Siguieron cabalgando hasta ya muy entrada la noche. Acamparon detrás de un bloque de granito que los protegía del viento, sobre una colina desde donde se divisaban los alrededores, y mantuvieron guardia por turnos. Al despuntar el alba ya estaban nuevamente en marcha. Los hombres del pueblo habían mirado su caballo con ojos demasiado ávidos.
Al suroeste se elevaba sobre el horizonte una cadena de altas montañas boscosas, y hacia allí se dirigieron. Ya no había caminos, sólo estrechas veredas que ninguno podía imaginar adónde llevaban. Una vez vieron sobre una colina tres casas, ocultas entre enormes encinas. Pasaron de largo, a pesar de que casi se les habían terminado las provisiones: tres familias podían ponerse de acuerdo con mucha facilidad para repartirse el botín, si alcanzaban a verlos.
Al atardecer, ya en las faldas de las montañas boscosas, se toparon con una ancha huella dejada por reses y caballos. La siguieron. Primero vieron subir el humo, luego se abrió ante ellos un profundo valle y, en la ladera opuesta, apareció un pueblo grande, con una treintena de casas, una iglesia y un pequeño castillo en la parte más alta. El lugar donde ellos se encontraban estaba bastante más elevado, y desde allí vieron a unos pastores que arreaban a un rebaño de vacas hacia el vallado que rodeaba el pueblo. Vieron asimismo al centinela de la torre del castillo, inclinado sobre el pretil, y a las mujeres que, con blancos atados de ropa sobre la cabeza, subían por el sendero empinado y serpenteante que partía del río.
El capitán decidió pasar también esa noche al raso. Ya era muy tarde, y el camino a través del valle era muy largo. Cuando llegaran al pueblo ya habría oscurecido, y tan pocos minutos antes de la caída de la noche nadie recibe bien a dos forasteros a los que nadie conoce y que no vienen en nombre de nadie.
Salieron del camino, internándose en el bosque, borraron sus huellas tan bien como pudieron, ataron firmemente al animal y el joven le echó un par de ramas para que comiera. Ya era de noche.
Al joven le tocaba hacer la última guardia de la noche. Se había buscado un lugar al borde de la pendiente, sobre un saliente rocoso desde donde veía todo el valle. Hacía fresco y Lope estaba completamente despejado. Por el levante, el cielo se tornaba gris y transparente. Se oyeron los primeros trinos de los pájaros y poco después, en el pueblo, los rebuznos de un asno y el canto de los gallos. La campana de madera de la iglesia empezó a repicar, apenas perceptible sobre el constante murmullo del río que corría en el fondo del valle. Tenues columnas de humo brotaron de los tejados, y las puertas se abrieron ruidosamente desde dentro. Salieron las primeras personas: hombres que meaban sobre el estiércol, mujeres provistas de odres que iban al río a recoger agua. Luego sacaron a los animales fuera del vallado y, en la puerta del castillo, se bajó el puente levadizo y apareció tras él un solo hombre, montado a caballo, que atravesó el pueblo y se perdió de vista por el camino en dirección al norte. Más abajo, salió del vallado una manada de gansos seguida por una muchacha descalza y vestida de azul, que llevaba un delgado bastón en la mano. Cuando un perro salió a su encuentro, los gansos estiraron el pescuezo y Lope casi creyó que los oía graznar. De pronto todo aquello se le había vuelto familiar, era exactamente como en el pueblo donde él había nacido. Allí, su hermana había sido la encargada de cuidar de los gansos. Lope intentó encontrar en su memoria la cara de su hermana, dos años mayor que él. El joven recordaba su espesa cabellera castaña y sus ojos serios mirándolo con severidad bajo las cejas fruncidas. Pero su cara se había desvanecido. También la imagen de su pueblo permanecía sólo vagamente en su memoria, pero creía recordar que en casa todo había sido mucho más grande que en ese pueblo que contemplaba ahora, las casas más cómodas, los campos más extensos. No tenían un castillo, pero a cambio la iglesia era mucho más grande, incomparablemente más hermosa, y durante un momento tuvo ante sí la imagen de su padre, vestido con su casulla blanca y levantando el cáliz detrás del altar, y se vio a si mismo junto a él, sujetando el incensario, en el que se quemaban enebrinas y piñas. Por un instante sintió incluso su olor. Pero la imagen no tardó en volver a desvanecerse. Había pasado tanto tiempo. Tantos años.
La muchacha de los gansos había llegado al sendero que cruzaba el río, y llevaba a su manada por la margen del río más próxima, para que los animales pudieran arrancar las jugosas hierbas del talud de la orilla.
El joven recordó el día en que el conde llegó a su pueblo. Ese día, su hermana había tenido que confiar sus gansos a otra muchacha. Su padre la había encerrado en la casa y ella tuvo que ver a través del tragaluz del techo al conde y su gran séquito entrando en el pueblo. Tampoco habían permitido a la muchacha que acudiera a la iglesia cuando su padre celebró una misa ante el conde y la dueña. Era la chica más guapa de todo el pueblo, y su padre temía que el conde quisiera llevársela consigo a su corte de Guarda.
Pero entonces el conde lo llamó a él. Y a él se llevó consigo.
Todo un día había durado el viaje a Guarda, que Lope hizo montado a la grupa del caballo de un escudero. En el castillo del conde había pasado tres meses, llorando de nostalgia por las noches. Luego lo llevaron a Sabugal, otra vez todo un día montado a la grupa de un jinete. Llegaron a su destino de noche, y el joven creyó firmemente que esta vez lo habían llevado de regreso a las cercanías de su pueblo. La mañana siguiente, Lope observó el paisaje desde la cocina y, al ver las colinas sobre el río y las montañas que se levantaban detrás, estuvo convencido de que su pueblo tenía que encontrarse tras aquella serranía. Cada mañana contemplaba las montañas desde la cocina y se consolaba pensando que sólo tenía que atravesarlas para volver a casa. Ya no lloraba. Y un día de primavera, cuando la nieve se hubo derretido, el joven se escapó a hurtadillas, trepó por la colina y siguió montaña arriba. Corrió cada vez más rápido, los latidos de su corazón cada vez más fuertes. Trepó por los peñascos que surgían a su paso y, finalmente, llegó al punto más elevado. Ya nada le estorbaba la visibilidad. Vio un vasto paisaje, pero su pueblo no estaba en él. No había más que un amplio valle pedregoso y, más allá, otra cadena montañosa, y, tras ésta, otra más alta.
Nunca volvió a ver su pueblo.
Se sobresaltó al oír los gritos del capitán a sus espaldas:
—¡Lope, Lope!
Tardó un momento en comprender que lo llamaban a él. Era la primera vez que el capitán lo llamaba por su nombre.
—¿Qué estás haciendo ahí? ¿Qué pasa? —preguntó el capitán.
—Nada —contestó Lope—. Todo tranquilo, capitán.
El joven echó un último vistazo al pueblo y el valle, y buscó con la mirada a la muchachita del vestido azul. Ahora la chica estaba a unos trescientos pasos del sendero, en la linde de un pinar que, río arriba, subía tapizando las colinas. De repente, la muchacha se paró, levantó un brazo en gesto defensivo, se dio la vuelta y echó a correr. Corría de regreso al sendero, tan rápido como podía. En plena carrera, levantó los brazos, se tambaleó, cayó de rodillas y se dio de bruces contra el suelo. Con los brazos todavía por encima de la cabeza, intentó arrastrarse, luego se detuvo y dejó de moverse.
En un primer instante, Lope estuvo a punto de levantarse de un brinco y salir corriendo hacia ella. Tuvo que esforzarse para permanecer sentado. Vio que los gansos corrían en desbandada, estirando el pescuezo hacia el bosque. Entonces vio a unos hombres, a dos. Estaban bien ocultos a la sombra de un bloque de piedra en los linderos del bosque. Lope los vio sólo porque se movían, de no ser así no habría podido descubrirlos desde esa distancia. Llevaban arcos, que sostenían en posición de disparar apuntando hacia la muchacha, que seguía inmóvil en el suelo.
—¡Capitán! —gritó Lope. Retrocedió a cuatro patas, informó precipitadamente al capitán, tirando de él para que fuera a ver lo ocurrido—. ¡Allí! —dijo señalando el bloque de piedra. Los hombres habían desaparecido.
—¿No habrán sido moros? —preguntó el capitán.
—¡Tenían arcos largos! —dijo Lope.
—¿Y sólo has visto a dos?
—Sólo a los dos hombres armados con arcos.
El capitán se mordió el labio inferior.
—¡Maldita sea, maldita sea! Si sólo fueran dos no habrían disparado a la muchacha. No tan cerca del pueblo —dijo estrujándose la perilla de chivo con la mano derecha.
Dos jinetes salieron del castillo, atravesaron el pueblo, llevaron sus cabalgaduras pendiente arriba y se alejaron por el mismo camino por el que había desaparecido el otro jinete un rato antes. Todo estaba tranquilo y silencioso, sólo un campesino araba su sembrado, azuzando sin desfallecer a sus bueyes con furiosas maldiciones y gritos.
—¡Esto me huele mal! —dijo el capitán, golpeándose la concavidad de la mano con el puño—. ¡Muchacho, esto me huele pero que muy mal!
Poco después apareció en la ladera opuesta el primer jinete. Salía del pinar. Espoleó a su caballo en diagonal hacia el pueblo. Llevaba armadura, una lanza corta y un escudo alargado. Montaba un pequeño bayo que galopaba con increíble rapidez en aquel terreno difícil y escarpado. El siguiente jinete lo seguía muy de cerca, y tras él iba toda una tropa, todos con cotas de malla, lanzas y yelmos de hierro: en total doce hombres seguidos por cuatro mozos que tiraban de caballos de reserva. El campesino que estaba arando la tierra los vio antes que nadie, detuvo sus bueyes y corrió hacia el pueblo. Lope y el capitán lo oyeron gritar. Vieron que el centinela apostado en la torre se llevaba el cuerno a la boca: sintieron el toque de alarma incluso antes de oírlo. Vieron a las mujeres correr con sus faldas ondeando al viento a través de los sembrados, en dirección a la entrada posterior del pueblo. Vieron a un anciano cojo que, con gran esfuerzo, intentaba cerrar la puerta del vallado exterior. El primer jinete ya estaba a sólo cincuenta pasos de allí. Otros dos abandonaron la formación y salieron en pos del campesino, que, al darse cuenta de que no llegaría a tiempo a la puerta, se desvió y se precipitó pendiente abajo a grandes zancadas. Cuando lo alcanzó su primer perseguidor, el campesino se arrojó al suelo y se arrastró hasta un peñasco. No dejó escapar ningún sonido cuando le clavaron el acero.
Los otros jinetes ya habían llegado a la puerta del pueblo. El viejo que había intentado cerrarla yacía a un lado, en el suelo. Los jinetes pasaron por encima del anciano y atravesaron el pueblo en dirección al castillo, pero dieron media vuelta al ver que la puerta del castillo estaba cerrada y que tres hombres asomaban por encima del pretil. Probablemente lanzaban flechas a los jinetes, aunque Lope y el capitán no alcanzaban a distinguirlo desde tan lejos. Lo que sí oían con claridad eran los gritos, gritos estremecedores, y las sonoras voces con las cuales se comunicaban entre sí los atacantes.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! —dijo el capitán. Seguía en la misma posición que cuando empezó el ataque, golpeándose la concavidad de la mano con el puño, sin perder de vista el pueblo—. ¡Seis semanas! ¡Maldita peste! —dijo entre dientes.
—¿Qué pasa? —preguntó Lope.
El capitán no respondió.
De uno de los tejados de la parte alta del pueblo, cerca del castillo, se elevaba ahora una espesa columna de humo amarillento, y tres jinetes provistos de largas escobas de paja encendidas bajaron por la calle del pueblo prendiendo fuego a la hilera de casas. Cuando llegaron a la puerta, las llamas ardían ya muy altas, y harapos encendidos salían disparados hacia el cielo. La gente del pueblo corría en todas direcciones, como gallinas espantadas por un azor. Los atacantes no parecían prestarles ninguna atención. Cinco de ellos, el del bayo antes que ninguno, se habían dispersado en lo alto de la colina para luego volver a bajar, arrear el ganado, detenerse de pronto, abrirse y unirse en formación, claramente visibles sobre el fondo brillante del cielo. Parecía como si alguien los atacara desde el otro lado de la colina. Partieron todos al galope al mismo tiempo, lanza en ristre, y desaparecieron por la cima de la colina, mientras el ganado, desbocado, se dispersaba por la pendiente.
Las casas que flanqueaban la calle del pueblo ardían. El capitán y Lope oían el crepitar del fuego y el crujir de los maderos quebrándose por el calor del incendio.
De pronto, un jinete apareció en lo alto de la colina y bajó a todo galope, pasando por delante de la puerta del castillo, en dirección al río. Bajó la escarpada pendiente con tal velocidad que por momentos parecía que el caballo fuera a rodar por el suelo. Sólo cuando ya había alcanzado la orilla aparecieron sus perseguidores, tres hombres en apretada formación, encabezados por el que montaba el bayo. Cuando llegaron a la parte escarpada hicieron alto. Abajo, el perseguido había saltado al río con su caballo, y luchaba contra la corriente y contra el miedo del animal. Sus tres perseguidores seguían en el recodo más alto del sinuoso camino que atravesaba la parte escarpada. Parecían indecisos. Finalmente desmontaron y empezaron a arrojar piedras al otro hombre. Éste había conseguido con gran esfuerzo arrastrarse hasta los peñascos de la orilla opuesta y ahora intentaba desesperadamente subir también a su caballo. Cuando el animal pisó por fin terreno llano, el hombre apenas pudo volver a montar. Parecía tener herido el brazo derecho, que colgaba inerte de su cuerpo.
—¡Larguémonos de aquí! —dijo el capitán—. ¡Tenemos que irnos!
El hombre avanzaba directamente hacia ellos. Llevaba un yelmo redondo con protector nasal y una coraza mora adornada con tela verde. Cuando se internó en el bosque, debajo de Lope y el capitán, sus tres perseguidores dieron media vuelta y cabalgaron nuevamente hacia el pueblo.
—¡Desata el caballo! —dijo el capitán, cogiendo su yelmo. Luego se dirigió hacia el camino por el que habían llegado la noche anterior, se ató la correa del yelmo debajo de la barbilla y se puso los guantes, mientras Lope le seguía con el caballo.
Cuando llegaron al camino, el capitán subió al caballo y pidió a Lope que le alcanzara la lanza. El hombre estaba debajo de ellos, en la pendiente. Prácticamente colgaba de la silla, apoyándose con la mano izquierda sobre el pomo del arzón e intentando penosamente mantenerse erguido; el hombro derecho le caía en una posición poco natural y el brazo se balanceaba inerte. También el caballo estaba maltrecho; tenía un brazo empapado de sangre.