El misterioso Sr Brown (3 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterioso Sr Brown
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Tuppence le interrumpió:

—Un pensionnat?

—Exacto. El de madame Colombier, en la avenida de Neuilly.

Tuppence lo conocía bien de nombre. Era de lo más selecto. Varias amigas suyas norteamericanas habían estado allí. Se sintió más intrigada que nunca.

—¿Quiere que vaya al pensionado de madame Colombier? ¿Por cuánto tiempo?

—Eso depende. Posiblemente unos tres meses.

—¿Eso es todo? ¿No existen condiciones?

—No. Desde luego, irá usted como si fuera mi pupila y no podrá comunicarse con sus amistades. Tengo que exigirle el secreto más absoluto desde el principio. A propósito, es usted inglesa, ¿verdad?

—Sí.

—No obstante habla con un ligero acento norteamericano.

—Mi compañera en el hospital era de esa nacionalidad; creo que se me pegó un poco. Pero puedo hablar con un acento inglés perfecto cuando quiera.

—Al contrario. Le será más sencillo hacerse pasar por norteamericana. Resultará más difícil comprobar los detalles de su vida pasada en Inglaterra. Sí, creo que será mucho mejor. Entonces...

—¡Un momento, señor Whittington! ¡Es como si usted diera por sentado que voy a aceptar!

Whittington pareció sorprendido.

—¡No pensará usted negarse! Puedo asegurarle que el pensionado de madame Colombier es uno de los colegios de más seriedad y categoría. Y las condiciones son muy generosas.

—Exacto. Precisamente por eso. Son demasiado generosas. No sé qué servicio de mi parte justifica el pago de todo ese dinero.

—¿No? Bien, se lo diré. Podría encontrar cualquier otra por menos. Pero estoy dispuesto a pagar por una joven con la suficiente inteligencia y presencia para representar bien su papel y que, al mismo tiempo, tenga la discreción de no hacer demasiadas preguntas.

Tuppence sonrió. Comprendió que Whittington había acertado.

—Hay otra cosa. Hasta ahora no ha mencionado usted al señor Beresford. ¿Cuándo interviene él?

—¿El señor Beresford?

—Mi socio —repuso Tuppence con dignidad—. Ayer nos vio usted juntos.

—¡Ah, sí! Pero me temo que no precisaré de sus servicios.

—¡Entonces, asunto liquidado! —Tuppence se puso en pie—. Los dos o ninguno. Lo siento, pero es así. Buenos días, señor Whittington.

—Espere un momento. Veamos cómo arreglarlo. Vuelva a sentarse, señorita... —Hizo una pausa, mirándola interrogativamente—. ¿Cuál es su nombre?

A Tuppence le dio un vuelco el corazón al recordar a su padre, el arcediano, y se apresuró a pronunciar el primer nombre que le vino a la memoria.

—Jane Finn —dijo sin vacilar; y se quedó boquiabierta al ver el efecto producido por aquellas dos sencillas palabras.

La cordialidad desapareció del rostro de Whittington; ahora estaba rojo de ira y las venas se le marcaban en la frente. Se inclinó hacia ella siseando salvajemente:

—De modo que ese es el juego que se trae, ¿verdad, jovencita?

Tuppence, aunque cogida por sorpresa, conservó la calma. No tenía la menor idea del significado de todo aquello, pero poseía una mentalidad rápida y sintió la necesidad imperiosa de «mantenerse alerta», como ella decía.

—Ha estado jugando todo el tiempo conmigo —continuó Whittington—, como el gato y el ratón, ¿verdad? Sabía desde el principio lo que quería de usted, pero continuó la comedia. Es eso, ¿verdad? —Se iba calmando. Su rostro perdía paulatinamente el color rojo y la miraba con fijeza—. ¿Quién se ha ido de la lengua? ¿Rita?

Tuppence meneó la cabeza. Ignoraba cuánto tiempo podría seguir engañándolo, pero comprendió la importancia de no mezclar en aquello a una Rita desconocida.

—No. Rita no sabe nada de mí.

Él siguió taladrándola con la mirada.

—¿Qué sabe usted?

—Muy poco —repuso Tuppence, complacida al ver que la inquietud de Whittington se acentuaba en vez de disminuir.

El haber alardeado de grandes conocimientos hubiera despertado sospechas.

—De todas formas —gruñó Whittington—, sabe lo suficiente para venir aquí y lanzar ese nombre.

—Podría ser el mío.

—¿Le parece probable que existan dos jóvenes con un nombre como ese?

—O podría haberlo oído por casualidad —continuó Tuppence, satisfecha del éxito de su sinceridad.

Whittington dejó caer su puño con fuerza sobre el escritorio.

—¡Basta de tonterías! ¿Qué sabe usted? ¿Cuánto quiere?

La última pregunta hizo volar la imaginación de Tuppence, sobre todo después de un parco desayuno y los bollos de la noche anterior. Su papel, ahora, era el de una aventurera y no quería renunciar a sus posibilidades. Se sentó más erguida con la sonrisa y el aire de quien domina la situación.

—Mi querido señor Whittington, pongamos las cartas sobre la mesa y le ruego que no se enfurezca. Ayer me oyó decir que me proponía vivir de mi inteligencia. ¡Me parece que ahora he demostrado que tengo la suficiente como para vivir de ella! Admito que he oído ese nombre, pero tal vez mi conocimiento termine ahí.

—Sí, pero es posible que no sea así.

—Insiste en juzgarme de forma errónea —dijo Tuppence con un suspiro.

—Como ya le dije antes —replicó Whittington, furioso—, déjese de tonterías y vamos al grano. Conmigo no puede hacerse la inocente. Sabe usted mucho más de lo que quiere admitir.

Tuppence calló un momento para admirar su propio ingenio y luego dijo suavemente:

—No quisiera contradecirlo, señor Whittington.

—De modo que llegamos a la pregunta acostumbrada. ¿Cuánto?

Tuppence se encontró ante un dilema. Hasta el momento había engañado a Whittington con éxito, pero, si ahora mencionaba una cifra imposible, podría despertar sus sospechas. Una idea cruzó rauda por su cerebro.

—¿Qué le parece si me diera algo ahora y discutimos el asunto más tarde?

Whittington le dirigió una mirada terrible.

—Chantaje, ¿verdad?

Tuppence sonrió con dulzura.

—¡Oh, no! Llamémoslo un pago adelantado por mis servicios.

Whittington lanzó un gruñido.

—Comprenda —prosiguió Tuppence en el mismo tono—. ¡Me gusta tanto el dinero!

—Es usted el colmo —protestó Whittington, con admiración—. Me ha engañado. Creía que era una mansa jovenzuela con la inteligencia justa para llevar a cabo mis propósitos.

—La vida está llena de sorpresas —sentenció Tuppence.

—De todas maneras, alguien ha debido de hablar. Usted dice que no fue Rita. ¿Fue...? ¡Oh, adelante!

Entró el empleado y dejó un papel sobre el escritorio.

—Es un mensaje telefónico para usted, señor.

Whittington cogió el papel y frunció el entrecejo.

—Está bien, Brown. Puede retirarse.

El empleado salió mientras Whittington miraba a Tuppence.

—Venga mañana a la misma hora. Ahora estoy ocupado. Aquí tiene cincuenta libras.

Rápidamente contó varios billetes y se los tendió a Tuppence. Después se levantó, impaciente por verla marchar.

La joven contó los billetes sin inmutarse, los metió en el bolso y se levantó.

—Buenos días, señor Whittington —le dijo cortésmente—. Mejor dicho, au revoir.

—Exacto. Au revoir! —Whittington volvió a su tono jovial, cosa que inquietó ligeramente a Tuppence—. Au revoir, mi encantadora y lista jovencita.

Tuppence bajó las escaleras como si flotara en una nube. La dominaba el entusiasmo. Un reloj cercano señalaba las doce menos cinco.

¡Le daremos una sorpresa a Tommy!, pensó mientras paraba un taxi.

El coche la dejó en la boca del metro, donde Tommy la esperaba. Con los ojos desorbitados por el asombro, la ayudó a descender. Ella le sonrió cariñosamente y le dijo con voz ligeramente afectada:

—Paga tú, ¿quieres? ¡El billete más pequeño que tengo es de cinco libras!

Capítulo III
-
Un paso atrás

El momento no fue tan triunfal como se esperaba. Para empezar, los recursos de los bolsillos de Tommy eran algo limitados. Al fin consiguieron reunir el importe. El taxista, con un surtido de monedas en la mano, fue invitado a marcharse, cosa que hizo después de preguntar, indignado, qué creía que le estaba dando el caballero.

—Me parece que le has dado demasiado, Tommy —opinó Tuppence, con falsa inocencia—. Creo que quiere devolverte algo.

Fue posiblemente aquel comentario lo que indujo al conductor a emprender de nuevo la marcha.

—Bueno —dijo Tommy cuando al fin pudo expresar sus sentimientos—, ¿por qué diablos has tenido que tomar un taxi?

—Temía llegar tarde y hacerte esperar —replicó Tuppence amablemente.

—¡Temías... llegar... tarde! ¡Oh, Dios, eres un caso perdido!

—Es cierto —continuó Tuppence, con los ojos muy abiertos—. El billete más pequeño que tengo es de cinco libras.

—Has representado muy bien la comedia, pequeña, pero de todas maneras el tipo no se la ha creído ni por un momento.

—No —repuso Tuppence pensativa—, no se la ha creído. Eso es lo curioso cuando dices la verdad. Nadie te cree. Lo he descubierto esta mañana. Ahora vamos a comer. ¿Qué te parece el Savoy?

Tommy sonrió.

—¿Por qué no el Ritz?

—Pensándolo mejor, prefiero ir a Piccadilly. Está más cerca. No tendremos que tomar otro taxi. Vamos.

—¿Es este un nuevo tipo de humor? ¿O es que has perdido el juicio?

—Tu segunda suposición es la acertada. He conseguido dinero y ha sido una impresión demasiado fuerte para mí. Para este desequilibrio mental los médicos recomiendan cantidades ilimitadas de hors d'oeuvre, langouste a l'américaine, pollo Newberg y peche Melba. ¡Vamos!

—Tuppence, muchacha, ¿qué te ha dado?

—¡Oh, algo increíble! —Tuppence abrió su bolso—. ¡Mira esto, y esto, y esto!

—¡Querida, no agites las libras de esa manera!

—No son libras, sino cinco veces mejor que eso, y este es diez veces mejor.

Tommy lanzó un gemido.

—¡Debo de haber estado bebiendo sin darme cuenta! ¿Estoy soñando, o es verdad que veo una multitud de billetes de cinco libras agitadas de un modo peligroso?

—Es bien cierto. Ahora, ¿quieres que vayamos a comer?

—Iré donde quieras. Pero ¿qué has hecho? ¿Asaltar un banco?

—Todo a su debido tiempo. Qué lugar tan odioso es Piccadilly Circus. Ahí viene un autobús enorme dispuesto a atropellarnos. ¡Sería terrible que aplastara los billetes!

—¿Vamos al grill? —preguntó el muchacho cuando llegaron sanos y salvos a la otra acera.

—El otro es más caro —protestó Tuppence.

—Eso no es más que una perversa extravagancia. Vamos abajo.

—¿Estás seguro de que me darán todo lo que deseo?

—¿Ese menú tan nocivo que acabas de mencionar? Claro que sí, o al menos todo lo que puedas comer.

Entraron y se sentaron a una mesa.

—Ahora cuéntame —dijo Tommy incapaz de dominar su curiosidad por más tiempo, mientras eran rodeados por los muchos hors d'oeuvre soñados por Tuppence.

La señorita Cowley se lo contó todo.

—¡Y lo curioso del caso —concluyó—, es que en realidad me inventé el nombre de Jane Finn! No quise dar el de mi pobre padre, por temor a que se viera envuelto en algo vergonzoso.

—Tal vez tú lo creas así —dijo Tommy, lentamente—. Pero no lo inventaste tú.

—¿Qué?

—No. Yo te lo dije. ¿No lo recuerdas? Ayer te conté que había oído a dos personas que hablaban de una tal Jane Finn. Por eso te vino tan pronto a la memoria.

—De modo que fuiste tú. Ahora lo recuerdo. ¡Qué extraordinario! —Tuppence se dedicó a comer hasta que de pronto exclamó—: ¡Tommy!

—¿Sí?

—¿Qué aspecto tenían aquellos dos hombres?

Tommy frunció el entrecejo en su esfuerzo por recordar.

—Uno era grueso, bien afeitado y creo que moreno.

—Ese es él. ¡Es Whittington! ¿Cómo era el otro?

—No consigo acordarme. Apenas me fijé en él. En realidad solo fue ese nombre lo que me llamó la atención.

—¡Y después dicen que no existen las coincidencias! —Tuppence atacó el peche Melba alegremente.

Pero Tommy se había puesto serio.

—Escucha, Tuppence, ¿a qué nos llevará todo esto?

—A conseguir más dinero.

—Lo sé. Solo tienes esa idea en la cabeza. Lo que quiero decir es: ¿cuál será el próximo paso? ¿Cómo vas a continuar el juego?

—¡Oh! —Tuppence dejó la cucharilla—. Tienes razón, Tommy. Es un problema.

—No podrás mantener el engaño. Tarde o temprano cometerás un error. En cualquier caso, no estoy seguro de que no sea punible: chantaje, ya sabes.

—Tonterías. El chantaje consiste en afirmar que dirás lo que sea si no te dan un dinero. Pues bien, yo no podría decir nada, porque en realidad no sé nada.

—¡Hum! —replicó Tommy poco convencido—. Bien, de todas maneras, ¿qué vamos a hacer? Esta mañana Whittington tenía prisa por librarse de ti, pero la próxima vez querrá saber algo más antes de separarse de su dinero. Querrá saber cuanto antes de dónde obtuviste la información y muchas cosas más a las que tú no puedes contestar. ¿Qué piensas hacer?

Tuppence frunció el entrecejo.

—Debemos pensar. Pide café turco, Tommy. Estimula el cerebro. ¡Oh, Dios mío, cuánto he comido!

—¡Eres una tragona! También yo he comido lo mío, pero me enorgullezco de que mi elección del menú ha sido mucho más juiciosa que la tuya. Dos cafés —le dijo al camarero—, uno turco y otro francés.

Tuppence bebió el café con aire pensativo y reprendió a Tommy cuando este le habló.

—Cállate. Estoy pensando.

Tommy guardó silencio.

—¡Ya está! —dijo Tuppence al fin—. Tengo un plan. Está claro que lo que tenemos que hacer es averiguar algo más de todo esto.

Tommy aplaudió.

—No te burles. Solo lograremos descubrirlo a través de Whittington. Debemos averiguar dónde vive, qué hace, en una palabra, espiarle. Yo no puedo hacerlo porque me conoce, pero a ti solo te vio un momento en Lyons y es probable que no te reconozca. Al fin y al cabo, los jóvenes sois casi todos iguales.

—Rechazo este comentario. Estoy seguro de que mis facciones agraciadas y mi aspecto distinguido me harían sobresalir incluso en medio de una multitud.

—Mi plan es este —continuó Tuppence con calma—. Mañana iré sola. Le engañaré como hice hoy. No importa que no consiga más dinero. Estas cincuenta libras nos durarán varios días.

—¡O incluso más!

—Tú esperarás fuera y, cuando yo salga, no te hablaré por si nos vigilan, pero me situaré en algún lugar cercano y, cuando él salga del edificio, dejaré caer mi pañuelo o algo por el estilo, y allá vas.

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