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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (32 page)

BOOK: El quinto jinete
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—De acuerdo, doctor; pero todo esto presupone que Gadafi quiera hablar con el negociador —observó Lisa Dyson—. Ahora bien, lo más propio de su carácter sería —y dirigió al psiquiatra una sonrisa angelical— que nos dijese, y perdone la expresión: «¡Que os den por el saco! ¡Dejaos de palabras! ¡Aténganse a mis exigencias!»

«¡Estas americanas! —pensó Jagerman—. ¡Son más groseras que un carcelero holandés!»

—No tema, querida señorita. Hablará. Su excelente estudio lo demuestra claramente. El pobrecillo beduino del desierto, a quien sus camaradas de escuela ridiculizaban antaño, quiere convertirse en el héroe de todos los árabes, imponiendo su voluntad al hombre más poderoso del mundo, a su presidente. Créame usted: hablará.

—¡Dios le oiga!

Eastman había escuchado a Jagerman, agitándose entre su escepticismo en lo relativo a los métodos psiquiátricos y la loca esperanza de que aquel hombre podía traer la anhelada solución.

—Pero no olvide, doctor, que no nos hallamos ahora frente a un mísero pícaro que apoya su revólver sobre la sien de una vieja. Gadafi está en condiciones de matar a más de seis millones de personas en un cuarto de segundo. ¡Y él lo sabe!

Jagerman asintió con la cabeza.

—Exacto, sin embargo, debemos tener en cuenta unos factores psicológicos precisos y ciertos principios inmutables. Se aplican tanto a un jefe de Estado como a un vulgar atracador. La mayoría de los terroristas se consideran visionarios oprimidos que luchan por enderezar algún entuerto. El hombre con quien nos enfrentamos es, sin duda alguna, un iluminado, un auténtico fanático religioso. Y esto complica las cosas, pues el hombre es siempre más radical, más intransigente, cuando actúa en nombre de la religión. Acuérdense de Jomeini.

Jagerman se volvió a Lisa Dyson, con una mirada de aprobación paternal.

—También en esto es muy instructivo su retrato, señorita. Es evidente que su deseo de conseguir lo que él considera justo para sus hermanos árabes es la razón fundamental de su acción. Sin embargo, inconscientemente, otro imperativo le impulsa a actuar de esta manera: el desprecio que siente por Occidente. Sabe que ustedes, los norteamericanos, como los ingleses, los franceses e incluso los rusos, le toman por un loco. Pues bien, quiere demostrarles que están equivocados. Él, el mísero árabe despreciado, les obligará a respetarle, a tener en cuenta su voluntad, a permitirle realizar su grandioso sueño. Y para demostrarles que no está loco como creen, está dispuesto a ir hasta el fin: a destruirlo todo. A ustedes y a sí mismo, ¡y a su pueblo si es preciso!

Angelo Rocchia estaba revisando uno a uno los manifiestos del agente marítimo Hellias Stevedore cuando entraron varios hombrotes para calentarse alrededor de la estufa de carbón. Eran jefes de muelle. Italianos en su mayoría, con unos pocos negros, reticente concesión del
gang
a la presión del antirracismo. Componían un reparto ideal para una nueva versión de
Sur les quais
, con sus mugrientos delantales, sus toscas camisas a cuadros y sus gorras de cuero. Su lenguaje se reducía a una serie de gruñidos guturales, mezcla de jerga norteamericana y juramentos sicilianos, y se refería al sexo, al tiempo, a la pasta y al béisbol.

El policía neoyorquino sintió sus miradas hostiles que le espiaban. Nadie, lo sabía muy bien, era tan mal visto como un guindilla en los muelles. «Esos tipos deben de estar devanándose los sesos, preguntándose qué diablos hemos venido a hacer aquí», pensó, con satisfacción. Desde el inmenso muelle de Brooklyn Ocean Terminal llegaban, como un ruido de fondo, el silbido de las carretillas elevadoras, el chirrido de las grúas que extraían mercancías de las bodegas de cuatro cargueros sujetos a los amarraderos. Este muelle era muy curioso, uno de los pocos del puerto de Nueva York donde aún se amontonaban las mercancías a granel, un anacronismo en la época de los cargamentos en contenedores. Angelo recordaba los tiempos en que todo llegaba así. Los cargadores de muelle se lanzaban sobre las mercancías como ejércitos de ratas, birlando cuanto podían. Se frotó los ojos, mascó un cacahuete y continuó su metódico examen de los manifiestos. De pronto sintió un borborigmo familiar en el fondo de su estómago y levantó la cabeza.

—¡Eh, Tony! —gritó al empleado de cara de luna sentado detrás de una mesa en el fondo de la estancia—. ¿Sabes si existe aún el restaurante Salvatore?

Tony Ricardi levantó la mirada de su fajo de papeles y abrió una boca constelada de dientes de oro.

—No. El viejo murió hace dos años.

—Lo siento. Nadie como él para hacer los
manicaretti
.

Este comentario irritó a Jack Rand, que empezaba a dar señales de impaciencia—. «Ese guindilla neoyorquino es un incordio —pensó—. Desde que ha llegado a esta oficina, se ha pasado el tiempo charlando con ese tipo en italiano». Sin dejar de refunfuñar, el
Fed
examinó un nuevo manifiesto. Se puso en pie de un salto.

—¡Aquí tengo uno! —exclamó, con la excitación del pescador que descubre un salmón en el extremo del sedal.

Angelo se inclinó y siguió con la mirada el dedo de su compañero, deslizándose sobre el manifiesto.

«
REMITENTE
: «Libyan oil Service», Trípoli, Libia.
CONSIGNATARIO
: «Kansas Drill International», Kansas City, Kansas.
IDENTIFICACIÓN
: LOS 8477/8484.
CANTIDAD
: cinco cargas.
DESCRIPCIÓN
: Material de perforación petrolera.
PESO BRUTO
: 17.000 libras».

—Sí —convino Angelo—, eso parece interesante. Telefonea al puesto de mando y dales esta información.

Jack Rand salió. Momentos más tarde, la palabra «Bengasi», escrita en otro manifiesto, llamó la atención a Angelo Rocchia. Aquella palabra le decía algo: ¡El tío Giacomo! Los ingleses le habían hecho prisionero en 1942. Y había sido en Bengasi, Libia. Examinó la ficha.

«
NOMBRE DEL BARCO
:
Dyonisos
.
REMITENTE
: Am El Fasi, Exportaciones, Bengasi.
CONSIGNATARIO
: Durkee Filter, 194 Jewel Avenue, Nueva York.
IDENTIFICACIÓN
: 18/37B.
CANTIDAD
: una carga.
DESCRIPCIÓN
: 10 barriles de diatomeas.
PESO BRUTO
: 5.000 libras».

Angelo calculó rápidamente. «Diez barriles para cinco mil libras, son quinientas libras por barril. Poco peso para un barril de ahora, ¿no?»

—¡Eh, Tony! —gritó al empleado—. Echa un vistazo a esto. Puso el manifiesto ante las narices de Picardi. ¿Qué es eso de diatomeas?

—Una especie de polvo. Conchas trituradas.

—¿Para que sirve?

—No lo se exactamente. Creo que para filtrar agua. En las piscinas.

—¿Conoces ese barco, el
Dyonisos
?

—Sí. Es un viejo cascarón podrido. Viene cada seis semanas, desde hace cuatro o cinco meses, trayendo siempre la misma mierda.

Angelo tomó de nuevo la hoja y empezó a reflexionar. «En jefatura te tomarían por un imbécil si hicieses investigar unos barriles que pesan quinientas libras, siendo así que buscan una mercancía que pesa tres veces más. A menos que algunos de esos barriles hubiesen llegado vacíos…»

El proxeneta negro Enrico Díaz no tenía por costumbre encontrarse tan temprano en la Séptima Avenida. Las diez de la mañana era poco más que el amanecer para aquel pájaro nocturno Acababa de embarcar en su Lincoln Especial el
Fed
que le había llamado la víspera. El policía iba esta vez acompañado de un colega. El hombre pisaba a fondo el acelerador, ansioso de alejarse de su territorio: no le interesaba que los Hermanos le viesen con sus pasajeros aunque éstos pudiesen pasar por dos honrados turistas dispuestos a correrse una juerga en la casa de sus damas.

—Tenemos un pequeño problema, Rico —declaró Frank, de quien era aquél confidente habitual.

El negro fingió no haberle oído. A través de sus enormes gafas negras observaba por el espejo retrovisor al otro
Fed
sentado en el asiento trasero. Nunca le había visto y su cara no le gustaba nada. «Ese tipo tiene una carita muy fea —se decía—; la carita de un truhán que debe disfrutar aplastando insectos con las uñas».

—Esa joven árabe de la que nos hablaste —siguió diciendo Frank—, abandonó su hotel esta mañana, para tomar un avión con destino a Los Ángeles…

Rico levantó un brazo en dirección a los montones de nieve sucia acumulada junto a la avenida.

—Una ratita que vuela, ¿eh?

—Sólo que no ha subido al avión, Rico.

El rufián sintió un escalofrío en la espina dorsal. Empezaba a lamentar no haber aspirado su pequeña dosis de la mañana antes de salir de su bombonera.

—Nos gustaría hablar con tu compañero, el que tuvo que ver con ella.

—¡Ni pensarlo! ¡Ese tipo puede ser de mucho cuidado!

—Supongo que no será un monaguillo, Rico. ¿A qué se dedica?

El rufián lanzó un gruñido.

—¡Oh! A lo corriente. Un poco de droga, acá y allá.

—Perfecto, Rico. Le llamaremos, para hablar de droga. No hay peligro de que lo relacione contigo.

Rico rió entre dientes. Un hilillo de sudor corría ahora por su espalda, y no era porque tuviese demasiado calor con su pelliza de visón de cinco mil dólares.

—¿Están chalados? Háblenle a ese tipo de una chica árabe y de Hampshire House, ¡y sólo pensará en un negro en toda Nueva York!

—Mr. Díaz —terció el
Fed
desconocido—, se trata de un asunto sumamente importante. Y muy urgente. Necesitamos de veras su ayuda.

—Ya se la he dado.

—Lo sé. Y le estamos muy agradecidos. Pero debemos encontrar a esa chica, y para ello tenemos que hablar con su amigo—. Sacó un paquete de Winston, del bolsillo, se inclinó y ofreció un cigarrillo a Enrico. El negro lo rehusó—. Usted es importante para nosotros Mr. Díaz. No haríamos nada que pudiese comprometerle, se lo aseguro. No habrá el menor peligro de que su amigo sospeche nada de usted. Se lo prometo.

El
Fed
encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo.

—Frank, tengo entendido que una de las amigas de Mr. Díaz se encuentra actualmente en dificultades con la policía de Nueva York.

—Si consideras que cinco años en chirona no son precisamente una diversión, tiene, efectivamente, algunos problemas.

—Podrías conseguir que retirasen la acusación, dada la importancia de la colaboración de Mr. Díaz?

—Creo que sí.

—¿Hoy mismo?

—Si es realmente necesario.

—Lo es.

Rico observó por el espejo retrovisor que el
Fed
tenía la mirada fija en él.

—La muchacha es suya, Mr. Díaz, si hace un pequeño esfuerzo de memoria. Repito que no hay la menor posibilidad de que su amigo le relacione con esto. Ninguna.

«¿Qué me pasó aquel día para dejar que saliese armada?», pensó Rico. Sin embargo, le había dicho a la muy imbécil que nunca debía atracar a un cliente. Aunque éste se negase a pagar. Anita era la única yegua de su caballeriza que cobraba cien pavos por actuación. Era una mina de oro. Rendía dos o tres mil dólares a la semana: el doble que sus demás chicas. Era la principal proveedora de su fastuosa existencia, y nadie tenía que decirle lo que pasaría si no se doblegaba al chantaje de los dos
Feds
. Si se empeñaba en cerrar el pico, podía despedirse de ella; cinco años en chirona, y él, a apretarse el cinturón. En cambio, si hablaba, se la devolverían limpia de polvo y paja.

Rico dio un puñetazo sobre el volante. Tragó saliva varias veces, nerviosamente.

—¿De veras no hay peligro de que esto me vuelva a la boca? —jadeó.

—Puedes confiar en nosotros —le aseguró Frank.

En su cabecita de ordenador, Rico siguió sopesando los pros y los contras, calculando los riesgos frente a la galopante subida de los precios de la buena droga y a la pequeña fortuna de que debía disponer un caballero como él para mantener su categoría en las aceras.

El
Fed
que iba a su lado tuvo que inclinarse hacia él para captar el imperceptible murmullo que al fin se avino a emitir de mala gana:

—Pedro. Apartamento 5-A, 213, calle 55 Oeste.

La joven árabe buscada por el FBI rodaba al volante de un Ford, cincuenta kilómetros al norte de Manhattan, por la carretera 187 en dirección a Tarryton. Leila Dajani había alquilado el coche en Búfalo hacia quince días. Para mayor precaución, había sustituido los números de matricula por unas placas de Nueva Jersey robadas seis meses antes por agentes palestinos, del automóvil de un turista americano, en Baden Baden, Alemania. Sentada al lado de ella, su hermano Whalid pulsaba los botones de la radio en busca del boletín de noticias de las diez.

—Tal vez nos enteraremos de que los israelíes han empezado ya a hacer sus bártulos —dijo, con entusiasmo.

Leila le dirigió una sonrisa de asombro. «¡Cómo ha cambiado en unas horas! —pensó—. Parece estar de nuevo en paz consigo mismo. La obsesiva preocupación por el fracaso que le torturó hasta esta noche, parece haber desaparecido. ¿Se deberá al medicamento que le traje? En todo caso, no se ha quejado una sola vez de su úlcera desde que emprendimos la marcha».

Leila pasó al carril de la derecha, para dejarse adelantar por un enorme camión frigorífico. Conducía sin perder de vista el cuentakilómetros, cuidando de mantenerse muy por debajo del límite autorizado de noventa kilómetros por hora. Habría sido mala cosa que la detuviesen por exceso de velocidad. «Si Whalid parece tan aliviado —se preguntó—, ¿no será porque su tarea ha terminado?» Ahora le conducía al refugio que había preparado en el pueblo de Dobbs Terry, primera etapa en el camino de su huida. Ella volverla enseguida a Manhattan y recogería a Kamal, que no debía salir del garaje hasta dos horas antes del momento previsto para la explosión. Provistos de pasaportes falsos, los tres Dajani pasarían después al Canadá y se dirigirían al puerto de Vancouver, en la costa del Pacífico. Un carguero con pabellón panameño, pero perteneciente a una sociedad libia, iría a buscarles allí el 25 de diciembre. «Los canadienses —había calculado Leila— no vigilarán probablemente con mucha atención los muelles el día de Navidad».

La joven dejó la carretera 187 a la salida de Ashford Avenue y torció hacia el Oeste en dirección al Hudson. Minutos más tarde, se detuvo ante un supermercado, cuidando de aparcar el Ford en un rincón alejado de la zona de estacionamiento.

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