Lo dejaron marchar tan tarde que ya ni siquiera tuvo tiempo de hacer los preparativos para el sabbat. Pero, a cambio, como despedida, la agradecida madre le hizo llegar un traje de finísimo lino de Dabiqi y una bolsa con veinte meticales, una suma cuya cuantía se correspondía muy bien con el pánico que había pasado la mujer.
A la mañana siguiente, de camino a la sinagoga, se enteró del grandioso acontecimiento que se había perdido por culpa de la estancia obligada en el palacio. Había llegado a la ciudad una embajada de Granada, encabezada por un judío llamado Isaak ibn Baruch al–Balia. Toda la comunidad judía parecía llevar la cabeza más alta que nunca. El viernes, inmediatamente después de la oración del mediodía, el embajador judío había entrado en la ciudad a caballo, seguido por otros dos dignatarios judíos, también montados. Una escolta de honor de la guardia de palacio los había acompañado hasta el antepatio del al–Qasr, y sólo allí habían descabalgado. El príncipe los había recibido ese mismo día.
—¡Imaginaos! ¿Lo hubierais creído posible? ¡Tres judíos entrando a caballo en el al–Qasr!
Ese sabbat, naturalmente, los tres embajadores fueron los invitados de honor en la sinagoga principal de la congregación babilónica. Pero un rayo del gran esplendor cayó también sobre el templo de la comunidad palestina. Al–Balia había entregado a los judíos de la ciudad un mensaje de Josef ibn Nagdela, el mensaje habitual, esperado cada año con gran expectación, del gran nagid ha–negidim, del sapientísimo y venerable sar hasarim.
—¡Que Dios vierta sobre vosotros la cornucopia de sus bendiciones! —leyó el cantor en tono grandilocuente ante toda la comunidad.
Josef ibn Nagdela había alcanzado una posición a la que ningún judío había accedido antes que él en Andalucía. Era el hadjib y brazo derecho del príncipe Badis de Granada, primer ministro y doble visir, al mando no sólo de la administración civil sino también del ejército. Y esto no sólo por capricho del príncipe, pues era ya la segunda generación. Su padre Samuel también había ocupado ese alto cargo. Este había sido visir y hadjib de Granada durante treinta años; al morir, hacía siete años, su hijo había asumido el cargo. En aquel entonces Josef ibn Nagdela tenía tan sólo veinticinco años, pero nadie le disputó la sucesión al cargo; tan grandes eran su prestigio y su poder.
Yunus siempre había sentido una gran admiración por el antiguo hadjib. Con el hijo, sin embargo, era más bien critico. Sabía que la posición privilegiada que tenían los judíos en Granada se debía sólo a las especiales circunstancias que se daban allí. Badis, el monarca, era bereber, descendiente de uno de los oficiales mercenarios a los que el gran al–Mansur trajo del Magreb a Andalucía. Badis podía haber nombrado hadjib a alguno de sus parientes o de sus subordinados, pero ningún bereber era capaz de administrar un reino tan rico como el de Granada. Los miembros de la antigua nobleza árabe tampoco contaban para el cargo, pues odiaban a los bereberes, a quienes consideraban intrusos que habían usurpado el poder. Los cristianos constituían una minoría pobre. Sólo quedaban los judíos, quienes, además, tenían la ventaja de representar el fragmento de la población más numeroso de la capital. Una vez consolidado su poder, Samuel ibn Nagdela, el padre, siempre había sabido apoyarse en esa numerosa comunidad judía de Granada, que contaba con más de cincuenta mil cabezas. Josef, el hijo, en el poco tiempo que llevaba gobernando se había enfrentado con algunas de las grandes familias judías de la ciudad o, cuando menos, no había conseguido mantenerlas de su lado. Estaba empeñado en destruir lo que en verdad era la base de su poder. No tenía la talla de su padre.
Por la noche, después del sabbat, Yunus escribió en su diario:
En la sinagoga, otra vez el mensaje anual de bendición del gran nagid de Granada, que Dios perdone su arrogancia. Como siempre, las noticias del éxito de su campaña militar estival han estado revestidas de ampulosos versos, que esta vez se me han hecho todavía más largos que en años anteriores. Ya no recuerdo todas sus conquistas —la lista era demasiado abrumadora— pero, si la memoria no me falla, ha vuelto a engastar en su diadema esa brillante perla que es la rebelde ciudad de Guadix, dicho a su manera, y ha tomado por asalto numerosos castillos en Wadi Ash. Todo expuesto en un lenguaje resabiado, muy elegante, muy brillante, muy colorido. Esto, por cierto, me trae a la mente los vivos colores que ha utilizado para pintar su triunfo: el dorado de su yelmo, que cegaba los ojos del enemigo cual un segundo sol; el resplandor plateado de la punta de sus lanzas y el filo de su espada, teñido de rojo por la sangre de sus rivales, y otras cosas por el estilo. Muy capaz, muy efectivo. Pero los poemas victoriosos de su padre me gustaban más. No sólo eran más cortos, sino también más sinceros. Toda guerra es cruel, y la sangre derramada conserva por muy poco tiempo su hermoso color. El viejo hadjib, que Dios se apiade de él, siempre lo decía sin tantas perífrasis. Para él, en el punta de las lanzas no había juegos de colores rojos y plateados, sino cabezas amputadas de dientes arrufados, y su alegría sólo era completa cuando esas cabezas colgaban de las puertas de Granada enhebradas en guirnaldas. Hablaba el mismo idioma que tanto gusta a nuestro príncipe. Duro, salvaje y con una terrible y desenfrenada crueldad. Pero, en cualquier caso, una crueldad que no ocultaba tras hermosos juegos de palabras.
Naturalmente, he vuelto a ser uno de los pocos que opinan así. El mensaje ha despertado un gran entusiasmo en la comunidad. Cada victoria ha sido aclamada, y cuanto más sangrienta parecía, tanto más adecuada era como consuelo de todas las humillaciones que un judío insignificante tiene que soportar a lo largo del año. En toda Andalucía, no son pocos nuestros hermanos los que sueñan secretamente con que, un día, Josef ha–Levi ibn Nagdela llegue a sentarse él mismo en la cima del reino de Granada. Un príncipe judío en Andalucía, fundador de un nuevo reino judío en el país de Sefarad, un segundo David. ¿No decía siempre Samuel ibn Nagdela, el padre, que él era el David de su tiempo? ¿Por qué no habría de hacerse realidad esta pretensión con su hijo? Quiera Dios que nunca pase de ser un sueño.
La tarde del sabbat tuvo lugar una recepción solemne en casa del nasi, en honor de los tres embajadores. Sólo se invitó a los personajes más destacados de la comunidad. Yunus recibió una invitación. Era la primera vez. Hasta ahora, la fracción ortodoxa del Consejo de Ancianos siempre le había negado el acceso a los círculos más exclusivos debido a su escepticismo, libremente expresado, en materia de religión. Por eso resultaba tanto más sorprendente que ahora fuera invitado precisamente a esa recepción para la que todos los notables, sin excepción, procuraban conseguir invitación valiéndose de sus influencias y relaciones.
El misterio se desvaneció cuando Yunus fue presentado al jefe de la embajada: Isaak al–Balia lo conocía y había insistido personalmente en que fuera invitado. Diez años atrás Yunus había hecho un viaje a Córdoba en busca de unos libros que resultaba imposible encontrar en Sevilla. Durante ese viaje había conocido a un rabino de Francia que se hallaba temporalmente en Córdoba dando clases. Isaak al–Balia era uno de los alumnos de ese rabino; tenía entonces dieciocho años, y era un joven muy prometedor, miembro de una de las familias más distinguidas de la comunidad judía de Córdoba.
También ahora parecía extrañamente joven entre los dignos señores del Consejo de la comunidad, pero su edad no lo inhibía en lo más mínimo. Estaba en el centro, y parecía considerar natural que todo lo demás girase a su alrededor. Era un hombre de corta estatura, robusto, de cabeza grande, mentón poderoso, nariz curva como una hoz, y ojos grises y atentos bajo unas cejas que no cesaban de moverse. Sabía mantener a distancia a sus interlocutores y, al mismo tiempo, dar la impresión de que cada palabra que les dirigía representaba una particular distinción. La fama de hombre culto que le precedía quedaba confirmada por cuanto se mantenía reservado durante la conversación, dejando caer sólo de tanto en tanto alguna observación que ponía de manifiesto su gran conocimiento del tema del que se estaba hablando. Era considerado un genio en materia de idiomas, pues dominaba incluso el latín y varios dialectos francos. El español de la gente común de Andalucía le era tan familiar que su acento era indistinguible del de un mozo de cuerda del bazar, y él se divertía introduciendo en mitad de una charla tan rimbombante unas pocas frases en ese español de la calle, como un malabarista encantado de mostrar con cuántas pelotas puede hacer sus juegos malabares o como un músico que demuestra su capacidad arrancándole una melodía virtuosa a una simple cana. Al–Balia parecía aficionado a desconcertar a sus interlocutores con giros inesperados en la conversación.
Cuando el nasi le preguntó si era verdad que, como se decía, el eminentísimo Josef ibn Nagdela tomaba personalmente todas las decisiones de gobierno, sin siquiera pedir su opinión al príncipe, al–Balia contestó escuetamente:
—¡Qué remedio, si el príncipe está borracho día y noche!
A uno de los miembros del Consejo de Ancianos, que lo aburrió con un himno de alabanza en el que ensalzaba al hadjib llamándolo sostén de la fe y baluarte de la religión, al–Balia lo despachó con más dureza aún. Se sumó a los elogios y llevó la conversación a la mujer de Josef ibn Nagdela, hija del famoso rabino Nissim, de Qayrawan. El anciano, cada vez más entusiasmado, dirigió su himno de alabanza también a la mujer.
Al–Balia lo interrumpió con expresión de pesar:
—Lástima que sea tan bajita.
El anciano quedó desconcertado.
—¿Es bajita? ¿Y eso es una lástima? —dijo.
—Una lástima, no. Pero sí una desventaja —contestó al–Balia, impasible—. Al hadjib le gustan las mujeres grandes, macizas.
El anciano estaba tan perplejo que apenas se atrevía a preguntar.
—¿Queréis decir… que tiene más de una mujer?
—No ante la ley —contestó al–Balia con expresión inmutable—. Pero el harén de su casa está repleto de mujeres grandes y macizas. No le va a la zaga a ningún mawla musulmán. Que Dios le conserve las fuerzas.
El anciano retrocedió espantado, y no se atrevió a acercarse otra vez a al–Balia hasta que terminó la recepción.
Yunus conversó un largo rato con él. Hablaron sobre el rabino de Francia, con quien al–Balia todavía mantenía una intensa correspondencia, sobre Córdoba y sobre los motivos que llevaron a al–Balia a dejar la ciudad tres años antes.
—Una ciudad sin futuro —dijo—. Una ciudad que ya ha pasado su mejor época. Abulwalid ibn Djahwar, el qadi, otorgó a la nobleza de la ciudad y a los grandes comerciantes el derecho de intervenir en el gobierno. Ahora ya no puede imponerse. Las grandes familias han convertido sus palacios en fortalezas y combaten las unas contra las otras. Arman a los jornaleros y la chusma de los suburbios y hacen la guerra de un barrio a otro. Todo está como hace cincuenta años, después de la muerte de al–Mansur y sus hijos. Ya nadie se preocupa de proteger a los pueblos de los alrededores. Bandas armadas de los reinos vecinos, de Carmona, Toledo, Granada, hasta de Sevilla, asolan la campiña. Muchos pueblos ya han sido abandonados, el campo está despoblado en gran parte, y está cada vez más desolado.
—El futuro pertenece a las grandes ciudades residenciales, Toledo, Zaragoza, Sevilla. Allí está la esperanza. Allí están el dinero y el poder.
Desde hacía tres años vivía en la corte de Josef ibn Nagdela. Por encargo del hadjib había hecho dos viajes como embajador a Toledo, y de allí, por encargo del príncipe al–Ma'mún, había viajado también a la corte de León, donde había llevado a cabo unas negociaciones con el rey Fernando. No ocultaba en ningún momento su admiración por el hadjib de Granada, pero esa admiración parecía dirigirse menos a la persona que al cargo y al poder ligados a ella. Yunus tenía la impresión de que lo que más fascinaba a al–Balia eran las libertades que podía permitirse el poseedor de tal poder; por ejemplo, la libertad de mostrar una preferencia por las mujeres altas y macizas.
Al–Balia no dijo nada sobre el objetivo de su misión diplomática en Sevilla. Sólo hacia el final de la recepción manifestó, con mucho efecto, que al–Mutadid, el príncipe, lo había recibido en audiencia privada, lo cual aumentó considerablemente su prestigio.
Yunus no volvió a verlo en las semanas siguientes, pero a veces recordaba la conversación que había sostenido con él sobre Córdoba. Desde el domingo estaban llegando constantemente a Sevilla nuevas divisiones de jinetes del oeste del reino, de Beja, Silves, Huelva, Niebla; pequeñas tropas que cruzaban el río con el transbordador de Taryana y seguían viaje hacia Alcalá de Guadaira, donde Ismail, el príncipe heredero, estaba reuniendo sus tropas para la campaña de otoño.
En un primer momento se había dicho que la expedición de ese año se dirigiría contra Carmona, la ciudad vecina del noreste, gobernada por un clan bereber que también descendía de un oficial mercenario de al–Mansur. Sin embargo, en el transcurso de la semana se difundió el rumor de que la campaña planeada consistía en una breve incursión en la región de Córdoba, donde se encontraría poca resistencia. En el bazar se decía, asimismo, que había surgido un conflicto entre el príncipe y su heredero, debido al escaso número de hombres que al–Mutadid había puesto a disposición de su hijo.
El viernes, antes de la partida del ejército, cuando algunas tropas de élite desfilaron por la ciudad precedidas por la gran banda de música, se echó en falta la presencia del príncipe, quien en ese tipo de ocasiones solía escoltar al heredero hasta la puerta de la ciudad. Esto fue tanto más llamativo, por cuanto poco antes al–Mutadid, aún con todos los síntomas de orgullo paternal, había anunciado en la mezquita principal el nacimiento del tercer hijo del príncipe Muhammad, su segundogénito.
Por la tarde, en los baños, Yunus se enteró, por boca del siempre bien informado Ibn Eh, del verdadero motivo del escaso número de hombres puestos a disposición del heredero.
—Se espera una embajada de León para dentro de dos días —dijo Ibn Eh en voz tan baja que Yunus apenas lo oía—. El príncipe se ha reservado una parte de las tropas para dar una recepción impresionante a los españoles. La campaña de este año carece de importancia; es sólo el espectáculo militar de costumbre, para mostrar a la gente que todo sigue su cauce habitual. En realidad, la situación es extremadamente crítica. El rey de León ha reunido su ejército en Zamora, y todo indica que el encuentro entre el príncipe y el rey tendrá lugar dentro de tres o cuatro semanas. Al–Mutadid necesita todas las tropas que pueda movilizar, para poder presentarse lo más fuerte posible a las negociaciones con el rey. En este momento no puede emprender una campaña contra Carmona.