Consiguió ponerse en pie, el hombro contra el marco. Se deslizó por el pasillo con la espalda en la pared, levantando su osamenta unos centímetros para llevarla un poco más lejos. El revestimiento de la pared, luego el contrachapado de una puerta. Y así sucesivamente. En cada puerta intuía la presencia de otros mártires, los pringados de su especie, todos en cura de desintoxicación.
Una puerta. Dos puertas. Tres puertas…
Por fin, atrapó el picaporte de su habitación y franqueó el umbral. La penumbra reinaba en ese espacio de quince metros cuadrados. No lo entendía. Como para completar su confusión, oyó las campanas del pueblo de al lado. Miró su reloj: 07.00. Se había desvanecido otra vez, había terminado de pasar la noche en el pasillo y ni siquiera se había dado cuenta.
Repasó sus planes.
Ya no valía la pena acostarse. Un café y andando.
Con una lucidez nueva, fotografió con la mirada cada detalle de la habitación. La alfombra raída y llena de manchas. El linóleo rojizo. El edredón. La mesa con la lámpara de Ikea. Los grafitis sobre el empapelado de la pared. La ventana donde lloraba un día negruzco.
Una convulsión lo arrancó de sus meditaciones.
Tiritaba. Desde hacía dos días, oscilaba entre esos estados ardientes y esas caídas heladas, dentro de su ropa siempre húmeda. Desde el blanco de los ojos hasta los dedos de los pies, tenía el mismo color amarillento. Su orina era roja. Sus fiebres eran negras. En el fondo, la abstinencia se parecía a una enfermedad tropical. Una porquería que habría contraído en un país lejano, podrido, que conocía bien: las tierras fangosas de la heroína.
Necesitaba una ducha muy caliente, pero no quería volver al pasillo. Optó por un café. Allí tenía todo lo necesario. Un hornillo, Nescafé, agua. Fue al fregadero, llenó de agua un cazo de cámping, luego volvió al hornillo. Con una mano temblorosa, raspó una cerilla y se quedó inmóvil, hipnotizado por la llama azulada. Permaneció así hasta que el mordisco del fuego lo llamó al orden. Raspó otra cerilla, luego otra.
A la cuarta, consiguió encender el hornillo. Se dio la vuelta y cogió la cuchara con precaución. La hundió en el frasco de Nescafé. Mientras el agua hervía ya en el cazo, se detuvo en mitad del gesto. La cuchara. El café soluble. Comprendió que realizaba esa operación con un cuidado especial, como si fuera el ritual que intentaba olvidar.
Echó el Nescafé en el vaso. Volvió a quedarse pasmado mirando el borboteo del agua. Las campanas sonaron. Había pasado otra hora. El tiempo se había dilatado. Era una cosa blanca que recordaba esos cuadros de Dalí en los que las agujas de los relojes se doblan como tiras de regaliz.
Hundió la mano dentro de la manga de su chaqueta. Cogió el asa del cazo. Echó agua en el vaso, que se llenó inmediatamente de un líquido pardusco, a juego con aquella hora lúgubre del día.
Solo entonces se acordó de que tenía una cita.
Aquella noche, antes de la crisis, había recibido una llamada.
Una señal en medio de las tinieblas…
Sonrió al pensar en el télex que le habían reenviado.
Un asesinato, una iglesia, niños: todo lo que le hacía falta.
De ahí en adelante, la situación se resumía en un axioma.
Esa investigación lo necesitaba a él.
Pero, sobre todo, él la necesitaba a ella.
Como siempre, el hombre rueda en el polvo.
El polvo rojo de la tierra africana.
Enredado en su chilaba, trata de levantarse pero la bota le golpea en el vientre, luego bajo el mentón. El hombre se dobla en dos, se derrumba. Patadas. En el rostro. En el vientre. En la entrepierna. Las punteras de metal encuentran los pómulos, las costillas, los frágiles huesos a flor de piel. Ya no se mueve. El agresor puede calcular sus golpes cómodamente. La mandíbula, los dientes, el tabique de las fosas nasales, los labios, los ojos. La piel estalla —desnudando los músculos, las fibras— en un fango de sangre mezclada con tierra.
Las manos atrapan el bidón. El olor a gasoil reemplaza al de la sangre. El chorro se demora sobre la cara, el cuello, el pelo. El mechero chasquea y cae sobre el torso. El fuego prende con una brusca vaharada. Llama violácea que vira inmediatamente al rojo. De pronto, el hombre se yergue: es un lagarto. Un lagarto gigante: su boca afilada sobresale de la capucha y las garras de sus patas emergen de las mangas de la chilaba…
Lionel Kasdan se despertó con el corazón desbocado. Tenía todavía en la nariz el olor de la tela quemada mezclada con ese otro, atroz, de la carne y el pelo chamuscados. Tardó unos segundos en comprender que el sonido de las llamas ardiendo era el timbre del teléfono.
—¿Diga?
—Soy yo.
Ricardo Méndez, el forense que parecía salido de una zarzuela.
—¿Te despierto?
—Sí. —Echó un vistazo a su reloj: 08.15—. Y haces bien.
—Estadísticamente, un viejo duerme cuatro horas más que un hombre de mediana edad.
—Cierra el pico.
—Mal humor, otra manía de viejo. Vale. Me voy a dormir. He pasado toda la noche con tu chileno. ¿Quieres las conclusiones definitivas?
Kasdan se enderezó apoyándose sobre un codo. El terror se disolvía en su sangre.
—En resumen —continúa Méndez—, te confirmo lo que te dije ayer. Paro cardíaco vinculado con un dolor intenso, provocado a su vez por una fina punta hundida en los dos órganos auditivos. Lo nuevo es que había un estado previo.
—¿A qué llamas un «estado previo»?
—Nuestro hombre había tenido problemas cardíacos. Su corazón mostraba lesiones significativas de infarto. Músculo con aspecto rojizo, atigrado. Te ahorro los detalles. Al tío se le paró el corazón varias veces en su vida.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Normalmente, un corazón de estas características es la manifestación de una vida de excesos: pitillos, alcohol, comilonas… Pero Goetz tiene las arterias de un muchacho. No hay indicios de excesos de ningún tipo.
—¿Entonces?
—Me inclino por paros cardíacos breves, espasmos coronarios provocados por un estrés intenso. Miedos extremos. Dolores agudos.
Kasdan se frotó el rostro. Recuperaba la lucidez. La pesadilla y el olor a cerdo quemado se alejaban.
—Goetz pasó por las manos de la junta militar chilena. Lo torturaron.
—Eso podría explicar las huellas de esas lesiones. Y también otra cosa.
—¿Qué?
—Las cicatrices. En la verga, el torso, las extremidades. Pero sobre todo en la verga. Todavía tengo que trabajar en eso. Observarlas con el microscopio para fecharlas con exactitud. E imaginar con qué le hicieron eso.
Kasdan guardaba silencio. Pensaba en la causa de la muerte de Goetz: el dolor. Existía un vínculo entre su pasado de mártir y las circunstancias de la muerte. ¿Habían llegado verdugos chilenos para ejecutarlo?
—El último detalle —prosiguió Méndez—. Tu hombre sufrió una intervención quirúrgica debida a una hernia discal. Lleva una prótesis numerada de origen francés. A partir de la marca y el número de serie, puedo seguir el rastro a la operación.
—¿Para qué?
—Para comprobar si entró en Francia con el mismo apellido —dijo Méndez, riendo—. ¡No puede uno fiarse de los inmigrantes!
—Me mencionaste unos análisis que iban a realizar en Mondor sobre el órgano auditivo…
—Todavía no los he recibido.
—¿Y la especialista del hospital Trousseau?
—Todavía no me ha llamado. Espero que no se te ocurra dejarte caer por allí con tu cara de hombre del saco. Es un hospital de pediatría, lleno de niños sordos para los que nunca es Navidad.
—Gracias, Ricardo.
Kasdan colgó y se tumbó en la cama. La pesadilla volvió en fragmentos. Había leído libros sobre el universo onírico, en particular los de Freud. Conocía los grandes principios del trabajo sobre los sueños. Condensación. Desplazamiento. Elaboración de las imágenes. Y siempre, detrás de esas escenas inesperadas, el deseo sexual. ¿Qué ocultaba esa ejecución brutal que lo atormentaba desde hacía decenas de años? El armenio sacudió la cabeza. A su edad, seguía mintiéndose, haciendo como si su sueño fuera una simple pesadilla, cuando lo cierto era que se trataba de un recuerdo.
Cuarto de baño. Desde hacía tres años vivía en una serie de antiguas habitaciones para el servicio situadas en la esquina de la rue Saint-Ambroise y el boulevard Voltaire. Había comprado la primera buhardilla en 1997, para su hijo. Luego, en el año 2000, le habían ofrecido las tres habitaciones vecinas. Las había comprado y reformado con la idea de alquilarlas en el futuro para redondear su pensión.
El destino cambió las cosas: su mujer, Nariné, murió. Su hijo se marchó. Se quedó solo en el piso que había ocupado durante veinte años, cerca de la place Balard. Decidió pasar página y se instaló en esa sucesión de habitaciones que todavía olían a pintura. Ideales para un hombre solo que amara la vida en fila india. El otro problema era el techo abuhardillado. En cuanto Kasdan franqueaba cierta línea, debía agacharse. Vivía un cincuenta por ciento del tiempo doblado en dos, lo que le parecía que resumía perfectamente su humillante condición de jubilado.
Bajo la ducha, meditó sobre su investigación. Normalmente, cada mañana seguía el mismo programa. Levantarse. Paseo por el bosque de Vincennes. Footing. Ejercicios físicos. Regreso a casa. Desayuno. Lectura de la prensa hasta las once. Después, papeleo, internet, correo, hasta mediodía. Almuerzo. Por la tarde, se ocupaba de sus «gestiones»: las distintas asociaciones armenias que tenía a su cargo. Cosas que a nadie le importaban una mierda, él incluido. Por fin, a las cuatro de la tarde, se perdía en el Barrio Latino, con el
Pariscope
en el bolsillo, en busca de una buena película de las de antaño. A veces iba caminando hasta la filmoteca, que había tenido la mala idea de expatriarse a los límites de París, a Bercy.
Salió de la ducha y se observó en el espejo. El casco gris de su pelo rapado acentuaba aún más el aspecto rugoso de su rostro. Rasgos fuertes que se negaban a alisarse. Arrugas profundas como pintadas con espátula. Una nariz enorme, cumbre rocosa de donde partían surcos de amargura. En ese paisaje árido, una excepción: dos ojos grises que parecían dos charcos de agua. Los oasis de su Teneré.
Volvió a su habitación. Se vistió. Fue a la cocina y se preparó el cóctel de turno. Un comprimido de Depakote 500 mg y una tableta de Seroplex 10 mg. En los cuarenta años que llevaba medicándose nunca había querido conocer realmente los mecanismos de todo lo que tragaba. Pero he aquí lo que había comprendido: el Depakote era un normotímico; un regulador del estado de ánimo. El Seroplex era un antidepresivo de última generación. Por un equilibrio misterioso, la asociación de los dos medicamentos conseguía mantenerlo a flote.
A los sesenta y tres años, Kasdan saboreaba esa tranquilidad relativa. Lo había visto todo, había pasado por todo en materia de psiquiatría. Depresiones. Alucinaciones. Delirios… Y lo mismo en materia de tratamientos. Era en sí mismo un diccionario de medicamentos. Litio y Anafranil en los años setenta. Depamide y Prozac en los ochenta. Sin contar los neurolépticos que había tenido que tragar cuando sus crisis maníaco-depresivas. Lo que llamaban «episodios psicóticos agudos». Con el paso de los decenios, los tratamientos se habían afinado, precisado, hasta tal punto que ya se los recetaban «a medida». Sin efectos secundarios. Ninguna maravilla.
Se preparó un café. Al viejo estilo. Molido. Filtro. Gota a gota. Había renunciado a las máquinas con cápsulas cuando en una tienda de tonos cálidos y empleadas sonrientes le pidieron que rellenara un formulario sobre sus gustos más íntimos para obtener así una tarjeta de cliente. Había contestado que él lo que quería era beber buen café, no entrar en una secta. No soportaba esa sociedad de consumo, saturada de tarjetas de fidelidad y concursos. Sociedad materialista, mezquina, miedosa, en la que el acto de mayor riesgo era ver a tu mejor amigo encender un cigarrillo y el colmo de la felicidad hacer las compras de Navidad pagando con cheques-regalo. Sonrió. En el fondo ya no soportaba nada. Méndez tenía razón: el mal humor era «otra manía de viejo».
Se llevó la jarra, se sentó a su escritorio y desplegó el documento que quería estudiar primero. El horario que Goetz había confeccionado para su «mancebo». Se puso las gafas y leyó la lista. El organista no estaba precisamente en el paro. Aparte de en la catedral armenia, trabajaba para otras tres iglesias de París: Notre-Dame-du-Rosaire, rue Raymond-Losserand, en el distrito 14; Notre-Dame-de-Lorette, rue Fléchier, en el distrito 9, y la iglesia de Saint-Thomas-d’Aquin, place Saint-Thomas-d’Aquin, en el distrito 7. Kasdan subrayó con un Stabilo cada dirección. Goetz había tenido el detalle, sin duda para tranquilizar a su amante, de apuntar los nombres de los sacristanes y de los capellanes con los que debía ponerse en contacto «en caso de urgencia». Kasdan solo tenía que usar el teléfono y llamar a sus puertas.
El músico también daba clases particulares de piano, y su campo de acción se extendía por todo París. Kasdan hizo una mueca de disgusto. Tendría que soportar a cada una de las familias. No. Se limitaría a llamar por teléfono. Pero no debía excluir ninguna posibilidad. Ni siquiera una relación escabrosa con un alumno, un crimen pasional o la venganza de unos padres horrorizados.
Dobló la hoja con la lista. La deslizó dentro del bolsillo de su vaquero. Antes de empezar con su recorrido, tenía que hacer varias llamadas.
Empezó por Puyferrat, de la Policía Científica.
—¿Alguna novedad sobre nuestro organista?
—No. Todas las huellas de la galería son de la víctima. No hemos encontrado otras. Lo único importante ya te lo dije ayer: las huellas de las Converse. —Hizo una pausa. Se oía el chasquido de las hojas del informe mientras buscaba—. Ah, sí… otro detalle. Hemos encontrado partículas de madera en la tribuna. Astillas.
—¿De qué especie?
—Es demasiado pronto para saberlo. Las he enviado al laboratorio de Lyon para que las analicen. Para mí que son fragmentos del órgano. Goetz debió de aferrarse a él durante la pelea.
Kasdan visualizó la escena del crimen. La caja de resonancia de los tubos. El mueble del teclado. Puyferrat se equivocaba. Las superficies estaban limpias como una patena. Ningún arañazo. Esa madera provenía del exterior.
—¿Has entregado el informe?
—Sale ahora.
—¿Por e-mail?