El puente de Alcántara (66 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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Mientras sus hombres ataban el yelmo y la coraza al caballo, Cuatrodedos se agachó y se puso a manipular la pierna del capitán. Le desató el protector, le remangó la bota y le quitó con toda calma el peal, descubriéndole la canilla.

Lope vio que Cuatrodedos se inclinaba sobre la pierna del capitán, buscando la cicatriz, y que luego levantaba la vista y le echaba una mirada triunfante. Y en ese mismo instante vio al capitán, vio espantado cómo el capitán se incorporaba y no quiso creer en sus ojos al ver que el capitán se estaba echando sobre Cuatrodedos con un puñal pequeño y brillante, que le clavó en la garganta, sacó y volvió a clavarlo hasta la empuñadura. Por un instante, Lope creyó que el mismísimo diablo se había metido en el cadáver para empuñar el cuchillo. Hasta que vio que el capitán intentaba alejarse desesperadamente, respirando con dificultad, tumbado sobre el costado y arrastrando las piernas paralizadas, como un escarabajo pisoteado.

Cuatrodedos tenía los ojos muy abiertos, en una expresión de desconcierto y terror, y sus manos buscaban el cuchillo clavado en su garganta, pero ya no tenían fuerzas para sacarlo. Su boca se abrió como la de un pez, dejando salir un chorro de sangre que se derramó por los brillantes adornos verdes de su peto mientras él caía de espaldas y la vida abandonaba su cuerpo entre pataleos y convulsiones.

Un instante después Lope vio que el mozo que estaba más cerca del capitán salía de su estupor y cogía la lanza clavada en la arena, a su lado. Y entonces se oyó un grito que sonó como el chasquido de un látigo:

—¡Alto! —Era la voz del viejo Pero—. ¡Suelta esa lanza!

Lope lo vio entre los arbustos, a menos de treinta pasos, con el arco listo para disparar. Durante unos instantes de inquietante silencio todos se quedaron inmóviles, como si el tiempo se hubiera detenido, hasta que el segundo mozo, que se encontraba detrás del caballo, montó de un salto e, inclinándose profundamente sobre el pescuezo del animal, huyó a todo galope cruzando el banco de arena en dirección al río. Lope oyó el sonido sibilante de la flecha que el viejo Pero disparó al hombre mientras el otro mozo gritaba a su caballo y emprendía la huida, y vio al viejo Pero sacar una nueva flecha de la aljaba, tensar el arco, disparar y coger la siguiente flecha con los mismos movimientos serenos y uniformes. Y vio que el primer caballo se levantaba sobre dos patas, se sacudía y daba coces con la pata trasera; vio al hombre que lo montaba ya casi arrojado de la silla, con los brazos extendidos; vio el segundo caballo ya sin jinete, con los estribos bamboleándose a ambos lados de su cuerpo; y, finalmente, apartó la vista, corrió hacia el capitán y se acuclilló a su lado.

El capitán había dejado de arrastrar las piernas. Estaba tendido de espaldas, con los ojos sin mirada dirigidos hacia el cielo. Aún vivía. Respiraba con estertores rápidos y breves; tenía la boca abierta y los labios tensos sobre los largos dientes amarillentos. La cota de mallas estaba desgarrada en el lado derecho, a la altura de la última costilla; un desgarrón apenas perceptible, tan sólo cinco o seis eslabones rotos, por los que manaba la sangre.

—Capitán —llamó Lope en voz baja—. ¡Capitán! ¿Puedo ayudaros, capitán?

El capitán no se movió, pero sí lo hicieron sus labios, y cuando Lope se inclinó sobre ellos, pudo entender lo que decían. Le costaba un gran esfuerzo hablar, y lo hacía con frases entrecortadas, como si tuviera que expulsar las palabras una a una de sus pulmones.

—¿Qué ha pasado con el cerdo? —preguntó—. ¿Lo he matado?

Lope asintió vehementemente.

—Si, capitán —dijo—. Sí, está muerto. Está aquí, capitán —añadió, señalando el cadáver.

—Lo habría liquidado con la lanza si el suelo no hubiera sido tan blando —dijo el capitán—. ¡Maldita arena!

—Sí, capitán —dijo Lope. Sentía que los ojos volvían a llenársele de lágrimas—. Lo sé, capitán.

El capitán cerró los ojos y una tos seca sacudió su cuerpo.

—No debes creer lo que te ha contado —dijo—. Es un embustero, un maldito embustero. Nadie puede decir que yo he sido un cobarde. Yo era el duelista del emir de Lérida. No había otro mejor que yo. Yo era el al–barraz. No lo olvides, hijo mío. —Abrió los ojos e intentó levantar la cabeza, pero no lo consiguió hasta que Lope pasó la mano por debajo del yelmo y lo ayudó a mantener la cabeza en alto. Un nuevo ataque de tos lo sacudió y su respiración se aceleró terriblemente, deteniéndose por momentos. Entre jadeantes estertores, dijo—: No le caves una tumba. Déjalo donde está. Que se lo comen los cerdos. ¡Qué se convierta en mierda!

Luego sus facciones se relajaron y su cabeza cayó a un lado, mientras un delgado hilo de saliva mezclada con bilis y sangre le salía por la comisura de los labios.

Lope no se movió. Se quedó sosteniendo la cabeza del capitán, sin atreverse a retirar la mano. En algún momento sintió que alguien le tocaba el hombro y levantó la mirada. Era el viejo Pero.

—Déjalo, muchacho —dijo el viejo—. Está muerto.

Cavaron con las manos una tumba en la arena, en el lugar donde había caído del caballo. Lo metieron en la tumba con yelmo y coraza, tal como estaba. Lo cubrieron con arena, asegurando la tumba con piedras que fueron a buscar al río. Y el viejo Pero murmuró algo que sonó como una oración.

Luego quitaron a los tres hombres las armaduras y yelmos, reunieron las armas, arrastraron los cadáveres hasta los árboles y escondieron las sillas y las armas bajo un montón de madera flotante en la orilla del río. Los caballos sobrantes, incluido el alazán del capitán, los llevaron al bosquecillo de alisares y los amarraron allí.

Ya estaba muy entrada la noche cuando por fin emprendieron el camino de regreso. No fueron a la ciudad, pues a esa hora las puertas ya estaban cerradas y en la única portezuela por la que hubieran podido entrar probablemente había alguien que conocía al capitán y que habría preguntado por él, a lo que no querían exponerse. Pasaron la noche en una cabaña de pastores en las faldas de las montañas, a media hora de camino de la ciudad.

Lope se envolvió en su manta e intentó dormir, pero no consiguió conciliar el sueño. Se movía inquieto de un lado a otro y escuchaba extraños crujidos, chirridos y chasquidos que le infundían temor y lo mantenían despierto, a pesar de que se sentía extenuado y todavía le dolía la cabeza del golpe que había recibido.

—¿No puedes dormir? —preguntó el viejo Pero.

—No —dijo Lope.

—¿En qué piensas? —preguntó el viejo.

—En nada —respondió Lope. No sabía qué otra cosa contestar. Eran demasiados los pensamientos que rondaban su mente.

Permanecieron callados unos momentos. Luego el viejo reanudó la conversación:

—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó—. ¿Lo has pensado ya?

—No —contestó Lope. Si había pensado en ello, pero había desechado todas las ideas.

—Podrías buscar un nuevo señor.

—¿Quién? —preguntó Lope—. ¿A quién podría presentarme?

—Hay muchos. Eres joven y fuerte, y nada tonto. Podrías dirigirte a alguno de los señores normandos. Son mejores que los franceses, y mejores también que los de Aragón. Con los normandos correrías mundo. Yo en tu lugar lo intentaría con algún señor normando.

—No sé —dijo Lope, rehuyendo el tema, y, tras una pausa, preguntó—: ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer tú?

El viejo Pero guardó un largo silencio antes de responder:

—Creo que volveré a las montañas —dijo—. Pronto será invierno, estoy justo a tiempo para ver dónde puedo colocar, mis trampas.

—Eres demasiado viejo para ir a las montañas en invierno —dijo Lope.

—Soy demasiado viejo para todo. Qué le vamos a hacer. Dios no me ha dado una casa en la que envejecer —respondió el viejo Pero.

A la mañana siguiente se pusieron en camino a la ciudad muy temprano. Dejaron los caballos en el establo de alquiler del suburbio, donde tenían plazas reservadas por algún tiempo, y se dirigieron luego a la casa que le había sido asignada al capitán tras la conquista, y en la que se alojaban desde entonces. La casa estaba en la parte alta de la ciudad, cerca del al–Qasr, y pertenecía a un peletero judío, que también poseía una tienda en el bazar. Llamaron a la puerta, pero nadie abrió. Era sabbat y ésa era la hora en que el judío y su familia iban a la sinagoga, pero el cabañero debía de estar en casa, lo mismo que la criada de la cocina, que era cristiana. Volvieron a llamar. Cuando ya estaban a punto de darse por vencidos, se abrió la portezuela de la mirilla, el cabañero miró quién era y abrió la puerta disculpándose y haciéndolos pasar.

—¿Dónde está la criada? —preguntó el viejo Pero.

—En el mercado —contestó el cabañero sin mirarlo. Entró en la casa, y Lope y el viejo Pero lo siguieron hasta el patio interior. Lope advirtió que el cabañero llevaba botas de montar y el peto de cuero que le había dado el capitán cuando repartieron el botín.

—¿Estás solo? —preguntó el viejo—. ¿No hay nadie más en casa?

—Están en su maldita iglesia, ya sabes —respondió el cabañero de mala gana.

—¿Qué has hecho con el asno? —preguntó el viejo. Se había detenido bajo el umbral de la puerta que llevaba del salón de la entrada al patio interior, apoyándose sobre su arco. Lope le echó una mirada de asombro y miró luego al cabañero, de pie en mitad del patio con las piernas separadas.

—¿Con qué asno? —replicó el cabañero.

—Con el que estaba exactamente allí, en el patio —respondió tranquilamente el viejo Pero.

Lope siguió la mirada del viejo y vio los excrementos frente a la puerta de la cuadra, al lado del palomar; eran excrementos frescos, de los que aún se elevaba el vaho.

—¿Qué pasa, viejo? ¿Qué es lo que quieres? —dijo el cabañero. Metió la cabeza entre los hombros y se dirigió con pasos cortos y rígidos hacia la puerta de la cuadra.

—Quiero saber si conoces a un hombre al que le falta un dedo en la mano izquierda —dijo el viejo Pero.

—¿Qué hombre? ¿Qué dedo? —dijo el cabañero, con voz estridente. Lope estaba en ascuas. Miró nervioso a uno y otro. Y de pronto lo vio todo claro. Se había pasado toda la noche preguntándose cómo había conseguido Cuatrodedos sorprenderlos en el banco de arena sin que el viejo Pero los viera antes. Era imposible que el viejo no hubiera visto a tres jinetes en ese valle abierto. Ahora Lope conocía la solución del enigma: los tres hombres habían llegado antes. Habían sabido donde tenían que esperar para cazar al capitán. Lo habían sabido de antemano.

—¿Qué te ha dado el hombre de los cuatro dedos? —preguntó bruscamente el viejo Pero.

El cabañero hundió aún más la cabeza entre los hombros, echó al viejo una mirada cargada de odio, llegó en tres pasos a la puerta del establo, la abrió de golpe y se metió tras ella.

Lope quiso seguirlo, pero el viejo Pero lo detuvo.

—¡Déjalo! —le gritó el viejo—. Volverá, no tengas miedo. —El viejo seguía bajo el umbral de la puerta del salón de la entrada, apoyado sobre su arco—. ¡Ponte el yelmo! —ordenó.

Lope se echó sobre la cabeza la capucha con el protector del cuello, se puso encima el yelmo y se lo sujetó bien. Tuvo el tiempo justo para coger el pequeño escudo moro, que llevaba a la espalda, antes de que se abriera la puerta del establo y saliera el cabañero, oculto tras el escudo largo del capitán y con la espada desenvainada, gruñendo y enseñando los dientes como un perro acorralado.

—¡Quítate de ahí! ¡Lárgate o acabaré contigo! —gritó el cabañero cuando Lope le cerró el paso. Blandió la espada violentamente sobre su cabeza y se acercó a Lope—. ¡Acabaré contigo! ¡Acabaré contigo! —gritó.

Lope golpeó como le había enseñado el capitán, fuerte y sin previo aviso. Pero el golpe fue muy lento y el cabañero pudo esquivarlo, a pesar de que no lo esperaba.

—¡Cerdo! —gritó el cabañero—. ¡Eres un cerdo! ¡Te haré papilla! —gritó, levantando la espada, y descargó furiosos golpes sobre Lope.

Lope no dijo nada. Se apoyó firmemente sobre ambas piernas y levantó el escudo en diagonal contra la espada del cabañero, para amortiguar la fuerza de sus golpes. Veía venir cada golpe. Era como si su brazo izquierdo supiera ya de antemano cómo tenía que pararlos. No tenía miedo. Lo embargaba una fría rabia, una absoluta certeza de que ganaría esa pelea, una sensación de serena superioridad, que no lo abandonaba a pesar de los durísimos golpes del cabañero. Mantenía la mano de la espada baja, golpeando sólo muy de tanto en tanto. Sabía que ambos estaban demasiado bien protegidos y que, de no intervenir la fortuna, sería imposible dar un golpe decisivo mientras los dos siguieran frescos. Esperó su oportunidad. Golpes y estocadas. Tenía que acertar con una estocada. Vio la fe en la victoria reflejada en los ojos de su adversario y vio el miedo que empezaba a germinar en ellos al advertir que sus golpes no surtían efecto. Esperó a que el cabañero perdiera el ímpetu inicial, a que sus golpes perdieran fuerza, a que se detuviera agotado y respirando con dificultad; Entonces atacó, golpeando y dando estocadas, como le había enseñado el capitán.

Miró al cabañero por encima del borde superior de su escudo y golpeó por debajo de éste. No vio dónde le acertó, pero vio que su adversario retrocedía tambaleándose, y siguió atacando, golpeando, dando estocadas.

«¡Cuando des un buen golpe no lo celebres, aprovéchalo!», le había repetido una y otra vez el capitán. «¡Cuando consigas asestar un golpe a tu adversario, no lo dejes descansar ni un instante!» Hizo retroceder al cabañero paso a paso, sin dejarlo poner pie firme. Dio una fría estocada cuando el otro tropezó y tuvo que descubrirse un instante para no caer, golpeó cuando su adversario perdió el equilibrio, lo hizo caer al suelo, golpeó con todas sus fuerzas al cabañero, que, ahora indefenso y tumbado en el suelo, intentaba defenderse con brazos y piernas y lanzaba estridentes gritos, gritos chillones como los de un niño, desencajados por el miedo. Lope golpeó hasta que los gritos cesaron, hasta que el cabañero dejó de moverse, y le hundió la espada en el cuello hasta estar seguro de que no quedaba ni un hálito de vida en él.

Luego se dio la vuelta. La visión del muerto lo llenó de pronto de náuseas; se sentía vacío y agotado. No sentía ni alivio ni triunfo por la victoria; no sentía absolutamente nada. Dio unos cuantos pasos hacia un lado y le flaquearon las rodillas; tuvo que apoyarse a la pared para no caer.

El viejo Pero seguía en la puerta, y Lope vio que estaba cogiendo la cuerda del arco. No se había dado cuenta de que lo había sacado. El viejo se acercó a él, le cogió la espada, la limpió y la guardó en su vaina, sin decir nada. Luego se dirigió al establo, sacó el asno del peletero, metió dentro el cadáver del cabañero y cerró la puerta pasando el cerrojo.

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