Read El misterioso Sr Brown Online
Authors: Agatha Christie
—Otra vez. Ahora se trata del inspector Japp del Departamento de Investigación Criminal. Éste es nuevo. ¿Qué espera que le cuente que no le haya dicho ya al primero? Espero que no hayan perdido la fotografía. La tienda de aquel fotógrafo del Oeste se quemó hasta los cimientos con todos los negativos y esta es la única copia que existe. La conseguí por el director del colegio.
Un temor indescriptible se apoderó de Tuppence.
—¿No... no sabe usted el nombre del policía que vino esta mañana?
—Sí, creo que sí. No sé. Espere un segundo. Estaba escrito en su tarjeta. ¡Oh, ya lo sé! Inspector Brown. Era un tipo muy corriente.
Será mejor correr un velo sobre los acontecimientos de la media hora siguiente. Basta decir que en Scotland Yard no conocían a ningún inspector Brown. La fotografía de Jane Finn, que tan valiosa le hubiera sido a la policía para dar con su paradero, se había perdido sin esperanza de ser recobrada. El señor Brown había triunfado una vez más.
El efecto inmediato de este contratiempo tuvo como resultado un rapprochement entre Julius Hersheimmer y los Jóvenes Aventureros. Todas las barreras se vinieron abajo en el acto y Tommy y Tuppence tuvieron la sensación de que conocían al joven norteamericano de toda la vida.
Abandonaron su postura de investigadores privados y le contaron toda la historia desde que fundaron la sociedad de aventureros, ante lo cual él se divirtió horrores.
Al concluir la narración, se volvió hacia Tuppence.
—Siempre había creído que las muchachas inglesas eran un poco tímidas y anticuadas. Eso sí, dulces, pero temerosas de dar un paso sin una dama de compañía. ¡Me figuro que estoy algo pasado de moda!
El resultado final de estas confidencias fue que Tommy y Tuppence fijaron su residencia en el Ritz, según Tuppence, para poder estar en contacto con el único pariente de Jane Finn.
—¡De esta manera —agregó dirigiéndose a Tommy—, nadie podrá quejarse de los gastos!
Y nadie lo hizo, que fue lo bueno.
—Ahora —dijo la joven a la mañana siguiente de haberse instalado—, ¡a trabajar!
Beresford dejó el Daily Mail que estaba leyendo para aplaudir con innecesario vigor, lo que le valió ser reprendido amablemente por su colega.
—No seas tonto, Tommy, tenemos que hacer algo para justificar nuestro sueldo.
El muchacho suspiró.
—Sí, me temo que ni siquiera nuestro querido gobierno nos tendría en el Ritz holgazaneando a perpetuidad.
—Por consiguiente, como ya te dije antes, tenemos que hacer algo.
—Bien —replicó Tommy, volviendo a coger el periódico—, hazlo. Yo no te detendré.
—¿Sabes? —continuó Tuppence sin hacerle caso—, he estado pensando.
Se vio interrumpida por nuevos y entusiastas aplausos.
—Es muy propio de ti quedarte ahí sentado haciendo el oso, Tommy. No te haría ningún daño un poco de ejercicio mental.
—¡El sindicato, Tuppence, el sindicato! No me permite trabajar antes de las once.
—Tommy, ¿quieres que te diga algo? Es absolutamente necesario que tracemos un plan de campaña sin dilación.
—¡Oigámoslo! ¡Oigámoslo!
—Bien, manos a la obra.
Tommy al fin se puso serio.
—En ti hay la sencillez de una gran inteligencia, Tuppence. Suelta lo que sea. Te escucho.
—Para empezar, ¿en qué podemos basarnos?
—Absolutamente en nada —dijo Tommy con alegría.
—¡Te equivocas! —Tuppence le señaló a modo de acusación con el índice—. Tenemos dos pistas distintas.
—¿Cuáles son?
—Primera pista: conocemos a uno de la banda.
—¿Whittington?
—Sí. Lo reconocería en cualquier parte.
—¡Hum! —replicó Tommy, pensativo—. A mí eso no me parece una pista. No sabes dónde buscarlo y existe una posibilidad contra mil de que lo encuentres por casualidad.
—No estoy tan segura de eso —replicó Tuppence—. Me he fijado en que, a menudo, una vez empiezan a darse coincidencias, siguen sucediéndose del modo más extraordinario. Yo diría que es alguna ley natural que todavía no hemos descubierto. No obstante, como bien dices, no podemos confiar en ello. Pero en Londres hay ciertos lugares por donde, tarde o temprano, pasa la gente. Por ejemplo, Piccadilly Circus. Una de mis ideas consiste en pasarme allí el día vendiendo banderitas.
—¿Cuándo comerás? —preguntó Tommy con el sentido práctico que le caracterizaba.
—¡Qué masculino es eso! ¿Qué importa la comida?
—Eso lo dices ahora porque acabas de tomarte un opíparo desayuno. Nadie tiene mejor apetito que tú, Tuppence y, a la hora del té, te habrías comido las banderitas con alfiler y todo. Pero, con franqueza, no me convence tu idea. Es posible que Whittington ni siquiera esté en Londres.
—Es cierto. De todas formas, creo que la pista número dos es más prometedora.
—Oigámosla.
—No es gran cosa. Solo un nombre de pila: Rita. Whittington la mencionó aquel día.
—¿Es que te propones publicar un tercer anuncio? «Se busca sospechosa que atiende por el nombre de Rita.»
—No. Lo que me propongo es razonar de una manera lógica. Ese hombre, Danvers, fue seguido, ¿no es cierto? Es mucho más probable que lo hiciera una mujer que un hombre.
—No veo el porqué.
—Estoy completamente segura de que sería una mujer y además atractiva —replicó Tuppence sin alterarse.
—En estos puntos técnicos tengo que inclinarme ante tu sagacidad —murmuró Beresford.
—Ahora bien, es evidente que esa mujer, sea quien fuere, se salvó.
—¿Por qué lo dices?
—De no ser así, ¿cómo sabrían que Jane Finn tenía los papeles?
—Correcto. ¡Continúa, Sherlock!
—Existe la posibilidad, admito que solo es una posibilidad, de que esa mujer fuese «Rita».
—¿Y de ser así?
—De ser así, tendríamos que buscar entre los supervivientes del Lusitania hasta dar con ella.
—Entonces, lo primero que hay que hacer es conseguir una lista de los supervivientes.
—Ya la tengo. Escribí una larga lista de cosas que deseaba saber y se la envié a Carter. Esta mañana he recibido su contestación y, entre otras cosas, me incluye la relación oficial de las personas que se salvaron de la catástrofe del Lusitania. ¿Qué te parece tu pequeña Tuppence?
—Diez en diligencia y cero en modestia. Pero el caso es, ¿hay alguna Rita en la lista?
—Eso es lo que no sé —confesó Tuppence.
—¿No lo sabes?
—No, mira. —Los dos se inclinaron sobre la lista—. ¿Ves? Hay muy pocos nombres de pila. Casi todas son señoras o señorita tal.
Tommy asintió.
—Eso complica el asunto.
Tuppence se atusó el cabello con su tic característico.
—Bien, tendremos que poner manos a la obra y averiguarlo. Eso es todo. Empezaremos por el área de Londres. Anota las direcciones de las mujeres que viven en Londres o en los alrededores, mientras yo voy a ponerme el sombrero.
Cinco minutos más tarde, la joven pareja se encontraba en Piccadilly y, pocos segundos después, un taxi los llevaba a The Laurels, en el número 7 de Gledower Road, residencia de la señora de Edgard Keith, cuyo nombre figuraba en primer lugar en una lista de siete nombres que Tommy guardaba en su bolsillo.
The Laurels era una mansión ruinosa separada de la carretera por unos pocos arbustos raquíticos que pretendían dar la impresión de jardín. Tommy pagó al taxista y acompañó a Tuppence hasta la puerta. Cuando ella iba a llamar al timbre, la contuvo.
—¿Qué vas a decir?
—¿Que qué voy a decir? Pues diré... Oh, Dios mío, no lo sé. Es muy peliagudo.
—Me lo imaginaba —exclamó el muchacho, satisfecho—. ¡Eso es muy femenino! ¡No prevéis nada! Ahora apártate y contempla cómo resuelven los hombres una situación así con toda facilidad.
Llamó al timbre y Tuppence se situó a una prudente distancia. Les abrió la puerta una criada de aspecto desaliñado, cara sucia y un par de ojos que hacían juego con el conjunto.
Tommy había sacado una libreta y un lápiz.
—Buenos días —dijo en tono vivaz y alegre—. Somos de la Oficina del Distrito de Hampstead. El nuevo registro de votantes. ¿Vive aquí la señora de Edgar Keith?
—Sí.
—¿Cuál es su nombre de pila? —preguntó Tommy, blandiendo el lápiz.
—¿De la señora? Eleanor Jane.
—E-le-a-nor —silabeó Tommy—. ¿Tiene algún hijo o hija mayor de veintiún años?
—No.
—Gracias —Tommy cerró su bloc de notas con gesto rápido—. Buenos días.
La sirvienta se permitió la primera observación.
—Creí que tal vez venía por el gas —observó antes de cerrar la puerta.
Tommy se reunió con su cómplice.
—¿Lo ves, Tuppence? Esto es cosa de niños para la despierta mente masculina.
—No me importa admitir por una vez que te has desenvuelto a las mil maravillas. A mí nunca se me hubiera ocurrido.
—Buen truco, ¿verdad? Y podemos repetirlo ad libitum.
La hora de comer sorprendió a los dos jóvenes devorando rápidamente un bistec con patatas fritas en una oscura posada. Habían dado con una tal Gladys Mary y con una Marjorie, se habían llevado la sorpresa de un cambio de domicilio y habían tenido que soportar un largo discurso sobre el sufragio universal de labios de una norteamericana muy animada, cuyo nombre de pila resultó ser Sadie.
—¡Ah! —exclamó Tommy después de tomar un buen trago de cerveza—. Me siento mejor. ¿Cuál es la próxima dirección?
El bloc de notas estaba abierto sobre la mesa y Tuppence lo cogió.
—La señora Vandemeyer, que vive en South Audley Mansions, apartamento 20. La señorita Wheeler en el 43 de Clapington Road, Battersea. Según creo recordar es camarera, de modo que probablemente no estará allí y, de todas formas, no creo que sea la que buscamos.
—Entonces nuestra próxima escala es la señora de Mayfair.
—Tommy, empiezo a desanimarme.
—Animo, pequeña. Ya sabíamos que era una posibilidad muy remota. En cualquier caso, acabamos de empezar. Si fracasamos en Londres nos queda una gira por Inglaterra, Irlanda y Escocia.
—Cierto —repuso Tuppence, animada—. ¡Y con todos los gastos pagados! Pero, oh, Tommy, me gustaría que todo fuera más deprisa. Hasta ahora, las aventuras se han ido sucediendo, pero esta mañana ha sido muy aburrida.
—Debes contener tus ansias de sensaciones, Tuppence. Recuerda que si el señor Brown es tal como nos lo han pintado, es un milagro que no esté aquí ya para hacernos pasar a mejor vida. Vaya, me ha salido una buena frase, con tono literario y todo.
—La verdad es que eres mucho más pretencioso que yo y con menos motivos. ¡Pero desde luego es extraño que el señor Brown no haya descargado aún su cólera sobre nosotros (ya ves, yo también sé hacer frases) y podamos continuar nuestro camino.
—Tal vez considere que no vale la pena preocuparse por nosotros.
Tuppence recibió la frase con disgusto.
—Qué agradable eres, Tommy. Como si nosotros no tuviéramos importancia.
—Lo siento, Tuppence. Lo que he querido decir es que nosotros trabajamos en la oscuridad y que él no sospecha de nuestros maliciosos planes. ¡Ja, ja!
—¡Ja, ja! —repitió Tuppence como un eco en tono de aprobación mientras se ponía en pie.
South Audley Mansions eran un imponente edificio de apartamentos situado cerca de Park Lane. El número 20 estaba en la segunda planta.
Tommy ya había adquirido cierta práctica y le soltó de corrido las preguntas a la anciana mujer más parecida a un ama de llaves que a una sirvienta, que le abrió la puerta.
—¿Nombre de pila?
—Margaret.
Tommy lo deletreó, pero la mujer le corrigió.
—No, g-u-e.
—Oh, Marguerite; ya, como en francés. —Hizo una pausa y después se arriesgó a comentar—: Nosotros la teníamos inscrita como Rita Vandemeyer, pero supongo que se trata de un error.
—Así la llaman los amigos, pero su nombre es Marguerite.
—Gracias. Eso es todo. Buenos días.
Tommy, incapaz de contener su excitación, corrió hacia las escaleras. Tuppence le esperaba en el rellano.
—¿Has oído?
—Sí. ¡Oh, Tommy!
—Lo sé. Yo siento lo mismo.
—Es tan bonito imaginar ciertas cosas y que luego ocurran realmente —exclamó Tuppence, entusiasmada.
Cogidos de la mano, bajaron al vestíbulo. Fue entonces cuando oyeron voces y el rumor de pasos en las escaleras. De pronto, ante la sorpresa de Tommy, Tuppence le arrastró al lado del ascensor donde las sombras eran más oscuras.
—¿Qué dian...? —¡Silencio!
Dos hombres bajaron las escaleras y salieron a la calle. Tuppence se asió con fuerza al brazo de Tommy. —Deprisa, síguelos. Yo no me atrevo. Me reconocerían. No sé quién será el otro, pero el más grueso es Whittington.
Whittington y su acompañante caminaban a buen paso. Tommy emprendió la persecución en el acto y llegó a tiempo de verlos doblar la esquina. Sus vigorosas zancadas le permitieron alcanzarlos y, cuando llegó a la esquina, había acortado considerablemente la distancia. Las callejuelas de Mayfair estaban casi desiertas y consideró prudente contentarse con vigilarlos de lejos.
Éste era un deporte nuevo para él. Aunque no desconocía su técnica, gracias a la lectura de novelas policíacas, nunca había intentado «seguir» a nadie y llevarlo a la práctica le pareció un procedimiento sembrado de dificultades. Supongamos, por ejemplo, que de pronto tomaran un taxi. En las novelas, uno se limita a llamar a otro, prometiendo una propina al taxista y todo solucionado. Pero en realidad, Tommy se temía que la cosa no era tan sencilla, con lo que, llegado el caso, tendría que correr. ¿Y qué sensación daría en aquel momento joven corriendo a la desesperada por las calles de Londres? En una vía principal podría dar la impresión de que corría para coger el autobús, pero en aquellas aristocráticas y solitarias calles, era de esperar que le detuviera cualquier policía para pedirle explicaciones.
Cuando había llegado a aquel punto de sus meditaciones vio aparecer un taxi libre y contuvo su aliento. ¿Lo tomarían aquellos dos individuos?
Exhaló un suspiro de alivio al ver que lo dejaban pasar. El camino que llevaban iba zigzagueando en dirección a Oxford Street. Cuando al fin llegaron, fueron hacia el este y Tommy aceleró ligeramente el paso. Poco a poco se fue aproximando a ellos. En aquella acera tan concurrida no era de esperar que llamara la atención y estaba ansioso de alcanzar a oír algo de lo que hablaban. En esto fracasó rotundamente: conversaban en voz tan baja que el ruido del tránsito ahogaba la conversación que tanto le interesaba.