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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (26 page)

BOOK: El quinto jinete
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De momento pensó que su hijo no había oído la pregunta. Seguía mirando fijamente la pantalla, fascinado por la retransmisión del partido de tenis.

—No, mamá. Creo que no. —Miró su reloj—. Tengo que largarme.

Cogió un montón de libros y depositó un beso húmedo en la mejilla de su madre.

—No olvides mi partido de esta tarde. Vendrás, ¿verdad?

—Claro que sí, querido.

—Voy a ganar, ¿sabes? ¡Soy mejor que él!

—Los partidos de tenis se ganan en la pista, no en la mesa del desayuno.

—Gracias, señora entrenadora.

La puerta se cerró de golpe. Grace escuchó los pasos de su hijo, que se alejaban corriendo por el vestíbulo. «Dentro de dos años, de tres años, se irá… hacia su propio mundo, hacia su propia vida…» —Se palpó el vientre—. ¿Primera manifestación de esa otra vida que llevaba en su seno? ¡Oh, no! ¡Todavía no! —Cogió un cigarrillo, encendió una cerilla y contempló durante un largo momento la llama que oscilaba en la punta de sus dedos—. Me conviene dejar de fumar —, murmuró, aplastando el cigarrillo en el cenicero.

Con sus mejillas mal afeitadas, sus ojos ojerosos y sus vaqueros arrugados, James Mills tenía el aire de haberse pasado toda la noche bebiendo en un bar estudiantil. En realidad, el secretario general de la Casa Blanca no había salido de su despacho en toda la noche. Dos veces le había llamado el presidente para conferenciar con él sobre las medidas que había que tomar para que esta crisis no dejase de ser un secreto de Estado. ¡Menuda empresa! Ningún jefe de Estado del mundo llevaba una existencia tan pública como el presidente de Estados Unidos. Breznev podía desaparecer durante dos semanas sin que se dedicase una sola línea a comentar la noticia. El presidente de la República francesa podía eclipsarse, de incógnito, al volante de su automóvil. En cambio, el presidente de Estados Unidos no podía dar un paso sin que le siguiese el ejército de periodistas acreditados cerca de la presidencia. Estos, fuera de los desplazamientos oficiales y de las cotidianas conferencias de prensa, acampaban en la sala que tenían reservada en la Casa Blanca, con sus antenas ultrasensibles siempre alerta, prestas a captar cualquier rumor, cualquier señal insólita.

—Ante todo —anunció Mills a sus colaboradores—, no quiero ver a ningún reportero vagando en los aledaños de nuestros despachos. Si alguno de los nuestros tiene una cita con un periodista, que se lo lleve a tomar un café en la cafetería.

Cogió de encima de su mesa la hoja de las citas del presidente para aquel día. Como siempre, la agenda estaba dividida en dos partes. Una de ellas se refería a las actividades públicas cuya lista era publicada diariamente por el
Washington Post
; la otra tenía carácter privado y sólo era conocida por el gabinete. La lista oficial de este lunes catorce de diciembre mencionaba:

9.00

Reunión del Consejo Nacional de Seguridad.
10.00

Comisión del presupuesto.
11.00

Conmemoración del aniversario de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.
17.25

Iluminación del árbol de Navidad en el parque de la Casa Blanca.

—Para la primera reunión, no hay problema. Para la segunda solo hay que pedir a Charlie Katz que sustituya al presidente —sugirió Mills. Katz era presidente del Comité de Asesores Económicos—. Díganle que el jefe del Estado quisiera saber su impresión sobre los efectos de las reducciones presupuestarias en la economía.

—¿Hay que ponerle al corriente? —preguntó alguien.

—¡De ninguna manera!

—¿Qué vamos a hacer con los derechos humanos y con el árbol de Navidad? —preguntó inquieto John Gould, portavoz de la Casa Blanca.

—¿Por qué no cancelarlos simplemente?

—En este caso, habrá que dar explicaciones convincentes. Toda la sala de prensa se me echará encima como una nube de langostas —exclamó Gould.

—¿Y si dijésemos que padece un enfriamiento? —sugirió Mills.

—Los periodistas querrían hablar enseguida con el doctor McIntyre
[10]
. ¿Se han prescrito medicamentos? ¿Qué temperatura tiene? ¿Debe guardar cama? Sabe muy bien que no es posible variar la agenda publica del presidente sin tener coartadas indiscutibles. Y tú sabes también mejor que nadie que no es fácil hacer que se traguen tales coartadas en esta ciudad.

—La conmemoración de los derechos humanos no ofrece dificultades —opinó Mills—. Si se armase la gorda durante su alocución, siempre podríamos hacerle salir a toda prisa de su despacho sin que nadie lo advirtiese en realidad. Pero, ¡caray, John!, si ocurriese algo mientras estuviese junto al árbol de Navidad, ¡el apuro será de órdago! No podríamos hacerle desaparecer sin que todo el mundo supiese que está en un brete.

—Si quieres que todo este lío permanezca secreto, James, será preciso arriesgarse y obligarle a hacer lo que está previsto.

Gould se retrepó en su sillón y puso los dos pies sobre un ángulo de la mesa de Mills.

—Eastman tiene razón: la mejor manera de guardar un secreto es hacer como si nada ocurriese. Así fue cómo actuó Kennedy durante la crisis de los misiles cubanos. El y todos los que le rodeaban iban a cenar fuera de casa, se marchaban para el fin de semana, vivían como de costumbre. Para dar el pego. ¡Hay que hacer lo mismo! —Un destello pasó por los ojos de Gould—. Tú deberías ir esta noche a Gatsby. Beber una buena cerveza en el mostrador. Y otra. ¡De modo que todo el mundo se figure que estás degradándote tranquilamente!

Mills se echó a reír, pero, casi inmediatamente se quedó boquiabierto: acababa de percibir una silueta en el paseo cubierto de nieve. Cada jefe de Estado tiene su técnica particular para conservarse en forma en los momentos de crisis. El presidente norteamericano tenía la suya. Con ropa azul marino de deporte lanzando nubecitas de vaho al ritmo de su respiración, con sus mechones sal y pimienta formando una especie de aureola, estaba practicando
jogging
alrededor de la Casa Blanca.

Al ver todos aquellos rostros desconocidos alrededor de Harvey Hudson, director del FBI de Nueva York, el jefe de la policía Michael Bannion comprendió que algo muy grave pasaba en su ciudad. Esta impresión se vio reforzada cuando oyó las palabras «laboratorio atómico de Los Álamos».

Hudson era un hombrecillo vivaracho y feo, calvo de orejas desmesuradas y cejas espesas, y con un gusto muy acentuado por las corbatas de lazo y los cigarros cubanos, que se procuraba vulnerando desvergonzadamente el embargo norteamericano contra Castro. El jefe de policía no tuvo tiempo de hacerle la pregunta que le quemaba los labios.

—Sí, Michael —dijo Hudson—, «la cosa» se ha producido al fin.

Bannion se dejó caer en su sillón.

—¿Cuándo?

—Ayer noche.

Normalmente habrían bastado estas dos palabras para provocar en Bannion una explosión de furor céltico. Pues la actitud del FBI le parecía insoportable. Ni siquiera en un asunto de vida o muerte para cientos de miles de habitantes de su ciudad había considerado el FBI oportuno poner inmediatamente sobre aviso a la policía neoyorquina. Pero contuvo su cólera para escuchar con creciente horror las explicaciones de Hudson.

—Tenemos tiempo hasta mañana al mediodía para encontrar una bomba atómica. Y es preciso que lo consigamos sin que nadie se dé cuenta de que buscamos algo. Orden absoluta del presidente: todo debe permanecer secreto.

Todas las miradas se volvieron al hombre con andares de cowboy que representaba a la organización secreta de equipos de busca de explosivos nucleares. Bill Booth jugueteaba nerviosamente con el medallón navajo que llevaba colgado del cuello como un amuleto.

—Mis hombres han puesto ya manos a la obra —declaró, dando una larga chupada a su Marlboro, marca de cigarrillos de los que era un anuncio viviente—. Hemos equipado un centenar de camionetas Hertz y Avis y hemos empezado a rastrear Manhattan.

—¿Cree que sus vehículos pueden ser advertidos por alguien? —preguntó inquieto, Bannion.

—Es muy improbable. Sólo la minúscula antena de detección fijada en el chasis podría llamar la atención. Pero habría que buscarla adrede.

—¿Y sus helicópteros? inquirió Hudson.

Booth consultó su reloj.

—Deberían despegar de un momento a otro. Hemos alquilado tres aparatos suplementarios a New York Airways y los equipamos con material de detección. Estarán listos dentro de una hora, poco más o menos. —Booth chupó de nuevo su cigarrillo—. He aquí cómo sugiero que actuemos. Empezaremos por los muelles. Es donde los helicópteros pueden resultar más eficaces. Pueden inspeccionar rápidamente los tinglados y descubrir sin dificultad la menor radiación a través de los delgados techos de los almacenes de depósito. —Hizo una mueca—. Pero si la bomba está oculta en un barco, habrá que ir a pie a descubrirla. Las plataformas metálicas de las cubiertas detendrían los rayos que buscamos.

El jefe de policía hizo un ademán de impaciencia. Booth aplastó el cigarrillo en el cenicero.

—Escuche, jefe —dijo, con irritación—; no espere milagros de nosotros, porque no podemos hacerlos. Disponemos de la mejor tecnología; pero ésta es totalmente inadecuada para esta labor en una ciudad como Nueva York—. El físico vio que el iris azul marino del jefe de policía se dilataba de asombro y que un espasmo contraía la nuez de su cuello—. Todas las ventajas técnicas están en favor de nuestros adversarios. Mis camiones no pueden descubrir nada por encima de un cuarto piso. Mis helicópteros no pueden detectar nada por debajo de dos pisos. En medio está el vacío. No hay que hacerse ilusiones. Es inverosímil que podamos encontrar en unas horas una bomba termonuclear oculta en esta ciudad. A menos, caballeros, que me suministren informes que me permitan concentrar mis fuerzas en una zona precisa.

Dos pisos más abajo de la sala de conferencias sonó un teléfono en uno de los despachos de la sección «Informaciones» del FBI. Un agente se puso al aparato.

—Hola, tío; soy Rico.

El agente se puso en pie de un salto y puso en marcha el sistema de grabación.

—¿Qué hay de nuevo, papaíto?

—Poca cosa amigo. Me he pasado toda la noche buscando, pero lo único que he encontrado ha sido un tipejo al que pidieron medicamentos para una gachí árabe.

—¿Droga o medicamentos Rico?

—No, amigo, nada ilegal. Algo para la panza. Pero sin receta. No quería que la visitase un matasanos.

—¿Qué aspecto tenía?

—El tipejo no la vio. Se limitó a llevar la mercancía a su hotel.

—¿Qué hotel, Rico?

—El Hampshire House.

El jefe de inspectores de la policía neoyorquina, inspector jefe Al Feldman, un tipo alto de cincuenta y tres años, pelirrojo y de voz sonora, contemplaba al físico de Los Álamos con mirada recelosa. «¡Palabras, y nada más! ¡Siempre ocurre lo mismo con los científicos! Esperan que alguien corra tras ellos recogiendo la mierda que sembraron!» Feldman carraspeó.

—¿Qué aspecto tiene lo que buscamos? —preguntó.

Booth repartió copias del dibujo y de la descripción de la bomba que había preparado el laboratorio de Los Álamos según el diseño enviado por Gadafi.

—¿Tenemos alguna idea de la fecha en que esa bomba pudo ser introducida en Estados Unidos? —preguntó Bannion.

—No —respondió Harvey Hudson, jefe del FBI de Nueva York—, pero suponemos que es muy reciente. La CIA considera que la bomba pudo venir de cinco lugares: Libia, el Líbano, Irak, Siria y Adén. Pudo ser introducida clandestinamente a través de la frontera canadiense. No habría sido difícil. O bien simplemente por un puerto americano, bajo un disfraz cualquiera.

El hombre sentado delante de Hudson mordisqueó el extremo de su lápiz. Quentin Dewing de cincuenta y seis años, era el superior directo de Hudson. Director adjunto de investigaciones del FBI, había llegado de Washington la noche anterior para hacerse cargo de la dirección de las pesquisas. Llevaba un serio traje azul marino, con un pañuelo blanco que sobresalía exactamente a un centímetro del bolsillo del pecho. «Un verdadero director de compañía de seguros», había pensado desdeñosamente el inspector jefe Al Feldman al hacerse las presentaciones. Dewing se levantó a medias de su sillón, para dominar a sus colegas.

—Esto significa que habrá que revisar todos los conocimientos de embarque y todos los manifiestos de todas las mercancías llegadas de aquellos países en los últimos meses. Empezaremos por los últimos envíos y seguiremos hacia atrás.

—¿Antes del mediodía de mañana? —preguntó Bannion, estupefacto.

Dewing fulminó con la mirada al jefe de policía.

—¡Antes del mediodía de mañana!

Absorto en el examen de los documentos que había distribuido Booth, Al Feldman no había observado la mueca de su patrono.

—Dígame —preguntó al físico—, ¿sería posible que esa bomba hubiese sido introducida aquí en piezas sueltas y montada después?

Booth exhaló un pequeño anillo de humo azul.

—Yo diría que, técnicamente, es casi imposible.

—¡Por fin tenemos una buena noticia! —exclamó Feldman, dirigiéndose esta vez al conjunto de los reunidos—. Ya que esa bomba pesa al menos setecientos cincuenta kilos, podremos eliminar no pocas mercancías. Y también podremos eliminar los pisos superiores de las casas sin ascensor—. Extendió los documentos sobre la mesa—. ¿Y los tipos que pudieron introducir ese ingenio? ¿No se tiene el menor indicio?

—De momento, nada concreto —confesó Hudson, señalando con un dedo a un
Fed
de unos treinta años y de lacios cabellos rubios, sentado frente a Feldman—. Farell es nuestro especialista en asuntos palestinos. Frank, haz un breve resumen de lo que sabemos.

Cuidadosamente ordenadas sobre la mesa delante del agente, se hallaban las fichas de ordenador que resumían todas las averiguaciones del FBI que guardaban relación con el Próximo Oriente. Se referían a asuntos muy diversos: tráfico de prostitutas entre Miami y el Golfo Pérsico, exportación clandestina de cuatro mil fusiles M-30; automáticos a las falanges cristianas libanesas intentos del régimen revolucionario iraní de infiltrar en Estados Unidos equipos de pistoleros encargados de asesinar a altas personalidades norteamericanas. Farell cogió un documento que se refería más concretamente a la investigación en curso.

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