Un anciano calvo, que había dejado a un lado su futa, caminaba pavoneándose de un lado a otro. Piel amarillenta y una tensa barriga surcada por venas azules, que el viejo cargaba como un tumor. Se metió en la piscina de agua caliente soltando suaves quejidos, y al poco volvió a salir con los mismos quejidos, se enjugó el agua de la cara y se volvió hacia Ibn Ammar con una forzada sonrisa sobre los restos amarillentos de sus dientes:
—Yo he pecado mucho, Dios me perdone, pero siempre he cumplido uno de los mandamientos del profeta: que siempre debemos limpiarnos en un baño los placeres del coito.
Ibn Ammar recordó un poema de Abú Ishak, que oyera una vez en Almería:
No hay en el mundo teatro más grotesco
que el de un anciano cacareando y sin plumas.
Sólo la serena dignidad hace bellos a los viejos.
Cuando alardean de unos ojos negros, son lastimosos.
¡Escuchad, ancianos, que aún aprenderéis!
¿Qué creéis que os sale hoy del pantalón?
Donde antes había calor, fuerza y como una luna llena,
hoy no hay ya nada que merezca la pena mencionar.
Ibn Ammar observaba con los ojos entreabiertos las blancas piernas del anciano, sus articulaciones deformes y toscas, los ralos cabellos pegados a su cabeza como hierba marchita, y pensó fugazmente qué desdichada criatura habría ayudado a ese hombre en sus placeres, y encogió las piernas, hundió la cabeza entre las rodillas y cerró los ojos. No tenía ganas de hablar con ese hombre sobre los placeres de la carne.
No se quedó mucho rato en la sauna. Había perdido la costumbre. Llamó al hakkak y pidió que le untaran aceite y le dieran un masaje. Luego llamó al criado y éste lo lavó con la manopla de crines de caballo y fue poniendo en fila, a sus pies, los rollitos de porquería que sacaba al frotarle la piel, hasta que recibió su propina. Después Ibn Ammar mandó que le desenredaran, lavaran y cortaran el cabello, le atusaran la barba y, finalmente, lo envolvieran en una toalla limpia. Luego volvió a la maslah, que ahora, tras el baño caliente, estaba agradablemente fresca, se acostó en uno de los nichos y se quedó dormido.
Despertó ya muy entrada la tarde. Suave música de laúd armonizaba con el chapoteo de la fuente, y el murmullo de los bañistas sonaba como el lejano acompañamiento de una orquesta. La maslah se había llenado de gente. El bañero, armado de una larga vara, cogía toallas limpias de los cordeles tendidos en lo alto de la cúpula. A la luz difusa que se filtraba a través de los cristales multicolores de la bóveda, Ibn Ammar creía ver una especie de extraño animal de largo cuello que caminaba balanceándose entre los bañistas.
Ibn Ammar se levantó y empezó a andar lentamente de un lado a otro, intentando traer a su memoria el poema que tenía que recitar esa noche en la fiesta de Ibn Mundhir. Sabía muy bien la importancia de causar esa noche una buena impresión en los invitados del comerciante y, sobre todo, en el príncipe, pero no estaba nervioso. No tenía miedo ni fiebre de candilejas. Se sentía bien. Él había sido famoso por su declamación, su voz poderosa, su modulación, por el modo en que hacía las pausas, cambiaba los ritmos, la intensidad de los sonidos, la entonación. La cuestión era si los comerciantes de Murcia serían capaces de apreciar el arte de su recitación y la elegancia de su verso.
Junto a la piscina de mármol a la que el broncíneo delfín escupía su agua, uno de los bañistas había desenrollado un pequeño tapete de ajedrez y dispuesto algunas piezas como si se tratara de resolver el final de una partida. Había algunos espectadores, que guardaban una respetuosa distancia. Ibn Ammar se sumó al grupo y observó cómo el ajedrecista, jugada tras jugada, iba acercándose a la solución. El hombre parecía un experto. Cuando, tras el último movimiento, el ajedrecista levantó la mirada, Ibn Ammar lo reconoció. Era el hombre con el que había conversado la semana anterior en el madjlis de Ibn Mundhir.
El escritor trató de escabullirse sin ser descubierto. Dos días antes había dejado su poema en casa del comerciante para someterlo a su beneplácito, y estaba prácticamente seguro de que se lo habían enseñado al ajedrecista para oir su opinión. Ahora, poco antes de la fiesta, no tenía ganas de hablar de ello ni de verse obligado a satisfacer la curiosidad de nadie. Pero el hombre lo vio antes de que pudiera perderse entre la multitud y lo invitó a acercarse con un gesto, pidiéndole que se sentara. No le quedó más remedio que aceptar la invitación.
El ajedrecista esbozó una reverencia. Las comisuras de sus labios mostraban otra vez aquella sonrisa ligeramente irónica, que Ibn Ammar ya conocía. Parecía tenerla grabada en el rostro.
—Pero si es nuestro joven amigo, el del sorprendente talento poético —dijo, y, al advertir la reacción refleja de Ibn Ammar, se apresuró a añadir, con gesto conciliador—: No, eso no, muchacho; nada de falsas modestias. Yo sé lo que digo. En el trillado camino del panegírico muy pocas veces me he topado con algo tan fresco como tus versos. Lo digo en serio. —Al hablar, asentía con la cabeza, como para reforzar sus palabras—. Admito que al principio te tomé por un hábil plagiario. Pero si lo que has escrito procede de ti y no de otra fuente, que yo desconozco, puedes llegar muy lejos, muchacho.
Ibn Ammar no era insensible a los elogios, pero no le agradaba la manera en que el otro lo llamaba «muchacho» y «joven amigo». El hombre que estaba sentado frente a él lo aventajaba, como mucho, en diez años, no más, y ¿quién era él, un hombre de Murcia, un literato de provincia más o menos ilustrado, para atribuirse el derecho de emitir juicios?
—Conocer las buenas fuentes también es parte del trabajo —dijo Ibn Ammar, irritado.
El ajedrecista parecía no haberse tomado a mal el tono de su voz.
—No pretendía rebajarte —respondió amablemente—. Sólo quería expresar mi asombro. Me resultaba difícil creer que los versos que me dieron a leer procedieran de un principiante. Simplemente, me parecía imposible.
—A lo mejor fue un golpe de suerte —dijo Ibn Ammar encogiéndose de hombros. Andaba con cuidado.
—Sí, a lo mejor —repitió el ajedrecista—. Si así quieres llamarlo.
El hombre calló, como si ya no estuviese interesado en el tema, pero sostuvo su mirada pensativa e inquisidora sobre Ibn Ammar.
—Desde nuestro primer encuentro, me he roto la cabeza intentando recordar dónde te he visto antes —continuó pasado un instante—. Juraría que ya nos habíamos visto antes.
—Es la primera vez que vengo a Murcia —dijo Ibn Ammar.
El ajedrecista sacudió la cabeza en señal de negación.
—No. Si te hubiera visto aquí, lo recordaría. Hace sólo dos años que estoy en la ciudad.
Movía distraído las piezas de ajedrez.
—¿Has estado alguna vez en Toledo?
Ibn Ammar respondió afirmativamente con un movimiento apenas perceptible de la cabeza. No había estado nunca en Toledo.
—¿Cuándo?
—Hace cinco o seis años.
—¿Estuviste en la corte del príncipe?
—No.
El ajedrecista volvió a callar y hundió la mirada en el tablero de ajedrez; era la mirada vacía de un hombre que hurga en sus recuerdos. Un momento después empezó a acomodar las piezas para una nueva partida, con rutinaria velocidad.
—¿Jugamos? —preguntó Ibn Ammar.
El ajedrecista levantó la mirada sorprendido. —¿Por qué no? — contestó, echando una mirada a su alrededor. Se levantó y su rostro se tiñó de repente de una expresión de expectante tensión, que en vano intentó disimular tras una sonrisa indiferente. Ibn Ammar extendió una mano, cogió un peón blanco y uno rojo del tablero, y ocultó cada una de las piezas en una mano. En ese instante lo asaltó la idea extrañamente tranquilizadora de que ya había vivido esa escena antes. Vio que el ajedrecista señalaba con la cabeza su mano derecha. Sin necesidad de mirar, supo que en ella estaba el peón blanco y lo colocó en su lugar en el tablero, acomodando después también el peón rojo. Todo aquello ya había pasado antes, y de pronto recordó dónde había sido, y vio a aquel otro hombre que aquella vez se había sentado a jugar contra él con la misma mirada expectante, con la misma actitud tensa. Vio el rostro de aquella bellísima estatua de mármol a cuyos pies habían extendido el tapete de ajedrez, junto a la gran piscina de la maslah del Hammán ash–Shattara, en Sevilla. ¿Cuánto tiempo había pasado? Unos diez años, día más, día menos. También entonces llevaba apenas dos meses en una ciudad totalmente nueva para él, también entonces había ido a una casa de baños a fin de prepararse para una gran presentación, sólo que aquélla había sido la primera gran presentación en público de su vida.
¡Y vaya presentación!
Entonces tenía veintiún años y había recibido una invitación a la corte de al–Mutadid. Con una única y espléndida frase había pasado de la nada al más alto pedestal del favor principesco. Y también entonces, aquélla tarde previa a la presentación en la corte, se había topado con un jugador profesional en los baños.
—¿Qué? —oyó preguntar a su rival—. ¿Damos un poco de interés adicional al juego o nos limitamos a matar el tiempo que queda hasta la noche?
La voz sonaba apagada, y cuando Ibn Ammar levantó la mirada, vio que el hombre se había inclinado hacia delante y, disimuladamente, se cubría la boca con la mano para que los espectadores no pudieran oírlo.
—Mientras mayor sea el interés, más rápido pasará el tiempo —contestó Ibn Ammar.
El ajedrista devolvió la mirada a Ibn Ammar y la sonrisa de la comisura de sus labios se marcó más aún.
—Entonces quizá deberíamos hacer una pequeña apuesta de… —Dejó la frase en el aire y miró inquisitivamente a Ibn Ammar. Su sonrisa pareció contraerse un tanto mientras esperaba una respuesta.
Ibn Ammar se tomó tiempo. Aquél era su juego. Quería saborearlo.
—¿No prohíbe el profeta jugar por dinero? —preguntó.
El ajedrecista se llevó la punta de los índices a la nariz, de modo que sus manos hicieron techo a su boca.
—Lo prohibe, es cierto —dijo preocupado, para añadir inmediatamente con fingida seriedad—: Pero permite dos excepciones: dos hombres pueden disputarse un premio en combates con arco y flechas y en carreras de caballos, siempre y cuando sea un tercero quien estipule el premio, por ejemplo el emir al que sirven.
—Ya lo sé —dijo Ibn Ammar.
El ajedrecista extendió el brazo derecho, dejando flotar su mano sobre el tablero de juego.
—Pues bien —continuó el hombre—, aquí tenemos cuatro jinetes montados sobre cuatro caballos, compitiendo unos con otros. Y aquí… —señaló los dos reyes—… aquí tenemos a dos umara, cada uno de los cuales ha estipulado un premio. Así pues, se cumplen todas las condiciones.
—Perfecto —dijo Ibn Ammar—. Ningún maestro en leyes podría poner inconvenientes.
—Entonces, ¿cuánto?
Ibn Ammar miró a un lado. Los espectadores se habían sentado formando un apretado semicírculo, y estaban a la espera de que empezase la partida. No era inseguridad lo que hacía vacilar a Ibn Ammar. Podía confiar en su habilidad como jugador. Su padre lo había iniciado en los secretos del ajedrez desde que era un niño. Más tarde, en Córdoba, había llegado a ser un ajedrecista de segunda categoría, y muchas veces se había ganado el pan jugando. Luego, en Sevilla y Silves, se había enfrentado muchas veces con maestros de primera categoría, aunque nunca había logrado vencer a ninguno de ellos en siete partidas, que era lo que se requería para pasar a formar parte de la categoría máxima. Siempre le había faltado la necesaria perseverancia. Pero creía que, un buen día, podía derrotar a cualquier jugador de Andalucía. No, no tenía miedo de perder. Lo que le hacía titubear era el vergonzoso hecho de que no tenía qué apostar. Después de pagar el baño sólo le quedaba medio dirhem, nada más. No podía jugar por medio dirhem.
Se llevó la mano a la boca y dijo muy suavemente por entre los dedos:
—Apostemos tres dinares.
El ajedrecista se inclinó hacia delante:
—¿Qué has dicho? ¿Tres dinares?
—Tres dinares —confirmó Ibn Ammar. Dijo tres como podría haber dicho diez o cien. En ese momento habría jugado por cualquier suma. De pronto lo había invadido un ansia irrefrenable de juego, de juego sin límites, sin contemplaciones, a todo o nada. Siempre había sido el mejor cuando había jugado arriesgándolo todo.
El ajedrecista se inclinó aún más hacia delante. La sonrisa había desaparecido de su rostro.
—Escucha, joven amigo —dijo con voz suave pero enérgica—, yo no juego para divertirme. Vivo gracias a que la gente quiere medirse conmigo y a veces desplumo a algún farolero adinerado que cree jugar mejor de lo que realmente lo hace. Pero a ti no quiero desplumarte. Dejémoslo en tres dirhems. Por tres dirhems te ofreceré un difícil duelo; pero tendrás una verdadera oportunidad de ganar. Si fueran tres dinares, jugaría fuerte y sin contemplaciones.
Ibn Ammar estaba a punto de duplicar la apuesta que había sugerido, pero se contuvo justo a tiempo. Había cometido un error y ahora por poco lo había empeorado. Había pensado probar su suerte, averiguar si ese día la suerte estaba de su lado. Pero de pronto el juego había perdido todo valor. Mucho más importante era ganarse al hombre que tenía frente a sí. Lo había juzgado mal desde el principio. El hombre era, sin duda, un jugador profesional; él mismo lo había dicho. Pero no era del mismo calibre que los jugadores de Sevilla.
—Bien —dijo Ibn Ammar—, entonces juguemos fuerte pero sin apuesta. El que pierda deberá un favor al otro. ¿Te parece mejor esta propuesta?
El ajedrecista lo contemplaba divertido.
—¿Sigues pensando que me puedes ganar?
—Si —dijo Ibn Ammar.
—¿Para demostrarme que me habrías ganado los tres dinares?
—No. Sólo quiero un juego fuerte, sin concesiones; sin contemplaciones, como tú has dicho.
El ajedrecista se sentó derecho y, con un enérgico movimiento, avanzó el caballo izquierdo.
—Lo tendrás —dijo—. Jugaré tan bien como me lo has pedido.
Pronto dejaron atrás los movimientos de apertura. El ajedrecista formó un frente simétrico, con los alfiles adelantados, los caballos detrás, flanqueados por los peones de la siguiente fila, y las dos torres una casilla hacia el interior. Una apertura clásica, como sacada de un libro. Ibn Ammar, por el contrario, se lanzó al ataque desde el principio. Formó a los peones en diagonal, el caballo derecho más adelante, los alfiles hacia afuera, la torre izquierda junto al rey. Cuando Ibn Ammar provocó el primer intercambio de peones y, poco después, sacrificó el peón del rey para abrir un pasadizo a la torre, se produjo la primera pausa. Un suave cuchicheo entre los espectadores, un largo plazo para pensar, durante el cual el profesional no quitó la vista del tablero, hasta que finalmente levantó la cabeza. La sonrisa irónica había vuelto a su boca.