Empezaron a cabalgar a un ritmo más lento. Cuando pasaban por campos de trigo aún sin cosechar se detenían y, bajo el calor sofocante, cortaban ellos mismos con sus espadas y cuchillos las espigas, que luego guardaban en sacos que habían traído consigo para llenarlos con el grano de los moros. En el valle del Cinca hicieron la primera parada, para que los caballos pudieran descansar. Lope y otros seis fueron enviados por agua. Cuando volvió, frente al capitán estaba uno de los aragoneses, un hombre fuerte como un toro, de cabello negro, cabeza estirada hacia delante y cuello muy corto; tendría entre treinta y cuarenta años, Lope no podía calcular su edad con más exactitud. Sólo sabía que los aragoneses llamaban a aquel hombre el «Cuatrodedos», porque le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda.
El hombre miraba fijamente al capitán, con los ojos entornados.
—Me resultas familiar, viejo —dijo—. Tengo la sensación de que ya te he visto antes, en alguna otra parte.
El capitán volvió lentamente la cabeza, abrió los ojos, miró al hombre como se mira a un tipo cargante que viene una y otra vez a pedir algo, y volvió nuevamente la cabeza.
—Te pareces a alguien a quien llevo veinte años buscando; te le pareces endemoniadamente —continuó el hombre. Se acercó dos pasos más al capitán y cruzó los brazos—. ¿Es posible que hace veinte años estuvieras por esta región? —preguntó—. ¿Es posible que sirvieras en la guardia personal del señor de Lérida, hace veinte años?
El capitán fingió que no oía nada, pero el otro no se dejó rechazar tan fácilmente; se quedó allí, como un tronco, con las piernas muy abiertas e inquietantemente tranquilo. También su voz parecía tranquila cuando volvió a hablar.
—En el campamento se dice que una noche tiraste a un moro de su caballo sin tocarlo con las manos, como por arte de magia. El hijo de perra al que estoy buscando también podía hacer cosas así.
Algunos hidalgos de la tropa aragonesa que andaban cerca de allí prestaron atención y empezaron a acercarse, uno a uno.
—Yo estuve presente cuando le acertaron con una flecha. Vi cómo el astil le atravesaba la pantorrilla. Debieron de quedarle dos cicatrices, y yo sé en qué parte. Me harías un gran favor si me permitieras verte la pierna. Sólo ese lugar, en la pantorrilla derecha. Así podrás liberarme de una horrible sospecha y devolver la paz a mi alma.
El capitán le escupió a los pies.
—¡Lárgate! —gruñó—. ¡No me vengas a mí con historias!
El hombre al que llamaban Cuatrodedos no se movió. Y Lope, que no dejaba de mirarlo, sintió de repente un ligero temor, como jamás lo había sentido estando con el capitán. Siempre se había sentido seguro al lado del capitán, siempre había estado convencido de que el capitán podía acabar con cualquier adversario, siempre había tenido una confianza ilimitada en su astucia, su fuerza y su habilidad en la lucha. Ahora, por primera vez, empezaba a dudar. Miró al capitán, que estaba sentado en el suelo en una postura extrañamente relajada, huesudo, macilento, con los cabellos pegados y la cara manchada de polvo, que le daban un aire demacrado y viejo. Y miró al hombre que se erguía frente a él, pesado, brutal y rebosante de energía. E intuyó que el capitán no podría acabar con ese individuo, que contra él no tendría ninguna oportunidad.
—Escúchame, viejo —dijo el hombre—. El hijo de perra al que estoy buscando tiene las vidas de mi padre y mi hermano sobre su conciencia. Lo estoy buscando desde hace veinte años y lo encontraré. Por eso quiero comprobar si tienes esa cicatriz en la pantorrilla derecha. Lo comprobaré, viejo, aunque no colabores. No te perderé de vista, viejo, recuérdalo. A partir de ahora no te perderé de vista.
El hombre se quedó un largo rato mirando fijamente al capitán, con el mentón apuntando hacia delante, como si quisiera obligarlo con la mirada a mostrar la pierna. Luego dio media vuelta y se marchó, sin volver la mirada ni una sola vez.
Sólo cuando el hombre ya no podía oírlo, el capitán levantó la cabeza, miró a su alrededor y dijo, encogiéndose de hombros:
—¿Qué quiere ese bocazas? ¿Qué quiere de mí? ¿Qué tengo que ver yo con sus historias?
Quería parecer burlón, pero su voz sonó más bien oprimida, como si tuviera en la garganta algo que le entorpecía el habla.
Los siguientes días transcurrieron en perezosa inactividad. En todos los campamentos se estaba a la espera de que la ciudad empezara a negociar la rendición. La construcción de la torre de asedio se había detenido y las guardias se habían duplicado en prevención de un ataque moro. Los centinelas se aburrían y mataban el tiempo jugando a los dados. Se jugaban ya el botín que esperaban conseguir.
A veces, por las noches, se reunían pequeños grupos, que se deslizaban a hurtadillas hasta las murallas de la ciudad con la intención de dar caza a algún moro que pretendiera huir. Pero en el sector normando esta cacería no dio ningún fruto. La mayor parte de los moros intentaban escapar por el río, se escabullían bordeando el cauce o dejaban que la corriente los llevara río abajo, donde se encontraban los franceses. Los franceses atrapaban dos o tres cada noche.
Lope era el único que aprovechaba el tiempo. Cada día pasaba algunas horas con el viejo Pero, practicando el tiro con arco en una colina pelada que se levantaba media milla al sur del campamento. En Sabugal había aprendido a usar el arco largo. Ahora tenía que olvidar todo lo que había aprendido. El arco moro requería un manejo completamente distinto al del arco largo. Ambas armas eran muy diferentes ya en su forma exterior. El arco largo estaba hecho de una sola pieza de madera de tejo; el moro, de varias piezas de madera, cuerno y tendones de animales artísticamente unidas con cola. Además, el arco moro tenía los extremos curvos, lo que le daba la extraordinaria característica de que el arquero sólo tenía que emplear todas sus fuerzas al principio, mientras que al final, cuando el arco ya estaba casi completamente extendido, los extremos seguían siendo flexibles, gracias a lo cual el arquero podía apuntar a su blanco con mucha más precisión. Igualmente distinta era la técnica con que se disparaba cada arco. En el arco largo, se tiraba de la cuerda con los tres dedos centrales; en el moro, con el pulgar. El arquero rodeaba la cuerda con la primera falange del pulgar y se cogía la punta de éste con el índice. De este modo le quedaban tres dedos libres, con los que podía llevar las riendas cuando iba a caballo. Ése era el misterio de los arqueros moros a caballo. Una mano sostenía el arco y sacaba las flechas de la aljaba con el pulgar y el índice. La otra mano también utilizando sólo el pulgar y el índice, cogía la flecha, la ponía en la cuerda y tiraba. La dificultad estaba en que esa mano, al tener los otros tres dedos que llevar las riendas siempre a la altura del arzón, tenía muy poco margen de movimiento. En lugar de mover la mano, el arquero tenía que mover el cuerpo para acomodarlo a la mano. Esto no sólo exigía que el arquero fuera un gran jinete, sino también que tuviera un dominio acrobático de su cuerpo. Y eso fue lo primero que el viejo Pero enseñó a Lope.
Practicaron de pie y a caballo. Practicaron la posición de la mano al coger la cuerda y al sacar la flecha de la aljaba. Practicaron la posición de los dedos, los brazos y los hombros, y los movimientos necesarios para tensar el arco y para apuntar. Practicaron un día tras otro, sin que Lope disparara nunca una sola flecha. El viejo Pero economizaba mucho sus flechas; era un profesor con método. Sólo una vez hizo volar las flechas, al principio, cuando introdujo a Lope en el arte de tirar con arco: disparar doce flechas en el tiempo que un sacerdote apresurado necesita para rezar un padrenuestro, y acertar con todas a un blanco del tamaño de una piel de oveja colocado a ochenta pasos. Acertar al mismo blanco, colocado a la misma distancia, cabalgando a todo galope. Y, a pie firme, acertar como mínimo con dos de tres flechas a una distancia de trescientos metros. Ese era el arte que Lope debía aprender.
En todo ese tiempo, el capitán no dio un solo paso fuera de los limites del campamento. Se comportaba de un modo extraño. Ya no bebía vino, holgazaneaba en su choza, mandó pulir sus armas, su yelmo, su armadura, su silla de montar. Nada le parecía bien. Estaba insufrible, malhumorado, camorrista. Lope lo observaba con preocupación. Por la mañana, mientras el capitán se vestía, Lope, casi sin darse cuenta, le miraba las piernas, pero no pudo llegar a ver si tenía dos cicatrices en la pantorrilla derecha. Tampoco podía recordar haberle visto alguna vez esas cicatrices.
El hombre al que llamaban Cuatrodedos no había vuelto a aparecer. No lo volvieron a ver hasta ocho días después de la infructuosa cabalgada, y se encontraron con él por pura casualidad.
Ese día el capitán había mandado que le trajesen una jarra de vino por primera vez desde la cabalgada. El vino despertó su espíritu emprendedor, y al ocultarse el sol envió a Lope al pueblo de cantinas para que anunciase a la negra Doda que la visitaría esa noche. Exigió que Lope fuera vestido con la armadura completa, y que el viejo Pero y el cabañero fueran con él. Cuando visitaba a alguien, quería presentarse como un gran señor.
Lope salió cabalgando por delante. Al llegar a la casa de la bella Doda y entrar en el patio vio salir por la puerta a Mira, la muchacha. Nada más verla se le cortó la respiración. Era todavía más bonita de lo que él recordaba. Tenía el cabello suelto y sonrió a Lope cuando éste desmontó, pero no pareció reconocerlo, a pesar de que una antorcha iluminaba la fachada de la casa. No lo reconoció hasta que Lope mencionó el nombre del capitán. La muchacha se llevó la mano a la boca, como apenada, quitó a Lope el yelmo, que le cubría la mitad de la cara, lo llevó a la luz de la antorcha y le preguntó, en tono de falso reproche, por qué no se había dejado ver en todo ese tiempo.
—¿Dónde te habías metido? Te he estado esperando —dijo Mira tirando de Lope hacia la casa y arrimándose a él; luego llamó a un criado para que se ocupase de su caballo—. ¿Sabes una cosa? —dijo—. ¡Ay, me enfadé mucho con mi señora! ¡No sabes cuánto me enfadé!
No llamaba a Lope por su nombre, también lo había olvidado; pero eso a él no le importaba. Sentía el cuerpo de la muchacha a través de la coraza de cuero, y el fuerte perfume que brotaba de su cabello le llenaba la nariz. Lope todavía conservaba en la memoria cada una de las palabras que se habían dicho aquella noche junto al fogón de la cocina, cada uno de los movimientos de sus labios y sus manos.
En el interior de la casa todo había cambiado. Esterillas en el suelo; vigas nuevas en el techo; la habitación donde la dueña recibía a sus visitantes ahora estaba separada del resto por una pared recién enfoscada; había cacerolas de cobre y garrafas de vidrio junto al fuego, signos de un nuevo bienestar exhibido con orgullo. Mira también mostraba indicios de ese nuevo bienestar. Llevaba un collar de coral rojo y pulseras de plata en las muñecas, y su vestido era de seda. Ya no era la criada de la cocina. Al parecer, ese puesto lo ocupaba ahora una segunda muchacha, que estaba junto al fogón; una chica de catorce años, grande y corpulenta, más alta que Mira y de cabellos rubios que le colgaban sobre la espalda en una trenza. Mira le dio a entender con un movimiento de la mano que se marchara de la cocina. La muchacha obedeció de mala gana y, al pasar al lado de Lope, lo miró a la cara mostrándole los dientes en una sonrisa que, por un momento, dejó ver también su lengua. Pasó tan cerca a Lope que su falda lo rozó. Lope se sobresaltó al sentirla; estaba tan confuso que no se atrevió a volverse para seguirla con la mirada mientras salía de la habitación.
—¿Has visto eso? —dijo Mira, señalando la pared nueva, cuyo enfoscado aún estaba húmedo en algunos puntos—. La mandamos construir por deseo del conde de Tolosa —explicó—. El conde de Tolosa ya ha estado aquí tres veces. Cuando viene lo escoltan doce caballeros; es un señor muy distinguido. —Con perceptible orgullo, añadió—: Nosotras ya sólo recibimos a señores distinguidos.
Lope no le hizo caso. Le dijo lo que el capitán le había encargado que dijera. Mira frunció las cejas y respondió que su señora no estaba en casa, que tenía que consultárselo a ella, y que los distinguidos señores a los que recibían ahora solían anunciar su visita con algunos días de antelación. Luego ladeó la cabeza, examinó a Lope desde sus cejas fruncidas, le dijo que esperara y se marchó apartándose el cabello de la frente.
Lope se quedó en la cocina sin saber qué hacer. Miró el banco colocado junto al fogón, en el que había estado sentado con ella aquella vez. No se percató de que la criada había regresado a la cocina, no oyó el susurro de sus pisadas sobre las esterillas hasta que estuvo detrás de él. La muchacha pasó por su lado sin mirarlo, con un hatillo de leña bajo el brazo. La falda azul que llevaba puesta le quedaba muy corta, por encima de las rodillas. Lope la observó mientras trabajaba en el fogón, limpiando las cenizas, soplando para avivar el fuego y colocando cuidadosamente la leña. Sus piernas eran largas y morenas. Al inclinarse sobre el fuego, la trenza se le cayó hacia delante. La muchacha volvió a echársela a la espalda con la mano y, al hacerlo, giró la cabeza y sonrió a Lope por encima del hombro.
Lope esquivó su mirada, pero vio por el rabillo del ojo que la muchacha se levantaba y, limpiándose la ceniza de las manos, se acercaba lentamente hacia él.
—Eh, guapo —dijo la criada—. ¿Qué tal? —Se detuvo a dos pasos de Lope y, sin quitarle la mirada de encima, se levantó la falda con un rapidísimo movimiento y enseñó lo que tenía para vender—. ¿Quieres que te lo haga? —dijo—. Ven conmigo, guapo, medio penique de plata. Di lo que quieres a cambio y yo lo haré.
La muchacha se acercó aún más, cogió la mano de Lope y se la metió entre las piernas. Lope sintió el suave vello de su pubis y retiró la mano violentamente; se alejó un paso, pero la muchacha se arrojó sobre él, haciéndolo caer, y lo abrazó por el cuello.
—Te lo haré muy bien, guapo. ¡Ven conmigo!
Lope quería decir algo, pero no podía; intentaba resistirse, pero tenía los pies clavados a la esterilla. Entonces, de repente, la muchacha se alisó rápidamente la falda, regresó apresurada al fogón y se puso a coger las cacerolas de cobre. En ese mismo instante, Lope oyó el ruido de la puerta y, todavía sin haberse incorporado del todo, vio entrar a un hombre. Supo enseguida quién era, pues, a pesar de que nunca lo había visto, muchas veces había escuchado cómo lo describían los hombres del campamento. Sólo podía tratarse de ese hombre, del carnicero de Carcasona, el hermano de la negra Doda, o su chulo, o su amante, o lo que fuera. Un gigante que tenía que inclinarse para pasar por la puerta. Cabello hirsuto y rojo parduzco, como el bigote que le colgaba sobre las comisuras de los labios; boca ancha y de grandes dientes; brazos desnudos, morenos, muy velludos; manos grandes como palas. Detrás del carnicero entró la bella Doda, riendo, ligera, con la falda ondeando al ritmo de sus movimientos y cintas de colores en el cabello. La mujer dijo algo en un idioma que Lope no comprendía y soltó una risotada; su mirada acarició a Lope, que la observaba petrificado de espanto. Pero la mirada pasó de largo y la mujer desapareció tras la doble cortina de la pared nueva.