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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (29 page)

BOOK: El quinto jinete
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—Olvida usted el petróleo —observó alguien.

El huesudo rostro del almirante adquirió el aire triste de un perro de caza viejo.

—Sólo hay un modo de salvar su ciudad, señor alcalde, y es encontrar la bomba y desactivarla.

—¿A quién te han dado por compañero?

El inspector de primera Ángelo Rocchia se secaba las manos bajo el ventilador del lavabo, mientras hacía esta pregunta a su camarada Henry Ludwig. Este inclinó su melenuda cabezota en dirección a un negro alto y de cabellos crespos.

—A aquel de allá abajo. ¿Y a ti?

Ángelo lanzó una mirada desdeñosa al joven agente del FBI que peinaba sus rubios mechones a varios lavabos de distancia del suyo. Después, suspiró cansinamente y se acercó al espejo para examinarse la cara. Percibió algunas huellas brillantes de la crema contra las arrugas que se aplicaba todas las mañanas debajo de los ojos y en las comisuras de los labios, desde que había iniciado sus amoríos con Grace Knowland, la periodista del
New York
Times
. Sacudió cuidadosamente su chaqueta, pues la coquetería y el buen yantar eran sus únicas debilidades. Ángelo Rocchia, al decir de sus compañeros sólo destinaba su dinero a dos cosas: «su estómago y su atuendo». No jugaba a las cartas ni a las carreras ni corría detrás de las mujeres. Pero llevaba trajes de Tripler, de 350 dólares, como el azul marino que lucía hoy sobre una camisa de seda con gemelos y con iniciales bordadas, corbata blanca de brocado, y brillantes zapatos puntiagudos de Screenland.

En efecto desde su iniciación en el oficio había comprendido que la elegancia y la consideración iban parejas, y que un poli bien vestido imponía respeto a los jefes del hampa.

—Bueno Henry, ¿quieres que te diga una cosa? —murmuró—. En esta operación hay algo que no me gusta. ¡Demasiado importante! El FBI está metido hasta el cuello. Y los de Hacienda, y los de Aduanas. Incluso he visto chicos de Estupefacientes. ¿Todo esto por un barril de mierda?

Sin esperar respuesta se acercó al joven
Fed
que le habían dado como compañero de equipo.

—¡Hola, amigo! ¡Bonita corbata! —exclamó, dirigiendo una compasiva mirada al estrecho pedazo de tela que pendía del cuello de Jack Rand—. ¿Dónde compraste esa maravilla?

—¿Te parece bonita? Es de la Casa Brown, el gran almacén de Denver.

—¿Denver? ¡Sí que has hecho kilómetros para llegar hasta aquí! Bueno, veamos a donde quieren enviarnos —dijo Ángelo—, tirando del
Fed
.

Una docena de mesas metálicas habían sido colocadas formando un cuadrado en una gran estancia contigua, donde un agente del FBI y un policía neoyorquino asignaban su misión a cada equipo. Más allá, otros policías fijaban los turnos de servicio y distribuían las claves para las comunicaciones por radio, y los aparatos ajustados a las frecuencias secretas del FBI. Una gran confusión reinaba alrededor de las mesas. Unos inspectores reclamaban a gritos coches no oficiales; otros inquirían sobre el pago de las horas extraordinarias; otros insultaban indistintamente a los judíos y a los árabes.

Ángelo sintió que una mano rozaba su espalda. Se volvió. El inspector jefe Feldman murmuró al oído del policía:

—Hay que lanzarse a fondo, Ángelo. Y no te inquietes por las reclamaciones, protestas y amenazas… Estás protegido.

Feldman se alejó enseguida, en busca de otro oído para deslizarle el mismo mensaje. El joven compañero de Ángelo había vuelto, con una hoja de papel en la que se indicaba su destino. El neoyorquino la examinó; después, al ver la multitud que se apretujaba delante de la mesa donde se repartían los aparatos de radio se dijo que se pasarían todo el día haciendo cola. En vista de ello, se acercó disimuladamente se agachó, agarró un aparato, se lo metió debajo del brazo y se alejó.

—¡Eh! —gritó un
Fed
con gafas—. ¿A dónde vas con eso?

—¿A donde voy? —replicó Ángelo, irritado— A los muelles de Brooklyn, que es donde me envían. ¿A dónde quieres que vaya? ¿A las carreras de caballos?

—¡No puedes marcharte así! —vociferó el
Fed
, fuera de sí—. No has firmado el recibo. Ante todo, hay que firmar un recibo. Con la fecha.

Ángelo adoptó un aire indignado.

—¿De veras, hijito? —gruñó—, sacudiendo a su compañero de un brazo. En algún lugar hay un barril de gas que puede matar a mucha gente, ¡y hay que firmar un papelucho antes de salir en su busca!

Agarró el trozo de papel que agitaba el frenético empleado.

—Te juro que, aunque el mundo estuviese a punto de estallar, siempre habría un estúpido burócrata que gritaría: «¡Eh! ¡Esperad! ¡Antes tenéis que firmar el recibo!»

Era la primera vez que David Hannon responsable de la Agencia de Seguridad Civil, se hallaba delante del jefe del Estado. Sacó del bolsillo un disco de plástico azul y rojo, del tamaño de un plato de postre, y lo puso sobre la mesa. Era el instrumento indispensable para cumplir su tarea un tanto macabra, una regla para calcular los efectos de las bombas nucleares. Lo revelaba todo: la presión por centímetro cuadrado necesaria para romper un cristal o para provocar una hemorragia pulmonar; el grado de las quemaduras producidas por una bomba de cinco megatones que explotase a treinta y siete kilómetros de distancia; la intensidad de las radiaciones difundidas por la explosión de ochenta kilotones a trescientos ochenta y cuatro kilómetros; el tiempo que tardarían estas radiaciones en matar a sus víctimas…

—Mr. Hannon le escuchamos.

El hombrecillo inclinó la cabeza en dirección al presidente y se ajustó la corbata a rayas con un preciso movimiento.

—Por desgracia, la situación de Nueva York es única —empezó diciendo en el tono doctoral de un arqueólogo describiendo los vestigios de una civilización desaparecida—. Ello se debe a los rascacielos… Nuestros trabajos han versado principalmente sobre los daños que podríamos infligir a los rusos, más que sobre los que ellos podrían causarnos a nosotros. Y, como ellos no tienen rascacielos nos hallamos hoy en una situación para la que en cierto modo carecemos de… —buscó la palabra— de datos. Pero una cosa es segura: los daños que podría causar una bomba de tres megatones en Manhattan son inimaginables. —Se enjugó la frente y se volvió hacia el plano de Nueva York, que su ayudante acababa de fijar en la pared—. Este plano les da un cálculo aproximado de las destrucciones y de las pérdidas en vidas humanas.

Cuatro círculos concéntricos que tenían por eje Times Square, en el centro de Manhattan, englobaban sucesivamente toda la ciudad y sus arrabales. Hannon señaló la porción de ciudad situada en el interior de la línea roja del primer círculo. Se trataba de una zona de cinco kilómetros de diámetro que, trasladada a una aglomeración como París, habría equivalido al espacio comprendido entre el Arco de Triunfo, el Louvre, la Torre Eiffel y el Sacré-Coeur de Montmartre.

—En el interior de este círculo no subsistirá nada, como no sea en forma de restos calcinados.

—¿Nada? —dijo el presidente, aterrado—. ¿Nada absolutamente?

—Nada, señor presidente. La devastación será total.

—¡Es increíble! —balbució Eastman.

Pensó en el panorama de la isla de Manhattan, que redescubría con emoción cada vez que iba a pasar el fin de semana a Nueva York con su mujer y su hija Cathy. Volvía a ver las resplandecientes murallas de cristal y de acero que se extendían desde el Centro Internacional de Comercio hasta Wall Street y más allá. ¡Y todo esto podía ser destruido en un instante! Bah! Forzosamente se trataba de una pesadilla ¡de una exageración del burócrata enloquecido por sus cálculos!

Pero, señor perito, ¡algunos viejos edificios de allá abajo fueron construidos como fortalezas!

—La onda de choque de una bomba de este tipo —replicó Hannon, imperturbable— producirá un huracán como jamás sopló sobre la Tierra.

—¿Ni siquiera en Hiroshima y Nagasaki?

—Aquéllas fueron simples bombas atómicas, no bombas H. En realidad, eran bombas rudimentarias Los vientos que produjeron eran suaves brisas en comparación con los que cabe esperar en este caso.

El técnico de cabellos grises mostró de nuevo el círculo rojo que rodeaba el corazón de la isla de Manhattan: Wall Street, Greenwich Village, la Quinta Avenida, Park Avenue, Central Park, el East Side y el West Side.

—Sabemos, por nuestras investigaciones en las dos ciudades japonesas atomizadas, que las casas modernas de acero y de hormigón fueron simplemente barridas así, ¡plaf! —Hannon hizo chascar los dedos—. Mientras que, con la tempestad desencadenada por una bomba H, verían ustedes volar literalmente los rascacielos por los aires. Arrastrados como las tiendas de la playa de Coney Island un día de temporal. Antes de desintegrarse en polvo en un instante.

El experto se volvió de nuevo a sus oyentes. Estaba tan absorto en su tema, que se habría dicho que estaba dando un cursillo.

—Caballeros, si ese ingenio llega a explotar, todo lo que quedará de la isla de Manhattan será un montón de escombros humeantes.

Se hizo un pesado silencio. Después, el alcalde irguió su frágil silueta, desorbitados los ojos, cerúleo el semblante.

—¿Y los supervivientes? —preguntó, señalando el círculo rojo en cuyo interior se hallarían como cogidos en una trampa al menos cinco millones de habitantes.

—¿Supervivientes, ahí? —Hannon se encogió de hombros—. No habrá ninguno.

—¡Señor! —gimió Abe Stern, derrumbándose en su sillón.

—¿Y arderá toda la ciudad? —preguntó el secretario de Defensa, Herbert Green.

—Los incendios que se producirán —explicó amablemente David Hannon—, no tienen precedentes en la experiencia humana. Esa bomba liberará una onda de calor que lo inflamará todo en varias decenas de kilómetros alrededor de Nueva York. En Nueva Jersey, Long Island, State Island, Westchester, decenas y centenas de millares de casas arderán como cerillas.

Contempló el plano.

—En el interior del primer círculo, el soplo de la onda de choque será probablemente tan violento, que apagará la mayor parte de los incendios. El efecto térmico será un poco atenuado por las pantallas formadas por los cristales de los edificios modernos del centro de Manhattan. Pero, ¿qué hay en el interior de esos inmuebles? Alfombras, cortinas, mesas, escritorios, cubiertas de papeles. Dicho en otras palabras: combustible. Tendrán pues, instantáneamente, millares de hogueras. Y después, con toda seguridad, la deflagración lo convertirá todo en humeantes ruinas.

—¡Santo Dios! —gimió alguien, en el extremo de la mesa—. Todos esos desgraciados prisioneros en los
buildings
.

—Según nuestros cálculos —dijo Hannon—, los
buildings
de cristal son menos peligrosos de lo que se cree, a condición, naturalmente, de que se hallen lo bastante alejados del epicentro de la explosión. Sin embargo, las estructuras de vidrio se fragmentarán en millones de partículas microscópicas. Así, el efecto del choque transformará a las personas en enjambres de alfileres, sin matarlas en el acto.

«¿Estará bromeando ese tipo? —se preguntaba Jack Eastman, aturdido. Miraba fijamente al experto, crispados los dedos sobre el borde de la mesa, encorvados los anchos hombros por la fatiga—. ¿Se da cuenta de que está hablando de seres humanos, de gente que tiene un rostro, un nombre, una familia? ¿No de una serie de números escupidos por un ordenador?»

—¿Habrá supervivientes más allá del primer círculo? —preguntó el presidente.

—Sí. Nuestros cálculos indican que, en el interior del segundo círculo es decir, entre los cinco y los diez kilómetros a contar del punto cero, el cincuenta por ciento de la población resultará muerta; el cuarenta por ciento, herida y el diez por ciento, ilesa.

—¿Sólo el diez por ciento? —murmuró el alcalde.

Volvió la cabeza hacia el plano, pero no vio los círculos de colores, ni la apretada cuadrícula de calles y avenidas. Vio su ciudad, la Nueva York que había recorrido a pie, amado maldecido, durante medio siglo de política y de campañas electorales. Vio los barrios judíos del bajo Brooklyn, donde, de puerta en puerta, envuelto en un mareante olor a pescado
gefelte
, había recogido los votos de sus electores; los paseos de Coney Island, con los chicos que venden bolsas de patatas fritas y
hot dogs
largos como las cachiporras de los policías; los barrios del Harlem hispánico y las bulliciosas callejuelas de Chinatown, con su hedor a pescado salado, a buñuelos de cerdo y a huevos podridos; las ventanas de una Pequeña Italia, adornadas de rojo y de verde en honor del santo patrón cuya ingenua imagen pasaba de unos hombros a otros entre la delirante multitud; las interminables hileras de tristes viviendas populares de Bensonhurts y de Astoria; todos los hogares de su pueblo, de ese pueblo de taxistas, de camareros, de peluqueros, de empleados, de electricistas, de bomberos, de policías, junto a los cuales se había pasado la vida luchando por mejorar su suerte, y que hoy se hallaban condenados en el interior de un perímetro marcado en azul en un plano.

—¿Quiere usted decir que sólo un neoyorquino de cada diez tiene probabilidades de quedar con vida? —insistió—. ¿Y que la mitad perecerán inmediatamente?

—Sí, señor alcalde.

—¿Cuál será el efecto en los otros sectores? —preguntó el presidente.

—Casi la totalidad del resto de Jersey City, del Bronx y de Brooklyn, será aniquilada. Los
buildings
de vidrio más recientes se convertirán en esqueletos, pero la mayoría de éstos permanecerán de pie, porque el viento no tendrá dónde agarrarse. En la periferia del círculo azul, las casas se derrumbarán.

—¿Cabe esperar que haya supervivientes en el interior del tercer círculo? —preguntó ansiosamente Eastman.

Aquel círculo abarcaba el campus de la Universidad de Columbia y toda una serie de arrabales particularmente poblados.

—En esta zona —explicó Hannon—, los cristales, los tabiques interiores y los techos se volatilizarán. Algunas casas se derrumbarán. Todos aquellos que no se encuentren en un sótano o refugio correrán el peligro de quedar enterrados en los escombros. Calculamos que habrá un diez por ciento de muertos y de un cuarenta a un cincuenta por ciento de heridos en esta zona.

—¿Y las radiaciones? —inquirió el presidente.

—Dios no lo quiera, señor presidente, pero si por desgracia, soplase viento de mar en el momento de la catástrofe, la nube radiactiva cubriría toda la aglomeración neoyorquina antes de ser empujada hacia el interior del país. Millones de personas serían alcanzadas, y decenas de millares de kilómetros cuadrados quedarían contaminados. Nadie podría vivir allí durante varias generaciones.

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