El puente de Alcántara (29 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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—Déjalo —susurró sin mover un solo músculo de la cara.

El segundo capellán cogió el relicario e hizo una seña al capitán para que se acercara al lecho del obispo. Lope vio que el capitán se arrodillaba ante el obispo y levantaba los dedos para prestar juramento, y que el obispo hacía la señal de la cruz sobre él antes de volver a dejarse caer en los cojines.

El capitán se levantó y se quedó un momento sin saber qué hacer, como si esperara algo más, pero los dos capellanes le dieron a entender con una señal inconfundible que la ceremonia había terminado. Al salir, el condestable se arrimó al capitán cogiéndolo del brazo y le susurró al oído:

—¡No maldigas! ¡No, mientras el obispo pueda oírte!

Una vez fuera de la tienda de campaña, el capitán escupió:

—El capellán prometió los regalos de costumbre —gruñó furioso—. ¿Acaso en León no se acostumbra a dar un regalo de bienvenida?

—No en el caso de nuestro señor, el obispo —contestó el condestable con una sonrisa burlona en los labios—. El honorable don Alvito es un santo, que invierte todo el dinero en su iglesia, que será consagrada el día de Navidad, si Dios quiere y volvemos a salvo a León. También el regalo que te corresponde irá a parar a la iglesia. Es un regalo a tu alma, que agradecerás cuando hayas muerto —resultaba imposible saber si el condestable se tomaba en serio lo que decía.

Esa misma noche tuvieron otra muestra de la santidad del obispo. Un pastor de ovejas se acercó a la puerta del campamento. Era un hombre flaco y alto como un árbol, de cabello negro e hirsuto, que pedía ser recibido en audiencia por el rey. Venía de parte de un ermitaño a quien un ángel del señor había transmitido un mensaje para el monarca. Lo llevaron ante el camarero real, quien no lo dejó pasar, pues el rey ya estaba durmiendo. Así pues, lo llevaron ante el obispo.

El obispo habló con él un largo rato, luego montó a caballo y salió él en persona, escoltado por seis jinetes moros y ocho de sus propios hombres, entre los que estaban el capitán y Lope, y siguieron al larguirucho pastor a través de la noche.

Tras una cabalgada de hora y media llegaron a una pequeña capilla hecha de piedras apiladas unas sobre otras, no más grande que la cabaña de un pastor, que se hallaba al final de un valle sin árboles cubierto de bloques de piedra. El ermitaño estaba esperando frente a la capilla, junto con unos cuantos pastores. Se puso furioso al saber que no había venido el rey, sino sólo un obispo. Únicamente podía transmitir su mensaje al rey.

El obispo habló con él y acordaron volver a convocar al ángel rezando juntos, para preguntarle si el mensaje también podía ser transmitido al obispo. Acto seguido, se tumbaron el uno al lado del otro frente al altar, con el cuerpo y los brazos muy extendidos sobre el suelo desnudo, iluminado por el tenue resplandor de un cirio trémulo.

Hacia frío, soplaba un fuerte viento y no había leña, y el capellán que había venido con ellos vigilaba la puerta de la capilla y no dejaba entrar a nadie. Esperaron. Se sentaron muy apretados unos contra otros al abrigo del viento que les ofrecía la capilla. Y esperaron hora tras hora. En algún momento, Lope se sentó junto a la entrada. Vio que el capellán intentaba extender su manto sobre el obispo, y que éste se quitaba el manto de encima y despedía al capellán con un violento ademán. Escuchó el ronco murmullo del ermitaño, que parecía no tener fin. Vio cómo se consumía el cirio.

Más tarde, el ermitaño interrumpió su rezo, se puso de rodillas, extendió los brazos y se inclinó como un musulmán, al tiempo que se arrastraba hacia el obispo y le susurraba algo al oído. Un instante después empezó a cantar, con voz alta y fina:

—Benedicite Angeli Domini Domino, benedicite Coeli Domino…

El obispo intentó levantarse, pero no pudo hacerlo. El capellán corrió hacia él, le sirvió de apoyo, gritó pidiendo ayuda. El obispo estaba rígido como una tabla. Lo acostaron sobre un montón de mantos y enviaron a los pastores en busca de dos palos para hacer unas parihuelas. No estuvieron de regreso en el campamento hasta el amanecer.

Al terminar la misa de la mañana se acercó a verlo el rey. El obispo lo recibió a solas. Nadie se enteró de cuál había sido el mensaje del ángel.

Unos momentos después llegó el médico de cabecera del rey. Un judío con cabeza de pájaro y rostro gris, que parecía aún más sombrío cuando volvió a salir de la tienda del obispo y anunció ante los canónigos y vasallos reunidos junto a la puerta de la tienda que don Alvito no estaba en condiciones de seguir el viaje.

Se quedaron en el campamento, mientras el resto del ejército continuaba el viaje. Se quedó toda la mesnada del obispo, bajo el estricto mando de don Jimeno, el arcediano, un hombre alto y pálido que ordenaba constantemente que se rezara por don Alvito y que mandaba decir misas día y noche en el pequeño altar de la tienda del obispo. Cuatro días después, el estado de don Alvito había mejorado tanto que pudieron continuar el viaje, aunque el obispo lo hizo tumbado en una silla de mano que le había enviado el príncipe de Badajoz, y que cargaban por turno dos grupos de ocho esclavos negros cada uno.

Cuando llegaron a Mérida, las negociaciones entre el rey y los príncipes moros ya habían terminado. Sólo pudieron ver desde lejos la colosal ciudad de tiendas de campaña levantada por el soberano de Sevilla al otro lado del Guadiana. Y durante la misa de agradecimiento que mandó celebrar el rey a la mañana siguiente pudieron admirar al hijo del príncipe moro, quien se encontraba en el campamento por haber sido intercambiado por el príncipe don Alfonso mientras duraran las negociaciones, y que asistió a la misa acompañado de su séquito, espléndido con sus sedas y brocados, el resplandor dorado del pomo de su espada y el penacho de su yelmo. Nadie sabía cuál había sido el resultado de las negociaciones, pero el campamento bullía de rumores sobre los regalos que los príncipes moros habían puesto a los pies de don Fernando, y hasta el último mozo de cuadra albergaba la esperanza de que al menos dos o tres gotas de esa lluvia dorada cayeran sobre él.

Al atardecer de ese mismo día, cuando el ejército ya había empezado los preparativos para emprender el viaje de regreso, el arcediano reunió ante su tienda a toda la mesnada del obispo y anunció que don Alvito y una parte de sus hombres, junto con el obispo de Astorga y el conde Muño González, irían con el príncipe al–Mutadid a Sevilla, capital de su reino.

El capitán y Lope estaban entre los que tenían que tomar parte en ese viaje.

15
MURCIA

VIERNES 20 DE DU'L–QADA, 455

14 DE NOVIEMBRE, 1063 / 20 DE KISLEW, 4824

—Dios nos libre del diluvio —murmuró el jardinero, echando una tímida mirada a las montañas de nubes negras y pesadas que se estaban acumulando sobre la sierra, hacia poniente.

—¿Crees que habrá tormenta? —preguntó Ibn Ammar.

—Sí, señor —contestó el jardinero—. Estoy seguro. Quiera Dios que no sea tan mala como ocho años atrás. Aquella vez llovió a cántaros sobre Lorca y el río se convirtió en una corriente devastadora, que dejó bajo las aguas a todo el valle de Murcia, hasta el mar. Mil hombres se ahogaron en las huertas. Dios nos proteja.

—¿Corremos peligro aquí? —preguntó Ibn Ammar.

—No, señor —se apresuró en asegurar el jardinero—, ningún peligro. La casa está bastante alejada del río. Nunca ha subido tanto el agua. Nunca, en los años que yo puedo recordar.

—¿Y los transbordadores que cruzan el río?

—¡Nada de transbordadores, señor! Con semejante tiempo no habrá ningún transbordador en toda Murcia durante dos días.

Ibn Ammar oyó esto no sin cierta satisfacción. Si nadie podía cruzar el río, no tenía que temer que llegara tan pronto un mensajero pidiéndole que acudiera una vez más a la corte de Hassún ibn Tahir. Tenía al menos dos días, dos días de despreocupada soledad.

Al terminar la fiesta que celebraba el fin del ramadán, el príncipe heredero había retenido a Ibn Ammar en su palacio de verano y no había querido dejarlo marchar. El príncipe había cogido tal pegajoso apego a Ibn Ammar que casi no lo había dejado respirar.

Hassún ibn Tahir tenía poco más de cuarenta años. Era un hombre con el cuerpo blando de un eunuco y el espíritu de un muchacho regordete y quejumbroso. Criaba aves exóticas en gigantescas pajareras y tenía una gran colección de fieras en el parque de su palacio. Tocaba el laúd y se acompañaba cantando con una voz fina y trémula. Escribía poemitas de los que se sentía muy orgulloso y por los que gustaba de ser elogiado sin reservas. Hablaba mucho, bebía toda la noche e, inevitablemente, al despuntar la mañana caía en un inestable estado de compasión de sí mismo, en el que se desahogaba gimoteando y sollozando con llorona voz de falsete. Era aburrido y afeminado, pusilánime y falto de toda dignidad, pero era el hijo mayor del qa'id, y desde que su padre yacía enfermo, y a medida que los partes de los médicos se hacían cada vez más parcos, aumentaba el número de los que se agolpaban en su madjlis. Tenía muchos partidarios en las grandes familias de la ciudad y las familias nobles de los alrededores, que pensaban que con un monarca débil como él podrían aumentar su poder.

Sin embargo, con la presencia de su codicioso hermanastro Muhammad, el príncipe heredero en modo alguno hubiese podido sostener sus pretensiones de suceder a su padre, de no haber tenido de su lado a su madre, una mujer voluntariosa y dura de más de sesenta años, que montaba a caballo como un hombre y no llevaba velo ni siquiera cuando hablaba con hombres que no pertenecían a su familia; una mujer que compensaba con creces todas las debilidades de su hijo.

Había sido una de las muchas concubinas del qa'id, una esclava gallega, de donde venia su nombre: al–Djilliki, la Gallega. Tras el nacimiento de su hijo había ascendido a sayyida del harén del monarca, y desde entonces nunca se había dejado desplazar de esa posición, ni siquiera por la madre del príncipe Muhammad, que, de todos modos, era una de las principales mujeres. En los cuarenta años que habían pasado desde entonces, la Gallega había reunido una impresionante fortuna. Poseía vastas propiedades en las huertas que se extendían hasta Lorca, participaba en múltiples empresas comerciales, controlaba el mercado del trigo, capitaneaba, por medio de sus hombres de confianza, la flota del qa'id con base en Cartagena, y toda una serie de castillos del valle del Guadalentín estaban ocupados por gente adepta a ella.

Ella sabía que su hijo era un inepto, y en el fondo lo despreciaba, pero mantenía su mano sobre él porque lo necesitaba. Su hijo era la llave que la conduciría al poder. Si el qa'id moría y ella conseguía que su hijo se consolidara como sucesor, sería la soberana absoluta de Murcia. De su hijo no esperaba nada, pero no había perdido la esperanza de que, un día, le diera un nieto al que podría transmitir el poder. Lo esperaba con desesperada obstinación, a pesar de que, hasta el momento, el príncipe heredero también había demostrado ser incapaz en este sentido. La Gallega tenía una voluntad de hierro y dinero suficiente para imponerse. Sólo le faltaba el nieto. Ése era su punto débil.

Ibn Ammar lo sabía. La Gallega lo había llamado a conversar dos veces desde que sabía que el príncipe heredero había abierto su corazón al poeta. Y le había dado a entender claramente que podía llegar a ser un gran hombre en Murcia si conseguía ayudar a Hassún ibn Tahir a tener un hijo. La segunda conversación había tenido lugar en el parque del palacio, cerca al zoológico. Había sido una conversación extraña, un intercambio de alusiones, de miradas cargadas de significado, de indicios ocultos, de indirectas. La Gallega se había detenido junto al foso amurallado donde vivían los leones. Allí abajo dormitaba un león bereber de imponente melena, resplandeciente bajo el brillo del sol, y, junto a él, tres leonas, hartas, perezosas, que no movían más que el rabo para espantar a las moscas.

La Gallega señaló el león.

—A éste lo mandé comprar en Ceuta hace siete años —dijo—. Cuando lo trajeron le pusimos delante un carnero joven. Queríamos ver cómo le destrozaba el espinazo con sus garras. Pero el carnero echó a correr hacia el león con los cuernos por delante, dándole tal susto, que el león intentó trepar a una palmera. Parece un león, pero no lo es. —Calló un momento y luego añadió—: Compré siete leonas para que se divirtiera, pero no ha montado a ninguna. Cuatro ya han muerto, tal vez de la decepción. Me pregunto a qué se deberá, ¿si a las leonas o al león, que no es un león?

—Quizá pase como con los halcones, que no echan a volar si no hay un segundo halcón que le dispute la presa —respondió Ibn Ammar—. Quizá falta un segundo león.

La mujer se quedó mirándolo un largo rato.

—Es imposible meter un segundo león en la jaula. El más fuerte haría pedazos al otro, ¿no es así?

—El segundo león no debe invadir el territorio del primero —contestó Ibn Ammar.

—¿Quieres decir que existe otra posibilidad?

—¿Por qué no?

Ibn Ammar no evitó la mirada de la Gallega, y en los labios de ésta se dibujó una sonrisa apenas perceptible, una sonrisa de labios estrechos y duros, en la que se mezclaban la esperanza y la duda.

—¿Cómo es que sabes tanto de leones? —preguntó la mujer.

—Tuve ocasión de observarlos en Sevilla, en la corte de al–Mutadid.

La Gallega examinó a Ibn Ammar con mirada escrutadora y mandó que le entregaran una bolsa con doscientos dinares, además de un documento sellado que indicaba a los centinelas de la puerta que lo dejaran entrar inmediatamente siempre que él lo deseara.

—Valoro a los hombres con conocimientos —dijo finalmente.

Ibn Ammar sabía en qué se había metido aquel día. Había avivado las esperanzas de la Gallega, y lo había hecho contra todo mandato de la razón, por puro capricho o quizá movido por la compasión a una anciana o hasta por admiración hacia ella, que, detrás de todo su orgullo, le había mostrado también su debilidad. Ibn Ammar sabía lo que le esperaba si la defraudaba, si sus esperanzas se convertían en ira. Pero no sentía ningún temor.

Empezó a llover. Gotas pesadas y aisladas que sonaban como plomo derretido al caer sobre el tejado. Abajo, alguien llamó a la puerta. Ibn Ammar vio desde el tejado que el jardinero se asomaba por la mirilla y se daba la vuelta, llevándose una mano a la boca.

—Sayyid, es la mujer que pregunta por vos desde hace varias semanas. ¿La dejo entrar?

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