Se había sentado a la sombra de un árbol para contemplar el mar, la mirada dirigida hacia el suroeste, donde, más allá del horizonte, debían encontrarse las legendarias Islas de los Bienaventurados, que constituían el extremo más occidental del mundo habitado. Y tras ellas, hasta las lejanas costas de la India y China no había nada más que mar, el mar infinito, solitario e intacto desde la salida del sol hasta el ocaso.
Las Islas de los Bienaventurados.
¿Había puesto Dios la felicidad máxima en el borde del mundo?
Cuando era joven, Ibn Ammar había oído una vez a un viejo hombre de mar que afirmaba haber estado en esas islas. Él y otros siete aventureros habían partido de Lisboa hacia el oeste, con la intención de cruzar el gran océano. Tras once días de viaje los había abandonado el valor, y habían virado hacia el sur. Al cabo de otros doce días habían llegado a una isla en la que pastaban enormes rebaños de ovejas, sin que pudiera verse a ningún pastor. Luego habían navegado otros doce días hacia el sur y, finalmente, habían vuelto a hallar tierra. Precisamente esas islas afortunadas. Allí se habían encontrado con hombres muy altos de cabello liso y rojo, cuyas mujeres poseían una extraordinaria belleza. Aquellos hombres los habían tomado prisioneros, pero tratándolos amistosamente, y unas semanas después los habían subido en un barco y, tras un viaje de tres días, los habían dejado con los ojos vendados en las costas africanas. Desde allí habían tardado dos meses en volver por tierra a Lisboa.
Si era cierto que Dios había bendecido esas islas con una gran felicidad, entonces debía de haber hecho el camino hasta ellas muy largo y penoso.
¿Quizá la muchacha morena procedía de una de las islas?
Tras regresar de su escapada, disfrutar de una buena comida en compañía de estupendos amigos y de un sueño reparador acunado por la suave música de laúd, Ibn Ammar, al caer la tarde, había mandado llevar a la muchacha a los jardines del palacio, adornada y maquillada como a él le gustaba, envuelta en seda azul, y los cabellos entretejidos artísticamente con sartas de coral.
Él la había desnudado y se había deleitado con su belleza, con el juego de luz y sombras sobre su piel, y le había arrebatado la virginidad con experta ternura.
Pero no había sido el placer perfecto que había esperado. Ella había tolerado sus abrazos con lánguida resignación y había soportado sus caricias con indiferencia. Él se había sentido al mismo tiempo desilusionado y avergonzado. Quizá habría sido mejor prepararla para esa tarde. Quizá había sido su silencio el que había impedido a la muchacha compartir su sentimiento. Quizá era tan sólo que había esperado demasiado tiempo.
El tiempo que Ibn Ammar había querido revivir estaba ya muy lejano. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que él y el príncipe llegaran por primera vez a Silves? ¿Cuánto, desde que jugaron sus alegres juegos en ese encantador jardín del palacio del gobernador? ¿Catorce años? ¿Quince? Despreocupados días de juventud, dorados por el resplandor del recuerdo. ¿No hacían que cualquier otra cosa palideciera ante ellos?
Le cruzó la mente aquel poema que al–Mutamid le había entregado al despedirse, en Sevilla, y que reflejaba tan bien el ánimo de aquellos días: la ligereza, el desenfreno, el entusiasmo de su juventud:
Saluda a mi Silves, Abú Bakr, y pregúntale
si aún recuerda nuestros días juveniles,
y dile también que es cada vez mayor mi nostalgia
por el palacio, el castillo de ash–Sharadjib,
el Patio de los Leones, las estatuillas de mármol
del parque, los tranquilos lugares de ensueño
donde, bajo la fresca sombra de las palmeras,
tomábamos muchachas como gacelas,
de piel blanca y piel morena, flexibles como mimbres al bailar;
donde la mirada de alguna de ellas nos hería más que espadas y lanzas.
Cuántas horas pasé allí, en el parque,
junto a la cascada, en tibias noches de primavera,
con una muchacha cuyos ojos hacían palidecer hasta a la luna llena,
que me emborrachaba con su ternura y sus besos
mucho más que con el vino que me daba.
Ella tocaba el laúd, eso nunca lo he olvidado.
Dejaba caer su ropa como hojas en otoño.
Era como un capullo que se abre, hermosa entre todas.
La bandera de nubes del cielo se había teñido de negro. Sólo en el borde inferior, pegado casi al horizonte, tenía aún un ribete rojo. La muchacha seguía sentada junto al estanque de mármol, con los pies metidos en el agua. Un destello opaco reposaba sobre su piel, el resplandor de la última luz del sol.
Ibn Ammar la llamó. Ella se levantó de un brinco y se dirigió hacia él bajo el techo de plátanos, con pies ligeros y caderas cimbreantes. Las plantas desnudas de sus pies no hacían ningún ruido al andar.
¿No bastaba con su belleza? ¿Dios le habría dado también pasión, inteligencia y todo tipo de artes y dones femeninos?
Ibn Ammar recordó una historia que le habían contado sobre al–Mutassim, el señor de Almería. El príncipe había encargado a su arquitecto el proyecto de un palacio que debía poseer una belleza perfecta. El arquitecto mandó comprar los terrenos necesarios para la obra y consiguió adquirirlos todos a excepción de uno, en el que había un orfanato. El príncipe tenía el poder de demoler el orfanato, pero antes de dar la orden pidió consejo a un shaik considerado hombre sabio. El shaik le dijo:
—Tienes que elegir entre agradar a gente de buen gusto o agradar a Dios.
Así, al–Mutassim dejó el orfanato donde estaba, y su palacio tuvo un acodo que rompía ostensiblemente la simetría del conjunto. Ya no era una obra perfecta, como había deseado el príncipe. Pero cuando algún visitante se lo decía, al–Mutassim solía responder:
—Al principio no me sentía muy satisfecho, pero ahora debo decir que en todo mi palacio no hay nada que me guste más que esa pequeña imperfección.
Ibn Ammar hizo una señal a la muchacha y ella se acostó obedientemente a su lado. Ibn Ammar volvió a tomarla y la despidió regalándole la pulsera de oro que había preparado para esa primera tarde.
El día había terminado. Los hermosos días en Silves habían terminado, e Ibn Ammar sabía que habían terminado para siempre. Él no estaba hecho para la sosegada felicidad, para la paz paradisíaca de una pequeña ciudad de los confines del mundo. No volvería a Silves nunca más. Se llevaría consigo a la muchacha para que ella le recordara la región a orillas del Mar Verde y el palacio sobre la ciudad y el perfume de las rosaledas. Al contemplar su belleza disfrutaría con la certeza de saber que no había nada que añorar.
Volvió al palacio atravesando el parque, envuelto ya en la oscuridad de la noche, y se dirigió al pequeño baño que había mandado construir para la muchacha, que ahora se disponía a usar él solo. Disfrutó del baño de vapor y los masajes, se hizo cortar el pelo y se puso un traje nuevo. Sólo más tarde, en el cenador de la torre este del palacio, que se levantaba sobre el parque, cogió la carta que le había enviado al–Mutamid.
La carta contenía unas pocas líneas escritas de puño y letra por el príncipe, y sin las habituales florituras retóricas de la secretaría de la corte:
Oh, Abú Bakr, amigo y hermano,
contemplo las nubes lleno de nostalgia,
y mi mirada se pierde en el oeste.
Me gustaría tener alas para seguirla,
pero penosas obligaciones me retienen aquí.
¿Qué me queda sino llamarte?
Te ruego, te suplico:
date prisa, amigo mío, la grandeza nos espera;
necesito tu consejo y tu proximidad.
Debajo, la rocambolesca firma de al–Mutamid, que ya había practicado desde muy joven.
Era la noticia que Ibn Ammar había esperado. La llamada a la corte de Sevilla. Una carta característica del joven príncipe: no era una orden, sino un deseo sentimental que, sin embargo, tenía que cumplirse de inmediato.
Ibn Ammar mandó hacer los preparativos necesarios esa misma noche, para poder partir a primera hora de la mañana con una pequeña escolta. Eligió el camino terrestre, pues el viaje por mar tardaba demasiado. Al–Mutamid era generoso como ningún otro príncipe de Andalucía, pero también era impaciente como un niño. No se le podía hacer esperar.
Sevilla
Tres millas antes de la ciudad Ibn Ammar se encontró con que tenían preparado para él un caballo morcillo de la más pura raza, ricamente ensillado y embridado. Cuando llegó al río y lo cruzó en la galera dorada del príncipe, lo vistieron con un traje de honor de primera clase. En la orilla opuesta lo esperaba la gran banda de música con los atabales, para acompañarlo al al–Qasr. Seis askari negros con armadura de desfile asumieron su escolta. Una cantante persa entonó como saludo una canción compuesta por ella misma especialmente para esa ocasión. Durante todo ese día, le llevaron un regalo cada hora, hasta que, al atardecer, el príncipe mismo lo acompañó al amplio palacio de la ciudad que había mandado preparar para él. Parecía como si al–Mutamid quisiera superar incluso la grandiosa recepción que le había dado cuando regresó de su destierro.
La alegría del príncipe por el reencuentro era tan grande que, rompiendo el protocolo, abrazó a Ibn Ammar como a un hermano ante los ojos de todos. Habían acordado que cuando se trataran en público observarían los preceptos del ceremonial cortesano, incluido el tratamiento formal que correspondía al príncipe. El propio Ibn Ammar había insistido en ello y, tras una larga charla, había conseguido convencer a al–Mutamid de que su amistad debía posponerse a la dignidad de la posición del monarca. A Ibn Ammar no le costaba trabajo emplear perfectamente el larguísimo título del príncipe, pero ese día a al–Mutamid le resultaba ostensiblemente difícil mantener la fría reserva que se esperaba de él. Corroído por la impaciencia, abrevió la ceremonia de recepción, despidió a los invitados antes aún de que cayera la noche y se retiró con Ibn Ammar a una habitación de una de las torres del palacio de al–Muharram.
Ibn Ammar estaba conmovido por el afecto y generosidad de al–Mutamid, que no parecían conocer limites, pero también estaba intranquilo. Ya desde los despreocupados días de juventud, su amistad había padecido por el desequilibrio existente entre sus respectivos orígenes: el poeta pobre procedente de una familia insignificante y el joven dorado de casa principesca. Al–Mutamid nunca había querido reconocer esa diferencia, y siempre había hecho todo lo posible por tratar a Ibn Ammar como a uno de su misma posición. Pero nunca se había cerrado el abismo que existía entre ellos. Éste se mostraba tanto en las exageradas manifestaciones de amistad del príncipe como en la obligada reserva que se imponía Ibn Ammar para no someter esa amistad a un peso demasiado grande.
Jamás había olvidado aquella noche en Silves, en la que había aprovechado el desmesurado afecto de al–Mutamid para que éste le concediera un favor prohibido. Una bailarina le había insinuado su simpatía, e Ibn Ammar se había enamorado de ella a pesar de que el príncipe se había reservado la muchacha para si mismo. Al–Mutamid tenía a la sazón diecisiete años, y sus juramentos de amistad nunca habían sonado más sinceros que en aquella época; pero cuando Ibn Ammar le pidió a la muchacha, al–Mutamid tuvo un ataque de celos, se emborrachó de cólera y, en su embriaguez, llamó a los guardias y al verdugo. Sólo cuando el verdugo ya había colocado en el suelo el cuero para recibir la sangre, al–Mutamid volvió en sí y, sollozando de arrepentimiento, pidió perdón a Ibn Ammar y lo cubrió de regalos en un intento de relegar el incidente al olvido. Pero varias semanas después Ibn Ammar seguía despertando a medianoche bañado en sudor, sobresaltado por violentas pesadillas en las que el príncipe levantaba con sus propias manos la espada del verdugo. La amistad entre zorro y león nunca es del todo segura para el zorro, y esto había vuelto a mostrarse el día en que Ibn Ammar llegó de Silves. La recepción había sido tan desproporcionadamente pomposa, que sobrepasaba los limites del afecto natural para caer en una propensión exagerada.
Entre los invitados había faltado Ibn Zaydun. En los informes secretos sobre la corte que Ibn Ammar había recibido en Silves no se había hablado nunca de desavenencias entre el príncipe y el hadjib. Sólo poco antes de la recepción en el al–Qasr, Ibn Ammar se enteró de que Ibn Zaydun estaba en Córdoba desde hacía unos días. ¿Acaso el hadjib había emprendido ese viaje para no tener que asistir a la recepción? ¿O el príncipe lo había enviado a Córdoba para desembarazarse de él? ¿O había planes para firmar una alianza?
Al–Mutamid no tardó en sacar a Ibn Ammar de su ignorancia.
—¿Sospechas por qué te he mandado venir? —preguntó apenas se quedaron solos, sentados el uno frente al otro. El mismo respondió—: Abdalmalik ibn Djahwar de Córdoba nos ha pedido ayuda.
—¿Contra su hermano? —preguntó Ibn Ammar.
—No, contra al–Ma'mún de Toledo —respondió al–Mutamid con ansiosa lentitud, como si quisiera saborear la sorpresa que depararía a su amigo la noticia.
Era una sorpresa para la que Ibn Ammar no estaba preparado, una noticia que abría perspectivas insospechadas.
—¿Al–Ma'mún piensa atacar Córdoba? —preguntó.
—Eso afirma Abdalmalik.
—¿Y sus informes son de confianza?
—Nosotros estamos convencidos de que lo son.
Ibn Ammar no estaba seguro de si ese «nosotros» incluía también al hadjib.
—¿Hay noticias fidedignas del propio Toledo? —preguntó.
—Aún no —dijo al–Mutamid—. Pero hay mensajeros en camino. —A modo de pregunta, añadió—: Pero ¿importa algo que recibamos una confirmación de Toledo?
—No —dijo Ibn Ammar tras reflexionar brevemente—. En el fondo, no.
Ibn Ammar conocía bastante bien las circunstancias de Córdoba como para poder formarse un primer juicio. Abulwalid ibn Djahwar, el antiguo y grande qadi, que había asumido el gobierno de Córdoba tras los desórdenes intestinos, había dimitido de su cargo hacía seis años debido a una enfermedad crónica, dejando los asuntos oficiales en manos de sus dos hijos. Abderrahmán, el mayor, se había convertido así en la cabeza de la administración civil, mientras que Abdalmalik había asumido la conducción del ejército. Pero esta división del poder gubernativo no había durado mucho, pues poco tiempo después Abdalmalik había destituido a su hermano. Sin embargo, no lo había expulsado por completo de la ciudad, pues su padre seguía con vida y, además, Abderrahmán contaba con el apoyo de una importante fracción de la nobleza de la ciudad, que veía con gran desconfianza las ansias de poder de Abdalmalik. Hacía poco, el nuevo amo de la ciudad había dejado ver su pretensión de subir al trono, al hacerse incluir en la oración del viernes bajo el título de «Soberano por la Gracia de Dios», lo cual jamás se le había pasado por la mente al viejo qadi. Casi se produce un levantamiento en la ciudad.