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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (30 page)

BOOK: El quinto jinete
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—Escuche, señor Como-se-llame, ¡ya estoy harto de oír sus infernales predicciones! —El alcalde había recobrado su
punch
—. Lo único que me interesa es que me diga exactamente el número de mis conciudadanos que morirán si explota esa bomba.

—Con mucho gusto, señor alcalde.

Hannon abrió una voluminosa carpeta con tapas de cartón rígido y negro, con el rótulo de «Ultrasecreto». Contenía el imprescindible viático del burócrata moderno, un documento de informática. Se trataba, en realidad, de una especie de anuario de lo inconcebible, de una proyección, por barrios, de la muerte y de la destrucción, con el número exacto de enfermeras, de pediatras, de osteópatas, de fontaneros, de camas de hospital, de bombas contra incendios, de pistas de aeropuertos y, naturalmente, de archivos oficiales, que subsistirían en cada rincón de las zonas afectadas.

El Gobierno norteamericano había gastado millones de dólares en reunir estas informaciones y someterlas a los ordenadores gigantes del Centro de alerta nacional de Olney, en Maryland. Y he aquí que había llegado el momento de resumir todo el horror encerrado en las columnas de cifras, de estadísticas, de porcentajes.

Hannon consultó rápidamente su libro negro y declaró calmosamente:

—El número total de muertos en la ciudad de Nueva York será de seis millones setecientos cuarenta y cuatro mil.

El agente del FBI Jack Rand consultó nerviosamente su reloj. Un gran embotellamiento de automóviles inmovilizaba al viejo Chevrolet de su compañ de equipo, el inspector Ángelo Rocchia.

—Deberíamos llamar al Puesto de Mando —sugirió Rand.

—¿Para qué? —replicó Ángelo irritado—. ¿Para decirles que estamos en el puente de Brooklyn bloqueados?

«Ese botarate lleva una radio en el culo» —pensó Ángelo. Pescó un cacahuete de la bolsa de papel que llevaba en el bolsillo de su chaqueta.

—¡Toma, hijito, y tranquilízate! Admira el panorama. Ahora vendrá lo mejor. El estercolero de Brooklyn.

Lentamente, con precaución, se deslizó a lo largo de la rampa y giró hacia Henry Street, dos calles por encima de los muelles. El joven
Fed
hizo una mueca al ver el espectáculo que apareció delante del parabrisas: una hilera de casas de tres o cuatro pisos, casi todas ellas destrozadas como por un bombardeo. Las paredes, o al menos las que se mantenían aún en pie, estaban cubiertas de inscripciones obscenas. El lugar olía a orines, a mierda, a ceniza.

La mayor parte de las tiendas estaban atrancadas con tablas. Jack miró con asombro los raros establecimientos que seguían abiertos: el salón de peluquería del Grand Tony, con su estropeada fachada cubierta con una cortina amarilla y una maceta de geranios; la abacería del Ace, con su exposición de embutidos de botes de cerveza y de soda, de paquetes de cigarrillos y de servilletas de papel, apilados detrás de una gruesa reja.

En las esquinas de las calles, miserables para quienes el sueño americano seguía siendo un espejismo, se calentaban las manos en fogatas de basura encendidas en viejos cubos.

—Apuesto a que no tienes un paraíso como éste en tu Colorado. ¿Sabes cuánto cobra aquí un tipo para asesinar a alguien? ¡Diez dólares! Sí, hijito, ¡10 dólares por matar a un ciudadano! —Angelo Rocchia meneó la cabeza con nostalgia—. Y, sin embargo, hubo un tiempo en que fue un barrio muy lindo, ¿sabes? Italianos. Y algunos irlandeses. Hoy, la mayoría de los que viven aquí están peor que los animales del zoo del Bronx. Los árabes nos harían un favor…

—¿Un favor?

—…Si hiciesen explotar aquí su barril.

Angelo vio, por el rabillo del ojo, que el
Fed
hacía una mueca. Señaló con un dedo la decrépita fachada de una iglesia.

—Allá abajo está la President Street —anunció, con orgullo—. El antiguo territorio del gángster Joey Gallo. Y ante ti, hijito, tienes uno de los más grandes campos de batalla americanos.

Era verdad: en los muelles de Brooklyn han muerto más hombres que en muchas batallas históricas. Desde siempre, el crimen, la corrupción, el han imperado en estos kilómetros de grises almacenes y en los barrios vecinos. Las ratas de muelle, los incendiarios de
docks
, los mercaderes de hombres, los mercaderes de mujeres, los posaderos clandestinos, las alcahuetas, los shanghaianos, los
shipehandlers
sin escrúpulos, los contrabandistas, los asesinos a sueldo, habían sido los héroes siniestros de la larga saga de la chusma del
waterfront
. La inseguridad y el pillaje habían alcanzado tales proporciones que los barcos habían acabado por alejarse de Brooklyn.

—¿Es que la mafia sigue dominando en los muelles? —preguntó ingenuamente el
Fed
.

Angelo no pudo contener una risa burlona. «La próxima vez —se dijo— este botarate me preguntará si el Papa es católico».

—¡Claro que sí! La familia Profaci, Anthony Scotto…

—¿Y no habéis podido destruirlos?

—¡Destruirlos! ¿Estás de broma? Controlan todas las compañías de administración que alquilan los muelles. Si un estibador no tiene un tío, un hermano o un primo en el sindicato, que le recomiende, puede ir a que le frían un huevo; no habrá trabajo para él. ¿Sabes lo que pasa cuando el muchacho llega aquí por primera vez? Un tipo se acerca a él y le dice: «¡Eh! Estamos haciendo una colecta para Tony Nazziato. Se rompió una pata en el muelle número seis». El aspirante a estibador pregunta, sorprendido: «Tony,¿ qué?» Y se acabó: puedes estar seguro de que el chico no tendrá nunca trabajo. Pues el gran Tony está allá abajo, en el salón del sindicato, contando los cientos de dólares que le proporcionan las colectas por sus imaginarias fracturas. Es la ley de la jungla. Como en todos los muelles.

Angelo observó que la cara sonrosada de su compañero de equipo se había vuelto gris como el cielo de Brooklyn.

—Bueno, ya está bien, ¡hablemos de otra cosa! Es curioso que te hayan enviado aquí desde Denver, sólo por un maldito barril de cloro ¿no te parece?

—Por lo visto es una mercancía sumamente peligrosa.

—¡Claro! ¿Sabes el número de
Feds
que han hecho venir? ¡Al menos dos mil!

¿Tantos? —Vaciló un momento—. Dime: no debes estar lejos de la edad de la jubilación, ¿verdad?

—Si quisiera, ¡ya la tendría! —dijo Angelo—, mascando un cacahuete. Tengo la antigüedad necesaria. Pero me gusta este trabajo… ¿Quieres que me pudra en algún lugar de Long Island, pensando en las musarañas? ¡No me conoces!

En el barrio que cruzaban era donde había hecho Angelo Rocchia sus primeras rondas como guardia en 1947. La Comisaría de Brooklyn estaba entonces tan cerca de su casa que, entre una ronda y otra, podía ir a tomarse un café en la casa donde había nacido, abrazar a su madre y charlar un poco con su padre en el pequeño taller de sastre que éste había montado al llegar de Sicilia después de la Primera Guerra Mundial, e incluso echar una cabezadilla en el sotechado donde él mismo había tirado de la aguja los sábados por la tarde, mientras oía al viejo tararear con la radio las grandes arias de «Rigoletto», de «El Trovador», de «La Traviata».

—¿Hace mucho tiempo que estás en el FBI? —preguntó a Rand.

—Tres años. Desde que salí de la Facultad de Derecho de Tulane.

—¿Eres de Nueva Orleáns?

—De Thibodaux en el
bayou
de Luisiana. Mi padre regenta allí la agencia Ford.

—El país de Ron Guidoy —observó Angelo con satisfacción—. El mejor pitcher que tuvieron los Yankees, después de la llegada de Whitey Ford
[12]
.

—Yo jugué al rugby.

—Me parece que te falta planta.

—Lo mismo dijeron los entrenadores. Por eso hice mi carrera de Derecho.

Pocos días antes de la entrega del diploma, un representante del FBI había ido a exponer a los estudiantes de la Universidad de Tulane las ventajas de una carrera en las filas de la seguridad federal. El siguiente año escolar Jack Rand había sido admitido en la misteriosa Academia nacional del FBI instalada en el recinto de la base naval de Quantico, en Virginia. Allí había seguido, durante once meses la instrucción intensiva de los futuros agentes de la seguridad norteamericana: curso de procedimiento criminal, escuela de contraespionaje, nociones de ideologías revolucionarias, lecciones de vigilancia policial, ejercicios prácticos sobre casos de secuestro, de infiltración extranjera, de terrorismo político, de chantaje nuclear. Todo un adiestramiento físico digno de James Bond, ejercicios de defensa táctica, de lucha cuerpo a cuerpo y de tiro real, había completado aquella formación cuyo último examen había sido una prueba de resistencia a la tortura.

Pero, sobre todo, Rand había aprendido a someterse a las reglas que tienden a fundir a los nueve mil agentes del FBI en un mismo molde. Nada de trajes ni de corbatas de fantasía, sino vestidos serios y corrientes, gabardinas beige o grises, sombreros de fieltro del mismo color. Gafas discretas, del tipo
clergyman
. Cabellos ni muy largos ni muy cortos. Nada de barba ni de bigote. Y las mismas exigencias en lo tocante al comportamiento. Ante todo, la manera de hablar: nada de discursos volubles ni de conversaciones atropelladas, sino una estricta economía en el lenguaje. Nada de originalidades en el trabajo, sino respetuosa sumisión a los métodos establecidos. Un policía anónimo, presto a diluir su individualidad en la organización: he aquí lo que había hecho el FBI del joven Jack Rand.

Angelo Rocchia había empezado su carrera en el corazón del
borough
de Brooklyn, cuyo barrio de los
docks
se parecía hoy a los pueblos devastados de Sicilia donde había combatido durante el invierno de 1943. Era el ghetto italiano, a la sazón escenario de las
vendettas
de las familias rivales de la mafia. No había tardado en descubrir la extraordinaria corrupción que se ocultaba bajo el bello uniforme azul marino, la gorra hexagonal y el arma de calibre 38 de los treinta y dos mil policías de Nueva York. Había cerrado los ojos ante los
rackets
de su sector y cobrado, sin escrúpulos, el diezmo de los gángsters. Después de pasar por el Bronx había cruzado el East River para incorporarse a la Oficina de Investigación Criminal de Manhattan donde había tirado el uniforme de
cop
para navegar en traje de paisano por el sospechoso ambiente del juego clandestino, de las apuestas ilegales, de la extorsión comercial e industrial.

Un año en la Brigada de Rateros del sur de Manhattan y, después trece meses en la Brigada de Moral de la comisaría 18.
a
de la calle 54 Oeste, habían enriquecido su experiencia. En ella se había revelado como excelente actor. Su talento para el disfraz había hecho caer en sus redes a algunas
belles de nuit
de Times Square, que se habían quedado pasmadas al descubrir que el pacifico comerciante de cerveza de Múnich o el representante de ojos oblicuos de su majestad Honda, llevaba un calibre 38 bajo su chaqueta. La insignia dorada de los inspectores de primera clase había sido su recompensa, abriéndole las puertas de la aristocracia de la fuerza pública neoyorquina, cuerpo de tres mil inspectores que representaba una poderosa
camarilla
adulada por el poder y por la prensa.

—¿Estas casado? —preguntó Ángelo a su compañero.

—Sí, y tengo tres pequeños. ¿Y tú?

Por primera vez, Jack Rand vio en el rostro de su acompañante una sombra de tristeza.

—Perdí a mi mujer hace algunos años. Tengo un hijo, una niña.

Había dicho estas palabras como una declaración definitiva que no permitía ningún comentario.

El policía detuvo su coche ante una puerta metálica. Mostró su placa de inspector al guardia, el cual le hizo señal de que podía pasar. Un poco más lejos, se detuvo ante un gran edificio amarillo, en cuya fachada se leía en letras negras: «
Passenger Terminal
» «Estación Marítima».

—¡La última parada antes de diñarla! —bromeó Angelo.

—¿Antes de diñarla?

—¡Bah! No te preocupes. Tú aún no habías nacido. —Se echó un cacahuete a la boca—. Yo salí de aquí para la guerra en 1942.

Una ráfaga de viento helado les lanzó en pleno rostro el pútrido relente de las aguas sucias que lamían los
docks
. Angelo se levantó el cuello del abrigo y se dirigió a una especie de caja de cristales en el extremo del muelle.

—¡He aquí la Oficina de Aduana de Estados Unidos! Podrías hacer pasar un rebaño de elefantes ante estos cristales sin que lo advirtiese el tipo que está dentro.

Angelo entró en la cabina débilmente iluminada donde flotaba un olor a sudor y a tabaco frío. Fotografías de ases del béisbol y el amarillento póster de una
pin-up
de
Playboy
, decoraban las mugrientas paredes. Tumbado en su sillón, el aduanero de uniforme azul marino leía la página deportiva del
Daily News
.

—Me han anunciado su visita —gruñó, al ver la placa que le mostraba Angelo—. Les esperan ahí al lado, en el despacho del agente marítimo.

La oficina de Hellias Stevedore era poco mayor que la de la Aduana. Fajos de papeles se amontonaban en compartimientos a lo largo de la pared. Eran manifiestos de todos los barcos que habían descargado mercancías en aquel muelle durante el año que acababa de transcurrir.

Angelo se quitó el abrigo y lo dobló cuidadosamente sobre una silla. Sacó varios cacahuetes del bolsillo y ofreció uno a Rand.

—Toma, hijito, come esto, ¡y manos a la obra! Y recuerda:
Qui va piano va sano
.

El
Fed
pareció no comprender.

—Esto quiere decir, amigo mío, que el buen polizonte no debe apresurarse.

Con el semblante lívido y estragado por las emociones, el alcalde de Nueva York juntó las manos en un ademán de súplica. ¡Seis millones setecientos cuarenta y cuatro mil!, repetía una y otra vez. ¡Seis millones setecientos cuarenta y cuatro mil! Un holocausto peor que la tragedia que había enviado a sus tíos y tías a las cámaras de gas de Auschwitz. ¡En unos segundos de abrasamiento fulgurante!

—Señor presidente —dijo con voz sorda, casi inaudible—, hay que hacer urgentemente algo por esa gente. ¡Es preciso!

Abe Stern estaba a solas con el presidente en el despacho de éste. Anquilosado por las largas sesiones en que tenía que permanecer sentado, el jefe del Estado se levantó y empezó a pasear arriba y abajo.

—Claro que sí, Abe… Encontraremos la manera de salir de esto. Pero, entretanto, debemos conservar la sangre fría, no dejarnos llevar por el pánico.

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