Los músicos entonaron un preludio. Luego se abrió la puerta y la pantalla se abolsó suavemente. Los músicos dejaron sus instrumentos a un lado, y en el silencio empezaron a sonar, como muy lejanos, unos dulces acordes de laúd que caían como pesadas gotas, arrancados suavemente, después más intensos y descomponiéndose en precipitadas carreras para volver a apagarse, cada vez más suaves, hasta que la voz irrumpió con inesperada claridad. La voz clara y pura de una doncella, tibia y fina como las notas de una flauta de madera, sencilla y natural, tan sencilla como la canción que entonaba, una antigua canción de amor árabe.
Ibn Ammar se preguntaba de dónde podía proceder la qayna. No era una berebere, de eso estaba seguro. Parecía más bien que se había educado en Damasco, posiblemente hasta en la misma Bagdad. ¿Había llegado en el barco de Alejandría? ¿La había traído el sabí? Ibn Ammar se dio la vuelta. El sabí estaba sentado, inmóvil a su lado, la cabeza apoyada en las manos, los ojos cubiertos por los dedos, una negra sombra. Parecía hechizado por la canción.
También los otros convidados escuchaban con mudo embeleso. Una expectante tensión tenía en vilo a todos, y cuando, al terminar la primera canción, el anfitrión hizo una seña a los criados para que retirasen la pantalla, esta tensión se descargó en un sonoro suspiro.
La qayna estaba sentada en un sillón alto. Conservaba el velo sobre la cara. De pronto se levantó, se dio la vuelta en una pirueta infinitamente lenta, dejó caer el velo, sonrió al público con una mirada que acarició a todos sin fijarse en ninguno, hizo una reverencia ante el príncipe y el dueño de la casa, y dirigió un guiño a los músicos para que empezaran a tocar.
El pequeño tamboril empezó a sonar, suave, titubeante, como refrenado. Luego se le unió la flauta, que jugó alrededor de los monótonos golpes del tambor con gran impaciencia, como queriendo aguijonearlos. La qayna estaba inmóvil como una estatua. Parecía que ni siquiera respiraba. Entonces, casi imperceptiblemente, empezó a mover las manos, los hombros, los brazos, hasta que el movimiento se apoderó de todo su cuerpo, lo sacudió en una suave ondulación, lo levantó sobre la punta de los dedos de los pies, y lo hizo girar lentamente.
Era una mujer bellísima. Alta, esbelta, de rostro expresivo y manos delgadas de largos dedos. El cabello negro, entretejido con cintas de seda de varios colores, le caía casi hasta las caderas. Su piel era de un color moreno claro. Boca grande, nariz bien perfilada, ojos ligeramente sesgados, frente alta. En la boca, una sonrisa vuelta hacia dentro, casi arrogante, dirigida a todos y a ninguno.
Era una qayna perfectamente adiestrada, de unos veinticinco años; una mujer que hubiera podido presentarse en cualquier corte de Andalucía y que en la de Sevilla habría alcanzado un precio de mil quinientos dinares, por lo menos. ¿Cómo había llegado una mujer así a la casa de un comerciante de paños?
La flauta intensificó el compás, obligando al tambor a avivar también, poco a poco, la cadencia de sus golpes, tentando a una segunda flauta a que la siguiera con trinos largos e inspirados. La qayna se dejó llevar, empezó a moverse a un ritmo más rápido, como si fuera la propia música la que infundía el movimiento en su cuerpo. Los cascabeles empezaron a sonar, se contuvieron un momento y siguieron con su suave tintineo. La qayna tenía una pandereta en la mano izquierda, y al girar, los sutiles y ondeantes velos de seda que la envolvían dejaban entrever fugazmente los perfiles de su cuerpo esbelto cubierto por el ceñido traje de bailarina.
Ibn Ammar seguía preguntándose cuál sería su origen. Entre todas las bailarinas y cantantes de la corte de Sevilla, nunca había visto a una mujer que tuviese el tipo de ésta. ¿Sería persa? ¿Caucasiana? Cuando estaba en la corte del príncipe, en Silves, una vez un comerciante de Alepo había ofrecido una esclava caucasiana por el exorbitante precio de dos mil dinares. El príncipe la había comprado y durante meses había estado loco por ella; pero Ibn Ammar nunca la había visto.
¿De dónde podía haber sacado Ibn Mundhir a esta mujer? Y, sobre todo, ¿qué había pensado hacer con ella? ¿No le bastaban el comercio de telas y la naviera? ¿Quería ampliar aún más sus negocios?
Ibn Ammar miró de reojo al sabí. El gigante estaba sentado con las piernas muy pegadas al cuerpo, la cabeza recogida en una postura extrañamente inclinada, y la mirada fija en la qayna, como si temiera perderse alguno de sus movimientos. Era curioso que no estuviera sentado junto a su tío. Ibn Mundhir no tenía ningún hijo; el sabí era su único sobrino, y había tenido una gran participación en las empresas comerciales juveniles del comerciante. ¿Por qué estaba sentado aparte? ¿Por qué ni siquiera había sido presentado al invitado de honor? Ibn Ammar podía ver que el sabí se llevaba constantemente el vaso a la boca. Bebía mucho.
La música había alcanzado un ritmo enloquecedor. Las flautas sonaban agudas y entrecortadas, se perseguían la una a la otra, adelantándose, arrastrándose; el tambor venía justo detrás de ellas, en un vertiginoso staccato. La qayna giraba en rápidas y sucesivas piruetas con el cuerpo completamente curvado, como una hoz. La pandereta aleteaba en sus manos como una inmensa mariposa. Sus pies sacaban del suelo un redoble desenfrenado. Los velos volaban como pájaros, y el cuerpo de la mujer, flexible como un látigo, parecía no pesar nada, mientras la música ascendía a un ritmo aún más acelerado.
Los hombres instalados alrededor del quiosco estaban nerviosos, buscaban apoyo con manos inquietas. En sus rostros se formaban contracciones involuntarias. Ibn Ammar estaba sentado con la cabeza gacha, las manos agarradas convulsivamente al almohadón del asiento. El joyero obeso miraba fijamente con los ojos y la boca muy abiertos, mientras su pecho iba y venía como un fuelle. Sólo el príncipe Muhammad ibn Tahir parecía sereno; estaba apoyado indolentemente en los cojines, con una placentera sonrisa en los labios.
Luego, con un estridente chillido de las flautas, la música cesó de pronto y la qayna se desplomó en un último giro. Los velos cayeron sobre su cuerpo, envolviéndolo, cubriéndolo, mientras ella se aovillaba en el suelo hundiendo la cabeza, como un pájaro multicolor caído del cielo.
Sonaron aplausos, aunque reprimidos, como si nadie se atreviera a expresarse demasiado abiertamente. Ibn Mundhir se puso de pie, miró a su alrededor —tenía unas manchas rojas en la cara— y azuzó a los criados para que volvieran a levantar la pantalla ante la joven, que seguía inmóvil en el suelo.
Ibn Ammar intentó observar al mismo tiempo al anfitrión y al sabí. Si se seguían las reglas de la etiqueta, ahora el príncipe tendría que demostrar su interés por la qayna. Ibn Mundhir tendría que ofrecérsela como regalo, y, pasados unos días, el príncipe le demostraría sus buenas maneras con un regalo en dinero que superase en algo el precio de venta normal. Cualquier otra cosa era impensable. ¿Por qué otro motivo, si no, iba a hacerse actuar a la qayna ante el príncipe? Pero ni el príncipe se expresó como mandaba la cortesía, ni Ibn Mundhir hizo gesto alguno que diera a entender al príncipe que quería hacerle el regalo acostumbrado. En lugar de eso, el gigante de piel blanca se adelantó de repente con inesperada agilidad y se colocó ante el príncipe. Los convidados acompañaron su aparición con amables gritos de aliento. El gigante parecía ser una especie de poeta casero de los comerciantes murcianos.
El pelirrojo recitó con una voz poderosa y muy vibrante, que fue lo mejor de su actuación. Su poema no era más que una sucesión de imágenes de uso corriente, en las que el príncipe aparecía comparado a una nube que refresca con su lluvia el suelo seco, a un árbol que da sombra al agotado caminante, al viento que hincha las velas del barco, y a otras cosas por el estilo.
Al terminar, improvisó unos cuantos versos sobre la qayna, que sonaron como muy trillados y convencionales; pero Ibn Mundhir tampoco se dio por ofendido esta vez. Era inaudito. En Sevilla, semejante comportamiento ante un invitado de honor se hubiera recibido como una afrenta intolerable. ¿Qué tenía pensado el comerciante? ¿Adónde quería llegar?
Ibn Ammar estaba tan desconcertado que casi no se dio cuenta de la señal que lo llamaba a entrar en escena, y tuvo que reunir toda su presencia de ánimo para poder concentrarse en su actuación.
Había revestido su panegírico de formas clásicas. Empezaba con la descripción de una joven en un jardín florido. Luego dejaba entrever con bastante claridad que la bella muchacha sólo vivía en la memoria del poeta, quien la evocaba con nostálgica tristeza. El poeta había tenido que emprender un viaje. El viaje lo había llevado a una lejana ciudad, a las garras de los calumniadores y, finalmente, a un calabozo. Y precisamente allí, en la extrema miseria, recordaba el jardín florido y a la joven que había tenido que abandonar. Sólo entonces empezaba el verdadero elogio: el poeta era salvado por un desconocido. Alababa su valentía, su generosidad y su sabio juicio: elogio indirecto. Sólo hacia el final el poema daba un sorprendente giro que permitía reconocer en el salvador desconocido al príncipe. Y, para que el destinatario del poema pudiera aceptar el elogio con toda modestia, Ibn Ammar había añadido al final unos versos que, con ligeras variaciones, había empleado también en aquel poema que diez años atrás le hiciera ganarse un lugar entre los poetas de la corte del príncipe de Sevilla:
Aunque tu grandeza no acepte himnos de alabanza,
acepta mis versos,
así como el jardín florido
acepta el viento,
que esparce su perfume por todo el país.
Ibn Ammar se inclinó con los ojos cerrados, esperando los aplausos. Al no sonar ninguno, levantó la mirada, confuso. El príncipe estaba sentado frente a él, en silencio, contemplándolo de arriba abajo. Sólo un momento después movió las manos. Pero era sólo un aplauso benevolente, sin entusiasmo, que hizo que también los demás convidados aplaudieran moderadamente. ¿Qué había pasado? Su poema había sido bueno, lo mismo que su recitación. ¿Acaso el príncipe no tenía buen gusto, no sabía lo que era bueno?
Atrapó al vuelo la bolsa que le arrojó uno de los acompañantes del príncipe y se llevó una nueva sorpresa. La bolsa no contenía más que tres dinares, lo sintió por el peso; tenía la suficiente experiencia como para poder calcularlo. ¡Nada más que tres dinares! Tres dinares del hijo del qa'id de una ciudad tan rica como Murcia. Se inclinó sonriendo. Se inclinó profundamente, como mandaba la cortesía. Vio que el anfitrión se acercaba al príncipe, inclinándose sobre su oreja. Ya durante su actuación Ibn Ammar había advertido que el ajedrecista había susurrado al dueño de la casa cierta información sobre él. Así pues, ahora también el príncipe estaba al corriente. Ninguna reacción especial, tan sólo una sonrisa de soslayo y una segunda mirada inquisidora, como si algo pudiera habérsele escapado en la primera.
Ibn Ammar se retiró andando hacia atrás, hasta alcanzar las sombras de la galería. Una vez sentado, apuró un vaso lleno de un solo trago.
El príncipe dejó la terraza poco rato después. Ibn Mundhir lo acompañó, y algunos de los convidados de más edad no tardaron en seguirlos. La tarjeta de invitación había prometido una fiesta que duraría hasta que abrieran los establecimientos de baños.
Ibn Ammar se ató la bolsa al cinturón. ¡Tres dinares! Diez años atrás, en Sevilla, el príncipe al–Mutadid había hecho que le pagaran cien dinares por su primer poema.
Se levantó. El sabí seguía sentado en el mismo lugar que antes, solo, meditabundo, con el vaso en la mano. Ibn Ammar pasó frente a él y empezó a rodear la galería. Había sido invitado a la fiesta para entretener a los demás, ése era su oficio, eso era lo que se esperaba de él; tenía que ganarse la invitación. Por qué no, ya no había nada en juego. Estaba entre comerciantes, así que hablaría de comercio.
Dejó que el obeso joyero le hablara de las perlas desde un punto de vista técnico, y tuvo ocasión de enterarse de que las del golfo Pérsico eran preferibles a las de la India, y, en cambio, las de la China eran mejores que las del golfo Pérsico. Soportó el monólogo de un gran comerciante de cuero, que le explicó las ventajas de concertar contratos de sociedad con participación en las ganancias con los zapateros de los pequeños zocos y de los mercados de baratillo de los suburbios, comprometiéndolos a comprarle el cuero exclusivamente a él, en vez de afanarse por conseguir pedidos de los selectos vendedores de cuero del bazar. Ibn Ammar escuchaba pacientemente y se esforzaba por plantear preguntas interesantes. ¿Por qué no? Tenía que volver a empezar desde abajo, tenía que conseguir encargos, estaba obligado a hacerlo. «Quien no tiene un gran mecenas, ha de tratar con muchos pequeños avaros».
Cuando Ibn Ammar terminó de dar la vuelta a la galería, el sabí seguía sentado en el mismo lugar, exactamente en la misma postura, como si se hubiese quedado dormido. El sabí no parecía darse cuenta, pero estaba despierto, tenía los ojos abiertos.
Ibn Ammar se inclinó sobre él y le preguntó con fingido interés:
—Antes no llegué a comprender del todo qué es lo que hacen los hindúes con la gente que mata sus vacas sagradas. ¿Cómo era aquello?
El sabí no se movió. Dejó pasar tanto tiempo, que Ibn Ammar ya no esperaba recibir una respuesta. Entonces el sabí se volvió hacia Ibn Ammar y lo observó con mirada ausente:
—Los cosen vivos a una piel de vaca y los queman —dijo malhumorado.
—Al parecer tienen una especial predilección por quemar a la gente —dijo Ibn Ammar.
El sabí se había vuelto y mantenía la mirada fija al frente. No parecía interesado en continuar la conversación.
El joyero obeso, que estaba sentado ante ellos, junto al quiosco, empezó a dar fuertes ronquidos. Uno de los dos criados se acercó corriendo a él, le quitó de la mano el vaso medio vacío y lo tapó con una manta. Ibn Ammar esperó a que el joven volviera a retirarse. Después preguntó como de pasada:
—¿Fuiste tú quien compró a la qayna? Tú la trajiste de Alejandría. —Vio de reojo que el sabí se levantaba bruscamente.
—¿Por qué lo dices?
—Era sólo una pregunta —dijo Ibn Ammar en tono conciliador.
—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó bruscamente el sabí. De repente parecía estar otra vez sobrio.
—El hombre que la ha comprado tiene buen gusto —contestó Ibn Ammar.
El sabí lo miraba con tal expresión de furia en los ojos que parecía a punto de saltar sobre él.