envenenada en Noshri. Bien, supongo que es una forma de echarme fuera de su camino.

Rasgó la carta en pequeños trozos y los arrojó furiosamente al suelo.

—¿Pero quién va a atender al siguiente niño como Eileen Murphy?

MARZO
MULTIPLICACIÓN LARGA

He ahí al
Rústico
industrioso, que cada día trabaja

Sus reducidos campos, y con avaro cuidado

(Que es un noble motivo, el de evitar

Pérdidas inútiles y hierbajos) inspecciona cada tallo.

Que arranca de raíz los infectados por la plaga

(Porque las plantas, como el hombre, enferman) y, montando en ira

Arroja sin dudar al humeante fuego

Aquellos que a sus ojos no crecen rectamente.

De modo que, cuando llegue la cosecha,

Se repita su especie, pero mejor, más sana y suave,

Una vez separado el grano de la paja:

A él yo canto, al digno de mi rima,

Cuya devoción a la tierra fecundada

Hace nacer dos espigas donde sólo una crecía.

«La musa agrícola», 1710.

UN REGALO DE INSECTOS

A aquella altura aún había mucha nieve. Peg condujo con precaución por la abrupta y sinuosa carretera. Llevaban muchos kilómetros sin apenas cruzarse con ningún otro coche. Pero siempre había la posibilidad de encontrarse de frente con cualquier idiota de los que creían que toda la carretera le pertenecía a él.

Idiota…

¿Yo soy una?

No había pretendido pronunciar en voz alta aquella pregunta retórica; sin embargo, Felice —temblando debido a que la ventanilla del conductor iba abierta, pese a estar envuelta hasta las orejas en pieles, auténticas pieles, sospechaba Peg, aunque no había sido tan poco educada como para preguntarlo— dijo irónicamente:

—Yo también me he estado preguntando lo mismo de mí. Pero yo hubiera debido ocupar el puesto de Bill Chalmers cuando éste resultó muerto, y en cambio me encontré con que ese bastardo de Halkin pasaba por encima de mi cabeza…

Peg asintió con la cabeza. Sabía exactamente cómo se sentía Felice. Ella misma lamentaba haber perdido su trabajo, pero por debajo de su decisión había un feroz orgullo que la ayudaba a mantenerse en su sitio.

—No estaba pensando en eso —dijo—. Quiero decir, aquí estamos, va a anochecer pronto, y ni siquiera hemos telefoneado avisando…

—¿Puedes telefonear al wat? —Felice parecía sorprendida.

—Seguro. Su número está incluso en el listín: uno sólo para las sesenta personas que lo forman. —A nombre de Jones. Quizá por eso no había llamado avisando. Estaba intentando no pensar demasiado en Decimus muerto, pese a que su hermana estaba sentada allí a su lado en el coche, pese a que estaban reconstruyendo su último viaje en dirección contraria.

Como si al finalizar el viaje esperara encontrarle de nuevo vivo.

—No sé por qué, pero nunca imaginé que tuvieran teléfono —dijo Felice.

Bueno, era natural, conociendo su aversión hacia la tecnología moderna. Además, tampoco tenían demasiados contactos con el mundo exterior. Y el mundo exterior los desaprobaba, lo cual era también una razón. Un breve momento de aprobación había seguido a la avalancha de Towerhill, cuando incluso el gobernador había alabado sus trabajos de rescate. Pero eso ya se había acabado.

Como era ya tarde, cuando llegaron al cruce de Towerhill sugirió a Felice que pasaran la noche allí. Desde la avalancha no era ningún secreto que los turistas habían desaparecido, puf. Había montones de habitaciones libres. Sólo los desenterradores de cadáveres seguían preocupándose por la ciudad.

Pero Felice dijo que prefería no ser una desenterradora de cadáveres.

De pronto, al borde mismo del campo de visión de sus faros Peg divisó otro coche aparcado en la cuneta: un pequeño Stephenson eléctrico no adaptado para largas distancias, con sólo un radio de ciento cincuenta kilómetros entre recargas. Un hombre joven estaba inspeccionando su motor. Oyendo el suave siseo gatuno del Hailey, se giró e hizo señas.

—¿Crees que debemos parar? —murmuró a Felice. Normalmente la idea no se le hubiera ni siquiera ocurrido: hubiera seguido adelante, y al infierno si el tipo era hallado muerto de frío a la mañana siguiente. Pero desde que habían alcanzado la cota de los trescientos metros, un poco antes, y había podido conducir con el ventilador parado y la ventanilla abierta, el fresco aire de la montaña había hecho que su cabeza flotara un poco. Incluso el frío era refrescante; hacía años que no sentía este frío, desde que vivía en Los Angeles, donde la única posibilidad de aliviar su sinusitis consistía en llevar siempre una mascarilla filtro en la calle y cambiar el purificador de aire del coche cada mil quinientos kilómetros y pasar todo el tiempo posible alejada del exterior.

Aparentemente Felice se había visto afectada del mismo modo. En vez de indicarle razonablemente los peligros de ser atacadas y abandonadas en la nieve mientras los ladrones se llevaban su coche, dijo:

—Oh, parece bastante inofensivo. A mí no me gustaría quedarme varada por una avería con este frío.

De modo que Peg frenó el coche al lado del hombre.

—Oigan, ¿van ustedes al wat trainita? —preguntó éste, inclinándose sobre su ventanilla y echando hacia atrás el lacio pelo que le caía sobre los ojos.

—Sí.

—Yo también. Sólo que mi coche no ha querido seguir… el maldito indicador de nivel de carga se ha quedado encallado casi al máximo. ¿Puedo ir con ustedes?

Peg echó una mirada dubitativa al minúsculo asiento trasero del Hailey, un simple banco diseñado para evitar que una pareja con un niño pequeño tuvieran que cambiar a otro coche mayor. Además estaba casi ocupado por la bolsa de viaje de Felice y una gran lata con una etiqueta con gruesas letras rojas y negras que decían V
IVA
P
RUDENTEMENTE
.

—Sólo tengo una bolsa pequeña —rogó el joven.

—Oh… De acuerdo.

—¡Estupendo, gracias!

De modo que ella bajó —el Hailey era un dos puertas— y lo observó más de cerca mientras él cerraba el coche eléctrico. Así que presumiblemente era suyo; había medio imaginado que fuera robado. Se relajó y mantuvo la puerta abierta para él mientras el hombre se giraba llevando una bolsa como las utilizadas en los aviones.

—Tendrá que apartar esa lata —dijo ella—. Cuidado, es pesada.

Él obedeció.

—¿Qué es? —preguntó, leyendo la etiqueta.

—Un galón de gusanos importados —le dijo Felice—. Pensé que sería un regalo útil para el wat.

—Sí, buena idea. —Se acomodó como pudo, con sus largas piernas medio dobladas bajo él—. A propósito, me llamo Hugh, Hugh Pettingill.

El nombre sonó como si tuviera que significar algo. Pero no lo significaba.

—Yo soy Peg. Ella es Felice. —Peg cerró la puerta y puso el coche en marcha.

—¿Viven ustedes en el wat?

—No. ¿Y usted?

—Pienso que quizá debería. —En el parabrisas, a la débil luminosidad del cuadro de instrumentos, Peg captó un atisbo de su rostro con el ceño ligeramente fruncido, como una máscara fantasmal destacando contra la oscura carretera y el gris sucio de la nieve amontonada en las cunetas—. He estado dudando todas estas últimas semanas. Intentando aclarar mis ideas.

—Como yo.

Peg pensó en las largas horas que había pasado en su apartamento mirando la televisión como si fuera alguna especie de bola de cristal y pudiera sugerirle la forma de actuar adecuada, hasta aquella inesperada llamada telefónica de Felice, que deseaba encontrarse con ella para cenar, deseaba hablar acerca de la forma en que había considerado a su difunto hermano, deseaba descubrir si había obrado equivocadamente peleándose con él cuando se adhirió a los ideales trainitas.

Dijo que había estado pensando en aquello desde el día en que le dijeron que las expectativas de vida en los Estados Unidos estaban empezando a bajar.

Su tranquila forma de hablar había sacudido a Peg hasta lo más profundo; la cena había durado hasta pasada la medianoche, con la conversación cambiando de tema y volviendo de nuevo a él, hasta que finalmente su plan empezó a tomar forma: visitar el wat de Denver, hablar con la viuda de Decimus, Zena, olvidar el punto de vista oficial sobre los trainitas («su fundador se volvió loco y el principal de sus discípulos murió drogado») e intentar por una vez formarse su propia opinión.

Peg había aceptado la proposición con un cierto sentido de fatalismo. La perspectiva de ver de nuevo el wat, a Zena y a Rick y a los demás chicos, sin Decimus… le estremecía. Pero tenía que hacerlo, se daba cuenta de ello. Después de todo, el mundo no había terminado con la muerte de un hombre.

No completamente.

De pronto fue consciente de que el muchacho en la parte de atrás —el joven, el adolescente, qué importaba— estaba hablando como si llevara días sin comunicarse con nadie y necesitara desesperadamente la posibilidad de descargar su mente.

—Quiero decir, no podía aceptar nada más de él después de aquello, ¿no? ¿No lo creen así?

Rebuscó en su memoria, y bruscamente reconoció el nombre. Petingill. Clic. Uno de los hijos adoptivos de Jacob Bamberley desapareciendo de la universidad. Pero aparentemente Felice había escuchado con más atención, porque dijo:

—¿Vio alguna vez ese alimento suyo, ese producto que dijeron estaba envenenado y había matado a toda esa gente en Noshri?

—Verlo seguro, pero nunca en su mesa. —Había veneno en el tono de Hugh—. Oh, no. ¡Para él carne de primera! El orgulloso bastardo. Esperando que le lamas las botas por cada uno de sus favores, lo hayas pedido o no. Deseando estar siempre rodeado por miles de millones de personas diciendo a coro: «¡Sí, señor Bamberley!», «¡No, señor Bamberley!», «¡Lo que usted diga, señor Bamberley!». Me hace sentirme enfermo.

Rebuscó en su gruesa parca y sacó algo envuelto en plástico.

—Miren, tengo un poco de khat. ¿Les apetece?

—Seguro —dijo Felice, tendiendo la mano hacia atrás. Peg dominó un estremecimiento. Ponerse en la boca algo que había sido impregnado por la saliva de un extraño… Aunque dijeran que el producto contenía un bactericida natural y que el riesgo de infección era menos que con un beso.

Tampoco se sentía muy inclinada a los besos.

Dijo con voz áspera:

—Mejor apresúrense. Eso que se ve ahí delante deben ser las luces del wat, al otro lado del valle. Y ya saben lo que piensan respecto a las drogas.

—¡Peg, querida! ¡Oh, Peg, qué maravilloso! Y esta debe ser Felice, ¿no? —Alta, de piel muy oscura, con una presencia que Peg siempre había envidiado porque le hubiera ayudado a librarse de los hombres inoportunos, Zena la abrazó y la apartó rápidamente del frío, haciéndola entrar a la curiosa caverna abstracta que era su casa: maravillosamente cálida con la simple radiación de unas cuantas bombillas puesto que estaba eficientemente aislada, llena de un delicioso aroma de judías y hierbas.

—¿Cómo está Rick? ¿Cómo están las chicas?

—Oh, están bien. Hace un minuto que acaban de irse a la cama. No voy a despertarlas ahora, pero van a sentirse tan encantadas cuando te vean por la mañana. Felice, querida, me alegro tanto de conocerte al fin… Decimus hablaba mucho de ti, ya sabes, y siempre lamentaba tanto que no estuvieras de acuerdo con sus ideas. —Y la besó también.

Mientras tanto, Hugh había permanecido aguardando junto a la puerta, con una expresión en su rostro que Peg calificó en cierto modo como de
hambriento
. Como si no hubiera ningún otro lugar en la tierra donde pudiera hallar un recibimiento tan efusivo. Hizo lo que pudo para arreglar las cosas presentándolo a los demás miembros de la comunidad del wat a medida que iban apareciendo: al corpulento Harry Molton, al barbudo Paul Prince y su encantadora esposa Sue, a Ralph Henderson que se había quedado calvo desde que lo viera por última vez, y a media docena de otros que eran nuevos. Sí, por supuesto, les brindarían hospitalidad. Eso formaba parte de las reglas. Lo convirtieron en literal trayéndoles pan y sal.

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